Capítulo 8
Detrás de Ramose, a la hora en que el sol pierde el color del amanecer, el oasis era una nebulosa en el horizonte del oeste. Delante, el camino de Het-Nefer-Apu avanzaba hacia el este como una angosta cinta de tierra apisonada partiendo el desierto. Su apariencia lisa era engañosa y Ramose, sentado en el suelo del carro, con la espalda apoyada en el recalentado lateral, tuvo que sujetarse cuando las ruedas pasaron sobre rocas semiocultas y sobre zonas de grava suelta. Frente a él, el soldado setiu también saltaba y se balanceaba, con los pies cubiertos por sandalias plantados entre los de Ramose y las manos atadas apoyadas en el suelo del vehículo entre sus muslos oscuros. Era un hombre de piel morena, con una mata de pelo negro despeinado y una barba negra que le rodeaba los labios gruesos. Sus ojos, como uvas brillantes, pocas veces se apartaban de la cara de Ramose, pero no tenían una expresión definida. Ramose se preguntó si todos los servidores de Apepa serían tan desaliñados o si ése había sido elegido para que pareciera un campesino o un nómada en su camino hacia el sur. El auriga permanecía de pie bajo la sombrilla protectora, por encima de los dos pasajeros, canturreando y hablando de vez en cuando con los dos pequeños caballos cuyos cascos levantaban una constante nube de polvo. Alrededor de las piernas del auriga se amontonaban bolsas de comida y pellejos llenos de agua.
Ramose luchó contra sus ganas de dormitar mientras el calor se intensificaba. No porque fuera probable que el setiu intentara escaparse, a menos que fuera capaz de matar a ambos hombres y robar el carro, cosa harto improbable. Llevaba las muñecas muy bien atadas y uno de sus tobillos estaba sujeto al borde superior del carro. Será una molestia constante una vez que lleguemos a Het-Nefer-Apu, pensó Ramose. Si quiero dormir, todas las noches me veré obligado a atarlo a un árbol. Apartó los ojos del rostro del hombre para mirar el sendero barrido por el viento.
Fue muy complicado tener que hacer marchar al ejército desde el Nilo al Oasis, pensó. Cuando llegaron se vieron obligados a golpearlos, para alejarlos de las fuentes, hasta poder formar filas ordenadas; y eran sureños, campesinos fuertes acostumbrados a las privaciones y al calor implacable de Shemu. ¿Cómo reaccionarán los millares de hombres de Apepa después de tres jornadas como aquéllas? Ellos, que eran hombres blandos del Delta, habitantes de una ciudad donde sólo habían conocido huertos y viñedos. Del Delta a Ta-She, de Ta-She a Uah-ta-Meh y de allí a Het-Nefer-Apu. ¿Serán bastantes dos oportunidades para reponer agua? Hor-Aha ha concebido un plan excelente.
Ramose se enjugó el sudor de los ojos. Se había puesto una gruesa capa de galena para evitar el reflejo de la arena, pero de todos modos le ardían. También le ardía el costado. Se levantó y permaneció un rato de pie junto al auriga, pero no le gustaba la sensación de tener al setiu allí, a sus pies, y muy pronto volvió a ocupar su incómoda posición. El hombre estaba dormido, con la cabeza caída sobre un hombro. No había hablado desde que lo sacaron de la choza que había sido su prisión. Ramose se alegró de que aquellos ojos negros estuvieran ahora cerrados, y él mismo se rindió a una inquieta somnolencia.
Tardaron tres días en cruzar el desierto, comiendo alimentos fríos por la noche y envolviéndose en mantos cuando el fresco de la puesta del sol se convertía en un frío incómodo. Antes de dormir, Ramose ataba a su prisionero a uno de los radios de las ruedas del carro. El hombre comía y bebía sin hacer comentarios, cada vez que se le decía que lo hiciera. No mostraba malhumor ni vacilación, sólo una gran indiferencia. No vieron a nadie y en el desierto no se oía ni se veía nada, salvo a ellos mismos.
Al anochecer del tercer día los caballos alzaron las cabezas y apresuraron el paso.
—Huelen agua —comentó el auriga—. Estamos cerca del Nilo.
Ramose se puso en pie y miró hacia delante. Una tina línea de vegetación rompía la monotonía de tierra y cielo. La vio crecer y, un rato después, avanzaban bajo su sombra. Más allá se encontraba la ciudad de Het-Nefer-Apu, y las tiendas y los barcos de la armada de Kamose.
Ramose estaba cansado, pero pidió que lo llevaran a los aposentos de Paheri. Después de ordenarle al auriga que diera agua y comida a los caballos y que examinara el estado del carro, dejó al setiu al cuidado de los guardias de Paheri con las mismas instrucciones que había recibido él.
Paheri estaba solo, sentado, esperando su cena. Saludó a Ramose con gran cordialidad.
—Come conmigo —dijo señalando las fuentes que lo rodeaban—. ¿O prefieres bañarte primero? ¿Qué noticias traes del oasis?
Con placer, Ramose acercó un banco, y cuando terminaron de comer le había narrado a Paheri las intenciones de Kamose y el papel que él desempeñaría en el asunto.
—Su Majestad te mantendrá informado —dijo—. En cuanto a mí, necesito dormir y luego seguir mi camino. ¿Puedo contar con uno de tus esquifes, Paheri? Quiero viajar por el río, en parte porque ahorraré tiempo, pero también porque de esa manera mi prisionero tendrá menos posibilidades de escapar. Envía el carro de nuevo al oasis. Aquí tengo un papiro que debe ser llevado a Weset. Entrégaselo a un heraldo de confianza.
No mucho después, Ramose pidió a Paheri que lo disculpara y se sumergió con su ropa sucia en el río. Cuando tanto él como la ropa estuvieron limpios ya había anochecido por completo, y caminó hasta la tienda que le habían destinado, pasando entre grupos de hombres que se arremolinaban alrededor de fogatas, cuyo humo se mezclaba de una manera agradable con el olor de la carne asada. Quería asegurarse de que el setiu había sido alimentado y de que le hubieran permitido lavarse, pero cambió de idea al ver la manta pulcramente doblada a los pies del catre en que dormiría. Mañana ya soportaré bastante esa mirada vacía, pensó mientras se quitaba las sandalias y se tendía con un suspiro. Además, los soldados de Paheri son disciplinados y cumplen con lo que se les ordena.
Se tapó con la manta, cerró los ojos y se dejó llevar por la fantasía que fue su consuelo y su esperanza desde el momento en que, junto a su padre, observó que los músculos de Kamose se tensaban mientras doblaba el arco. Al principio la conjuraba para borrar el recuerdo de aquel día porque, como una pesadilla recurrente, las escenas, los ruidos, y hasta los olores de la plaza del fuerte de Nefrusi se materializaban a pesar de sus intentos por evitarlo cada vez que se preparaba para dormir. La sensación de los dedos de su padre agarrándose a él llenos de pánico, sudados de terror. El olor ácido de ese sudor. El silencio absoluto que cayó sobre los hombres que instantes antes trabajaban febrilmente, hasta el punto de que sus sombras inmóviles parecían siniestras sobre la sangre que cubría la tierra caliente. Los príncipes que rodeaban a Kamose, sus rostros impávidos, y el mismo Kamose, entrecerrando los ojos para apuntar la flecha, el reflejo del sol en sus anillos cuando tensó el arco, la tranquilidad de sus manos. Esa maldita frialdad de sus manos…
Incapaz de borrar las imágenes que amenazaban con mantenerlo en un estado de infelicidad definitiva, Ramose se había aferrado a lo único que podía sostenerlo y, al hacerlo, se adentró en una prisión completamente distinta, pero prisión al fin y al cabo. Se sentaba con Tani en el embarcadero de la propiedad de los Tao, los brazos de ambos enlazados, el hombro tibio de ella apoyado contra el suyo. Una brisa fresca la despeinaba y movía la superficie del Nilo, que se dividía en fragmentos de luz reflejada. Ella decía algo trivial, haciendo gestos con las pequeñas manos, el rostro a veces vuelto hacia él, a veces hacia el río, pero Ramose no la escuchaba. Tras una sonrisa fija, su atención estaba concentrada en el suave movimiento de la perfumada prenda de lino contra su pantorrilla, en la sensación que le producía la piel de Tani al tocar la suya, en el timbre de su voz.
No había nada sexual en la imagen. Ramose sabía que permitir que sus fantasías se convirtieran en sexuales no haría más que añadir más infelicidad. De manera que, en brazos de su fantasía, se tranquilizaba y dormía. A veces, la fantasía se confundía con un sueño, y él y Tani permanecían juntos hasta el amanecer, pero otras, su padre regresaba y Tani iba desapareciendo, como un fantasma efímero bajo el poder de la agonía de Teti. Por eso Ramose estaba convencido de que sólo teniendo a su amor, cumpliendo las mutuas promesas que se habían hecho en tiempos más felices, lograría que el pasado descansara en paz.
Conocía, con el inútil dolor del afecto de un hijo, los desastrosos defectos del carácter de su padre. Había perdonado a Kamose, su rey, ese inevitable acto de venganza, pero luchaba contra la marcada diferencia que veía entre el Kamose rey y el Kamose amigo. Respetaba y temía al rey, pero su amor era para su amigo. Sin embargo, ya no había una diferencia visible entre ambas figuras y Ramose temía que el amigo estuviera siendo lentamente devorado por la divinidad. Sabía dónde estaban su deber y su lealtad, pero no le resultaba fácil recuperar el júbilo que en un tiempo sentía ante esas virtudes. De modo que se aferraba a Tani, a los recuerdos y a la última esperanza de una futura solución.
Por la mañana comió frugalmente pan fresco, hojas de lechuga recién cortadas y queso de cabra, antes de dirigirse al río y mandar a buscar al prisionero setiu. Un esquife pequeño estaba amarrado a la orilla, esperándolo con su dotación de dos remeros y un timonel, con la vela triangular todavía caída contra el mástil. Ramose subió, se aseguró de que el valioso papiro para Apepa todavía estuviera en su mochila y se sentó y observó la llegada del prisionero al muelle. Sin duda se le había permitido lavarse y asearse un poco. Llevaba el pelo y la barba peinados, y el rato de sueño lo había refrescado. Con voz seca, Ramose le ordenó que se sentara de espaldas al mástil y le indicó al guardia que lo había custodiado que lo atara a la madera. Zarparon a la luz del amanecer y el piloto eligió la corriente que los llevaría al norte.
