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La cuestión es, por tanto: ¿es el matrimonio compatible con el amor?

Charles echó un vistazo cauto a su alrededor y se resolvió a mantenerse en un segundo plano durante el tiempo que durara aquel debate, por mucho sacrificio que le costara. Se moría de ganas por llamar la atención de algún modo en aquella primera visita a la Estancia Azul, pero no podía arriesgarse a cometer ningún error que causara mala impresión. Lo importante ahora era observar a los habituales, comprobar qué comportamientos eran los que gustaban y qué tipo de comentarios cosechaban más elogios.

Además, en cuestión de instantes le había quedado claro que su verdadera opinión sobre el asunto no era precisamente la que favorecía aquella ilustre asamblea. Él podía dar fe de que sus padres, más de veinte años después de su desposorio y cargados de hijos, seguían tan amartelados como dos tórtolos. Pero las damas de la reunión parecían tener todas igual de claro que matrimonio y amor eran irreconciliables.

Una opinaba que había que limitar el número de nacimientos por ley, de modo que las mujeres no tuvieran que sufrir los horrores del parto sólo para satisfacer los instintos de sus maridos; otra aseguraba que lo que debía limitarse era la duración del vínculo, de modo que se disolviera de manera automática después del primer nacimiento; y una tercera abogaba por que los desposorios sólo tuvieran lugar entre espíritus afines y excluyeran el comercio del cuerpo. Y los hombres no se quedaban atrás en sus opiniones. Quién sabía si porque pensaban como ellas o porque deseaban complacer a las damas.

Angélique estaba sentada justo delante de él, en un taburete bajo. El sol del atardecer se había deslizado disimuladamente entre los pesados cortinajes de color azul y un rayo juguetón remoloneaba sobre su cuello inclinado y los cabellos cortos y rizados de su nuca. A Charles le dieron ganas de besárselo.

El favor que le había hecho permitiéndole acompañarla a la fiesta de los condes de Lessay era impagable. Aunque había tenido que empeñar hasta sus últimas posesiones para poder hacerse con ropa digna para acudir al evento. Y no sabía cuándo iba a poder recuperarlas. Pero había merecido la pena. Sus versos habían sido acogidos de manera espléndida y había sido la misma condesa de Lessay quien le había sugerido a Angélique que le introdujera en la Estancia Azul de madame de Rambouillet.

Aquél era uno de los lugares más singulares de París. Un reino con sus propias normas, gobernado por una exigente soberana.

Aunque era francesa, la marquesa de Rambouillet había nacido en Roma. Allí había crecido y se había educado, hasta que tras su matrimonio se había instalado con su esposo en París. Pero acostumbrada como estaba a los refinados modales del otro lado de los Alpes, no había conseguido adaptarse a la rudeza de la Corte de Luis XIII. El Louvre le había parecido un coto varonil en el que los guerreros imponían sus modos; un sitio rebosante de violencia, procacidad e incuria.

Su frágil salud le había servido de excusa para empezar a recibir a sus amigos en su propia casa y se había hecho construir un nuevo hôtel a su medida, en las proximidades del palacio real. La residencia estaba compuesta por una sucesión de confortables salones en los que convergían los espíritus distinguidos de la capital. Y su sanctasanctórum era aquel aposento tapizado de brocatel azul y blanco en el que ahora se encontraban. Sus invitados podían acuchillarse si así lo deseaban cuando pusieran el pie en la calle, pero allí dentro la cortesía más exquisita era de rigor.

Charles había entrado en la estancia un paso por detrás de Angélique, imaginando que iba a encontrarse con una dama lánguida y delicada, y la figura rolliza de la marquesa de Rambouillet, con su generoso escote de ama nodriza, le había sorprendido. La dama le había acogido con amabilidad, recostada sobre el gran lecho con dosel que presidía el lugar. Le había sonreído y le había asegurado que no era el nombre, sino el talento y la gentileza lo que más se estimaba en aquella estancia. Él le había agradecido con vehemencia su bienvenida, asegurándole que el soldado Montargis se había quedado apostado en el umbral de su casa y que ante ella sólo se presentaba un humilde poeta, abrumado por la bondad que demostraba al recibirle.

Llevaba desde ese mismo momento deseando lucirse con alguna ocurrencia ingeniosa. Pero no antes de asegurarse de que lo que pudiera decir estuviera acorde con los pensamientos de la anfitriona. Porque Dieu vivant que aquellas damas eran originales.

