ANOTACIONES

«Improvisaciones del invierno en Capri»

Las estancias de Rilke en Capri se caracterizan por su fecundidad creativa y tal vez por la felicidad de encontrar el difícil equilibrio de atención femenina y soledad que siempre buscó. En Capri, Rilke fue capaz de dar a luz un número considerable de textos que pensó reunir y llevar a imprenta con el título de Cuadernos de Capri: otro de los varios proyectos frustrados de edición que habrán de sucederse antes de la llegada de las Elegías. La importancia de esta fase no reside sin embargo, claro está, en la cantidad de los textos, sino en el advenimiento de un nuevo modo de hacer poesía: no en vano en los manuales se habla de una poética específica común a los poemas de Capri: la Capreser Lyrik. Si nuestra propuesta de selección arranca en 1906 con el poema «Improvisaciones del invierno en Capri» es por considerar que no es éste solamente un poema valioso y hasta imprescindible por sí mismo, que lo es, sino porque en él se encuentra el descubrimiento de un modo poético nuevo: un poema expansivo, de una redescubierta subjetividad no sentimental, capaz de echar mano de la «libre» asociación para la indagación en problemas metafísicos, lo cual a las alturas de 1906 supone un verdadero anticipo y un estado de conciencia insólito sin el cual no hubieran sido posibles después las Elegías y tampoco, por descontado, poemas como «La trilogía española», «La gran noche» y el resto de los Poemas a la noche, así como probablemente la joya tardía de la «Elegía a Marina Tsvetaeva».

Rilke confesará a Elisabeth von der Eleydt que con la redacción de este poema, así como con la de algunos otros poemas de este tiempo que tendrían cabida en Nuevos poemas, se fundaba en él la posibilidad de un nuevo Libro de horas.

La «montaña», el «roquedal» a los que hacen referencia estos versos pueden ser identificados con los ángeles de la lírica elegiaca: del mismo modo son inaccesibles, del mismo modo se alzan delante del yo y exigen de él un relato o más bien un «grito»[3], un posicionamiento para el cual no basta la objetivación de la etapa inmediatamente anterior en la que interesaba decir «la cosa» (Ding-Gedicht), en cuya lógica el yo se vierte hacia una transitividad: «la tranquilidad de las cosas». Frente a la precisión y el rigor del Ding-Gedicht, que —no lo dudemos— tiene una parecida matriz de desarraigo, el poeta se enfrenta aquí a un paisaje ancestral: una tierra no pisada, inédita, que le invita a dar otro paso hacia adelante en su trayectoria. La corriente de expresión subjetiva no es un regreso a etapas anteriores, pues, muy al contrario que en aquéllas, esta nueva confesión se envasa en un molde metafísico: es el primer paso de la poesía visionaria y del Rilke maduro. El paisaje desde el principio es un extraño que rechaza e invita a un mismo tiempo: exige una interacción con el yo. El paisaje es innominado («innominadas cosas» se dirá en el poema «Un viento de primavera», también de Capri), es anónimo, es impreciso, es sintético o comprensivo, es el desdoblamiento de una sed subjetiva, instaura su existencia escarpada en la problemática e interrogante existencial del yo. La relación con el yo, del mismo modo que en los Poemas a la noche es agónica. El paisaje es alegórico, es una suma de potencialidades, es desnaturalizado: sus elementos son «conceptos» (véase el poema «Palabras del Señor a Juan en Patmos») sumados, en plena metamorfosis, colocados uno encima de otro de cualquier forma: son una torre parecida a la que el yo lírico construye en vano, superponiendo el corazón al cerebro y al anhelo… Si hubiera que buscar un equivalente pictórico a este enclave, no hablaríamos por supuesto de la paz del paisajismo flamenco, sino del carácter cerebral y conceptual y del pathos de una estampa surrealista o expresionista. Ineludible es la antítesis entre «montaña» y «abismo» o «senda» que «bebe» al hablante. Igual que en otros poemas de Capri, igual que en las propias Elegías, el paisaje se caracteriza precisamente por imponer al yo la necesidad de un punto intermedio, un contrapeso entre él y la magnificencia y superioridad de lo que se ve o se entrevé. La sed de un rostro de los elementos naturales es el relato especular de la angustia del yo por no tener una «relación» (Bezug), por no serenarse en una coordenada, una «referencia» (véase el poema «Alzando la mirada desde el libro» perteneciente a los Poemas a la noche).

