1
Un brazo inerte y peludo se estrelló contra su cara. Otra vez.
Charles se retorció entre las sábanas y volvió a quitárselo de encima. Su compañero de catre apestaba como un jabalí. Y no paraba de moverse. No le había dejado pegar ojo en toda la noche.
Se incorporó y se quedó contemplando la corpulenta figura que roncaba a pierna suelta, estirada a sus anchas. Después de año y medio sin saber nada de él, su amigo Bernard de Serres se le había presentado en casa hacía unas horas, arrastrando los pies e incoherente del cansancio. Lo único que había logrado arrancarle, antes de que cayera derrengado en la cama, era que había matado a su vecino, el barón de Baliros, que le habían robado el caballo y que tenía que darle asilo.
¿Qué habría pasado? ¿Le habría buscado gresca el barón? ¿O le habría retado él sin ton ni son? Bernard no era pendenciero, pero era bruto. ¿Un asunto de faldas? Charles rió para sí. Eso sí que le sorprendería. A no ser que hubieran cambiado mucho las cosas en el tiempo que llevaban sin verse, su amigo era más de pastoras que de damas cuyo honor robado exigiera duelos.
Además, Bernard era un torpe con el bello sexo. Por eso siempre era él quien tenía que acercarse a hablar con las mozas, en las fiestas o en el mercado, mientras el muy inútil se quedaba mudo a su lado, mirando.
Charles no había cumplido aún diecinueve años, y se había pasado la mitad de ellos aguantando mofas de los zagales sin desbastar del vecindario donde se había criado por culpa de su figura delicada, sus cabellos ondulados y su rostro pálido, más propio de una niña.
Hasta que un buen día había descubierto que sus ojos azules y su melena rubia atraían la atención de las mujeres de un modo igual de vivo. Y que ellas no le veían enclenque, sino grácil y elegante, y si le miraban a escondidas no era para reírse de él. De inmediato, las malas caras de los patanes habían dejado de importarle y se había concentrado en sacarle provecho al hallazgo.
En fin. Imposible volver a conciliar el sueño. Lo mejor que podía hacer era salir de la cama y despertar a su criado, que dormía al otro lado de la puerta, para que les preparase un buen desayuno. Le echó una última ojeada al voluminoso bulto que roncaba sobre el colchón de lana y se puso en pie de un salto.
Aunque sus orígenes no tenían nada en común, Bernard era para él como un hermano.
Charles había crecido en la orgullosa ciudad gascona de Pau y su padre, el maestro cirujano Pierre Montargis, era un hombre instruido: un hugonote de convicciones muy templadas, que había estudiado en Montpellier. Había hecho del desempeño de su labor mucho más que un oficio manual y se ganaba la vida con amplia holgura, gracias a una nutrida clientela de notables locales.
Para su hijo, el maestro Montargis había ambicionado siempre un título ilustre de doctor en medicina y, durante su primera infancia, Charles había satisfecho todas sus esperanzas. Era un niño estudioso, aplicado y precoz, que seguía al viejo cirujano como una sombra. Aunque también un crío enclenque, el único varón de la familia, ablandado por los mimos de su madre y sus hermanas. Hasta que un verano, a los diez años, había caído enfermo de unas fiebres y su padre le había enviado a fortalecerse a las tierras de un modesto gentilhombre rural al que había tratado en alguna ocasión.
El señor de Serres tenía un hijo de su misma edad. Un pequeño montañés, acostumbrado a andar todo el día de acá para allá, sin zapatos ni sombrero, a perseguir conejos por los campos y a bañarse desnudo en las corrientes heladas de los Pirineos. Gracias a él, Charles había aprendido a montar, a luchar con espadas de madera y a no llorar cuando una pedrada le tumbaba en el suelo en medio de una refriega. A partir de entonces habían sido uña y carne.
Hasta que, recién cumplidos los diecisiete, él había dejado su provincia para probar suerte en París.
Marchar no había sido fácil. Hacía tiempo que había igualado los conocimientos de su progenitor no sólo en anatomía, sino también en griego, latín, matemáticas y retórica. Incluso conocía los movimientos de los astros. Pero prefería la poesía a la ciencia. Y la gloria militar le atraía más que la vida universitaria. Había intentado convencer a su padre de que su destino no estaba encerrado en un aula durante años, comentando textos de sabios griegos, ni con la nariz enterrada en un tratado de Galeno. En vano. El cirujano se había negado en redondo a que su hijo desperdiciara sus brillantes dotes para hacerse matar en cualquier guerra.
Así que después de meses de peleas, Charles había fingido someterse a los designios familiares a condición de que le permitieran estudiar en París. Y una vez en la capital no había tardado ni tres meses en abandonar los estudios y cambiar la toga por una casaca militar.
Lo había logrado gracias a una mezcla de empeño y casualidad. Remoloneaba una mañana entre las calles de la Universidad, con unos comentarios de Terencio bajo el brazo, arrastrando su toga negra de estudiante en busca de una excusa para no asistir a clase, cuando el azar le había llevado a tropezarse con un viejo conocido frente al puesto de un barbero. Léocade Garopin tenía cinco o seis años más que él, se había criado en el mismo barrio de Pau y servía como enseña en el regimiento de los Guardias Franceses. Charles se había pegado a él como culo a camisa y no había cejado hasta lograr, tras semanas de insistencia, que le recomendase a su capitán para entrar en el cuerpo.
