París, abril de 1599
Oros incandescentes, azules fastuosos, verdes bizarros, plata vibrante y arrebolados carmesíes. A los pies de Gabrielle d’Estrées, duquesa de Beaufort, desplegaban sin recato su esplendor las sedas de Milán, los tafetanes bordados de Tours y los satenes de Brujas que el pañero y sus ayudantes habían ido extendiendo sobre el suelo de la estancia, al sol de las primeras horas de la tarde, para que destacara más su magnificencia.
La duquesa acarició un retal de damasco en oro y azul turquí sobre tela de nácar. Tenía los dedos hinchados y el anillo que lucía en uno de ellos se le clavaba en la carne. Pero se habría dejado cortar la mano antes que quitárselo. Era una joya con una sencilla montura de oro y un diamante de tamaño generoso tallado en tabla. Pero su valor no podía medirse en libras ni escudos. Ni siquiera en doblones de a ocho.
Aquél era el anillo que el obispo de Chartres había deslizado sobre el cuarto dedo de la mano derecha de Su Majestad Enrique IV cinco años atrás, como símbolo de la unión indisoluble entre el monarca y su pueblo. El anillo de la Consagración. Y, desde que el último Martes de Carnaval el soberano se había desprendido de él para entregárselo delante de media Corte, representaba algo mucho más importante para ella: una promesa pública de matrimonio.
—Dejadme ver de nuevo el brocatel amarillo y plata. No, aquél, el de las flores nogueradas. —El comerciante le acercó el tejido con una reverencia y lo depositó sobre sus rodillas—. ¿Qué te parece, Diane?
Su hermana tomó la tela entre las manos y la contempló un momento a la luz:
—¿Para el bautizo? Creí que serían flores de lis.
Ella sacudió la mano con una sonrisa tímida:
—Es para mí, no para el niño.
El brocatel amarillo era perfecto para el día del bautizo. Para el vestido nupcial había escogido terciopelo de España encarnadino bordado de oro y plata. Y carmesí para las paredes y la cama de su dormitorio del Louvre. Eran elecciones que había que hacer con tiempo, pero aun así despertaban en ella un incómodo temor supersticioso. Despidió al pañero y se quedó a solas con su hermana mayor y una dama de confianza.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Diane.
—Sí. Era fatiga nada más. —Pidió un espejo y se llevó la mano a las mejillas, descorazonada. Una malla de venas rojas que cada día se hacían más evidentes veteaban su tez blanquísima—. Estoy fea.
—Tonterías. —Su dama le sujetó un pálido mechón de pelo rubio que le bailaba sobre la sien con el peine de nácar y le sonrió, animosa—. Estáis tan bella como siempre.
—Y el cansancio, mi querida Gabrielle —añadió su hermana, acariciándole el vientre hinchado—, desaparecerá dentro de dos meses.
Su cuarto hijo. Suspiró. Si la decisión de Roma llegaba a tiempo, éste llevaría el nombre de la familia de su padre desde el día de su nacimiento. Y si era un niño, entraría en la línea sucesoria tras sus hermanos de inmediato.
—Tienes razón. —Se puso en pie con cierto trabajo y se acercó a la ventana. La primavera penetraba gozosa por los paneles entreabiertos, riéndose de los olores malsanos de la capital, y Gabrielle pensó en los alegres jardines del banquero Zamet, en la buena compañía y en las cenas exquisitas que preparaban sus cocineros. El prestamista la había convidado a cenar a su casa de la calle de la Ceresai aquella noche—. Creo que voy a aceptar la invitación de monsieur Zamet.
La residencia del banquero florentino estaba tan cerca que se podía ir caminando. Además, tenía la escolta de Hercule de Rohan y del joven Bassompierre. El rey los había enviado con ella a París para que la acompañaran y la hicieran sentirse protegida. Pero una silla de manos cerrada era la mejor opción. No quería arriesgarse por nada del mundo a que el populacho la viera.
La Duquesa de la Basura. Así la llamaban en las calles de la capital. La ramera del rey. Mientras en las iglesias los párrocos clamaban contra las putas y los alcahuetes de la Corte.
—Magnífica decisión. —Diane le plantó un beso en cada mejilla, ajena a sus preocupaciones, y se despidió para ir a arreglarse.
Gabrielle se quedó a solas con su dama y se dejó caer en una silla, junto a la ventana. Aunque no era verdad que estuviera cansada. Le había mentido a su hermana.
Era el alma lo que le pesaba.
—¿Creéis que hago bien en salir esta noche, Anne? Es Martes Santo. A lo mejor debería quedarme en casa, recogida.