Frente a la primera, segunda y tercera sección, que son una demanda, la cuarta sección del poema, escrita en fechas posteriores, es, en cambio, una respuesta; respuesta consistente en una orientación hacia la intimidad y el recuerdo, lo acontecido, lo percibido. El cuarto poema se vuelve hacia sí mismo e invierte la dirección del derramamiento de las tres primeras secciones. Del desbordamiento «hacia» Dios, a la construcción en lo humano, al crecimiento interior: la renuncia expresa a toda ayuda externa y el regreso sobre sí mismo y sobre las propias posibilidades en una construcción que da sentido y proyección futura a toda la percepción anterior: ésa es la estructura de las «Improvisaciones» y es al mismo tiempo un pequeño resumen de las Elegías de Duino. Esa especie de sueño al que conmina el cuarto poema es la llegada a una suerte de encierro consigo mismo: la creación de una concha cuya materia prima estuviera constituida por los propios recuerdos: en este sentido véase el poema «Endimión». La ansiedad por la «autonomía» es una constante en la escritura del Rilke maduro y no en vano una de las características esenciales del ángel-Narciso.

Poemas a la noche

El ciclo Poemas a la noche, de nombre postromántico, ve su aparición en plena Guerra Mundial, en el año 1916, al inicio de la que habría de ser una crisis creativa muy aguda en la vida de Rilke. El filósofo y ensayista Rudolf Kassner, íntimo amigo de Rilke y al cual está dedicada la octava de las Elegías de Duino, fue el depositario de este ciclo de existencia secreta compuesto por un conjunto de poemas más algunos esbozos de temática nocturna y más o menos emparentados temáticamente con las Elegías de Duino. Los poemas habían sido escritos unos años antes (1913-1914) en España y en París, si bien el ciclo concebido por Rilke no respetaba el orden cronológico, siendo los poemas españoles los primeros en cuanto a fecha de redacción del conjunto. Resulta complicado, por no decir imposible, encontrar una justificación al orden otorgado por Rilke.

De hecho, a menudo, en la historia del texto, el orden original de los poemas ha sido obviado, seguramente debido a que el ciclo no tuvo nunca existencia como tal. El hecho es que Kassner, por la acuciante situación económica por la que atravesaba, se vio obligado a la venta de su pequeño tesoro, que ya no habría de tener existencia como ciclo autónomo, sino que habría de verterse en unas obras completas vertebradas por un criterio cronológico[4]. Así pues la publicación de los Poemas a la noche no se produjo hasta 1956, en la edición de Ernst Zinn para la rilkeana editorial Insel, en un volumen que reunía la obra completa del autor (excluyendo, como hemos señalado en el prólogo, bastantes textos fragmentarios).

Los poemas han sido a menudo contemplados como una glosa metapoética de las Elegías, más concretamente del período de sequía acaecido tras la «revelación» de las primeras de ellas. Verdaderamente los textos expresan agónicamente la imposibilidad de un «contacto» con el ángel-Narciso que se enseñorea, nunca más terrible e infinito por los espacios celestes. Si las Elegías suponen la comunicación con el ángel o están escritas en su mayor medida de tal forma que otorgan a la voz del poeta una altura equivalente al de su trasunto sagrado, los Poemas a la noche vendrían a ser en este sentido el período de espera o «vigilia antes de la comunicación» (Véase el poema «Cómo a menudo permanecíamos antes»). De algún modo creo que puede resultar clarificadora la comparación de los Poemas a la noche y las Elegías respectivamente con las fases ascética y mística que nuestra literatura prescribe para la comunicación con la divinidad. En efecto, Rilke siempre sintió que sus Elegías le fueron «reveladas». Yo creo que esta consideración sólo puede resultar verdaderamente interesante si se considera cuánto de esa «revelación» es resultado del período aparentemente de sequía en el que el texto de las Elegías fue gestándose dentro del autor. No en vano, el lector de este volumen será consciente de hasta qué punto casi todo el universo de las Elegías ya estaba esbozado: sólo hacía falta que el poeta lo plasmara en una obra unitaria durante un período de menor inquietud y ansiedad psíquicas, un período en fin en que lograse el aislamiento oportuno y que fuera capaz de proporcionarle la necesaria concentración para llevar a buen fin su plan creativo.