Angélique ya le había advertido. En aquel círculo los juegos de seducción eran siempre bien recibidos, pero la concupiscencia no se aceptaba con facilidad. Muchas de las amigas de la casa cifraban su mayor triunfo en no dejarse conquistar y medían el valor de un hombre por su constancia y el de una mujer por su resistencia. Para que sus galanes pudieran empezar a soñar siquiera con desatarse el cordón de los calzones debían atravesar más pruebas que las que había pasado el valiente Amadís por su amada Oriana.

La discusión sobre el amor y el matrimonio duró casi dos horas, y al final Charles acabó animándose a participar, proponiendo, con bastante éxito, un nuevo tipo de contrato nupcial de un año, renovable sólo siempre y cuando ambos cónyuges estuviesen de acuerdo.

La anfitriona anunció entonces que tenía preparada una sorpresa y ordenó servir una merienda de pasta de cerezas, mazapanes, albaricoques confitados, bizcochos de limón, almendras azucaradas y julepe rosado, mientras los criados disponían lo necesario. Angélique le miraba con una media sonrisa burlona:

—¿Un contrato de matrimonio con fecha de caducidad? Nunca os había escuchado hablar de nada semejante.

Parecía saber que lo había dicho por decir. Y Charles no quería que pensara que trataba de engañarla:

—Bueno, quizá sabiendo que sólo perderían su libertad durante un año, estas damas no sentirían tal rechazo por el estado matrimonial.

Angélique rió, coqueta:

—¿También a mí preferiríais verme casada?

Charles no dudó ni un segundo:

—Nunca.

—Me alegra escucharlo. —La voz de su dama tenía un acento profundo, nuevo; tan alejado del tono risueño con el que solía responder a sus galanteos como de la pedantería engolada con la que hablaba otras veces—. Ya sabéis que en mi primera juventud no fui ajena a las aventuras galantes. Y también de qué modo disimulan los príncipes y los grandes sus amores: buscándoles a sus favoritas un marido complaciente. Pero aceptar una situación así habría sido resignarme a pasar el resto de mis días sujeta a un hombre sin dignidad, por el que no habría podido sentir ni respeto ni estima.

Charles la miró con una admiración nueva e intentó insuflar a su voz toda la pasión de que era capaz:

—Pero renunciar al amor, para siempre…

—Al amor, jamás. Sólo a su expresión más grosera y vulgar.

Los lacayos de madame de Rambouillet habían extendido sobre el suelo varias pieles de lana basta y los invitados se acomodaron sobre ellas. Un criado se encargaba de entregarle a cada uno un pequeño escritorio con papel, tinta y pluma. Charles acompañó a Angélique y la ayudó a acomodarse en la alfombra, mientras observaba atentamente a las damas de la concurrencia, pensando en lo que le había dicho su Leona.

Frente a él se encontraba sentada madame de Combalet, una de las sobrinas del cardenal de Richelieu. Tenía poco más de veinte años pero vestía con una discreción de vieja devota, con telas de colores oscuros, y llevaba sus espléndidos cabellos morenos peinados con sencillez, sin rizar, y divididos por una simple raya al medio. Tampoco usaba ningún afeite que realzara sus labios carnosos o sus ojos rasgados.

Su modestia tenía una curiosa explicación: era viuda desde los dieciocho años, y decían que era tal la aversión que había concebido por su marido durante su breve matrimonio que a la muerte de éste se había apresurado a profesar votos de carmelita para evitar que la casaran otra vez.

A Charles le habría encantado saber qué era lo que había dejado tan escarmentada del matrimonio a la púdica sobrina del cardenal. El difunto monsieur de Combalet tenía fama de haber sido el hombre mejor dotado de la Corte, y la leyenda decía que las mujeres se quedaban espatarradas durante días después de yacer con él.

Al lado de madame de Combalet se había sentado Anne de Neufbourg, una dama alta, entrada en carnes, con un porte altivo. Era hija de un opulento financiero que le había encontrado marido entre la nobleza cortesana. Los inevitables rumores decían, sin embargo, que hacía tiempo que le había cerrado a cal y canto la puerta de sus habitaciones a su esposo.

Acomodada en el borde de la cama de la anfitriona, con los pies apoyados sobre un escabel, se encontraba la marquesa de Sablé. Era una dama muy pálida, de rasgos menudos, con una cabellera profusamente rizada. Tenía los ojos pequeños y los labios prietos de las personas demasiado exigentes, y era la única que no había querido sentarse en el suelo por miedo a indisponerse. Las enfermedades le producían un miedo histérico y le aterrorizaba la idea de morir mientras dormía, de modo que obligaba a una criada a pasar la noche junto a ella, sentada en una silla, para que la despertara si caía en un sueño demasiado profundo. Pero aunque no era el súmmum del equilibrio ni de la sensatez, lo cierto era que poseía una vasta cultura clásica, una inteligencia incisiva y una pluma perspicaz. Y también odiaba a su marido, que se había dedicado durante años a dilapidar su fortuna y a llenarla de hijos. Incluso se negaba a compartir residencia con él.