—Hacéis muy bien. Necesitáis sacudiros esa melancolía. A Su Majestad no le gustaría saber que os pasáis estos días entre cuatro paredes, llorosa y triste.
—Su Majestad está en Fontainebleau, cazando y divirtiéndose con sus amigos. No encerrado en una ciudad donde todo el mundo le odia, como yo.
Su dama se arrodilló frente a ella y le estrechó las manos:
—Son sólo unos días. Antes de que os deis cuenta la Semana Santa habrá pasado y estaréis de regreso en Fontainebleau, entre sus brazos.
Anne era unos pocos años mayor que ella y tenía el talante desenvuelto y una lengua desembarazada, pero también sabía ser dulce y cariñosa. Su rostro delgado era quizá un punto demasiado cetrino, con unos pómulos altos y una barbilla puntiaguda. Pero tenía una sonrisa cálida y unos ojos color avellana, cordiales y francos. No era una belleza según los cánones, pero muchos hombres la encontraban atractiva.
Gabrielle la había conocido un par de años atrás, cuando Anne estaba al servicio de su hermana Diane. Casi de inmediato habían trabado amistad. Y en poco tiempo había decidido que no podía pasarse sin ella.
—¿Y si estos pocos días bastan para que le hagan cambiar de opinión? El rey no es hombre al que le guste tener la cama vacía, ni siquiera una semana. Monsieur d’Entragues no hace más que pasear a su hija allá donde Su Majestad tenga ocasión de admirarla. Y no es el único. Hay demasiada gente que desearía ver a otra en mi lugar.
—Pamplinas. —Anne se puso en pie y la reprendió con voz alegre—. Esas bellezas vulgares no valen más que como remedio a una noche de calentura. El rey os ama. Le habéis dado tres hijos. Y pronto llegará el cuarto.
Gabrielle permaneció en silencio mientras su dama se afanaba en un rincón de la estancia y regresaba junto a ella con un paño de lino y un frasco de agua de lavanda y pomelo en la mano. Cerró los párpados y dejó que se la aplicara sobre el rostro, por el cuello y por dentro de las muñecas para refrescarla, intentando convencerse de que no tenía motivos para alarmarse.
A pesar de que aquella mañana, al despedirse del rey a la orilla del Sena, había tenido la avasalladora certeza de que no volvería a verle. Y había visto en sus ojos que él también dudaba, que su llanto desangelado le conmovía y que si insistía un poco más le convencería para que no la arrancara de su lado.
Sintió cómo una gota de agua de olor le resbalaba sobre los labios y la recogió con la punta de la lengua:
—¿Habéis consultado alguna vez con un adivino? —preguntó, con los ojos aún cerrados.
Se hizo un breve silencio:
—No, madame. Prefiero no saber qué es lo que me depara el cielo. Creo que es más sensato.
—Yo sí. Varias veces. ¿Y sabéis lo que me han repetido una y otra vez desde que era casi una niña? —Aguardó unos instantes hasta que comprendió que Anne no iba a contestar—. Siempre lo mismo, casi palabra por palabra: que no me casaré más que en una ocasión y que un niño impedirá que se cumplan mis esperanzas.
Abrió los ojos. Su amiga seguía de pie frente a ella, con el frasco de cristal en la mano y la boca fruncida. Sin duda buscaba una frase piadosa con la que levantarle el ánimo, pero se la notaba impresionada:
—Más tonterías —dijo por fin—. Además, a los ojos de Dios nunca habéis estado casada. Y las profecías suelen ser traicioneras. Raro es que se resuelvan de la manera en que uno piensa. ¿Conocéis la historia de la reina Catalina y los augurios de Saint-Germain?
Gabrielle negó con la cabeza y esbozó una sonrisa medrosa. Había conocido a la vieja reina Catalina de Médici cuando ésta era ya una anciana y ella no era más que una adolescente apocada de visita en la Corte. Todo el mundo sabía que la madre de los últimos reyes Valois había sido una mujer supersticiosa, que hacía gran caso de agüeros, horóscopos y premoniciones.
Tanto que cuando un adivino le había pronosticado que moriría a poca distancia de Saint-Germain, la vieja reina había abandonado el palacio de las Tullerías, que ella misma había mandado construir unos años antes, porque se encontraba demasiado cerca de la iglesia de Saint-Germain, le explicó Anne. Y nunca más había querido acompañar a la Corte al castillo de Saint-Germain-en-Laye.
—La muerte le llegó en la ciudad de Blois, lejos de cualquier lugar con ese nombre —continuó su dama—. Sintiendo que le quedaban pocas horas de vida, pidió la extremaunción. El abad del castillo acudió de inmediato junto a su cabecera. Era un hombre joven y la reina Catalina no le conocía. Cuando se presentó, le dijo que se llamaba Julien de Saint-Germain.