En cualquier caso, esta concepción de toda la poesía de Rilke siempre orientada hacia la redacción de su obra más célebre priva al lector de otras dimensiones que están presentes en otros textos: de alguna manera si sostuviésemos del todo esa postura ante los poemas que componen el ciclo, estaríamos empobreciendo sensiblemente su recepción. Por ejemplo, el tono de los Poemas a la noche es notablemente distinto al de las Elegías y hay en él un desgarro mayor (debido o no a la expresión de esa crisis creativa), que se resuelve en una tensión lingüística y poética. Tal tensión lingüística acerca el tono de Rilke a otros tonos que lo separan ya radicalmente del Posromanticismo y del Simbolismo más estetizante, acercándolo al Expresionismo tal vez y aligerando su escritura de esa cierta sublimidad incómoda que a veces, se diría, lastra un tanto al autor. Esa misma tensión lingüística suscita una cierta osadía en la imagen, un exquisito feísmo, una irracionalidad creciente que nos anticipan el nacimiento del ultimísimo Rilke al que aludía en el prólogo. Ejemplos de ello pueden ser el empleo del verbo «roer», «la sangre espejeante» (¿no es ésta una imagen de gusto plenamente celaniano[5]?), la figura fantasmagórica de esa «hermana» —nada empero que ver con Trakl— que sin duda es el trasunto de la noche en el poema «Pensamientos nocturnos» (y también en el que da inicio al ciclo), pero que al ser leída sin instrucción, que es otra posible lectura más, por qué no, da cuenta de un hermetismo solipsista en el que la relación en efecto entre las cosas y las palabras se empieza a estrechar hasta que casi cada enunciación es epifanía.

Por otra parte, la enajenación que da cohesión al ciclo, más que la propia temática nocturna, es suma. Sería injusto que la relacionáramos sólo con una expresión de la desazonante sequía creativa y otorgáramos al texto un interés meramente metapoético o poeto-lógico. Si hiciéramos eso, en primer lugar, privilegiaríamos el tratamiento de las Elegías de Duino hasta el punto de cegarnos ante la autonomía de otras obras del entorno.

En los Poemas a la noche la distancia que supuestamente separa a Rilke de la expresión y del decir es equivalente o, mejor dicho, se integra dentro de la distancia que el individuo experimenta hacia todas las facetas de su existencia: es incapaz de encontrar una expresión porque de hecho es incapaz de «participar», «tomar parte» en el juego del ser; piénsese en la imagen patética del niño que no sabe seguir el juego de los otros en el poema «La gran noche». Pero es que ésa es en realidad la actitud del individuo hacia todo. El yo contempla cómo a su alrededor todo tiene un funcionamiento, sigue una armonía, una «partitura» que él desconoce. El «pastor» es su opuesto por excelencia, pues no en vano es de hecho transmutable en un dios. La diferencia del yo con el pastor es su orfandad: el problema de no estar conectado (nicht gebunden sein), de no ser copartícipe con la realidad, la experiencia de la temporalidad de lo que se vive y de ser «sujeto» de la historia. Estaríamos hablando de la distancia entre el «individuum», en su naturaleza trágica, y el «dividuum», como querría Hans-Robert Jauss (Jauss, H.-R., Las transformaciones de lo moderno, Antonio Machado Libros col. La Balsa de la Medusa). El pastor es un ser de hecho enhebrado, conectado (gebunden) con su entorno natural: no expulsado del Paraíso, del «Edén» en llamas (véase poema «De noche quiero hablar con el ángel»).