El primer día llegaron casi hasta la entrada de Ta-She. Habían navegado en paz a través de una quietud que al principio fascinó a Ramose. Después de haber pasado meses en el oasis y de su rutina como explorador en el desierto, el verde exuberante de la primavera le resultó paradisíaco. Pero muy pronto tomó conciencia de que, de los abundantes canales que alimentaban los pequeños campos, muy pocos eran usados por campesinos que alzaban el agua para verterla en la tierra fértil y entre los pocos que vio notó que todos eran mujeres. Los pueblos estaban silenciosos y parcialmente destruidos. Por cada campo en que la cosecha era prometedora, había dos que habían sido sembrados y abandonados a la maleza. A veces se veía a niños chapoteando desnudos en los canales u observando mientras los bueyes que estaban a su cuidado bebían el agua del Nilo, y en esos momentos Ramose lograba imaginar que Egipto no había cambiado, pero bajo el optimismo de la estación, el país tenía un aire de melancolía. Kamose ha hecho bien su trabajo, pensó Ramose. Ha abierto una franja de destrucción tan ancha que no queda nadie con la fuerza de voluntad necesaria para oponérsele.
La segunda tarde lo encontró amarrado en Lundu, pero no abandonó el esquife para recorrer la ciudad. Su prisionero todavía no había hablado, aparte de breves demandas de agua o de sombra. Ramose cumplió y atendió las necesidades del hombre, teniendo en cuenta el informe que éste sin duda le haría a Apepa. Incluso le permitió nadar junto a dos marineros mientras él lo vigilaba desde la orilla. Durante la noche permanecía atado al mástil, tendido en una manta y roncando de vez en cuando.
Al entrar en el Delta, Ramose tomó el afluente amplio del este, y al tercer día de viaje pasó Nag-ta-Hert. Las ruinas del fuerte setiu, que Kamose sitió y luego destruyó, estaban desiertas bajo el sol caluroso. Mientras el esquife de Ramose navegaba hacia el norte, se veían por todas partes pruebas del saqueo de Kamose —viñedos destrozados, huertos arrasados— y Ramose trató de no recordar las semanas en que las tropas rodeaban Het-Uart, las patrullas del río, así llamadas por Kamose en un destello de humor negro, recorrían el Delta de un extremo al otro matando e incendiando. Ramose permanecía junto a los hermanos y despertaba todos los días bajo la alta presencia de los gruesos muros de la ciudad. Luego recorría en el carro de Kamose los alrededores de Het-Uart, y en sus horas de desesperación, cuando no se requería nada de él, permanecía mirando el tejado del palacio de Apepa y rezando para poder ver a Tani, aunque sólo fuera por un instante. Entonces Kamose ordenó que los soldados se alejaran, y las mujeres dejaron de arracimarse, como aves de todos colores, para espiar a los hombres que había abajo.
Ramose no dudaba que los riachuelos del Delta estaban llenos de exploradores de Apepa, pero también de embarcaciones como la suya, y no le preocupaba la idea de un desafío. No vio ningún soldado setiu. La influencia de Apepa parecía comenzar y terminar en las puertas de su ciudad. Debe saber lo que le ha sucedido a Egipto, pensó Ramose mientras su embarcación viraba hacia el oeste preparándose para internarse en el riachuelo que conducía a los canales que rodeaban Het-Uart. ¿No le interesará? ¿O espera que Kamose se extenúe y vuelva definitivamente a su casa? El prisionero lo volvía a mirar y en los ojos negros había una expresión de intriga y un brillo como de admiración.
Ramose no tenía ganas de darle explicaciones. El sol ya se ponía y las puertas de la ciudad debían de estar cerrándose. Ahora la embarcación se internaba en un canal y allí, más allá de los árboles y los arbustos que crecían en la tierra húmeda junto al río, más allá de la amplia extensión de agua y de la planicie que tenía la dureza de la piedra por los millares de pies humanos y de patas de animales que pasaban sobre ella, se alzaba el muro sur de ciento cincuenta brazos de altura. Ramose sabía que las cinco puertas estaban fuertemente custodiadas. Mientras miraba pensativo a través de las hojas de los árboles, se debatió entre la conveniencia o no de acampar junto al canal durante la noche. Muchas otras embarcaciones eran amarradas y sus tripulaciones se tendían en la hierba, a la orilla del río, para desatar sus paquetes de comida o desenrollar mantas, fuera del camino de las mulas cargadas que al amanecer harían cola para ser admitidas en la ciudad. Las orillas del canal estaban llenas de mercaderes, labriegos con productos frescos, fieles que esperaban visitar el gran templo de Seth o los santuarios menos importantes de los dioses bárbaros de los setiu. Yam, el dios del mar; Anath, la consorte de Seth, con sus cuernos de vaca y sus orejas bovinas en un blasfemo parecido a Hathor; Samash, el dios del sol; y, por supuesto, Reshep, el de los cuernos de gacela y el shenti con borlas que llevaba la muerte a los enemigos del rey. Ramose los recordaba a todos de sus visitas infantiles a la ciudad, pero más vivido era el recuerdo de Reshep, tendido en el polvo de Nefrusi antes de que los soldados de Kamose lo destrozaran en mil pedazos y lo arrojaran al fuego junto a los muertos.
En las orillas también había pequeños grupos de soldados setiu, hombres que llevaban espadas curvas a la cintura y chalecos de cuero, y Ramose podía imaginar su respuesta si el prisionero los llamaba. Tal vez lo arrestaran por espía. Y también cabía la posibilidad de que lo mataran en el acto. Ramose se acercó al hombre.
—Te voy a devolver a tu amo —dijo sin preámbulos—. Tengo un mensaje para él. Por lo tanto, no tengo la intención de pasar aquí la noche. Tú y yo subiremos a la puerta. Si tratas de atraer la atención de esos soldados, no vacilaré en cortarte el cuello. —Sin esperar respuesta, se volvió hacia su tripulación—. Gracias. Volved a Het-Nefer-Apu y decidle a Paheri que he llegado a la ciudad. Marchaos enseguida. Deteneos en algún lugar tranquilo por la mañana.
Cogió su bolsa, bajó por la pasarela y permaneció en la orilla con el prisionero a su lado mientras el esquife zarpaba. Sabía que debía acercarse a las puertas de la ciudad mientras todavía brillaran los últimos rayos de luz, pero se detuvo para observar los remos del esquife que se hundían en el agua y que luego viraban para poner proa hacia el sur, hacia la libertad. Un sentimiento de nostalgia lo sacudió, una mezcla de soledad, miedo a lo que debía hacer y deseo de estar sentado en la cubierta de la pequeña embarcación que pasaba con lentitud junto a los otros barcos amarrados. El timonel estaba subiendo la vela para aprovechar lo que quedaba del viento de la tarde, el viento norte que lo llevaría a la seguridad. Con un estremecimiento interior, Ramose cogió el extremo de la cuerda que ataba las muñecas del prisionero y juntos comenzaron a acercarse a Het-Uart.
Hacía muchos años que Ramose no visitaba la ciudad. Había ido de vez en cuando acompañando a sus padres, que iban a ofrecerle regalos a Apepa en el Aniversario de su Aparición, cuando se esperaba que los gobernadores de todos los territorios afirmaran su lealtad al rey, pero el viaje siempre le resultaba tedioso y Ramose, a quien no le entusiasmaba mucho la vida de la corte, decidió quedarse en su casa al llegar a la mayoría de edad. Sin embargo, recordaba haberse sentido un enano cuando, de niño, estaba a la sombra de los altos muros. No tuvo esa sensación cuando estuvo allí con Kamose, pero en aquel momento volvió a sentir lo mismo que en la infancia. Hizo lo posible por sacudírsela, pero a medida que se acercaban a los muros exteriores, oscuros en los lugares hasta los que no llegaba la luz de las antorchas, la sensación se intensificaba. Más de treinta brazos de ancho, se dijo. Los muros tienen más de treinta brazos de ancho en su parte superior y a nivel del suelo son aún más anchos. Ningún ejército egipcio podrá conquistar jamás este lugar sitiándolo; una vez que entre, nunca lograré salir.
Se reprendió por tener pensamientos tan pesimistas y llegó a la puerta, donde se detuvo y miró hacia atrás, hacia el dibujo de las fogatas que cubrían la tierra por la que él y el setiu habían subido. Los ciudadanos del Delta y aquellos que se habían quedado fuera de la ciudad se preparaban para pasar la noche. Había seis guardias en la puerta, hombres musculosos con botas y chalecos de cuero, con las espadas curvas sujetas a la cintura, pero con hachas amenazadoras apoyadas detrás de ellos, contra la pared. No mostraron la menor alarma al ver que Ramose se les acercaba.
—La puerta está cerrada —dijo uno de ellos con expresión de desprecio—. Debes esperar tu turno para entrar en la ciudad por la mañana.
En la débil luz, sin duda no había visto que el setiu tenía las manos atadas.
—Traigo un mensaje urgente de Kamose Tao —contestó Ramose con tranquilidad—. Pido que se me admita de inmediato.
—Tú y cien más —se burló el guardia—. Las puertas sólo se pueden abrir por dentro. ¿Dónde está tu insignia de heraldo?
Ramose cogió el antebrazo del setiu y lo levantó.
—Aquí —dijo—. Yo soy Ramose, hijo de Teti de Khemennu. Haz abrir esa puerta, necio. No esperaré ni suplicaré como un ciudadano común.
El soldado lo estudió detenidamente y dirigió una mirada dura al prisionero.
—Te reconozco —dijo dirigiéndose directamente al hombre—. Saliste de Het-Uart hace semanas por esta misma puerta. ¿Te capturaron? ¿Por qué te devuelven?
—Ese no es asunto tuyo —interrumpió Ramose con rudeza—. Es asunto de Apepa. ¡Mándale avisar enseguida!