Gabrielle se estremeció. Era verdad que el cielo tenía extrañas maneras de cumplir sus promesas. Y no había manera alguna de saber si allá arriba tenían en cuenta o no su primer matrimonio. Al fin y al cabo, no había sido más que una farsa y nunca había sido consumado.
Se puso en pie y se acarició el abultado vientre con ambas manos. Estaba perdiendo la cintura embarazo tras embarazo y odiaba la apariencia de su rostro abotargado cuando se miraba en los espejos. Su cutis de porcelana, delicado y distinguido, había sido siempre su mayor atractivo. Ella no tenía una belleza picante ni llamativa. Nunca había sabido seducir ni arrastrar miradas a su paso como otras, más chispeantes y voluptuosas. Pero las mujeres de su familia le habían enseñado desde muy joven cuáles eran sus tesoros: su piel blanquísima, su espesa cabellera rubia, sus ojos azules, casi transparentes, y la gracia suave de su figura. Y había descubierto, con sorpresa, que podía cautivar a los hombres sin necesidad de hacer nada.
Desde luego, para alentar la pasión del rey no había hecho ni el más mínimo gesto.
No porque le tuviera un especial apego a su virtud. Entre su parentela nunca se le habían hecho remilgos a la galantería. Su madre había abandonado a su padre por un amante. Su tía dividía sus atenciones entre un esposo complaciente y el canciller de Cheverny. Y su hermana Diane había mantenido más de una relación amorosa antes de casarse.
Gabrielle había conocido al soberano a los dieciocho años. A esa edad ya estaba más que acostumbrada a recibir atenciones masculinas. Monsieur de Stavay era su pretendiente más constante y monsieur de Longueville el de más ilustre nombre, pero Roger de Saint-Lary, señor de Bellegarde, era joven y apuesto. Era a él a quien había escogido. Sin contar con que también era vano. Y el muy imprudente no había podido resistir el impulso de exhibir su conquista ante su rey.
A Gabrielle, Enrique de Navarra no habría podido parecerle menos impresionante. El monarca le sacaba veinte años y era un hombre de estatura mediana y rostro gastado, con la barba entrecana, mal vestido y peor aseado. Tenía los modales rudos y la risa grosera de un soldado. Y a pesar de que Enrique III, el último soberano de la dinastía de los Valois, le había nombrado su sucesor en el lecho de muerte, aún no era un verdadero rey. La mitad de la nación no le reconocía, y aunque la guerra se inclinaba a su favor, ni siquiera había podido pisar la capital: París se negaba a abrirle sus puertas a un hereje hugonote.
Sus atenciones le habían cosquilleado un poco la vanidad, pero sobre todo la habían incomodado. Más aún cuando su apuesto Bellegarde le había contado que el monarca se había prendado de ella y le había insinuado que quería que se la cediera, como si fuese una vulgar mercadería. Gabrielle se había olvidado de su habitual mansedumbre y le había dicho sin ambages al soberano que se olvidara de ella: no pensaba claudicar de ningún modo.
Pero el navarro no aceptaba las negativas con facilidad. Días después, Gabrielle paseaba por la galería del castillo de Couvres junto a su hermana Diane y había visto acercarse a un campesino, vestido con un humilde blusón y calzado con zuecos, que cargaba un saco de paja sobre la cabeza. De pronto había reconocido al rey disfrazado y, horrorizada, le había espetado que no se sentía capaz de soportar por más tiempo la visión de un hombre tan feo, le había apartado de sí con vehemencia y se había retirado a sus habitaciones.
Habían sido su padre y su hermana quienes la habían forzado a aceptar aquella misma noche que sólo una egoísta descerebrada sería capaz de privar a una familia de mediana nobleza como la suya de todos los beneficios que una relación estrecha con el monarca podía granjearles. Si estaba enamorada de otro, qué más daba. Nada le impedía seguir tratándolo mientras el rey guerreaba aquí y allá.
De modo que Gabrielle había hecho de tripas corazón y había acogido en su lecho a un nuevo amante, maloliente y sifilítico, pero con corona real. Al final, no había sido tan duro. La guerra le mantenía lejos de ella casi todo el tiempo, y en los asaltos amorosos su aguante nunca había estado a la altura de sus ardores.
Eso sí, a ella habían tenido que buscarle un marido complaciente para cubrir las apariencias.
A cambio de unos cuantos acres de tierra, el barón de Benais había aceptado firmar el contrato de matrimonio que le habían puesto delante y cargar con los cuernos públicos.