El «individuum» lo es en cuanto que está distanciado, dividido respecto de la creación que en su distancia «crece», se atormenta entre los nubarrones y las montañas del tortuoso paisaje español visto con ojos educados por el Greco en «La trilogía española» o adquiere una dimensión angélica y brutal a ojos del hombre; y sin embargo esa misma naturaleza creada es dócil y amable dentro de sí misma: es definida como «lo que calma» en el poema «Tendente a lo que calma» y es «un rebaño» en «La trilogía». No debe extrañar este juego de dimensiones y contraposiciones y el hecho de que en un momento determinado uno de los dos elementos en liza —el yo y lo otro— se convierta en su opuesto, pues de eso precisamente se trata: de una relación, un diálogo agónico, un posicionamiento, un drama teatral, una escena amorosa. No en vano es el ángel el que llega a tener sed y humanizarse así. Pero si —decíamos— el «individuum» lo es por estar «aparte», trágicamente aislado delante de un origen que arde («Edén brennt»), existencialmente abandonado, «arrojado» (¿a «las montañas del corazón»?), no lo es en cambio en tanto en cuanto está dividido dentro de sí y en cuanto a que su ser acontece de paso (véase el poema «¿Olvidaste de un año para otro…»), pues sus rasgos le son regalados, son «bebidos» desde lo alto, están divididos por el espacio: por no decir que son un «campo» de batalla entre él y otro rostro, el del ángel, su trasunto más allá, su juez, su inundación y su alter ego brutal. «Espacio es el amor entre los ángeles» se dice al comienzo de un bellísimo poema, pues en efecto los cuerpos de este amante y este amado comprenden toda la creación, están dispersos como constelaciones en lucha, como un flujo de astros. Y eso también compete al propio yo, que no sólo aquí, sino a lo largo de toda la poesía dispersa da fe de que él no «es», porque sólo los dioses «son». En los Poemas a la noche, la relación con el ángel es testimonio de una tensión tal que él mismo a veces se convierte en el reflejo especular de la agonía del yo y hasta —se podría afirmar— en el otro de su drama esquizoide y en su amante.

El tema del amor en Rilke es muy complejo, pero este ciclo y en especial el poema «Atrás a todos ésos» nos da cuenta de cuál es a grosso modo lo noción de amor recurrente en el Rilke maduro: la amada no es más que el vehículo hacia la creación en soledad (Gaspara Stampa) de la «cosa» (das Ding en «La trilogía»), la construcción íntima que el poeta debe crear a partir de sus propios recuerdos, de la materia inédita de sus propias sensaciones y experiencias: solamente así el yo puede equivalerse al ángel. El amor paradójicamente sólo es posible en el desamor, en la ausencia, aunque no total, pero sí física, de la amada; es sólo en el recuento (¿relectura benjaminiana?) que realiza el poeta (por ejemplo, véase el último fragmento de las «Improvisaciones del invierno en Capri») donde el amor de hecho tiene lugar, en ese cierre sobre su mismo que es la «obra», la presencia humana en el mundo. Pero más clarificador aún de esta temática resulta el poema «Cambio» del ámbito de las Elegías.

Poemas del ámbito de las Elegías

Si las Elegías de Duino suponen una misión: la de dotar al hombre por medio de la obra artística de una existencia algo más cercana a la del «ángel» y, vistas así, tienen mucho de itinerario que se va cumpliendo en los textos, desde el célebre y desesperado grito inicial «¿Quién si yo gritara, me oiría desde las órdenes angélicas?» hasta el gozoso once de febrero de 1922 en que Rilke, la pluma todavía temblando, da noticia a Lou Andreas-Salomé del buen término de su titánica labor (le ha llevado nada menos que aproximadamente once años); si el propio texto es un evangelio y un camino hacia el fin propuesto: la obra magna del poeta, podemos bien decir que la consecución de ese texto que lo satisfizo finalmente se dilata en su producción más allá de las Elegías, en poemas de algún modo apócrifos que sirvieron de lanzadera a éstas: esbozos, deslumbrones que llevaron a Rilke a encontrar el tono que quería para el libro que siempre consideró máximo.

Pero algunas veces, estos poemas periféricos lo son sólo en la consideración crítica, por no decir en la conciencia colectiva, pues Rilke llegó en 1918 a reunir para su editor Antón Kippenberg y para Lou un notable número de textos con la intención de conformar una especie de segunda parte o apostilla a las Elegías. Algunos de estos poemas también habían sido reunidos para el ciclo inédito de Poemas a la noche que encomendó a su amigo dilecto Rudolf Kassner. Muy elocuente es la designación —Elegías de Duino II— con la que Rilke planeó la publicación de estos textos.

Su carácter es bastante diverso y, de hecho, formalmente muchos distan mucho del primer conjunto elegiaco y no comparten más que la contemporaneidad con aquél y su filiación temático y/o referencial. No en vano, si nos referimos a su fondo y su peritexto, no haríamos sino redundar en lo mismo dicho para los Poemas a la noche y sobre las Elegías de Duino, si bien en ellos hay una variedad que acerca el ciclo malogrado a la estructura de los Nuevos poemas: un rasgo que comparten con aquéllos es la aparición de personajes, el uso de la narración en muchos casos, el interés por la anécdota.