—Su nombre no debe ser mencionado —dijo el soldado en voz alta, pero había perdido parte de su seguridad. Levantó la mirada y gritó—: ¡Hoil, abre la puerta!
Siguiendo la dirección de su mirada, Ramose vio las sombras de más hombres armados en el muro.
No hubo respuesta, pero instantes después una de las hojas de la gran puerta comenzó a abrirse hacia dentro. El soldado los hizo pasar y los siguió con rapidez.
—Esperad aquí —ordenó.
Kamose lo vio subir por el ancho pasadizo iluminado por antorchas. La puerta se cerró.
Cortadas en el duro adobe había pequeñas habitaciones, y el hombre que acababa de abrir la puerta les hizo señas de que entraran en una de ellas. Había bancos apoyados en la pared y, en el centro, una mesa con una jarra de cerveza y los restos de una comida. Junto a las platos había armas de todo tipo. Dos soldados levantaron la mirada con interés al ver entrar a Ramose. Éste no les hizo caso, y obligó al setiu a sentarse a su lado en uno de los bancos. Los demás pronto volvieron a concentrarse en el juego de dados. Ramose y su prisionero permanecieron sentados en silencio. Transcurrieron varias horas, y Ramose ya empezaba a desear haber esperado fuera de la ciudad hasta la mañana, cuando reapareció el primer soldado. Lo acompañaba un oficial que les hizo una inclinación superficial.
—¿Eres en realidad Ramose de Khemennu? —preguntó. Ramose asintió—. Entonces el Uno ha enviado un carro para ti. Desata a tu prisionero.
Ramose se levantó y de un tirón obligó al setiu a hacer lo mismo.
—Todavía no —dijo con tono agradable—. Él también tiene algo que decirle a Apepa.
El hombre titubeó. Por toda respuesta se adelantó y después de sacar una daga cortó la cuerda hasta que ésta cayó al suelo. El setiu se frotó las muñecas, pero su expresión no cambió.
—Seguidme, los dos —dijo el oficial de mala manera. Ramose lo siguió y salió al aire fresco.
El carro los esperaba. Sin más comentarios los subieron, a él con brusquedad, y el oficial se puso detrás de ellos. A una palabra del auriga, el carro comenzó a moverse. Salieron del túnel del pasaje y Ramose miró a su alrededor.
Rodaban con rapidez por una calle ancha llena de puestos de mercado vacíos bajo los que se apilaban las sobras del día. Detrás de ellos, las hileras interminables de desiguales casas de adobe que Ramose recordaba de su infancia. El carro pasó por un cruce de caminos y vio más casas desiguales detrás de cuyas ventanas desnudas brillaban luces de velas. Ante ellos, la gente iba de aquí para allí o se reunía en los zaguanes a charlar. A veces las hileras de casas estaban interrumpidas por angostos callejones y a veces, bajo un par de árboles mal formados, se veía la señal de una fuente. Trozos de tierra muy pisoteada indicaban la presencia de tabernáculos, donde las figurillas de los dioses se refugiaban en pequeñas hornacinas sobre columnas de granito, a cuyos pies había sencillos altares. El zumbido del ajetreo de la ciudad era constante, una mezcla de voces humanas, ladridos, rebuznos, el ruido sordo de las ruedas de carros, pero más o menos después de diez estadios de marcha, el ruido comenzó a disminuir. El mal olor, sin embargo, persistía. Una combinación de estiércol de burro y de desperdicios humanos ofendió el olfato de Ramose y se adhirió a su ropa y a su piel.
El carro había entrado en la parte más noble de Het-Uart. Altas paredes horadadas por puertas discretas flanqueaban el camino y Ramose sabía que, detrás de ellas, los jardines y las casas de los ricos se extendían como diminutos oasis. Los peatones eran menos abundantes, más silenciosos, iban vestidos con más elegancia, y muchas veces eran precedidos por guardias. Al llegar a otro cruce de caminos, vieron el templo de Seth, las banderas de sus pilones flameaban en la brisa de la tarde, una luz que cortaba la oscuridad y destacaba el atrio exterior, donde algún sacerdote hacía sus ofrendas. El oficial dijo algo y los caballos doblaron a la izquierda y, en aquel momento, Ramose vio una verja muy grande, más allá de la cual había un patio. El patio de maniobras, pensó, y el cuartel. ¿Cuántos soldados tendrá Apepa? El doble que nosotros, o por lo menos eso dicen los rumores. Seguían avanzando junto a otra pared que parecía extenderse hasta el infinito, un alto muro que al poco rato Ramose situó como el límite exterior del castillo. Entonces el carro comenzó a avanzar más despacio y se detuvo frente a unas altas puertas de cedro. Una puerta lateral mucho más pequeña estaba abierta, y allí los esperaba un heraldo vestido de blanco y azul, los colores de la realeza egipcia. Pero su bastón no terna nada de egipcio. Era un palo largo y blanco, parecido a una espada, del que surgían cintas coloradas. En la punta descansaba, del color de la sangre, la imagen del dios. Seth sonrió a Ramose bajo su sombrero cónico y sus cuernos de gacela. No se parecía al Set egipcio, el dios pelirrojo y lobuno de las tormentas y el caos, a pesar de las declaraciones de los setiu de que ambos dioses eran uno y el mismo.
El oficial que los condujo hasta allí volvió a montar en el carro sin mediar palabra, pero el heraldo sonrió a Ramose y le pidió que entrara. Una puerta más que se cierra a mis espaldas, pensó Ramose mientras él y su compañero obedecían. No debo recordar los estadios que me separan del oasis. Debo recordar que, en algún lugar de este laberinto, Tani está comiendo, o la están maquillando, o habla con una amiga. Debo seguir pensando en ella. Tal vez presienta mi presencia. Tal vez en este mismo instante haga una pausa, levante la cabeza como si oyera que alguien le susurra detrás de su lámpara y frunza el entrecejo sorprendida mientras su corazón late apresuradamente.
El heraldo lo conducía por un ancho sendero entre miles de estadios de parque arbolado. De ese sendero partían muchos otros. Aquí y allí, Ramose pudo ver el reflejo de luz en el agua. A intervalos regulares se alineaban las estatuas, extrañas formas que no podía identificar pero que le recordaban vagamente a sus dioses familiares. Casi todos eran barbudos y tenían cuernos. Sabía que cuando era niño corría despreocupadamente entre ellas, eso lo sabía, pero ahora, bajo la luz azulada de la luna, parecían cubiertas por un misterioso aire de extranjería. Cuando terminaron los arbustos, comenzaron los parterres de flores. El heraldo cruzó un patio de grava, donde había multitud de literas cuyos portadores estaban sentados o acostados en la hierba que lo bordeaba y, en aquel momento, Ramose pudo escuchar la música y los sones alegres de una fiesta.
La fachada del palacio se alzó para recibirlo, hileras de columnas a cuyos pies se congregaban soldados y sirvientes iluminados por innumerables antorchas. A su derecha, Ramose pudo ver el origen del ruido. Salía de un salón que se abría a las columnas. Pudo ver una multitud de cortesanos que se movían de aquí para allí bañados por la luz de las lámparas. Ante ellos estaba el salón de recepciones, pero estaba en semipenumbra, y el heraldo dobló hacia la derecha, llevando a Ramose y a su estoico compañero a un lateral del palacio donde había una pequeña puerta en mitad de la pared. La abrió y se inclinó ante Ramose invitándolo a entrar, pero impidió que el setiu lo siguiera.
—Hay un refrigerio para ti en la mesa —dijo el hombre con afabilidad—. Come y bebe todo lo que desees. La espera será larga, pero en su momento serás llamado. Me han dicho que tienes un mensaje para el Uno. ¿Es verbal o escrito?
—Escrito. —Ramose sacó el papiro de la bolsa y se lo entregó. El heraldo lo cogió, volvió a inclinarse ante él y salió, cerrando a sus espaldas la puerta con suavidad.
Ramose respiró hondo y miró a su alrededor. La habitación era pequeña, pero estaba confortablemente amueblada con sillas bajas doradas y una mesa elegante en la que había una fuente con un ave asada y fría, unas rebanadas de pan negro, trozos de queso de cabra sobre hojas frescas de lechuga, varias tartas dulces y un jarrito de vino. En el suelo de madera vio esparcidos almohadones de colores vivos. Las paredes de color ocre estaban desnudas, pero cerca del techo había pintada una cenefa con un dibujo negro de círculos. Una luz cálida y constante surgía de tres lámparas de alabastro que colgaban de tres de las cuatro columnas de las esquinas y en la cuarta resplandecía un sagrario dorado. Estaba cerrado. Ramose no se molestó en abrirlo.
Fue rápidamente hacia la puerta por la que acababa de entrar y la abrió de golpe, pero se topó con la cabeza de un guardia con casco que se volvió a mirarlo. La cerró y fue hacia la otra puerta que podría proporcionarle una vía de escape, pero también estaba vigilada. No quiero huir, pensó Ramose sombrío mientras volvía sobre sus pasos. Debo vivir este asunto hasta el final. Pero tengo un poco de miedo.
Siguiendo un impulso se arrodilló de espaldas al opulento sagrario, conjuró la imagen de Tot, dios de Khemennu, y recreó en su mente los soportales del atrio exterior del templo y las sombras que siempre caían sobre su rostro cuando entraba descalzo al atrio interior, hacia donde estaba el dios con su hermoso pico curvo de ibis y sus sabios ojos negros. Con deliberación, Ramose imaginó la imagen de Tot y comenzó a rezar.
Hacía muchos meses que no se dirigía al tótem de su ciudad, porque se sentía incapaz de soportar los recuerdos que le traía a la mente, pero en aquel momento confió sus miedos y sus dudas a los oídos emplumados del dios, y le rogó que le concediera sabiduría para encontrar las palabras exactas que decir a Apepa, cuya presencia llenaba aquel lugar; le rogó que le diera fuerzas para mantener su propósito con firmeza. Cuando terminó de rezar fue consciente de una saludable necesidad de comer y, acercando una de las sillas, se dispuso a hacerlo, disfrutando del toque de ajo en el aceite que daba sabor a la lechuga y del vino cuya sequedad le fascinó. Después se echó hacia atrás en la silenciosa calma que lo rodeaba, consciente de que rezando y comiendo acababa de recuperar su equilibrio. Estoy muy sucio, pensó. Debo lavarme antes de enfrentarme a Apepa, pero tal vez la falta de agua haya sido deliberada, para ponerme en desventaja.