Y los beneficios habían empezado a llegar. Extravagantes y desmedidos. Para ella y para su familia. Junto a los versos torpes, las declaraciones apasionadas y las cartas encendidas de celos. El rey se reconcomía intuyendo que su amada seguía frecuentando al joven Bellegarde. Pero ella no estaba dispuesta a hacer ni un sacrificio más. Y el monarca estaba demasiado enfervorecido para abandonarla.
Sin embargo, al cabo de tres años todo había cambiado. Convertido por fin al catolicismo y ungido ante Dios como exigía la tradición, Enrique de Navarra había logrado abrir las puertas de París. Y ella había dado a luz a un varón.
Aquello había puesto punto final a todas sus incertidumbres, a sus infidelidades y a sus excusas. Lo que estaba en juego era demasiado importante.
A toda prisa, los tribunales habían anulado su matrimonio con el pobre barón de Benais, que había aceptado someterse a una farsa más y había reconocido en público su impotencia para que no quedaran dudas sobre la paternidad del niño. Y ella había recibido un título ducal que la había elevado al primer rango de la nobleza de Francia.
Así que, por poco que les gustase a los parisinos, la Duquesa de la Basura era la madre de los únicos hijos reconocidos de Su Majestad Enrique IV, rey de Francia y de Navarra.
Una boda era lo único que la separaba del trono.
Con mucho cuidado se sacó el anillo y se lo entregó a su dama para que se lo sujetara mientras ella se lavaba las manos con pasta de almendras.
—Fuera pensamientos tristes —exhortó su amiga, con una sonrisa afectuosa—. Ahora vamos a disfrutar de la cena y de la compañía en casa de Zamet. Su jardín debe de ser lo más parecido al edén en esta época del año. No hay mejor receta para un ánimo melancólico que el aroma de los jacintos y las lilas al anochecer.
Anne le insistió para que se aplicara un poco de carmín en los labios y las mejillas, y la animó a que se contemplara una vez más al espejo. Descansada, la imagen que reflejaba el azogue no le desagradó tanto.
Pensó un momento en el hombre que ya consideraba su esposo, tal y como lo había visto aquella mañana a la hora de la despedida, fatigado y mortecino después de una noche de mal sueño. Una década de reinado le había desgastado aún más que todos los lustros de guerras. Llevaban más de ocho años juntos. Y nunca había llegado a sentir por él ni una pizca de pasión. Pero el tozudo navarro había acabado ganándose su cariño y su apego. Gabrielle conocía todas sus debilidades. Le había visto llorar por las traiciones de los amigos, de cansancio y de soledad. Sabía de sus anhelos y de sus insatisfacciones, de su necesidad de ternura y de su calidez. Hacía años que ni siquiera veía su fealdad.
Estaba más que preparada para convertirse en su esposa. Tenía la corona tan cerca que podía acariciarla con las yemas de los dedos.
Todo lo que faltaba era una carta de Roma.
Porque ella no era la única que había estado casada. Antes incluso de que ella naciera, en otra vida casi, él había contraído matrimonio con Margarita de Valois, hermana de Enrique III e hija de la vieja reina Catalina. Su unión había sido un estéril fracaso y ambos vivían separados desde hacía más de quince años, como si su lazo no hubiera existido nunca.
Pero existía. Y seguiría existiendo mientras no llegara a sus manos la anulación papal.
Gabrielle volvió a colocarse el anillo en el dedo y suspiró. Ése era el único obstáculo que se cernía sobre sus esperanzas, envolviendo su corazón en una nube de dudas e incertidumbre.

Desde luego, la religión católica y el oficio de rey conllevaban más servidumbres y ritos farragosos de lo que era razonable que hombre alguno soportara. Él intentaba amoldarse. Era lo que había aceptado el día que le habían puesto la corona sobre la cabeza. Pero algunos sinsentidos conseguían ponerle de mal humor una y otra vez.
¿Qué lógica tenía tomar un baño en Jueves Santo, si acto seguido tenía que arrodillarse en el suelo y volver a mojarse para lavarles los pies a trece niños menesterosos? El rey Enrique IV estaba dispuesto a apostarse unos cuantos lustros en el purgatorio católico a que a Dios le resultaban tan incongruentes como a él los despliegues de humildad públicos y aparatosos, y así se lo hizo saber a su confesor, el jesuita Coton, mientras se desprendía de la gola almidonada y un lacayo le enderezaba las medias torcidas.