«Descenso de Cristo a los infiernos»

El lector comprobará por sí mismo cómo el Dios de Rilke, incluso en estos casos en que, por la aparición de la figura de Jesucristo, se nos remite a un Dios del Nuevo Testamento, no coincide en modo alguno con el Dios cristiano. Prevalece por lo general la imagen de un Dios armado, fiero, altivo, terrible. Tampoco es que el poeta esté pensando en el Antiguo Testamento. Se trata simplemente de que Rilke otorga un lugar para el cristianismo y para sus profetas dentro de su particular teogonía integradora y de esa religión recién nacida de la que nos habla en poemas como «Llegada» y en las Elegías. No en vano es curioso cómo Rilke recurre para la descripción de los infiernos a elementos procedentes de la antigüedad grecolatina y a textos como La Eneida: la escena en que Jesucristo deambula entre sombras de almas y encuentra a Adán es equivalente a aquella en la que Eneas (Libro VI) desciende al infierno y encuentra a Dido entre otros muertos por amor, aunque, en este caso, Eneas no sólo alza su mirada a la de Cartago, sino que se emociona y le dirige unas palabras consoladoras que ésta, alejándose, no acepta. El Jesús de Rilke ni siquiera dirige esas palabras a Adán.

«¿No es el dolor… —tan pronto un nuevo estrato…»

Por medio del denominativo «esos», que establece una distancia, por medio de la imprecisión de «un día» y por la conjugación del verbo en presente: «resucitan», he tratado de trasladar al español lo que creo que es una expresión de marcada ironía hacia el cristianismo. «Auferstehenden» sería literalmente «resucitantes»: en alemán también inusual, aunque quizás no tanto (por ello no he tomado esa opción) como en español, pues el alemán literario y, en concreto Rilke, hace un uso habitual del participio de presente, aunque desde luego no con el verbo resucitar (Anferstehen). De lo que no cabe duda es de que Rilke descree de esa resurrección de la muerte, porque, si se me permite a mí también la ironía y el guiño a Groucho Marx, descree no menos de la vida: sencillamente le parecen ridículos los sólidos y opacos parapetos del «estar muerto, estar vivo» (ver poema «Resurrección de Lázaro») y la distancia «abismal» que el común mortal y en particular los cristianos (con el trasfondo de toda la geografía infernal y celeste platónica) encuentran en una y otra cosa.

«Fuese entonces o sea yo ahora»

Existe una variante (posterior, de 1919) del poema que cambia la palabra «flüchtig» (fugitivo) por «loaches» (despierto) y suprime la tercera estrofa. Como era nuestro criterio, hemos preferido permanecer fieles al manuscrito original de Rilke. De todas formas, obsérvese cómo el texto cambiaría hacia una menor enajenación en la segunda versión.

Sonetos del ámbito de Los sonetos a Orfeo.

Los sonetos llamados de la «órbita de Los sonetos a Orfeo» fueron reunidos por primera vez en la edición de la obra completa a cargo de Ernst Zinn. Allí eran recuperados hasta nueve sonetos y doce fragmentos que inicialmente habían pertenecido al segundo volumen de Los sonetos a Orfeo y que Rilke dejó fuera del texto definitivo. Como el resto de Los sonetos pertenecen al mismo étimo espiritual que las Elegías, si bien se diferencian de ellas notablemente por su estructura y por su fórmula compositiva. En líneas muy generales puede bien hacérsele caso a Rilke, para el que Los sonetos eran producto de una creatividad más laxa y de una menor exigencia, ya que éstos eran escritos en la ociosidad (por increíble que pueda resultar) frente al magno y largamente acariciado proyecto de las Elegías, cuya interrupción tuvo tanto tiempo en jaque al autor. La traducción en términos críticos eficaces de esa «ociosidad» de la que habla Rilke ha sido aludida en el prólogo. Me parece bastante evidente que al margen de la disciplina y la exigencia que Rilke quiere imponerse para la redacción de las Elegías, sobrevive en el riquísimo sotobosque, por así decirlo, de su escritura un modo distinto, una creatividad incansable, más oportuna a dotar de expresión a los arrebatos de intuición, a la irrupción de una idea, a la súbita tormenta de imágenes felices: es decir a la escritura más ocasional y más asida a la experiencia (experiencia rilkeana, naturalmente). De algún modo, Los sonetos a Orfeo, incluidos estos bellísimos textos rechazados (tal era el rigor creativo de Rilke), responden al crecimiento de una poética menos encauzada y más evocativa, que suma en esta época final lo tangible del Ding-Gedicht, la sencillez y capacidad evocativa de los breves «apuntes» propios de la poesía dispersa y la trascendencia del Rilke elegiaco, así como su capacidad visionaria.