Había pensado tenderse en el suelo con uno de los almohadones bajo la cabeza, pero descubrió que estaba completamente despierto y pacíficamente alerta. Estás conmigo, Gran Tot, ¿verdad?, le dijo en su interior al dios. No has abandonado a tu hijo en este lugar de blasfemia. Sonrió, suspiró y se sentó a esperar.
La noche se hizo más profunda. Incluso allí, en aquel lugar que empezaba a parecer cada vez más apartado de cualquier realidad externa, Ramose tuvo conciencia de las horas que transcurrían hacia un amanecer todavía muy lejano. Las veía con claridad con los ojos de su ka, una sucesión de formas oscuras e indistintas que fluían después de Ra, mientras éste se movía en el cuerpo de Nut a fin de renacer, y que llevaban con ellas los dolores y las soledades de su pasado. No tenía la sensación de un peso que lo abandonaba, simplemente un optimismo que le recordaba la resistencia sin esfuerzo de la niñez, cuando él y sus compañeros podían nadar, luchar y correr todo el día sin cansarse.
Todavía seguía sentado muy erguido en la silla cuando la puerta se abrió y entró un hombre rasurado, con un shenti largo hasta el suelo y pulseras de plata.
—Soy Sakhetsa, jefe de heraldos de Su Majestad —dijo con una leve vacilación en la voz al encontrar a Ramose completamente despierto—. Su Majestad te verá un momento antes de retirarse. Sígueme.
Obediente, Ramose se levantó y salió de la habitación que, durante unas horas, se había convertido en el santuario de su dios.
Pronto se sintió perdido. Siguiendo al jeté de heraldos recorrió un pasillo tras otro, todos iluminados por antorchas, pasó frente a puertas cerradas y puertas abiertas a la oscuridad, caminó por patios en penumbra en los que las fuentes interpretaban una música discordante, pasó entre columnas bajo techos en los que resonaban sus pasos. En todas partes había guardias que se alineaban frente al ocre monótono de las paredes, hombres de gran tamaño que permanecían de pie, inmóviles, con los guantes de cuero descansando en el mango de hachas inmensas. Y sobre todos ellos corría el mismo motivo laberíntico que decoraba la parte superior de las paredes de la habitación donde Ramose había estado esperando. Hundido en un pasajero silencio, el palacio dormía durante las breves horas que separaban el fin de la fiesta y el ruido del amanecer.
Después de lo que le pareció un rato muy largo, Sakhetsa se detuvo frente a una puerta doble de cedro, donde intercambió unas palabras con los soldados que la flanqueaban, y Ramose entró tras él. Allí el pasillo era más pequeño y estaba más iluminado, la decoración de las puertas era más elaborada. En el otro extremo, había más puertas dobles. Un hombre que estaba sentado en un banco frente a una de ellas se levantó. Igual que el heraldo, iba vestido de blanco, pero su shenti tenía bordes de oro. Gruesos brazaletes de oro rodeaban su antebrazo y sus tobillos. Era mayor, y los lóbulos de sus orejas parecían alargarse por el peso de las cruces egipcias de oro que colgaban de ellas. Parecía cansado. Se le había corrido la galena y tenía los ojos colorados. A pesar de todo, sonrió.
—Soy el mayordomo primero Nehmen —dijo en tono seco.
Ramose se volvió a tiempo para ver que Sakhetsa desandaba sus pasos por el largo pasillo. Nehmen hizo un gesto de impaciencia y Ramose, muy erguido, entró y se situó ante la presencia de Apepa.
No tuvo mucho tiempo para estudiar el ambiente en que estaba, pero miró a su alrededor mientras Nehmen lo anunciaba. La habitación era grande, bien iluminada y hermosa, con un estilo que sólo consiguió definir como extranjero. Las paredes, allí donde no estaban cubiertas por esteras tejidas en los mismos colores y dibujos resplandecientes que ya había visto, estaban pintadas con escenas de montañas con los picos blancos cuya base mojaba un océano. Pequeñas embarcaciones navegaban en esa gran extensión de agua y bajo ellas nadaban exóticas criaturas.
A la izquierda, el paisaje era interrumpido por una puerta sobre la que estaba pintado un gran toro de cuernos de oro que lanzaba llamas por el hocico. A la derecha, un sirviente cerraba en aquel momento otra puerta en la que estaba representado un dios del mar. Raal-Yam, supuso Ramose, con maleza enredada en la barba y las piernas ocultas en un remolino de agua blanca. En los rincones había muchas lámparas altas con forma de caracol. Las patas de uno de los sillones habían sido talladas con figuras de muchachas de pechos desnudos que sostenían el asiento. Llevaban faldas cortas y plisadas, y el pelo peinado en alto en rizos atados con cintas. Las curvas redondas y el morro romo de un delfín formaban el respaldo del sillón, y otros delfines de plata sostenían los recipientes y las tazas que descansaban en la mesa junto a la que estaba sentado Apepa, con las piernas cruzadas y las manos cubiertas de anillos unidas sobre las rodillas.
Durante un instante, a Ramose lo sobrecogió el terror. No son de los nuestros, pensó. A pesar de la galena y de la alheña, del lino fino y de los títulos, son incapaces de ocultar que son extranjeros. Esas formas son keftianas, esas imágenes redondeadas nada tienen que ver con las líneas limpias y sencillas del arte egipcio. ¿Cómo no me di cuenta cuando era niño? ¿Por qué no tuve nunca la menor curiosidad? Los setiu no hacían ningún esfuerzo por ocultar esta contaminación dentro de su ciudad. Sólo en los pueblos fingen ser idénticos a los egipcios. Es evidente que están enamorados de la isla de Keftiu, pero ¿habrán hecho algo más que comerciar con los keftianos? ¿Existirá entre ellos un tratado de ayuda mutua? El instante de pánico pasó y Ramose se adelantó preguntándose si debía prosternarse ante Apepa, aunque ya lo estaba haciendo, con los brazos extendidos y la cara contra el suelo. Esperó.
—Levántate, Ramose, hijo de Teti —dijo Apepa—. Me concedes la reverencia completa que le debes a tu rey, pero tal vez te estés burlando de mí. Estoy cansado y de mal humor. ¿Por qué estás aquí?
Ramose se levantó, y por primera vez en muchos años vio la cara del enemigo.
Los ojos grandes y muy juntos lo estudiaron meditabundos. Aun viéndolo sentado, Ramose comprendió que Apepa era un hombre alto, más alto que los guardias que Ramose había visto hasta entonces. No estaba encorvado por la edad. Tenía hombros anchos y, bajo la falda suelta que lo cubría, sus piernas eran largas y bien formadas, como las de una mujer. Ya le habían lavado el maquillaje. La frente alta y espesas cejas negras le conferían un aspecto noble que por desgracia le era negado por una barbilla muy débil y puntiaguda, un cuello algo delgado, y una boca que, aunque rodeada por las arrugas que produce la risa, en reposo caía hacia abajo. Sus mejillas estaban tan hundidas que la luz de la habitación destacaba sus huesos. Y llevaba el pelo oculto por un gorro de lana suave.
Un hombre joven estaba de pie a sus espaldas, con un brazo apoyado en el respaldo del sillón. Su parecido con Apepa era sorprendente. Los mismos ojos pardos miraban a Ramose con un interés hostil y la barbilla era idéntica. A los pies de Apepa estaba sentado un escriba que sofocaba un bostezo, con la escribanía en las rodillas y un pincel en la mano.
A la izquierda de Apepa había un hombre todavía vestido y maquillado, con un báculo azul y blanco en la mano, colores que indicaron a Ramose que era un visir. Tenía el papiro que éste había llevado del oasis. Ramose observó detenidamente a los cuatro hombres, uno a uno, y luego miró directamente a Apepa a los ojos.
—Vine a traerte el mensaje que tiene en la mano tu visir —contestó tranquilo. Apepa hizo un gesto con la mano, como rechazándolo.
—Esto no es un mensaje —dijo con desprecio—. Es un alarde ofensivo que no contiene una sola palabra de conciliación ni una sugerencia práctica para acabar con la situación ridícula que vivimos en Egipto. Estoy profundamente ofendido. Te lo vuelvo a preguntar. ¿Por qué has venido a Het-Uart? ¿Por qué me has devuelto a mi heraldo?
Ramose sabía que no podía vacilar en su respuesta. Los ojos de todos los presentes lo miraban casi sin pestañear.
—Mi señor Kamose pensó, al principio, enviarte al heraldo con su mensaje —contestó—. Pero quería asegurarse de que el hombre volviera aquí y que no siguiera hacia Kush, al encuentro de Teti-en, antes de volver al Delta. —Tuvo la satisfacción de notar que Apepa vacilaba durante un instante—. Por lo tanto, era necesario que alguien lo escoltara.
—Comprendo. —Apepa respiraba con lentitud, reflexivo—. Pero ¿por qué te eligió a ti?, un hombre al que maltrató, un hombre de cuya lealtad se podía sospechar.
—Porque hemos sido amigos desde la infancia —contestó Ramose—. Porque a pesar de la necesidad que lo obligó a ejecutar a mi padre y a privarme de privilegios, sabe que le soy leal, a él y a su causa. Confía en mí. —Puso un leve énfasis en la palabra «confía».
Apepa entrecerró los ojos y el joven que estaba apoyado en el respaldo del sillón se enderezó y cruzó los brazos.
—¿Y por qué aceptaste el encargo?
Ramose lo miró en silencio. Era una pregunta inesperada que revelaba una mente compleja que no creía que existiera en Apepa. Contestó con cautela, con la sencillez de la honestidad.
—Aquí está el mayor y más querido de mis tesoros —dijo—. La princesa Tani. Tuve la esperanza de que al cumplir la orden de mi señor tal vez también pudiera satisfacer a mi ka viéndola.
El joven lanzó una carcajada. El visir sonrió con altanería. Pero Apepa siguió mirando fijamente a Ramose.