En Pau nadie se había enterado. Sólo un simple de espíritu habría puesto en peligro con la verdad el dinero que le enviaba su familia para mantenerse. A Bernard era al único al que se lo había contado, en una carta larga y desbordante de orgullo. Y su amigo sabía guardar secretos.
En realidad, lo que a Charles le hubiera gustado habría sido que su amigo le hubiese acompañado cuando se había marchado de Pau. Había intentado persuadirle con denuedo. Pero Bernard le había dejado claro que sólo estaba malgastando sus esfuerzos: a él no se le había perdido nada en la capital del reino. Terco como una mula e incapaz de apreciar las ventajas de estar cerca de la Corte, del mundo de las letras y de los grandes de Francia, se había negado en redondo a abandonar su pequeño señorío y sus ocupaciones de campesino.
Le había echado mucho de menos. Aunque fuera un gañán sin pizca de interés por ningún asunto elevado y se burlara siempre de sus ambiciones. Pero finalmente, aquel otoño de 1625 lo había traído a la puerta de su casa, después de casi dos años.
Allí estaba. Roncando como una mala bestia.
Vertió agua en la palangana y abrió las contraventanas. Su alojamiento estaba encaramado a lo alto de un edificio desvencijado del costado soleado de la plaza Maubert, en la margen izquierda del Sena. Las paredes estaban desnudas, las losas del suelo gastadas, el catre era viejo, la mesa y las dos sillas estaban desparejadas y el baúl, roto y parcheado con un trozo de cuero de otro color para evitar que entraran los ratones.
No era que le sobrase el dinero, pero la verdad era que entre su soldada y el dinero de su familia, habría podido amueblar el cuarto algo mejor. Si en la vida no fuera necesario establecer prioridades.
Y en la Corte, para mantener vivas las ambiciones, lo imprescindible era tener criado, ser espléndido con las invitaciones, frecuentar las mesas de juego con cierta regularidad, tomar lecciones de esgrima y, sobre todo, poseer un vestuario cuando menos digno, que permitiese hacer buena figura. Si a cambio había que pasarse una semana sin comer, se pasaba. Y si había que dormir en un tugurio infecto, se dormía.
Escuchó un gruñido a sus espaldas y se dio la vuelta. Bernard se había incorporado y estaba sentado en el borde de la cama, con los pies colgando. Tenía el pelo mugriento y aplastado, los ojos legañosos y las mejillas cubiertas por una barba leonada de aspecto sucio y descuidado.
—Por fin se despierta el oso maloliente.
—Cuidado con lo que dices, que ya estoy recuperado y te puedo partir la cabeza.
Por toda contestación Charles le arrojó a la cabeza el paño que tenía en la mano. Bernard se levantó de un salto y se lanzó a su cuello. Estuvieron un rato forcejeando entre risas, hasta que se quedaron sin resuello.
Por fin se sentaron a desayunar y Pascal, el mozalbete que Charles tenía a su servicio desde hacía casi un año, se encargó de servirles. Tenía catorce años, el pelo color paja, la voz destemplada y las extremidades desproporcionadas. Pero era espabilado y dispuesto, cuando no se le iba el santo al cielo con alguna pamplina.
Ahora remoloneaba en torno a la mesa, tratando de escuchar el relato de Bernard, mientras este le contaba cómo había llegado a su casa después de varias horas dando vueltas por un París dormido, la noche anterior, sin apenas nadie a quien preguntar y temiendo todo el tiempo que le asaltaran, le desvalijaran y le dejaran sin su menguada fortuna: quince escudos que traía en el bolsillo, una camisa de repuesto y un par de cartas de recomendación. Dos días atrás le habían robado el caballo mientras echaba una cabezada a la sombra de un árbol, le explicó, con un deje de mal humor, mientras engullía la sopa. Así que había tenido que cubrir a pie las últimas diez leguas de camino. Y con la montura a cuestas.
—Pero ¿qué diablos ha pasado con el barón de Baliros? ¿Fue un duelo?
Su amigo contestó entre dientes, sin alzar la vista:
—Qué más da. El caso es que está muerto y toda su familia me persigue. Así que ni siquiera sé cuándo podré volver a casa.
—Pero ¿por qué luchasteis?
—Y dale. Que eso no importa. Déjate de comadreos.
Vingt dieux. Pues sí que tenía un despertar avinagrado el muy zoquete. Mejor esperar a otro momento para enterarse de los detalles. Muy terrible tenía que ser para que ni siquiera pudiera hablarlo con él. Le dio una palmada en la espalda, conciliador:
—Anda, zafio, alegra esa cara. Sea como sea, por fin has venido a París. No te arrepentirás.
Bernard no tenía expresión de estar muy convencido. Su plan era intentar que le aceptaran como cadete en el regimiento de los Guardias Franceses, como tantos gentilhombres gascones, muchos de ellos más pobres que las ratas, que acudían a París, año tras año, para hacer carrera. Lo que no sabía era de qué iba a vivir cuando se le acabaran los pocos escudos que tenía en la faltriquera. En las cartas de presentación que traía no tenía mucha confianza, aunque contaba con que al menos le granjearan la protección de sus destinatarios si tenía algún problema.