La anfitriona y la condesa de Lessay parecían las únicas que no sentían un rechazo furibundo por el estado matrimonial. En el caso de la primera, no era de extrañar, puesto que su esposo, que la adoraba, se había plegado desde siempre a todas sus originalidades. Aun así, un momento antes había afirmado categórica que de volver al momento de sus esponsales, con algo más de edad y discernimiento, habría elegido quedarse soltera toda la vida, y aseguraba que jamás presionaría a su hija para que se casara.

La dulce condesa de Lessay, por su parte, había guardado durante todo el debate un pudor delicioso. Cuando las otras se quejaban de las groseras servidumbres del tálamo matrimonial, ella se quedaba callada, como cohibida, sin llevarles la contraria, pero sin sumarse a sus palabras tampoco. Charles se quedó mirando su rostro fino y sus grandes ojos cándidos. Parecía una Madonna italiana, como las de los cuadros. No tenía ni idea de si también estaba harta de su matrimonio pero, desde luego, si su marido poseía algo tan precioso y delicado y no sabía apreciarlo, era un auténtico memo.

A pesar de encontrarse encinta, no puso ningún problema para sentarse en el suelo. Charles se acomodó a su vez, entre ella y Angélique, y enredó sus dedos largos y delgados en las hebras mullidas de la alfombra, mientras la anfitriona les explicaba a qué se debía tan humilde decoración. Todos los allí presentes eran admiradores de L’Astrée, la célebre novela pastoral de Honoré d’Urfé, y ese detalle no era sino un pequeño homenaje al ambiente bucólico de la obra. Quería proponerles un juego.

—Doy por sentado que todos recordamos la frase con la que comienza la novela. —Madame de Rambouillet clavó la mirada en él, quizá poniendo a prueba sus méritos.

Charles recitó sin hacerse rogar:

—«¿No hay nada entonces, pastora mía, que pueda retenerte más tiempo junto a mí?»

—Espléndido, monsieur. —La anfitriona sonrió—. Pues bien, el desafío que propongo esta tarde consiste en formar nuevas palabras combinando el orden de las letras que componen la frase. Quien más anagramas logre encontrar, obtendrá una recompensa.

La marquesa dio dos palmadas y un lacayo entró en la estancia con una bandeja de plata, sobre la que reposaba una bellísima caracola, del tamaño de una mano, de un nácar liso e iridiscente, sin una sola imperfección. Los invitados aplaudieron entusiasmados y Charles se unió a ellos. Era un regalo perfecto que ofrecerle a Angélique si lograba alzarse con la victoria. Estaba convencido de que había visto un brillo distinto en sus ojos hacía un momento, de que por fin tenía una oportunidad de hacer flaquear su rigor.

Aquellas damas no iban a convencerle. A pesar de sus altos ideales, todas ellas eran de carne y hueso, y necesitaban de amores que no fueran sólo espirituales. Era la única ventaja de haber pasado tantas horas de guardia en el Louvre con los ojos y los oídos abiertos. Pocos rumores se le escapaban.

La hipocondríaca madame de Sablé, sin ir más lejos, había sido la amante del duque de Montmorency hacía unos años. Y no podía decirse que las artimañas de seducción del gallardo hombre de guerra hubieran sido el colmo de la finura. La marquesa había caído en sus brazos una tarde en la que el galán había entrado haciendo volatines por la ventana del salón en el que ella se encontraba.

Y madame de Combalet, la modesta sobrina del cardenal, no miraba con malos ojos al marqués de Mirabel, el embajador del rey de España. Al parecer, el mandado de Madrid era el culpable de que en los últimos tiempos la dama hubiese trocado las telas bastas con las que solía vestir por sedas y hubiera empezado a adornarse con cintas los cabellos.

El corazón de Angélique también podía llegar a conmoverse, y después de la fiesta estaba más convencido que nunca de que no tenía amorío alguno con el marqués de La Valette. No les había quitado ojo de encima y aparte de un saludo cortés no habían intercambiado palabra. Además, el marqués había acaparado durante un tiempo indecoroso a la joven ahijada de la duquesa de Chevreuse. Sus melifluas atenciones habrían puesto en guardia a la amante menos celosa. Pero la fogosa Leona ni siquiera se había inmutado.

Qué noche tan magnífica había sido. Y qué espléndidos habían sonado sus versos en la voz de Angélique. Lo único que le había dejado un sabor amargo había sido su pelea con Bernard. Aún no le entraba en la cabeza que hubiese sido tan mezquino con el asunto de la esmeralda. Después de que él se pusiera a su total disposición nada más verle aparecer en su casa y se desviviera por ayudarle.