Lo más absurdo de todo el asunto era que las trece criaturas llegaban a su presencia, año tras año, más limpias y relucientes que un doblón recién acuñado. Todas las primaveras el obispado trillaba los hospicios en busca de niños sanos, sin rastro de tiña ni sarna, con los pies libres de hongos y rostros angelicales. Los que le habían tocado en suerte aquella tarde no habrían desentonado en un coro de querubines. Y estaba convencido de que los desollaban a restregones con esponjas y paños mojados antes de llevarlos a su presencia.
La llegada del capitán de su guardia de corps interrumpió sus reniegos:
—Aquí, Nérestan —exclamó, al verle entrar en la estancia—. Decidme, ¿hay mejores noticias?
El ceño sombrío del militar hizo que la voz se le encogiera en la garganta.
Aquella madrugada le habían despertado con malas nuevas de París. Hacía dos días, el Martes Santo, su dulce Gabrielle había cenado en casa del banquero Zamet, pero al poco rato se había sentido mal y se había marchado a descansar. Al día siguiente, algo repuesta, había asistido al Oficio de Tinieblas. Pero de repente la habían asaltado unos intensos dolores de cabeza y violentos ardores de vientre. La habían conducido con urgencia al priorato de Saint-Germain l’Auxerrois. Y poco después había empezado a sufrir convulsiones. De eso hacía casi veinticuatro horas y Nérestan era el cuarto mensajero que enviaba desde Fontainebleau para que le trajera noticias de su estado.
—Esta mañana la duquesa ha podido levantarse para tomar la comunión. Pero ha tenido que regresar a la cama. —El militar tragó saliva. Tenía el pecho agitado y el cuello sudoroso tras las veinte leguas de cabalgada y la carrera hasta sus habitaciones—. Se ha puesto de parto, sire. Los dolores han empezado sobre el mediodía. La fiebre es muy fuerte y la matrona dice que corren riesgo su vida y la del niño.
Un silencio frío y ominoso, como escapado de un sarcófago entreabierto, recorrió la estancia. El monarca tardó unos instantes en reaccionar. Se dejó caer en una silla. Su ángel querido, su dulce Biby.
Y no podía estar con ella.
Al despedirse de él, hacía dos días, Gabrielle se había agarrado a su cuello, temblorosa y con los ojos arrasados en lágrimas. Tenía el presentimiento de que no iba a volver a verle; lo había soñado y los adivinos le habían transmitido no sabía qué fatales augurios.
Pero no había otro remedio. Era lo prudente. Mostrarse piadosos. No provocar ni a París ni a la Iglesia exhibiendo su concubinato durante la Semana Santa. No disgustar al Papa mientras sus embajadores trataban de arrancarle la anulación de su primer matrimonio.
Pocos entre sus hombres más cercanos comprendían su empeño en casarse con Gabrielle. Unos se oponían por motivos religiosos, otros se indignaban de los favores que había recibido su familia, y los había que incluso se quejaban de que era insulsa y aburrida y no entendían la pasión que le despertaba, como si fueran ellos los que tuvieran que compartir su lecho.
Sólo había algo en lo que todos coincidían: una mujer de mediana nobleza y que procedía de una familia de dudosa reputación carecía de la dignidad necesaria para ser coronada reina. Burla para unos, ofensa para otros, la perspectiva de ver a sus bastardos legitimados y convertidos en herederos al trono estremecía a la mayoría. Y más que a nadie, a la que según la ley divina y humana era aún su esposa. Margarita de Valois, la prima lejana con la que le habían desposado a los dieciocho años, cuando nadie sospechaba que un día llegaría a ocupar el trono de Francia.
Margot y él habían sido aliados, enemigos, rivales… pero hacía casi veinte años que vivían separados, olvidados el uno del otro. Ella era estéril y nunca le había dado hijos, ni a él ni a ningún otro. Y estaba dispuesta a ayudarle a conseguir del Papa la anulación de su matrimonio. Pero para cederle la corona a una princesa de su mismo rango, no a una advenediza. No a Gabrielle. Si insistía en casarse con ella, se negaba a colaborar.
Él se escabullía pretextando que no había ninguna princesa casadera en Europa que resultara conveniente.
De las alemanas no quería saber nada. Eran todas bastas y corpulentas. Se negaba a pasarse el resto de sus días acostado junto a un tonel de vino. Las hijas de los países protestantes estaban descartadas. No faltaba más para que todo París pusiera el grito en el cielo y dudara de su conversión. Y ni soñar con que el rey de España se dignara concederle una infanta.
Pero el Gran Duque de Toscana hacía tiempo que le había ofrecido la mano de su sobrina y ésa era una candidata a la que era difícil ponerle objeciones serias. Era católica, los embajadores aseguraban que tenía un físico agradable y, lo más importante, su tío había prometido una dote capaz de colmar no pocos agujeros de la Hacienda francesa.