Charles asintió, comprensivo. Los guardias rasos, como él, recibían una soldada pero los cadetes-gentilhombres no tenían paga alguna, Bernard no era rico y la vida en París era cara.
Aun así, le envidiaba sin reservas. Él llevaba más de un año sirviendo en los Guardias Franceses y sus superiores le tenían bien considerado, pero aun así el puesto más alto al que podía aspirar en un futuro era el de brigadier. Los cargos de altos oficiales y los cuerpos más prestigiosos, como el de los Mosqueteros, estaban reservados a los militares de sangre noble. Y por sus venas no corría ni una sola gota.
Bernard, en cambio, ni siquiera había abandonado de buen grado sus tierras y hablaba de entrar en los Guardias como si se tratara de un sacrificio mortal. Pero poseía las pruebas de nobleza necesarias. Seguro que le tenía dándole órdenes antes de saber siquiera orientarse por las calles de París.
Menos mal que guardaba un as en la manga. Porque en esta vida quienes no tenían padrino ni apellido ilustre, tenían que buscarse las artimañas. Y él siempre se había considerado un hombre de recursos.
De hecho, no eran las armas, sino su afición por la poesía y las artes la que le había abierto una vía inesperada para hacer carrera en la Corte.
La verdad era que lo único para lo que le había aprovechado su breve paso por la universidad había sido para averiguar los nombres de los talentos de las letras que admiraban los estudiantes, así como los de las fondas y tabernas en las que se reunían. Había empezado a frecuentarlas con timidez, sentado a cierta distancia de las mesas que ocupaban Tristan L’Hermite, Guez de Balzac, Colletet, Charles Sorel o Boisrobert. Pero en poco tiempo los modales abiertos y disipados de aquella banda de poetas libertinos, irreverentes e impíos, que hacían gala de ateísmo y versificaban con desvergüenza incluso sobre los placeres de Sodoma, le habían proporcionado oportunidad de sobra para introducirse mañosamente en sus conversaciones y compartir con ellos sus versos.
De entre ellos, el que más rápido le había dado muestras de amistad había sido el abad François de Boisrobert. Se trataba de un personaje de lo más peculiar. Había recibido las órdenes hacía un par de años pero era tan disoluto como el que más. Bromeaba con las cosas más sagradas y el juego le tenía casi arruinado. Además, estaba afectado hasta la médula por el vicio nefando y no se preocupaba en ocultarlo: había tenido la suerte de caerle en gracia al mismísimo cardenal de Richelieu y su protección le situaba a salvo de cualquier ataque.
Lo importante era que, sodomita o no, François de Boisrobert había visto en él a alguien que merecía algo más que pudrirse con una pica en ristre junto a una puerta del Louvre y que podía ser útil en otras esferas.
Le echó un vistazo de reojo a Bernard, calculando cuánto podía contarle sobre sus negocios con el abad. Le devoraban las ganas de hablarle de sus secretos, pero no quería pecar de imprudente. Para disipar las tentaciones, agachó la cabeza y se concentró en calzarse las botas:
—Bueno, ya nos ocuparemos de buscar un modo de darte de comer cuando llegue el momento. Lo primero es ir a presentarte ante monsieur de Fourilles. A ver si tenemos suerte, le encontramos en el Louvre y no hay que andar buscándole por todo París.
—¿Y ése quién es?
—El capitán de mi compañía, zoquete. —Se puso en pie—. Y voy a decirle a Pascal que intente conseguirte un jergón para esta noche, pero lávate un poco o duermes en la puerta. Hueles como un jabalí.
Bernard había tenido suerte. Aquella semana no tenía servicio y podía hacerle compañía y ayudarle a aclimatarse a la capital.
Bajaron los cuatro pisos de escaleras hasta la calle. Acababa de empezar el otoño y aún no hacía demasiado frío, pero Charles se envolvió cuidadosamente en su capa y aconsejó a Bernard que le imitara. El traje que llevaba estaba confeccionado con el paño más fino que había podido pagarse y no estaba dispuesto a permitir que le salpicaran las ruedas de un carro o los cascos de un caballo. Bastantes sacrificios tenía que hacer para poder vestir a la moda y con tejidos de cierta calidad.
Como era el día de San Miguel, según se iban acercando a la parroquia que llevaba el nombre del arcángel, la muchedumbre se iba haciendo más numerosa. Bernard no hacía más que lamentarse, recordando la feria que se celebraba en sus tierras todos los años, mientras apartaba al gentío con los hombros.
—No sé cómo hacéis para vivir entre tanta gente, sangdiu.