—¿Ah, sí? —dijo con sarcástica suavidad—. ¿Todavía la amas? ¿Después de tanto tiempo, Ramose?
Ramose bajó la cabeza y fijó la mirada en el pie real, todavía manchado por rastros de alheña.
—Sí, todavía la amo —confesó—. En ese sentido, no soy más que un muchacho necio y no me avergüenza admitirlo.
—¿Y si te dijera que ha muerto? —preguntó Apepa—. Que cuando recibí la primera noticia de la loca rebelión de Kamose la hice decapitar como a un rehén, en venganza por la perfidia de su hermano.
Presa de pánico, Ramose intentó mantenerse inexpresivo. Piensa en lo que realmente has venido a hacer, se ordenó con firmeza. No permitas que este hombre te haga perder el equilibrio.
—Diría que un acto así está muy por debajo de la dignidad y de la misericordia de un rey de Egipto —contestó—. Además, la muerte de una mujer noble haría poco por afianzar la lealtad de tus príncipes, Majestad. Creo que estás jugando conmigo.
—Tal vez. —Se hizo un corto silencio durante el que se pudo oír el roce del pincel del escriba en el papiro.
Entonces Apepa descruzó las piernas, frunció los labios y dijo con suavidad:
—¿Cómo fue capturado mi heraldo, Ramose, hijo de Teti? Ramose pensaba que continuaría diciendo que se le había ordenado que tomara el camino del desierto para alejarse de toda posibilidad de ser descubierto, que era casi absurdo que lo hubieran apresado allí donde no había más que calor y desolación. Pero enseguida se dio cuenta de que el setiu todavía no había sido interrogado, que Apepa no sólo buscaba información sino que estaba poniendo a prueba su decisión de medir las palabras y su inteligencia. Ramose alzó las cejas.
—No lo sé, Majestad.
—Claro que lo sabes. —Apepa hizo una seña con la mano y un sirviente salió de las sombras, le llenó la taza y retrocedió en silencio. Apepa bebió un sorbo de vino—. Dices que eres amigo de los hermanos Tao, por lo tanto debo presumir que asistes a sus consejos. ¿Cometió mi heraldo la torpeza de caer en un campamento de nómadas leales a ellos? ¿O había soldados vagando por el desierto? —Bebió otro sorbo y luego se llevó una servilleta de lino a los labios para enjugárselos—. Esos dos jóvenes son muy necios o muy inteligentes. Si un simple oficia1 hubiera escoltado a mi hombre hasta Het-Uart no habría despertado mis sospechas. Habría leído aquel papiro ridículo y luego dado muerte al oficial o lo habría sacado de la ciudad antes de que pudiera lograr la impresión más superficial; Pero te enviaron a ti, su valioso compañero, con una carta tan zafia y frívola que ni siquiera vale la pena hacerla copiar para los archivos. Tu no has tratado de ocultarte en la ciudad y reunir información como lo haría un espía. Has pedido que te traigan aquí, al palacio. ¿Por qué? En esa pequeña cabeza tuya hay una fortuna en información sobre Kamose y su revuelta. ¿Se supone que debo torturarte para sonsacártela, Ramose? ¿O me calmarás con mentiras después de algunas vacilaciones?
—La tortura nunca ha sido un sistema utilizado en Egipto, Majestad —le interrumpió Ramose con franqueza, aturdido por la perspicacia de Apepa. Lo has subestimado, Kamose, pensó casi con desesperación. Lo has juzgado débil porque hasta ahora no ha hecho nada por proteger su poder sobre Egipto. Pero ¿y si tuviera más perspectiva que tú? ¿Y si no le interesara una reputación de valentía y de audacia, y prefiriera ganar a fuerza de paciencia y de astucia? Y, sin embargo, tal vez lo conozcas y por eso estés tan deseoso de sacarlo de su caparazón—. Ya te lo he dicho —contestó, alzando la voz deliberadamente y cerrando los puños ostentosamente—. Supliqué a mi señor que me encargara esta misión. Se lo rogué y cuando a regañadientes me lo concedió, caí de rodillas e importuné a los dioses rogándoles que tuvieran piedad de mí y que me permitieran ver a la mujer que es para mí más valiosa que la vida.
El joven que estaba detrás del sillón de Apepa se volvió hacia una silla y tomó asiento, arreglándose el shenti de lino y negando con la cabeza.
—Hay algo patético en un adulto que se deja llevar ciegamente por la pasión —comentó—. ¿No lo crees, padre? Y en este caso, hasta tus peligrosas fauces reales. Tal vez tendrías que haber mirado con más atención a la princesa Tani cuando llegó, pero tal como está ahora…
—Tranquilo, Kypenpen —dijo Apepa con seriedad—. ¿Llevado ciegamente? Todavía no lo sabemos. La verdad es que pareces un poco ridículo, Ramose. Pero, por el momento, no consigo adivinar si estás realmente enamorado de Tani o si nos estás ofreciendo una magnífica actuación. —De repente, se levantó e hizo sonar el gong que tenía en la mesa. En el acto se abrió la puerta y entró Nehmen, haciendo una reverencia—. Dale una habitación a este hombre. Dile a Khetuna que debe ser estrechamente vigilado. No debe abandonar su aposento hasta que yo lo llame mañana. Ramose, puedes retirarte.
Ramose hizo una inclinación y se volvió, siguiendo al mayordomo al pasillo. Tenía la sensación de haber sido liberado de las fauces del león, pero en cuanto estuvo solo comenzó a temblar.
La habitación a la que lo condujeron contenía poco más que un lecho, una mesa y un banco. Una lámpara de arcilla despedía una luz incierta que sólo alcanzaba a iluminar las paredes color mostaza y el suelo desnudo, pero la habitación estaba lejos de ser una celda. No tenía ventanas, sólo tres angostas aberturas cerca del techo para que por ellas entrara aire y la luz del día. Ramose se quitó el shenti, el cinturón y las sandalias con dedos temblorosos y se dejó caer en el lecho, cubriéndose con una tosca manta. Ya no le importaba si estaba o no limpio. Debo pensar en mañana, se dijo. Debo tratar de imaginar cada pregunta que Apepa me pueda hacer, inventar toda posible respuesta. No me gusta mucho su hijo Kypenpen. Hay algo en sus ojos… Pero es Apepa quien debe creerme, no su hijo. Que Tot me acompañe, me proteja y me conceda sabiduría. ¿Seré realmente un personaje tan ridículo? Se inclinó y apagó la lámpara.
Ene el acto, el cansancio lo abatió y se quedó dormido. Despertó cuando una forma se inclinó sobre él y, al sentarse, la sombra se convirtió en un muchacho de expresión nerviosa. Tras él había un soldado.
—¿Estás despierto? —preguntó el muchacho con premura—. Te he dejado comida en la mesa. Cuando hayas comido, he de llevarte a la casa de baños.
Ramose apartó la manta y apoyó los pies en el suelo. El muchacho retrocedió aún más.
—¿Qué pasa? —preguntó Ramose, todavía medio dormido—. ¿Mi olor es tan ofensivo?
El niño se puso colorado y miró al guardia.
—Ha oído rumores estúpidos en la cocina —dijo el hombre con rudeza—. Se supone que eres un fiero general de Weset que ha venido a dictarle condiciones al Uno. Apresúrate y come.
—Tal vez la gente del pueblo sepa más que sus amos —murmuró Ramose acercando la bandeja. Había pan, aceite para empaparlo, ajo y una taza de cerveza. Comió y bebió con rapidez, incómodo bajo la mirada de los otros dos y cuando hubo terminado se envolvió con la manta y siguió al niño. El soldado fue tras ellos.
La casa de baños era muy grande, una habitación abierta al cielo con el suelo inclinado para desaguar, un pozo, un horno para calentar el agua y numerosos bancos de baños, muchos de los cuales estaban ocupados por cuerpos delgados y desnudos. Más allá de una puerta, Ramose pudo ver más cuerpos, sentados en bancos y relucientes por el aceite con el que se los masajeaba. El estruendo de voces, mezclado con el ruido de la caída del agua era tremendo. Sirvientes de baños, armados de toallas, cajas de natrón y tarros de ungüentos, corrían de un lado para el otro. De los calderos encendidos brotaba humo. Mientras inhalaba el aire húmedo y perfumado, Ramose miró a la multitud con rapidez, con la esperanza de ver la figura delgada y graciosa de Tani pero ella no estaba allí. Si está con vida, se debe bañar en los aposentos privados de las mujeres reales, se recordó mientras dejaba caer la manta y se subía a uno de los bancos de baños desocupado. Esta casa de baños debe de ser para los cortesanos comunes. Un sirviente se le acercó de inmediato y el soldado se aproximó más a él.
—No debes hablar con nadie —le ordenó—. Mantén la boca cerrada.
El niño había desaparecido. Ramose asintió y cerro los ojos cuando el primer chorro de agua caliente cayó deliciosamente sobre su cabeza.
Regresó a su habitación con el pelo limpio y cortado, el cuerpo afeitado, había dejado atrás la mugre. Su espíritu se animó. El niño había reemplazado su ropa por una muda limpia; un taparrabos inmaculado, shenti y camisa almidonados y unas sandalias, pero había dejado el cinturón de Ramose. Mientras se vestía metódicamente, Ramose se volvió hacia el soldado.
—Deseo rezar —dijo—. ¿Hay un santuario de Tot en Het-Uart?
—Puede ser que lo haya —replicó el hombre secamente—. Pero tengo órdenes de mantenerte en esta habitación hasta que el Uno te mande llamar.
—¿Y debes permanecer pegado a mis talones? —se quejó Ramose.
La actitud del soldado comenzaba a enfurecerlo. El guardia se encogió de hombros.
—No. Puedo montar guardia frente a tu puerta.
—Entonces vete.
Cuando la puerta se cerró, Ramose se sentó en el lecho lanzando un suspiro de alivio. Sonidos ahogados le llegaban del pasillo y se filtraban por las altas aberturas de las paredes. Pasos, charlas ininteligibles, alguien que cantaba. Tuvo la sensación de encontrarse en un oasis de silencio mientras el mundo giraba a su alrededor. Se resignó a esperar.