Sully, su ministro de Finanzas y su mano derecha en el Gobierno, defendía su candidatura con pasión. Y Margot también se había mostrado dispuesta a concederle la anulación si se decidía por ella. Pero él aún se defendía con la excusa de que el de los Médici era uno de los linajes de menor importancia de la cristiandad. Puestos a emparentar con una familia de comerciantes, bien podía casarse con Gabrielle.
—Hay una cosa más, sire. —El capitán interrumpió sus pensamientos—. Si estos señores tienen la bondad de dejarnos a solas, me gustaría hablar con vos un momento en privado.
El monarca alzó sus ojos aguados y ordenó que enviaran de inmediato a París otro correo. Quería estar informado día y noche del estado de la duquesa. Si su vida corría de verdad peligro, no le importaba el escándalo. Quería estar a su lado. Luego pidió que les dejasen a solas.
Nérestan carraspeó:
—Sire, por París corren rumores. Dicen que el martes, en casa del banquero florentino, la duquesa tomó para refrescarse un fruto de ponciro que le ofreció un criado.
—¿Y bien?
—Hay quien comenta que quizá estuviera envenenado. La ciudad está llena de enemigos de la duquesa que…
El rey le interrumpió sin miramientos, con un violento gesto de hastío:
—No quiero escuchar historias de venenos, ni de pronósticos de farsantes. Ventre saint gris, lo que la duquesa necesita es un físico juicioso y probado. No quiero ni un charlatán junto a su cabecera. Estoy harto de supercherías, Nérestan. Si algo conseguimos, no es más que provocar al cielo. Y ahora mismo necesito tenerlo de mi parte. —Había hablado con su tono de acero, el que sólo empleaba en contadas ocasiones. Pero cuando lo usaba no admitía discusión. El capitán agachó la cabeza, mohíno, y el rey suspiró—. Debería ir junto a ella.
Pero dudaba.
Gabrielle… Al principio aquella muchachita rubísima no había sido más que un capricho. Pero sin saber cómo se había convertido en arrebato y durante un tiempo casi en obsesión. Hasta que poco a poco los ardores de su bragueta se habían ido atemperando. Aun así, la quería a su lado como no había querido nunca a nadie. Era cálida, apacible y acogedora. Conocía su alma. No carecía de sentido común para juzgar las cosas de la religión y la política. Y, sobre todo, le había dado tres hijos. Dos de ellos varones.
Primero había llegado César, hacía cinco años, y luego Alexandre. Ambos le hinchaban el pecho de orgullo. Pero la pequeña Catherine era la dulzura y la delicadeza. El día de su nacimiento no había querido que la tocasen manos extrañas. Él mismo había puesto a calentar las mantillas y la había envuelto en ellas antes de mostrársela a su madre.
Claro que era consciente de la enorme osadía de que un rey que apenas había tenido tiempo de asentarse en el trono, un hereje converso de quien aún desconfiaban la mitad de sus súbditos, se casara con su amante y nombrara heredero al trono a un niño engendrado fuera del matrimonio. El Gran Bastardo, llamaban al pequeño César en las calles. ¿Y si Gabrielle concebía otro hijo varón una vez casados? ¿Quién poseería mejores derechos, el primogénito, fruto de un doble adulterio, o el benjamín? Y una vez abierta la disputa, ¿cuántos príncipes más surgirían reclamando para ellos la corona?
Sabía que empeñándose en casarse con Gabrielle corría el riesgo de plantar las semillas de una nueva guerra civil cuando las heridas del último conflicto aún supuraban.
Pero en otoño había estado enfermo. Muy enfermo. Una mañana de octubre se había acalorado jugando al mallo y las fiebres le habían enviado a la cama. El mal de Venus que padecía hacía tantos años había aprovechado su debilidad para atacarle con saña. Durante casi un mes había sufrido purgas y sangrías cotidianas hasta que, harto del estricto régimen, había decidido por su cuenta y riesgo que ya estaba restablecido.
El malestar que le había sacudido entonces había sido tan grande, tan violentos los vómitos y las pérdidas de conciencia, que la noticia de su muerte había circulado por París. Los físicos habían tenido que operarle de la uretra. Y el médico La Rivière le había confesado, en el secreto más estricto, que existía el riesgo de que no pudiera volver a procrear. ¿De qué le valdría entonces contraer matrimonio con ninguna princesa? Necesitaba casarse con Gabrielle y borrar la mancha que pesaba sobre el nacimiento del pequeño César. Asegurarse un heredero.