Charles rió. A él también le había costado acostumbrarse a lo populoso de la capital. Y a su fetidez. Pau era una ciudad pequeña, rodeada de montañas. En París vivían casi cuatrocientas mil almas, apretujadas en vías oscuras y estrechas. La mayoría eran tan angostas que cuando un carruaje las atravesaba, los viandantes tenían que pegarse contra las paredes, haciéndose un hueco entre los alféizares de las ventanas y las enormes enseñas de los comercios para permitirle el paso. Caminar por el centro de la calle no era una opción. Los riachuelos cargados con las aguas y las inmundicias que los vecinos arrojaban desde sus casas lo hacían impracticable. Además, como la mayoría de los edificios tenían al menos tres o cuatro pisos de altura y avanzados voladizos, el suelo permanecía en una perpetua penumbra por más que luciera el sol. Con la excepción de las pocas vías que estaban pavimentadas, el terreno se mantenía embarrado incluso en verano.
Cruzaban bajo la sombra del Petit Châtelet, la fortaleza a la que iban a parar los estudiantes del barrio cuando armaban demasiada trifulca, cuando Bernard giró la cabeza para decirle algo y su cuerpo fue a estrellarse contra la carreta cargada de bizcochos de una panadera. Parte de la mercancía se fue al suelo y la mujer empezó a insultarle, colérica, a las voces de aldeano gañán.
Charles le agarró de un brazo con presteza y se lo llevó de allí a rastras antes de que alguien les obligara a pagar el género echado a perder:
—¿Quieres mirar por dónde vas, borrico? Esa arpía casi nos saca los ojos —le dijo, dándole un sopapo en la cabeza.
—Menuda fiera —respondió Bernard, echándose a reír—. ¿Y cómo sabía que no soy de aquí? Ni siquiera he abierto la boca.
Charles le echó una mirada de piedad socarrona. Bernard caminaba con zancadas grandes y seguras, apoyando firmemente en el suelo sus botas de cuero desgastado, sin preocuparse de que el color parduzco de sus ropas de camelote delatara muchos lavados y casi tantos inviernos. El corte era también de otra época. Seguro que las había heredado de su padre. El viejo señor de Serres había muerto cuando él tenía catorce años, dejándole poco más que su nombre y unas tierras agrestes.
Lo curioso era que Charles recordaba al padre de Bernard como un hombre de buena talla y, sin embargo, aquellas ropas le quedaban a su amigo un poco estrechas. Siempre había sido más alto que él, pero ahora tenía mucha más carne por todas partes. Y no era grasa, pensó, con un punto de envidia. Seguro que un mozarrón así impondría entre la soldadesca un respeto que su figura ligera no despertaba.
De cualquier modo, no se habría cambiado por él en absoluto. Bernard tenía el pelo castaño rojizo y fuerte como una crin, imposible de domar de ninguna forma elegante. Y la barbilla cuadrada y las cejas pobladas le daban una expresión casi brutal, apenas amainada por la mirada risueña de sus ojos pardos. Charles ni siquiera estaba seguro de que un buen traje pudiera arreglarlo. Sacudió la cabeza.
—Pues da gracias de que no te haya escuchado el acento.
—¿Qué le pasa a mi acento? Es el mismo de siempre. ¿Y el tuyo? ¿Se puede saber a dónde ha ido a parar? —Bernard le agarró del cuello y le propinó un cariñoso puñetazo en las costillas—. En casa ya hablabas como si te hubieses tragado un doctor en teología, pero ahora es mucho peor.
Charles dejó que se riera de él mientras caminaban hacia el río. Había cosas que Bernard no podía comprender. Como que eran precisamente sus modos elegantes y su dicción impecable lo que le había permitido acceder a la sociedad de cierto tipo de damas, exigentes y refinadas, que jamás le habrían abierto las puertas a un simple soldado. Y menos que ninguna, la que desde hacía largos meses ocupaba todo su tiempo libre.
De eso sí que tenía ganas de hablarle a Bernard. Pero no quería hacerlo deprisa y corriendo, mientras esquivaban viandantes a codazos. Ya encontraría un momento de calma para contarle cómo la fortuna había llamado a su puerta una noche en que se había entretenido escribiendo unas estrofas ligeras, en la taberna de La Pomme de Pin, haría algo más de seis meses. Uno de sus nuevos amigos, un joven músico llamado Jean Boyer, las había leído y le había pedido que le dejara ponerles melodía y llevárselas en persona a la ilustre Angélique Paulet para que las cantara.
Charles había accedido entusiasmado. La dama en cuestión era conocida por poseer la voz más hermosa de todo París y tenía una reputación sulfurosa. Contaba algo más de treinta años, aunque por su aspecto bien podría haber estado aún en la veintena, y había dado que hablar desde muy joven.
Los que la habían tratado en otros tiempos contaban que la suya había sido una de esas bellezas primaverales y lozanas que florecen temprano. Que a los dieciocho años podía pasar de sobra por una mujer cumplida y que había vuelto loca a media Corte con su atrevimiento y sus galanteos. Era bailarina, tocaba el laúd y tenía una voz tan espléndida que en una ocasión habían aparecido dos ruiseñores muertos, de pura envidia, junto a una fuente donde había estado cantando toda la tarde. Por su ardor amoroso, sus ojos color miel, su frondosa melena y su altivez, pronto se había ganado el apelativo de la Leona.
Cuando la dama había pedido conocerle en persona, Charles había comprendido que no podía desperdiciar la oportunidad de caerle en gracia. Y lo había conseguido. Aunque su relación era tan casta que no había logrado arrancarle ni un beso en la mejilla, y eso que pasaba más tiempo pendiente de ella que si fuera un amante rendido.