Las delgadas líneas de sol habían ido bajando por la pared opuesta y casi habían llegado al suelo cuando se volvió a abrir la puerta y un brazo le indicó por señas que lo siguiera. Ramose se estaba paseando con la cabeza baja, aburrido e impaciente, y se alegró de obedecer la orden silenciosa. Fue un soldado distinto quien lo guió a través del laberinto de pasillos y patios. El hombre lo miraba constantemente por encima del hombro para asegurarse de que Ramose no se perdiera entre la gente que iba de aquí para allí.
Los cortesanos pasaban junto a ellos envueltos en nubes de perfume, con las alhajas tintineando y las prendas de lino flotando a su alrededor, mientras sus sirvientes trotaban tras ellos cogiendo gatos con ojos de zafiro, cajas de cosméticos o escribanías. Muchos iban envueltos en capas de apretados tejidos, de intrincados dibujos y vivos colores, y algunos vestían faldas largas hasta el suelo de la misma lana gruesa. Como sabía que ésa era la típica vestimenta setiu, Ramose pensó que esas prendas quedarían mejor si estuvieran cubriendo un suelo desnudo. Pocas personas notaron su presencia y las que lo hicieron sólo le dirigieron una mirada desinteresada.
Por fin el soldado se detuvo frente a una puerta doble, al final de un ancho pasillo con el suelo de azulejos verdes. A cada lado de la puerta estaba sentado el dios Seth y sus ojos de granito miraban fijamente el camino que acababa de recorrer Ramose. Los cuernos que salían de sus rizos de piedra tenían la punta de oro y multitud de collares de lapislázuli colgaban de su pecho estrecho. Odiándolo, Ramose apartó la mirada cuando Nehmen apareció entre las estatuas y el soldado retrocedió. El mayordomo primero sonrió. Parecía más descansado. La expresión ojerosa había desaparecido de su rostro meticulosamente maquillado.
—Salud, Ramose —dijo con afabilidad—. Confío en que hayas dormido bien. El Uno te aguarda.
No esperó respuesta. Abrió las puertas e hizo pasar a Ramose.
La luz lo cegó enseguida, una explosión brillante que lo confundió y lo obligó a parpadear. Pero después de un momento se dio cuenta de que estaba en un extremo del amplio vestíbulo cuyo techo se alzaba hasta perderse de vista y cuyo suelo resplandeciente se extendía hasta un estrado que iba de una pared a otra. Detrás del estrado había una columnata por la que entraba el sol a raudales, inundando todo el espacio con su gloria. Ramose divisó árboles fuera, temblando en la brisa, y escuchó el eco ahogado del canto de los pájaros. También vio una fila de soldados, alineados como estatuas, todos mirando hacia fuera, hacia el sol de la tarde.
Pero no fue nada de aquello lo que le hizo detenerse un instante, con un nudo en la garganta. En el centro del estrado había un trono, el Trono de Horas, único por su poder y belleza, bajo el alto dosel de tela de oro. El cayado de la Eternidad y el Asiento de la Riqueza con el respaldo curvo estaban festoneados con cruces egipcias, las amenazadoras cabezas de león en los que terminaba cada brazo rugían una advertencia. Las delicadas alas de turquesa y de lapislázuli de Isis y Neith se alzaban como abanicos de los brazos, bajo los cuales caminaba un rey con el cayado y el látigo en las manos, con Hapi detrás y Ra delante. Ramose imaginaba el gran Ojo de Horus que llenaba la parte trasera del respaldo, el Ojo Wajet puesto allí para proteger al rey de cualquier ataque por la espalda. ¡Oh, Kamose!, exclamó Ramose en su interior. Querido amigo. Gloriosa Majestad. ¿Esas cruces egipcias sagradas alguna vez alimentarán vida en tu piel? ¿Las diosas alguna vez disfrutarán del encanto de rodearte con sus alas protectoras? ¿Sufren ellas la misma humillación que tú, cada vez que Apepa apoya su cuerpo extranjero en ese oro frío y apoya los pies en el reposapiés real?
Alguien tosió con amabilidad a su lado y él se volvió con torpeza. Un hombre esperaba, vestido íntegramente de blanco y sujetando un bastón de contera de plata.
—Soy el jefe de heraldos Yku-Didi. Sígueme —dijo. Atravesó el vestíbulo por la derecha del estrado y, al verlo acercarse, los soldados que custodiaban las puertas a las que se aproximaba las abrieron—. El noble Ramose.
Tuvo la sensación de que la habitación estaba llena de gente. El mismo Apepa, resplandeciente, vestido de lino amarillo con hebras de oro y un casco también amarillo, estaba de pie ante una mesa ancha. A su derecha había un hombre más joven a quien Ramose no reconoció pero supuso, por su parecido con el rey, que debía de ser otro de sus hijos. A su derecha estaba sentado alguien que Ramose estaba seguro que conocía. Moreno, de facciones toscas y una nariz que dominaba el rostro, hizo que una oleada de preocupación recorriera la columna vertebral de Ramose. No usaba pintura ni alhajas, con excepción de una gruesa banda de oro en el musculoso antebrazo. Un anillo ovalado de plata, con un dibujo que Ramose no pudo distinguir, adornaba sus dedos gruesos. Le cubría la cabeza un sencillo casco rayado, blanco y negro, cuyo borde le cruzaba la amplia frente, bajo la que destacaban unos ojos negros e inteligentes. A su lado, otro hombre observó a Ramose cruzar el salón con considerable interés. Usaba una cinta roja alrededor del pelo oscuro y rizado y tenía la barba brillante de aceite. Detrás de Apepa estaba el mismo visir que Ramose había visto el día anterior, y a sus pies el escriba ya tenía la escribanía apoyada en las rodillas.
A1 principio, Ramose no vio al setiu al que se había acostumbrado a considerar suyo. Él, al igual que el jefe de heraldos, iba completamente vestido de blanco. Su barba había desaparecido y llevaba el pelo muy corto. De no haber sido por la suprema indiferencia de su mirada, Ramose no lo hubiera reconocido. De manera que era también un heraldo real. ¿Lo habría dejado en libertad tan fácilmente si hubiera sabido que no era un soldado común?, pensó Ramose mientras se detenía ante la mesa. Miró su contenido mientras trataba de tranquilizarse. Papiros, la carta de Kamose entre ellos, fuentes de tortas de miel y de higos, tazas de vino, dos jarros y un mapa del oeste del desierto, se extendían bajo los dedos delgados, cuidados y cubiertos de joyas de Apepa. Ramose contuvo un estremecimiento. El momento de la prueba había llegado. Hizo una profunda reverencia, se enderezó, se llevó las manos a la espalda y levantó la mirada hasta el rostro de Apepa.
—Veo que te has recuperado de tu arduo viaje, Ramose, hijo de Teti —dijo Apepa, casi sin mover los labios pintados de alheña para sonreír—. Te has lavado y has descansado. Bien. Deseo que sepas ante quienes te encuentras.
¿Por qué insistirá en unirme al nombre de mi padre?, pensó Ramose con ira. También lo hizo anoche. ¿Creerá que al hacerlo me obliga a recordar lo leal que fue mi padre con él y el destino que tuvo como resultado? ¡Como si necesitara que me lo recordara!
—A mi derecha se encuentra mi hijo mayor, Halcón en el Nido Apepa —dijo el rey—. A mi izquierda, el general Pezedkhu, y junto a él, el general Kethuna, jefe de mi Guardia personal.
¡Por supuesto, Pezedkhu!, se dijo Ramose. El estratega más hábil de Apepa. La maldición de Seqenenra y la espuela de Kamose a su necesidad de venganza. ¡Con razón mi ka se estremeció cuando lo vi!
—Detrás de mí está mi visir y Guardián del Sello Real, Peremuah. Ya conoces a mi heraldo, Yamusa. Y ante mí —alisó el mapa con sus largos dedos—, está un asunto que nos preocupa a todos. Yamusa nos ha dado unos datos sorprendentes. Deseamos que los corrobores. Ahora comprendemos por qué lo capturaron. —Su sonrisa desapareció. Los labios reales formaron una línea dura—. ¿Cuánto hace que Kamose acuartela tropas en el oasis de Uah-ta-Meh?
Ramose se mantuvo inexpresivo.
—No lo puedo decir, Majestad.
—¿Cuánto tiempo piensa mantenerlas allí?
—No lo puedo decir.
—¿Cuántos soldados tiene bajo sus órdenes en el oasis?
Con toda deliberación, Ramose se apoyó en la otra pierna.
—Majestad —dijo en voz baja—. Mis órdenes fueron que te entregara el papiro de mi Señor. Eso fue todo. No se me permite más.
—¿Y, sin embargo, pretendes que te permita hablar con la princesa Tani? ¡Oh, sí! Está viva —añadió Apepa con impaciencia al ver la expresión de Ramose—. Lo esperas… ¿a cambio de qué? ¿De entregarme la misiva más grotesca, más ofensiva que he visto en mi vida? ¿Se supone que te lo debo agradecer y concederte el mayor deseo de tu corazón como pago a dicha blasfemia? ¿Hasta qué punto eres insensible, hijo de Teti? ¿Qué secreto desprecio me tienes? ¿Con qué desdén juzgas mi intelecto? Puedes agradecer a los dioses estar vivo, hoy, aquí, en lugar de haber sido decapitado. ¡Responde a mis preguntas!
Al escuchar detenidamente las palabras del rey, Ramose no tuvo duda de que detrás de ellas había inseguridad, incertidumbre y algo de miedo. Hasta el día anterior, Apepa ignoraba por completo la existencia de la fuerza del oasis. Su complacencia había sido alterada. Confiaba en la palabra de su heraldo Yamusa y sin embargo no quería que la información que le daba fuese cierta. Debía ser corroborada antes de creerla. A pesar de lo peligroso de su situación, Ramose sonrió para sí.
—Te ruego que me perdones, Munífico Uno —dijo con calma y con humildad—. Pero tengo confianza en el honor que tú, como vivo representante de Ma’at, personificas. Apelo a ese honor. Yo he cumplido con las responsabilidades que me encargó mi Señor. Por lo tanto, permite que regrese a él sin haber sido manchado por la traición.