«La muerte»

Tanto Rilke como Paul Celan juegan con el verbo «lallen» (balbucear). ¿Tenía en su mente Paul Celan el poema «La muerte» de Rilke y el «balbuceo» («Gelall, gelall») cuando escribió su célebre «Tübingen, Janner» (La rosa de nadie, 1963) en el que se dice aquello de «Viniera, / viniera un hombre, / viniera un hombre al mundo, hoy, (…) podría / sólo balbucear y balbucear» (lallen und lallen).

«Palabras del Señor a Juan en Patmos»

Sobre la visión del marcial Dios rilkeano véase lo dicho a propósito del poema «Descenso de Cristo a los infiernos». Por otra parte, adviértase cómo Rilke utiliza la voz de Dios, «porque existe un impulso en mis obras / que anhela cada vez mayor transformación», para expresar sus propias inquietudes como creador: el nacimiento de una abstracción y un extrañamiento crecientes en su voz poética, que sin duda desembocarán en los poemas de después de las Elegías y Los sonetos y que ya han dado frutos como «La muerte» o «He asustado las grises serpientes».

«A Hölderlin»

El final del poema a Hölderlin es una auténtica declaración de principios. Rilke se muestra partidario de construir sobre lo construido por los clásicos y de que la escritura (del mundo y la realidad) eluda las vicisitudes trágicas y la discontinuidad de la historia, sustituyendo ésta por la lógica continua de un diálogo entre las mentes privilegiadas de la humanidad en su transcurso. Del mismo modo que en el poema «¿Mas cuándo, cuándo, cuándo bastarán», Rilke rechaza los «nuevos experimentos»: la vanguardia: su deshumanización, su agresividad, el interrogante que plantean sobre el mundo y sobre la noción de mundo que hemos heredado de los clásicos.

Además de eso, Rilke se plantea la necesidad de una poesía que eluda el sentimentalismo más allá del Ding-Gedicht, es decir, reivindica una poesía que afronte los interrogantes metafísicos y sondee no ya los sentimientos amorosos, las angustias o los anhelos del individuo, sino el sentir propio al de ese hombre «trascendente» equiparable al ángel, ese hombre cuya religión quiere inaugurar.

«Elegía a Marina Tsvetaeva-Efron»

Kôm-Ombo es una villa agrícola del Valle del Nilo.

Los ángeles que marcan las puertas de los que van a ser salvados es una referencia al Éxodo (XII, 5-13) y más concretamente al pasaje en el que se describe la matanza de los primogénitos emprendida por Jehová, de la que quedan libres los israelitas que han celebrado la Pascua según la ordenanza y que también según la ordenanza han embadurnado sus puertas con la sangre del cordero como señal para los ángeles de la muerte.

El poema está dedicado a la poeta rusa, entonces exiliada en París, Marina Tsvetaeva, a la que Rilke había conocido a instancias de Boris Pasternak, el cual le había recomendado su lectura. Rilke sentía una especial inclinación afectiva hacia el pueblo ruso y frecuentaba los círculos intelectuales y artísticos rusos en el exilio. Hemos de tener en cuenta que Rilke es quizás uno de los últimos escritores profundamente centroeuropeos y herederos del sentir cosmopolita del Imperio Austrohúngaro: lo que más tarde con nostalgia pese a su sentir hipercrítico hacia lo «tradicional» y las «viejas» y «saludables costumbres» de antaño, los escritores austríacos de posguerra, en su desarraigo, denominarán vieja y perdida «Casa Austria» («Haus Österreich»).