Aquella misma tarde tenía una cita en su casa, a eso de las cuatro, así que tendría que dejar solo a Bernard durante un rato.
Continuaron su camino. El Pont Neuf era el único puente de toda la ciudad que no estaba techado ni invadido por edificios de varias alturas. Amplio, adoquinado y provisto de aceras, servía de paseo, lugar de encuentro y baratillo a medio París. No sólo enlazaba las dos orillas del Sena, sino que a medio camino, sobre la isla de la Cité, se ensanchaba para formar una plaza triangular, sobre la que se alzaba una imponente estatua ecuestre. Charles dejó que Bernard curioseara un rato entre los echadores de cartas, los sacamuelas, los animales amaestrados y los vendedores de orvietán, antes de detenerse frente a la escultura.
—¿Quién es el hombre a caballo?
—Un paisano nuestro. Su Majestad Enrique IV.
En la expresión de Bernard se pintó el más profundo respeto. El buen rey Enrique había muerto, apuñalado por un loco, un día de mayo de hacía ya quince años y era recordado con afecto en toda Francia, pero en su tierra natal era casi una figura de culto. Había nacido en el castillo de Pau y la leyenda decía que había sido bautizado con un diente de ajo y una gota de vino del Jurançon.
—Pues seguro que él no perdió el acento cuando se vino a vivir a París. —Bernard le propinó un capón y salió corriendo antes de que Charles pudiera echarle mano.
Frente a ellos, sobre el arenoso margen del río se alzaba la masa destartalada y envejecida del palacio del Louvre, con su aspecto incongruente. Las alas sur y oeste, que convergían en un señorial pabellón, habían sido reformadas al gusto del siglo recientemente. Allí era donde se encontraban los apartamentos de la familia real. Pero las otras dos fachadas, con sus torreones almenados, conservaban el aspecto de un castillón fortificado, con ventanucos estrechos y gruesos muros de piedra gris. La única puerta de acceso al patio central se encontraba en la cara oriental, en una vía estrecha y mal pavimentada, frente por frente a una residencia señorial en la que se había celebrado hacía diez años el banquete de bodas del joven rey Luis XIII con la infanta española Ana de Austria.
Un foso de cincuenta pies de ancho, lleno de agua estancada, protegía los muros ennegrecidos del palacio, y para penetrar en el recinto había que atravesar primero un puente de piedra, luego otro, levadizo, y finalmente un portón de madera flanqueado por dos torres redondas. A través de él se accedía a una bóveda sombría vigilada por los Guardias Suizos.
Charles le explicó a Bernard que los Suizos se encargaban de custodiar tan sólo el exterior del Louvre. Eran los Guardias Franceses quienes tenían encomendada la protección de la persona del rey y la vigilancia del interior del palacio. Además, en caso de guerra siempre ocupaban el lugar de honor en el orden de batalla. Aunque desde su incorporación al regimiento, hacía algo más de un año, no habían salido de París.
—Y como comprenderás, las oportunidades de hacerte notar, si te pasas todo el condenado día apostado junto a una puerta con una pica en la mano, no son muchas.
—Pues a mí me parece un honor servir tan cerca del rey. —Bernard tenía el semblante serio y un brillo de admiración en los ojos.
Charles le miró de reojo y notó un agradable cosquilleo al sentirse objeto de la admiración de su amigo. Casi había olvidado que a él también se le había puesto el vello de punta la primera vez que había visto a Luis XIII acercarse a su puesto de guardia.
El patio central del Louvre era un espacio cuadrado, húmedo y cochambroso, de dimensiones escuetas, por el que deambulaban personajes de todo tipo, desde escribanos hasta cocineros, pasando por aguadores, vendedoras de dulces, monjes y palafreneros; un enjambre de parisinos humildes y paseantes ociosos que apenas se molestaba en esconderse para aliviar sus necesidades corporales en los huecos discretos de las escaleras. Y, a Dios gracias, sólo los reyes y los príncipes de la sangre tenían derecho a entrar en el recinto en carroza o a lomos de un caballo. Lo único que faltaba era tener que ir sorteando montones de estiércol.
El rey, cansado de vivir en el palacio más lamentable de toda la cristiandad, había ordenado derruir el ángulo noroccidental y levantar elegantes salones al estilo moderno en su lugar. Pero de momento el único resultado visible eran los andamios de madera, las nubes de polvo y los cascotes que invadían casi la mitad del exiguo patio.
Charles tomó a Bernard del brazo y éste se dejó arrastrar. Tres individuos, vestidos con una flamante casaca azul adornada con una gran cruz blanca, atravesaban el patio en su dirección. Tendrían unos veinticinco o treinta años, hablaban a voz en grito y parecían competir entre ellos por ver quién lucía el mostacho más fastuoso del Louvre. Los tres tenían un marcado deje gascón, del que alardeaban sin vergüenza.
Bernard, a quien no le habían pasado inadvertidos sus acentos cantarines, se quitó el sombrero para saludar y voceó:
—¡Eh, adishatz, messurs! Bon dia! —Se giró hacia él con expresión de entusiasmo—. ¡Son compatriotas, Charles!