—Tu boca está manchada de hipocresía. —Apepa se inclinó en la mesa—. Tú no crees que yo sea el vivo representante de Ma’at. Tú no me adoras como a tu rey. Tu adoración la reservas para ese hijo de un insignificante noble sureño, cuyas ilusiones de divinidad no son más que una presuntuosa Locura. ¡Mira lo que te ha hecho, Ramose! Mató a tu padre, te robó tu heredad, destrozó tu futuro y luego, con magnanimidad, permitió que terminaras aquí, donde puedes perder incluso la vida. ¿Y llamas amigo a ese hombre? ¿Tu Señor? —Levantó las manos en un gesto de exagerada exasperación—. Mira a tu alrededor. Mira la inmensidad de mi palacio, la riqueza de mis cortesanos, el tamaño y la fuerza de mi ciudad. ¡Esto es Egipto! ¡Esta es la realidad! Y ahora, ¿hablarás conmigo?
Tenía el don de la persuasión. Arrepentido, Ramose reconoció que el poder del argumento de Apepa trataba de colarse entre sus defensas. El rey no era ningún aficionado en el arte de la sutil seducción. Estaba induciendo a Ramose a verse como un pobre y engañado provinciano, seguidor de otro provinciano igualmente necio y soñador, y Ramose debió recordarse que la totalidad del país, desde Weset hasta Het-Uart, pertenecía ahora a los Tao y que por imponentes que parecieran Het-Uart y su palacio, el espejismo no era Kamose, sino Apepa y su zona de influencia cada vez menor.
—Lo lamento, Majestad —dijo con timidez—. Tus palabras pueden ser ciertas, pero por honor estoy obligado a hacer sólo lo que se me ha encomendado. Sin duda, tu heraldo te ha dicho todo lo que deseas saber.
—¡Si así fuera no te lo estaría preguntando a ti! —replicó Apepa—. Y permite que te recuerde que, según tus palabras, insististe en que se te encomendara esta misión con la secreta esperanza de que al cumplir tus órdenes pudieras también cumplir tu pequeño propósito. ¿Lo sabe Kamose?
Ramose negó con la cabeza, mintiendo con facilidad.
—No.
—Entonces no eres tan escrupuloso como pretendes hacemos creer.
Permaneció en silencio durante unos instantes y con sus ojos rodeados de galena escrutó la cara de Ramose. Luego se echó hacia atrás y le hizo una seña a Yamusa, susurrándole algo al oído. Yamusa asintió, hizo una reverencia y salió de la habitación. Apepa volvió a fijar su atención en Ramose.
—La cuestión es ésta —dijo en un tono amable—. ¿Tu deseo de ver a la princesa es más importante que el correcto cumplimiento de tu deber? Creo que podría serlo.
Ramose se adelantó un paso.
—Majestad —empezó a decir dando un tono de desesperación a su voz—, no creo poder decirte respecto al oasis más de lo que ya te habrá contado tu heraldo. Él estuvo allí. Lo vio todo. ¡No me necesitas! ¡Permíteme ver a Tani! Te lo ruego, y luego déjame ir.
Apepa y el visir sonrieron. De repente, todos sonreían, y con el corazón latiéndole aceleradamente, Ramose supo que estaba a punto de ganar. A pesar de su fama, ganaría. Tuvo la esperanza de que su aspecto fuese lógicamente agónico.
—No lo vio todo —objetó Apepa—. Y aunque así fuera, hay muchas cosas que quiero saber que él no puede decirme. Por ejemplo: ¿a cuántos príncipes ha reunido Kamose? Si ha estado o no negociando con los kushitas. Si ha dejado o no tropas en Weset. —De repente se sentó, cruzó los brazos sobre el mapa y miró fijamente a Ramose—. Te permitiré ver a la princesa si me das una información. ¿Cuánto tiempo hace que esas tropas llevan acantonadas en Uah-ta-Meh?
Ramose tragó ruidosamente.
—¿Me lo juras, Majestad?
—Lo juro por las barbas de Sutekh.
—Supongo que esa información no puede ser perjudicial, puesto que pertenece al pasado —dijo Ramose vacilante—. Muy bien. Kamose me envió al oasis después de la última estación de campaña. Después, él volvió a su casa en Weset.
—Gracias. Kethuna, llévalo al salón de recepciones.
La atmósfera de la habitación había cambiado. Ramose lo supo desde el momento en que el general se levantó y rodeó la mesa. Notó susurros y movimientos de inquietud. El hijo de Apepa cogió una jarra y se sirvió vino mientras le hacía un comentario a su padre.
El único que no se movió fue Pezedkhu. Permaneció sentado, dándole vueltas al anillo de plata en su dedo moreno, con la cabeza inclinada hacia un lado y una expresión interrogativa. No confía en mi actuación, pensó Ramose mientras se volvía para seguir a Kethuna. Presiente la falta de sinceridad. Juzga bien. Lo único que puedo hacer es rezar para que interprete mi actitud como debilidad.
Khetuna lo condujo por donde había llegado hacia el estrado, el trono, y lo detuvo justo detrás de la hilera de soldados.
Entre dos musculosos guardias, Ramose podía ver un amplio y agradable jardín. Los árboles frutales desparramaban sus flores blancas y rosadas en el césped verde. Los sicomoros más altos daban retazos de sombra donde grupos de cortesanos, en su mayoría mujeres, se sentaban o se tumbaban en un desorden de mantos, almohadones y juegos de tablero. Delante, en el extremo de uno de los múltiples senderos que cruzaban el lugar, resplandecía un gran estanque cuya superficie estaba cubierta de lirios y de blancas flores de loto.
—No tendremos que esperar mucho —dijo Kethuna—. Ella siempre pasea por el jardín después de la comida del mediodía, antes de tenderse en su lecho a dormir la siesta. ¡Mira! ¡Allí está el visir! La está buscando.
Ramose miraba como loco de un lado a otro. Hay muchas mujeres aquí, pensó con incoherencia, muchos colores, muchos rostros y, sin embargo, la reconoceré en cuanto la vea. ¡Tani! ¡Aquí estoy! De repente vio a Peremuah, con su bastón azul y blanco, que caminaba con lentitud entre las mujeres y se detenía de vez en cuando para hablar con una o con otra. Al verlo pasar, todos se inclinaban ante él. En dos ocasiones, Ramose vio un brazo lleno de pulseras que señalaba hacia un lado. Luego el visir se perdió de vista. Ramose descubrió que apretaba su shenti con todas sus fuerzas. Apenas podía respirar.
Peremuah reapareció caminando junto a una figura delgada, cubierta por un manto cuyas borlas flotaban a su alrededor cuando se movía. El pelo coronaba la cabeza pequeña en cascadas de rizos oscuros atados con cintas amarillas y una banda de oro le rodeaba la frente ancha. Más oro le cubría los tobillos y brillaba en sus muñecas cuando gesticulaba hablando con el hombre que la acompañaba. Tenía el rostro vuelto hacia otro lado, pero era Tani, Tani en el paso vivo, Tani en la manera de inclinar la cabeza, Tani en el movimiento tan recordado de su manera de mover los dedos.
Peremuah le tocó el codo y la hizo detenerse justo frente al abierto salón de recepciones. Se hizo a un lado y, al hacerlo, la obligó a cambiar de posición mientras hablaba y, por fin, Ramose pudo ver el rostro que llevaba grabado en el corazón. Iba maquillada, la boca generosa y alegre rosada por la alheña, los párpados verdes y resplandecientes de polvo de oro, la galena negra acentuando sus grandes ojos. A sus casi dieciocho años, ya no era una adolescente delgada que comenzaba a florecer. La madurez le había ensanchado las caderas e hinchado los pechos, confiriéndole parte de la dignidad y de la realeza de su madre, pero en sus movimientos rápidos y en la risa inconsciente seguía siendo la muchacha que se sentaba a su lado y pasaba un brazo a través del suyo, entrecerrando los ojos para mirarlo en la fuerte luz del sol, con los labios incitantes entreabiertos sobre dientes fuertes y jóvenes.
¿Por qué ríes, Tani?, exclamó Ramose en su interior. Yo te amo, todavía te amo, siempre te amaré y mi risa ha sido teñida por el dolor desde que Apepa te llevó. ¿Finges alegría por obligación, igual que yo? Estoy aquí. ¿No sientes mi presencia? Te podría llamar desde estas grandes columnas. ¿Reconocerías mi voz? Como si acabara de leerle los pensamientos, Kethuna le puso una mano en el brazo, como una advertencia. Y en aquel momento, Peremuah se inclinó ante Tani y se alejó de ella con rapidez. Ramose la vio hacer un gesto impaciente y enseguida aparecieron unas sirvientas que la siguieron mientras ella seguía caminando y se perdía de vista. Una de ellas era Heket, a quien Ramose recordaba vagamente de sus visitas a Weset.
Algo en el gesto imperioso de Tani y en la respuesta de las sirvientas despertó la preocupación de Ramose mientras recorría el vestíbulo lleno de ecos tras las espaldas fuertes de Kethuna, pero hizo lo posible por disimular lo que sentía antes de enfrentarse a la mirada de Apepa. Necesitaba poner en juego toda su inteligencia para interpretar la escena siguiente de aquel drama, pero durante un rato estuvo perdido en la fuerza sobrecogedora de un sueño vuelto a la vida con intensidad. No fue necesario que simulara angustia y confusión cuando volvió a aproximarse a la mesa.
Apepa lo invitó a sentarse y, mientras lo hacía, Ramose se dio cuenta de que estaba bañado en sudor.
—Bueno, hijo de Teti —dijo Apepa con tranquilidad—. ¿Qué te parece?
—Que es incomparablemente hermosa —contestó Ramose con voz ronca.
—Sí, lo es, y todavía está llena del fuego de los desiertos del sur. Se ha convertido en una persona muy popular entre mis cortesanos. ¿Te gustaría hablar con ella?
¡Oh, dioses!, pensó Ramose desesperado. Ya no tengo necesidad de seguir actuando. No debo ocultar nada. Aunque hubiera ido a Het-Uart con la severa advertencia de Kamose de no revelarle nada al enemigo, en este momento estaría dispuesto a perder mi honor. Se pasó la lengua por los labios resecos.