El capitán de su guardia de corps se balanceaba de un pie a otro:
—Sire, la vida de la duquesa está en manos de Dios. Lo único que podéis hacer es rezar.

El sudor y la espuma de la boca de la enferma habían teñido de mugre amarillenta el embozo de las sábanas y su faz macilenta parecía aún más blanca.
Ya no le quedaba saliva ni savia alguna en las venas. Los labios eran dos heridas largas y cuajadas de grietas, y el dolor le había excavado las mejillas como si no tuviera dientes.
Pero lo más espantoso eran los ojos. Esos ojos azules que un par de días antes temblaban de vida, temerosos e ilusionados a un tiempo. Confiados en su amistad. Ahora permanecían completamente abiertos, clavados en el techo, descoloridos y ciegos. Hacía rato que la duquesa ni siquiera parpadeaba y su respiración era tan imperceptible que los médicos tenían que acercarle a cada rato un espejo a los labios para asegurarse de que seguía con vida.
Al menos había dejado de gritar.
Las primeras horas de la tarde habían sido terribles. El tormento había sido tan duro que la pobre miserable se había arrancado la piel de la cara con las uñas. Había quien no había podido resistirlo y había abandonado la estancia.
Anne de Monier no. Ella no se había separado de Gabrielle en ningún momento.
Aquella mañana, a primera hora, los médicos se habían rendido a lo inevitable: el parto no iba a llegar a buen término; y se habían resignado a ponerla en manos de los cirujanos, que habían tenido que extraer al niño a pedazos.
A eso del mediodía los inclementes alaridos de la duquesa se habían ido convirtiendo en jadeos. Con un hilo de voz, la desgraciada había pedido que avisaran al rey para que acudiera a desposarla in extremis y legitimara a sus hijos. Luego había perdido el habla, el oído después y, desde hacía un rato, también la vista. La muerte estaba siendo singularmente cruel con ella al retrasarse tanto.
Anne de Monier salió de la estancia. Cerró la puerta tras de sí y cruzó el corredor con la vista baja. No quería enfrentarse a las miradas interrogantes de ninguno de los que aguardaban ansiosos el desenlace, unos con conmiseración, muchos con alivio mal disimulado. Si la hacían hablar, no lo resistiría y se quebraría como una rama marchita.
Descendió un tramo de escaleras y se asomó con disimulo a la estrecha ventana de ojiva. Desde la penumbra contempló la larga fachada lateral de la iglesia de Saint-Germain y a la multitud que hormigueaba a su sombra bajo la enorme luna naranja. Aunque era más de medianoche, los curiosos deambulaban de arriba abajo por la calle angosta, se amontonaban bajo el soportal del templo o intentaban colarse en el edificio del priorato cada vez que las puertas se abrían para dejar entrar o salir a alguien.
Introdujo la mano en la faltriquera y estrujó con dedos nerviosos el pedazo de papel que una criada le había entregado casi dos horas antes. Luego respiró hondo, se cubrió la cabeza con el paño oscuro que llevaba sobre los hombros y se llegó hasta la puerta trasera. La entreabrió discretamente y se coló por la abertura.
El jardín era pequeño. Unos pocos parterres, un banco de piedra, tres o cuatro árboles frutales y un emparrado. Un muro, con una puerta de madera disimulada entre la verdura, lo aislaba del muelle del Sena. Anne introdujo la llave en la cerradura y se encontró fuera de la casa sin tener que atravesar la multitud de curiosos callejeros.
La noche era tan suave como las de la primavera de su Provenza natal.
Caminó hacia el río, alejándose de la iglesia y de las opresivas callejas que la rodeaban. Dos sombras borrachas se cruzaron en su camino, riéndose y empujándose, a punto de arrollarla. Iban gritando algo sobre la Duquesa de la Basura y apremiándose mutuamente para llegar a tiempo de verla antes de que los demonios se la llevaran al infierno.
—Vosotros sí que sois basura —murmuró Anne entre dientes.
La orilla del Sena estaba tranquila y solitaria. A la luz rojiza de la luna se distinguía con nitidez la silueta de las barcazas vacías atracadas en el muelle y de los islotes cubiertos de hierba que rompían el curso del agua. A su izquierda, varios bloques de piedra tallada aguardaban a que finalizara la Semana Santa y se reanudaran las obras del nuevo puente que había de unir la orilla derecha del río con la orilla izquierda y la isla de la Cité.
Una silueta masculina se desgajó de los escombros. No les separaban más de una docena de pasos.
—¿Cómo se os ha ocurrido venir aquí? —susurró Anne—. Estáis loco.