Como si de lo que anduviera escasa París fuera de gascones con una espada colgando…
Los tres tipos se detuvieron, divertidos. Charles los conocía de vista y de nombre. Y las casacas que lucían no los convertían precisamente en santos de su devoción. Frunció el ceño. Hacía sólo tres años que Luis XIII había decidido fundar el cuerpo de Mosqueteros, una caballería de élite compuesta por gentilhombres que constituía su guardia personal. La mayoría de sus oficiales eran gascones y solían favorecer a sus paisanos, a los que reclutaban entre los cadetes que demostraban mayor valía.
El más alto y fuerte se presentó a su amigo como Jean du Peyrer, señor de Tréville. Llevaba en París casi una década, pero sus tierras se hallaban a apenas veinte leguas de las de Bernard. Sus compañeros no procedían de mucho más lejos.
—¿Así que habéis venido a alistaros? Sed bienvenido a la Corte, messur. Y mostraos bravo. Los cadetes gascones tienen una reputación que mantener.
Bernard aseguró que estaría a la altura con la misma vehemencia que si la ambición de toda su vida hubiese sido formar parte de la guardia del rey. Escuchaba los consejos de los tres mosqueteros como si viniesen de la boca del mismísimo Santo Padre. Cuando no eran más que una camarilla de fanfarrones que se comportaban igual que si París les perteneciera y la casaca azul los situara por encima del resto.
Ese Tréville, con toda su arrogancia, no era más que el hijo de un mercader enriquecido que hacía menos de veinte años había adquirido a base de escudos contantes y sonantes la propiedad de un dominio señorial. Y con ello el derecho a llamarse gentilhombre según la costumbre de su tierra y disfrutar de privilegios que a él, Charles Montargis, le estaban vedados. Como ser aceptado en el maldito cuerpo de los Mosqueteros.
—Disfrutad de vuestro primer día en la Corte, gojat —se despidió por fin Tréville—. Y que nadie ponga en duda el coraje gascón.
Charles se quedó observando al trío mientras se alejaba:
—Pandilla de matasietes… Anda, ven. Vamos dentro.
El interior del Louvre no contribuía a mejorar la impresión que producía su exterior. El palacio estaba escaso de mobiliario e incluso de estancias habitables. Más de una vez había habido que improvisar soluciones de urgencia para alojar a las dignidades extranjeras, y en alguna ocasión los visitantes se habían visto obligados a dormir en la Sala del Consejo por falta de apartamentos vacíos donde acomodarlos. Los rincones más alejados de las estancias reales tenían una apariencia gastada y casi miserable. Pero Charles se encargó de que Bernard accediera a palacio a través de una de las salas de aspecto más majestuoso.
Con sus cincuenta o sesenta pies de largo y sus amplios ventanales separados por pilastras adornadas con columnas corintias, la Sala Baja era un espacio alegre e inundado de luz. Un delicado balcón con balaustrada, sostenido en el aire por cuatro cariátides, tres veces más altas que un hombre, colgaba sobre uno de los extremos de la estancia.
—Ahí arriba es donde se colocan los músicos cuando se celebra algún baile. Aunque no es que haya muchos. Dicen que en tiempos del rey Enrique había divertimentos al menos dos veces por semana. Pero a Luis XIII no le gustan las fiestas.
—Bueno, a nosotros no nos iban a invitar, de todos modos —contestó Bernard. Se encogió de hombros y se acercó a las esculturas. Su cabeza quedaba a la altura de los muslos cubiertos por leves paños de las rotundas figuras femeninas. Le guiñó un ojo.
Charles se echó a reír. Bernard siempre tenía los pies en el suelo. En cierto modo, sus gustos eran parecidos a los del rey. Luis XIII también sentía un interés casi nulo por la moda y el lujo. Solía ir vestido de manera sencilla, con tejidos resistentes y de tonalidades sobrias, y prefería mil veces una larga y agotadora partida de caza a permanecer en palacio.
—No te creas que es oro todo lo que reluce —comentó Charles, paseando una mirada malévola por la estancia. Muchos de los que deambulaban por allí no eran sino gentilhombres de tercera que frecuentaban el Louvre con la esperanza de llamar la atención de algún personaje principal. Había incluso quien se gastaba toda su fortuna en sedas y tafetanes para poder introducirse de rondón en las antecámaras sin que nadie se burlara de su apariencia. Pero a pesar de sus denodados esfuerzos por mimetizarse con la alta nobleza, sus tímidos modales seguían haciendo que fuera fácil distinguirlos de los grandes señores.
Éstos circulaban por el palacio vestidos con trajes de terciopelo o damasco, con los sombreros emplumados sobre las cabelleras, calzados con botas y espuelas, y con la misma desenvoltura que si estuvieran en su propia casa. Hacían gala de una actitud arrogante y agresiva y se expresaban en voz alta con un lenguaje más propio de una taberna o un campamento militar que de una residencia real. Partidas de cartas y de pelota, duelos y aventuras galantes, hechos de armas y disputas de preeminencia acaparaban conversaciones en las que nadie ahorraba en juramentos. Sólo la presencia del monarca, quien detestaba las blasfemias, suavizaba un poco sus formas. Muchos portaban espada, y no sólo para mostrar su condición de nobles de estirpe guerrera, sino por una elemental precaución. París era una ciudad violenta y peligrosa, en cuyas calles aparecían todas las noches una docena de cadáveres, y la Corte no era un lugar mucho más apacible. La susceptibilidad estaba a flor de piel y una palabra con doble intención, una mirada equívoca o un simple roce de hombros al cruzar una puerta bastaban para que los implicados se despojaran de jubones y capas y echaran mano al acero.