—¿En qué condiciones? —graznó.
—Sin condiciones —contestó Apepa enfático.
—Contesta a todas las preguntas que yo o mis generales te hagamos. Cuando esté convencido de que te has vaciado de toda la información que tienes, haré los arreglos necesarios para que veas a Tani a solas y sin que se os interrumpa. ¿Estás de acuerdo?
Vaciado. La palabra sonó hueca en la cabeza de Ramose. Vaciado. Vacíame entonces, tal como Kamose quería, porque me he convertido tan sólo en una cáscara llena de amor por Tani que desea tu caída, vil setiu. Todo lo demás ha desaparecido. No tenía necesidad de alargar el momento, pero dejó pasar un instante para que Apepa pudiera ver en su rostro la lucha interior. Entonces se rindió, bajando la cabeza y dejando caer los hombros.
—Estoy de acuerdo —dijo por fin. Enseguida Apepa golpeó un gong y entró Nehmen—. Ordena que traigan comida. Algo caliente —dijo Apepa—. Después mantén a todo el mundo alejado de esta puerta. —Llamó a Ramose con un dedo—. Acércate y mira este mapa. Itju, ¿estás preparado para anotar las palabras? —En la puerta, donde seguía sentado, el escriba asintió—. Bien. Ramose, ¿cuántos soldados hay en el oasis?
—Kamose tiene allí cuarenta mil soldados —dijo Ramose—. ¿Bajo el mando de quién? ¿De qué príncipes?
—De su general wawat, Hor-Aha. Y a sus órdenes están los príncipes Intef, Lasen, Mesehti, Makhu y Ankhmahor.
—Recuerdo al general de Wawat. —La voz profunda pertenecía a Pezedkhu—. Luchó a favor de Seqenenra en Qes. Bajo su negro pulgar tiene arqueros medjay. ¿Dónde están los medjay, Ramose?
—Kamose los llevó consigo a Weset durante la inundación —contestó Ramose—. Volvieron al norte con él y ahora se han unido a la armada, en Het-Nefer-Apu.
—Estamos enterados de las tropas que hay en Het-Nefer-Apu —continuó diciendo Pezedkhu pensativo—. De manera que Kamose está tratando de entrenar una armada. ¿Mandada por quién?
—Por Paheri y Baba Abana de Nekheb. —Ramose notó que el general trazaba con un dedo el sendero desde Het-Nefer-Apu cruzando el desierto hasta Uah-ta-Meh.
—¿Qué planes tiene Kamose para esos cuarenta mil hombres? —preguntó Apepa.
—Otro sitio, Majestad —le contestó Ramose—. Tiene la intención de unirlos a las fuerzas de Het-Nefer-Apu y volver a rodear Het-Uart, pero esta vez con embarcaciones llenas de marineros, además de la infantería. Cree que este año tendrá éxito si puede utilizar las embarcaciones para bloquear los canales que rodean la ciudad.
Apepa rió sin ningún humor.
—¡Qué imbécil! Het-Uart es inexpugnable. No puede sitiarla con éxito. ¿Pero por qué los envió al oasis?
—Para que quedaran ocultos a tu vista —contestó enseguida Ramose—. Habría hecho falta un gran esfuerzo para llevarlos hasta Weset y luego traerlos cuando el río bajara. Además, todavía son chusma. Hor-Aha necesitaba un invierno y mucho espacio para entrenarlos.
—Ya estamos en Phamenoth —dijo Pezedkhu—. Han pasado dos meses desde el principio de la estación de campaña. ¿Por qué no se ha movido Kamose?
La mirada de Ramose se encontró tranquilamente con los ojos perceptivos del general.
—Porque los hombres todavía no están listos y porque los príncipes han tenido diferencias entre ellos —informó Ramose sin dudar—. Les ofende la posición de Hor-Aha. Todos quieren estar por encima de él. Cuando Kamose llegó tuvo que sofocar un pequeño motín.
Apepa lanzó una exclamación de satisfacción pero la expresión de Pezedkhu no cambió.
—De repente eres muy generoso con tus informaciones, Ramose —dijo casi en un susurro.
Ramose se echó atrás.
—He traicionado a mi señor por una mujer —dijo con sencillez—. ¿Qué sentido tienen ahora los melindres? Ya le he asegurado a mi ka un peso poco favorable en el Salón de Osiris.
—Eso depende de cuál de las causas sea la justa —dijo Apepa con impaciencia—. Me pregunto cuánto tiempo permanecerá Kamose donde está.
Ramose notó el brillo de especulación de sus ojos. Pezedkhu negó con la cabeza.
—No, mi rey.
—¿Por qué no?
—Porque no confío en este hombre —explicó señalando a Ramose.
—Tampoco yo, pero el testimonio de Yamusa coincide con lo que hemos oído. Kamose está allí. Su ejército está allí. El oasis es imposible de defender porque está totalmente abierto. En once días podríamos caer sobre Kamose con el doble de hombres y borrarlo de este mundo.
—¡No! —Pezedkhu se levantó—. Escúchame, Poderoso Toro. Aquí, en la ciudad, estás a salvo. Tus soldados están a salvo. Podemos vencer a Kamose sin correr ningún riesgo. Basta con que nos quedemos aquí sentados con paciencia y permitamos que se extenúe con un sitio tras otro, todos infructuosos. Así tenemos la seguridad de volver a conquistar Egipto. ¡No te dejes llevar por la tentación!
Por toda respuesta, Apepa golpeó el mapa con un dedo.
—Desde el Delta hasta Ta-She, seis días. De allí al oasis, otros cuatro. Piénsalo, Pezedkhu. En dos semanas, la victoria puede ser mía. ¿Cuál es el riesgo? Sólo algo mayor que no correr ningún riesgo. Caer sobre el oasis, degollar a la chusma, marchar otros cuatro días y tomar por sorpresa a las tropas en Het-Nefer-Apu.
—El riesgo es el agua, Majestad.
—Pero hay agua en Ta-She, agua en el oasis, agua en el Nilo.
—¿Y si Kamose nos estuviera esperando fresco y descansado? Nosotros habríamos marchado durante cuatro días desde Ta-She cruzando ese maldito desierto.
—Lo venceríamos porque somos más numerosos. —Apepa se recostó en el respaldo del sillón—. Aun en el caso de que Ramose esté mintiendo con respecto al número de soldados y los ojos de Yamusa lo hayan engañado, tenemos soldados de sobra para predecir un resultado exitoso en cualquier batalla. Los dioses nos han enviado una preciosa oportunidad. En el oasis nos enfrentaríamos a Kamose en una batalla campal con una notable ventaja, y venceríamos.
—Esta actitud temeraria no es habitual en ti, Majestad protestó Pezedkhu.
Apepa había abierto la boca para contestar cuando entró Nehmen, que cruzó el salón seguido por sirvientes cargados de comestibles. Con rapidez y eficacia pusieron las bandejas de platos calientes en la mesa, retiraron las tazas usadas, llenaron recipientes con agua perfumada junto a los que dejaron una servilleta de hilo, antes de salir con una reverencia. Apepa hizo un gesto.
—Tú también puedes comer, Ramose —autorizó. A pesar de su austero desayuno, Ramose no tenía hambre, pero no quería parecer arrogante. Picoteó con amabilidad la comida.
—¿Están bien armadas las tropas de Kamose? —preguntó Kethuna.
—Comenzaron con cualquier tipo de arma tuvieran a mano —contestó Ramose—. Más adelante, cuando saquearon las guarniciones y los fuertes, consiguieron hachas, espadas, arcos y los carros y caballos que encontraron en Nefrusi y en Nag-ta-Hert. El problema de mi señor siempre ha consistido en enseñar a los campesinos a usar las armas. Sólo los medjay y los soldados de Weset no necesitaron tiempo para eso.
No continuó porque sabía que los que lo escuchaban recordarían los motivos que había dado para la larga estancia del ejército en el oasis.
—¿Cómo son los hermanos? —La pregunta la hizo el hijo de Apepa.
Ramose lo pensó con rapidez y decidió decir la verdad.
—Mi señor Kamose es un hombre duro, pero justo. Le gusta estar solo. Es valiente. Os odia a vosotros, los setiu, por lo que le hicisteis a su padre y por lo que tratasteis de hacer a su familia, y está deseando vengarse. No se detendrá hasta lograrlo o morir en el intento. Es leal con aquellos que le son leales. Su hermano es más manso. Es un pensador. Ve más allá que Kamose.
—Eso quiere decir que es más peligroso —dijo Pezedkhu, y Ramose pensó impactado que así era.
—Supongo que lo es. Está siempre a la sombra de Kamose. Casi nunca se hace notar, aunque siempre se siente su presencia.
Apepa introdujo los dedos en un cuenco y se los secó cuidadosamente con una servilleta de hilo.
—Debemos tomar decisiones —dijo—. Ramose, por el momento te volverán a llevar a tu habitación. Sin embargo, quiero hacerte otras dos preguntas. ¿Dónde está el príncipe Meketra?, y, aparte de las tropas que tiene en el oasis y en Het-Nefer-Apu, ¿Kamose tiene alguna otra gran concentración de efectivos?
—A Meketra se le ha devuelto Khemennu y el gobierno de su territorio —contestó Ramose con un resentimiento que no pudo disimular—. Kamose no ha dejado fuerzas de importancia en ninguna parte, con excepción de Uah-ta-Meh y Het-Nefer-Apu, pero su casa está bien defendida por los guardias de la familia. —Se levantó—. ¿Cuándo puedo hablar con Tani?
—Eso depende de cuando terminemos nuestra charla —dijo Apepa con afabilidad—. Se te mandará avisar mañana. El soldado que monte guardia junto a tu puerta se encargará de que se te lleve cualquier cosa que necesites. Puedes retirarte.
Con un corto asentimiento, Ramose se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, pero todavía oyó que Apepa el joven decía en voz baja:
—Padre, supongo que no los dejarás estar a solas, ¿verdad? Tani es ahora sa…
—¡Silencio! —exclamó Apepa.
Las puertas se cerraron en silencio detrás de Ramose.