Es éste, acaso, el poema máximo de los pertenecientes a la poética de la «Magia lingüística», la última fase rilkeana a la que he aludido con cierta profusión al fin del prólogo. Acaso no es el que de modo más marcado posea las características más revolucionarias de esta etapa última y, por desgracia, poco desarrollada del hacer de Rilke, pero sí el mejor considerado por la crítica, debido a su rigor estructural, su maestría técnica, su expansividad, su emotividad y su mayor aprehensibilidad y ajuste al «horizonte de expectativas» generadas por Rilke: en realidad, este prodigioso poema es una fusión de los rasgos propios de la escritura elegiaca con los últimos descubrimientos.

Muy brevemente voy a tratar de resumir cuáles son estos últimos descubrimientos y en qué consiste esta última poética a la que pertenecen asimismo poemas como «Interior de la mano», «Noche que estás disuelta en la profundidad», «Gravedad», «Mausoleo», «Urna, ovario de amapola», «Ahora sería tiempo de que salieran dioses», «Rosa, oh contradicción pura», «ídolo», «Gong» o «Cuán a menudo permanecíamos antes». (Aunque también pertenezcan a su lógica muchos poemas anteriores, perdidos en el laberinto de la poesía dispersa de Rilke, el cual ya nos había adelantado este último crecimiento, por ejemplo, en «Pintura en un jarrón»).

Se podría decir con mucha generalidad que estos poemas responden al triunfo de un estilo casi plenamente nominal en el que el autor nombra las cosas, los objetos, la realidad evocada con un vocativo equívoco: no se trata tanto de la exaltación hímnica de lo que se dice, cuanto de la evocación o creación epifánica de lo que se nombra. Por eso la interjección «oh» nos puede llevar a error, ya que más que una expresión admirativa, lo que se procura es una conjuración, la fórmula de un hechizo que va a hacer aparecer ante nuestros ojos la realidad deseada o intuida. En nuestra tradición, podríamos entender estos poemas como una variante del creacionismo y de su estética sintetizada por Huidobro en la máxima: «Poetas no cantéis la rosa, hacedla florecer en el poema», pero a la que Rilke llega por sí solo, a través de la única evolución posible dentro de la lógica de su escritura. Se ha hablado de que en estos poemas la escritura navega en un caso intermedio «entre el vocativo y el acusativo», y que el poeta consigue, en palabras de Ulrich Fülleborn, «el aislamiento y la afloración evocativa de la palabra individual». Lo más significativo es que estas fórmulas no constituyen tan sólo, como otras veces en Rilke, el primer verso de un poema que después tiene un desarrollo narrativo o descriptivo, sino que se suceden una tras de la otra, como flashes deslumbrantes, sin que respondan a un orden en la frase o puedan ser adjudicadas a un caso gramatical: ellas son el poema, ellas constituyen el sueño de una lengua poética completamente emancipada cuyo desarrollo pasa por la atomización de los aciertos, los chispazos poéticos reunidos en sucesión y separados por leves transiciones.

Rilke quiso para sí —tal y como lo confiesa en una carta remitida el cuatro de febrero de 1920 a Nanny Wunderly-Volkart— «una lengua más íntima, sin desinencia; en lo posible una lengua formada de núcleos de palabras, una lengua que no es recolectada arriba, de los tallos, sino recogida en la semilla lingüística»: es curioso cómo se parece esta reclamación epistolar de libertad lingüística para su escritura a aquella que realizara Baudelaire en sus palabras a Arsène Houssaye en el inicio de sus Pequeños poemas en prosa, aunque esté claro que, dentro de la exigencia de ampliación de lo poético que ambos reclaman, las direcciones que van a seguir son verdaderamente opuestas.

Aunque los primeros en realizar un poema en que las palabras son unidades autónomas desligadas de la frase —investidas de su pura capacidad evocativa— son los futuristas italianos, que exigieron las «parole in libertà», Rilke en realidad está a la busca de un tipo de poema concentrado que en realidad ha conseguido una excelente difusión en la poesía contemporánea y especialmente en la alemana (el Expresionismo, Gottfried Benn, Paul Celan, Karl Krolow, Sarah Kirsch…).

Consecuencia directa de esta lograda independencia de las unidades léxicas o de grupos de ellas es que no exista un «contexto» para el poema, una referencialidad posible, con lo cual las palabras se erigen más si cabe en su corporeidad, en su potencialidad, en su libertad. La mayor virtud de esta poesía total reside en que, como en la poesía del Celan de Soles de hebra (Fadensonnen, 1968), nunca sabemos qué podrá sobrevenir, qué vamos a «vivir» en el verso siguiente.

Poemas a la noche
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