A pesar de que desenvainar la espada en los apartamentos reales se consideraba crimen de lesa majestad, penado con la muerte. El mismo castigo estaba estipulado para quien provocara un desafío desmintiendo con violencia palabras ajenas. Golpear a otra persona en palacio se sancionaba cortándole el puño al ofensor.
O al menos eso era lo que establecía la ley. Porque era tan rigurosa que nadie se atrevía a aplicarla, de modo que los grandes nobles gozaban de casi total impunidad y sus reacciones más furibundas se pagaban en el peor de los casos con una breve estancia en la prisión de la Bastilla o una expulsión temporal de la Corte.
Se escuchó el ruido de un coche de caballos en el patio y, al poco, una dama enmascarada, vestida de azul turquí y con las manos ocultas en un manguito de piel, entró en la sala. Dejó la ropa de abrigo en brazos de uno de sus acompañantes y se despojó del antifaz con el que se había protegido el rostro del sol y la suciedad en la intemperie. Charles le pegó un codazo a Bernard en las costillas. La recién llegada tendría unos treinta años, la piel maravillosamente blanca, un rostro altivo que no carecía de encanto, ojos grandes y rasgados y una abundante cabellera rubia, llena de rizos.
Cruzó frente a ellos con paso rápido, sin dedicarles ni una mirada, y desapareció por la puerta que se abría bajo la tribuna de las cariátides.
—¿Por qué me clavas el codo? ¿Quién era?
—Charlotte de Montmorency. Está casada con el príncipe de Condé, el primo del rey —contestó Charles, con un suspiro teatral—. ¿Sabes que la cortejó sin llegar a conseguirla el mismísimo Enrique IV? No me digas que sólo con eso no le hierve la sangre a cualquiera.
Bernard sacudió la cabeza, nada convencido:
—Por mí, como si quieres pasarte la noche entera pensando en ella mientras le sacas brillo al mandoble. Donde esté una moza a la que se pueda echar mano sin reverencias… Yo para cenar prefiero salir a cazar liebres antes que unicornios.
Charles le respondió con una rápida colleja y una carcajada:
—Tú qué sabrás. Mucho tendrían que haber cambiado las cosas para que le hayas echado la mano a alguna que no huela a cabra en este tiempo. Déjate de cacerías y vamos a ver si encontramos al capitán.
Un lacayo al que conocía de vista les dijo que acababa de verle en la Sala de la Guardia, así que Charles agarró del codo a Bernard y le guió hasta la magnífica escalinata que conducía al primer piso.
La Sala de la Guardia era la última estancia del palacio abierta a todos los visitantes. Tras las puertas del fondo, vigiladas por dos parejas de guardias de corps, se encontraban los apartamentos reales. El capitán estaba despidiéndose de un par de gentilhombres con los que conversaba junto a una ventana. Era un tipo alto y calvo con unas cejas tan gordas y negras que parecían pintadas con carbón. Al principio los atendió con impaciencia, pero Charles consiguió que acabara parándose a escuchar y que se interesara por Bernard. Le preguntó por su familia y, por modesto que fuera el nombre de Serres, no tardó en identificar a un par de parientes lejanos de su paisano junto a los que había luchado en tiempos del difunto Enrique IV.
Aquello le decidió a admitir, con un vivaz movimiento de cejas, que quizá hubiera hueco para un cadete más en su compañía. No tenía modo de garabatearle ninguna carta en aquel momento, pero le invitó a utilizar su nombre y presentarse ante el brigadier a las seis de la mañana del día siguiente.
Bernard había participado en la conversación con poco más que monosílabos, pero su expresión de alivio cuando el capitán desapareció escaleras abajo era evidente. Charles iba a darle un abrazo de felicitación cuando de pronto se escuchó un ruido de risas femeninas, gritos alegres y pasos precipitados. Se dio la vuelta a toda velocidad y lo siguiente que vio fue un torbellino de faldas, sedas y encajes que desbordaba la puerta de los apartamentos privados e invadía la sala.
Tuvo el instinto de quitarse de en medio, pero Bernard debía de estar demasiado desconcertado para moverse a tiempo porque, cuando giró la cabeza, se lo encontró envuelto por el círculo alborotado de mujeres que había tomado al asalto la estancia. Una de ellas, que tenía los ojos vendados, lo tenía agarrado de un brazo.
Boquiabierto, Charles reconoció a la duquesa de Chevreuse, la amiga íntima de la reina Ana de Austria. De hecho, la propia soberana estaba en el corro, riéndose y aplaudiendo. Lamentó haberse apartado. La duquesa era una de las damas con más admiradores de la Corte y él habría aceptado con gusto ser su presa. Más aún cuando vio que comenzaba a palpar concienzudamente a Bernard.