Aunque, ahora que lo pensaba, Bernard no había hecho más que pagarle con moneda falsa desde el principio. Primero con desconfianza, negándose a contarle qué le había ocurrido en Pau para tener que salir corriendo. Luego con desconsideración, dedicándose a jugar a las cartas con duques y marqueses, sin molestarse en dar señales de vida durante toda la noche. Y finalmente con desagradecimiento, haciéndole quedar mal con el capitán Fourilles. La suerte le había sonreído con tanta celeridad y había hecho tantos amigos de renombre que ya no necesitaba sus servicios, así que estaba claro que le daba lo mismo perder su amistad con tal de quedarse con la esmeralda y las perlas.

Pero ahora no era momento de distraerse con resquemores. El juego de los anagramas había comenzado y sus contrincantes le llevaban ventaja.

Se concentró en completar el desafío. Desordenó las letras, las recompuso, tachó y garabateó con pulso firme. Cuando concluyó el tiempo acordado por la anfitriona tenía los dedos manchados de tinta como un párvulo, pero apenas podía contener la excitación.

Uno a uno los contendientes comenzaron a leer las palabras que habían hallado, por turnos. Con regocijo, Charles comprobó que a casi todos les habían sobrado media docena de letras. Las comisuras de los labios se le tensaron en una sonrisa nerviosa.

—Monsieur Girard, vuestro turno —anunció la marquesa.

Girard era un poeta libertino con el que había compartido vino y mesa de juego alguna vez. Firmaba sus versos como Saint-Amant y se movía con la misma soltura en las tabernas que entre las damas de condición. Le escuchó con atención. Él era sin duda su mayor rival.

—«Desinteresada, ternura, coqueta…»

El corro rompió a aplaudir y Charles respiró aliviado. Todos le daban como ganador pero Girard se había dejado tres letras sin utilizar. Se iban a llevar una sorpresa.

Sonrió y recitó para sus adentros: «amor, poeta, Neptuno, hoy, demente, estanque, pan, roma, enemistar, ajusticiada». Diez palabras que contenían todas las letras de la frase inaugural de la novela.

Los dos competidores que quedaban por hablar no le daban miedo. El barón de Vaugelas era un experto gramático y tenía una inteligencia minuciosa y reflexiva, pero le faltaban rapidez e ingenio. En cuanto a la condesa de Lessay, con sus dulces ojos castaños y sus suaves modales, era fácil imaginarla como una de esas damas idealizadas a las que los héroes de los libros de caballerías brindaban sus homenajes. Pero el papel de esas señoras era inspirar amores imposibles y versos apasionados, no dedicarse ellas mismas a la escritura. La caracola de nácar era suya.

Vaugelas leyó la media docena de palabras que había conseguido formar y le cedió el turno a madame de Lessay.

—Isabelle, y vos, ¿qué palabras habéis encontrado? —preguntó la anfitriona.

La dama le dedicó a la asamblea una sonrisa traviesa y clavó una mirada triunfante en el poeta Girard:

—«Remordimiento, aquietar, testamento, consonante, espuma, paje, hada, pena» —recitó.

Los invitados, encabezados por el autor derrotado, aplaudieron.

Charles se unió al coro de alabanzas, tanto más cuanto el virtuosismo de la condesa de Lessay no era suficiente para arrancarle la victoria. Le habían sobrado dos letras. Aun así lo había hecho mejor que el resto de los invitados y todas las palabras que había encontrado eran hermosas. Estaba claro que la había juzgado con ligereza. Su espíritu era igual de delicado y lleno de gracia que su rostro.

—Monsieur Montargis, vos sois el último. ¿Podéis superar a madame de Lessay?

Charles miró fijamente a su bella rival. La luz de la victoria danzaba en sus ojos risueños. Y de pronto le pareció una crueldad arrebatársela.

Hizo un gesto de derrota y rompió en varios pedazos su pliego de papel:

—Madame, la caracola es vuestra.

De reojo, sorprendió la mirada suspicaz de Angélique clavada en su gesto y se arrepintió. No entendía lo que acababa de hacer. Cómo había desperdiciado la oportunidad de deslumbrar a aquel círculo, y la de halagarla a ella ofreciéndole el premio. Se hubiera dado de cabezazos por majadero.

Entonces se fijó. La sonrisa radiante de la condesa dibujaba dos deliciosos hoyuelos en sus mejillas arreboladas.

Y sin entender muy bien por qué, el sacrificio ya no le pareció tan grave.