Él le miraba con alarma. Era evidente que se debatía entre el embarazo y el deleite de estar a menos de un palmo de una mujer como aquélla. Pero al cabo de un momento, incómodo o no, optó por dejar que sus ojos se perdieran en el sabroso escote que tenía delante.
Quizá la belleza de madame de Chevreuse no fuera tan extraordinaria, pero tenía una cara muy bonita, realzada por una magnífica cabellera de color tostado, una risa alegre y audaz que iluminaba sus ojos grises y, sobre todo, un suculento escote que lucía sin rubor. Su rostro aniñado contrastaba deliciosamente con la voluptuosidad de su menuda figura. Era una de esas mujeres cuya vivacidad atraía todas las miradas y cuyo acerado ingenio podía encender la reunión más aburrida. Exquisita, alocada y divertida, tenía unos pocos años más que ellos, y había parido ya tres hijos, pero nadie lo habría dicho a la vista de su frescura.
De momento seguía con los ojos vendados, y no parecía interesada en adivinar con rapidez la identidad de su compañero de juegos. En vez de tocarle la cara, continuaba entretenida en otras zonas de su cuerpo.
—Yo diría que sois monsieur de Soissons… Pero no. Qué pelos más cortos, menudo desastre. —Bernard cerró los ojos y ella continuó, explorando los hombros y luego el pecho, reconociendo la humildad del paño—. Por lo que parece tampoco tenéis un buen sastre… Y este pecho y estos brazos tan fuertes no los conozco…
—Yo no soy… —empezó a decir Bernard.
Pero la duquesa le silenció poniéndole los dedos sobre los labios:
—No, no, no… Eso no vale. No podéis hablar, y menos con ese acento de mosquetero. A ver si lleváis mosquete… —Las risas de la reina y sus damas hacían coro a las pícaras palabras de madame de Chevreuse y al atrevimiento de sus manos, que ahora se deslizaban pausadamente jubón abajo, mientras un par de espectadores masculinos solicitaban con voces chuscas cambiarse de lugar con su prisionero—. ¿No seréis algún amigo nuevo del rey que se me haya escapado? Sin duda dais la talla…
Algunas de las mujeres rieron con malicia, pero no la reina. Charles observó que Bernard tragaba saliva. Esperaba que la duquesa de Chevreuse no llegara al calzón porque aquello podía terminar en el bochorno más absoluto.
Justo entonces, una dama vestida de luto irrumpió en la sala desde los apartamentos privados. Charles contuvo el aliento al reconocer a la baronesa Valeria de Cellai. Aquélla sí que era sin duda la mujer más hermosa de la Corte, pero también la más inaccesible. Pocas eran las ocasiones en las que deambulaba por el palacio, dándole ocasión de contemplarla.
Era italiana y, la primera vez que se había cruzado con ella, Charles no había dudado de que esa belleza carnal, con su suntuosa cabellera oscura, su rostro ovalado y exquisito, esa boca sensual y esos ojos verdes, estaba creada para el pecado. Pero se había equivocado por completo.
Alta, elegante e inalcanzable, la circunspecta dama llevaba una vida reservada y modesta, y acogía con frialdad cualquier acercamiento con intenciones de conquista. Especialmente desde la muerte de su esposo, hacía cosa de un mes. Siempre iba envuelta en un aura de tristeza y protegida por los ropajes de duelo. Nadie podía presumir aún de haber obtenido sus favores.
Charles la observó lanzarle a Bernard una mirada de reconvención, antes de susurrar algo al oído de Ana de Austria, cuya expresión se tiñó de culpabilidad. Acto seguido, la reina se acercó a madame de Chevreuse y le puso la mano en el hombro:
—Marie, tenemos que irnos.
La duquesa de Chevreuse se volvió hacia la soberana y se apartó con desgana la venda de los ojos. Al ver a la baronesa de Cellai, anunció sarcástica:
—Mesdames, tocan a duelo. Será mejor que nos recojamos, no nos vayamos a convertir en estatuas de sal.
—Si realmente apreciáis a Su Majestad, seréis consciente de que no es momento de irritar al rey con vuestros comportamientos infantiles —respondió la dama enlutada.
La reina asintió, antes de que la duquesa de Chevreuse replicara, y tomó el brazo de la viuda italiana, quien volvió a murmurarle algo con gesto grave. Ambas dieron la espalda al resto del séquito y regresaron al interior de los apartamentos privados.
Las demás damas siguieron a la soberana de mala gana, algunas cuchicheando todavía, como novicias traviesas, y mirando a Bernard sin recato alguno. Éste, ajeno al escrutinio, seguía obstinadamente prendado de los ojos de la duquesa de Chevreuse, que le recorrían chispeantes, como si fuera un caballo de raza.
Ella fue la última en abandonar el lugar, no sin antes dejar caer el pañuelo que había cubierto sus ojos durante el juego. Su melena tostada desapareció al doblar el umbral y Bernard recogió la tela del suelo ante la mirada envidiosa de los guardias. Charles le preguntó burlón al oído:
—Bien, bien, gojat, ¿y tú eras el que prefería las liebres a los unicornios?