—Os lo advertí. Os dije que si no respondíais a mis cartas vendría a buscaros.
Anne se escurrió bajo la sombra de los sillares y apoyó la espalda en la piedra:
—Sois un imprudente, monsieur, y un insensato. Si alguien hubiera visto a la criada entregarme vuestra nota… O si a ella se le ocurre decir algo. Hace rato que se ha desatado el frenesí. Los enemigos de la duquesa hablan de intervención divina. Y los otros están ya buscando culpables. Si me vieran entrevistándome en secreto con vos… —Intentaba ser severa pero, a medida que hablaba, la recriminación se había ido convirtiendo en lamento y la voz se le había inundado de lágrimas—. Cielo santo, es tan espantoso. No podéis haceros a la idea…
Las rodillas se le doblaron y hubiera caído al suelo si él no la hubiese recogido en sus brazos. Se sentaron juntos sobre uno de los bloques de piedra. Los sollozos la sacudían con tanta violencia que le dañaban el pecho y los pulmones. Él la acompañó en silencio, sosteniéndole las manos y besándole el cabello, estrechándola contra su cuerpo.
Finalmente Anne logró serenarse. Alzó la mirada para contemplar el rostro del hombre que la sostenía y que llevaba meses sin ver. Su marido. En la penumbra, apenas se apreciaban sus rasgos, pero se los sabía de memoria. La frente despejada, los ojos oscuros, altivos y llenos de fuego, los pómulos afilados, el pliegue orgulloso de unos labios mordaces y apasionados. Y la barba elegantemente recortada con la que cubría su cicatriz. Años atrás una bala le había atravesado la mandíbula mientras inspeccionaba una trinchera y le había roto varios dientes antes de volver a salir por el mentón.
—Esta tarde comentaban en un mesón de la puerta de Saint-Honoré que el martes estuvisteis en casa de Zamet, que la duquesa tenía calor y que un servidor del florentino le ofreció un fruto envenenado.
En su tono había una nota interrogante. Anne negó con la cabeza:
—El agua de olor. —Hizo una pausa significativa—. Durante una semana, día tras día. Sobre la piel, en los labios, en la ropa.
Un veneno insidioso, no demasiado rápido, pero potente e implacable. Sin embargo, en ningún momento había pensado que fuera a ser así. Tan duro. Tan doloroso y violento. No había previsto que el parto pudiera adelantarse casi dos meses y hacerlo todo tan horrible.
—En fin. Ya está hecho. —La voz de su esposo tenía un timbre vehemente—. Podíais haberos negado, si hubierais querido. Os dije que os protegería de quien hiciera falta.
Anne sonrió a su pesar. Eso era todo lo que daba de sí la paciencia de aquel hombre que había atravesado media Francia sólo para verla de aquella manera, a escondidas. Siempre había sido incapaz de comprender que nadie se compadeciera demasiado tiempo por las decisiones que uno mismo tomaba. Y era un temerario. Le puso una mano sobre los labios:
—Chisss… No habléis así, por favor.
—¿Por qué no? Podríais haber dejado que el gañán del rey se casara con ella y nombrara heredero al bastardo. Y que rabiaran en Florencia.
Rió entre dientes y Anne tembló.
Pronto tendría que regresar junto a la moribunda. Le sobrecogía imaginar la reacción de alegría del pueblo de París cuando anunciaran su muerte. Los momentos de respiro que le quedaban junto a su esposo quería dedicarlos a pensar en otra cosa. Le pidió que le hablara de su castillo de Cadillac.
Su marido había decidido convertir la bronca fortaleza situada sobre un escarpe rocoso que dominaba el río Garona, a las afueras de Burdeos, en la más elegante residencia señorial de la región. El jardín iba a ser el más magnífico que se viera nunca, con un inmenso invernadero, refugios ocultos, grutas y parterres. Él mismo había diseñado un velador con una mesa de piedra para trabajar al aire libre. Enfrente pensaba hacer instalar una escultura de Neptuno que arrojara agua por todos los agujeros de su cuerpo. Todos, repitió con un guiño.
Anne fingió que se escandalizaba, pero sólo escuchar la pasión con la que él la hablaba de aquellas nimiedades, con su acento áspero y abrupto, la serenaba y aquietaba su congoja.
La gente decía que ella también tenía un deje marcado, aunque en su caso se trataba de la cantinela alegre y musical de la costa oriental de la Provenza. Anne de Monier era hija de un gentilhombre de poca fortuna, dueño de un minúsculo señorío encerrado entre el mar y las montañas, en las estribaciones de la Liguria.
En cuanto había podido, había escapado del terruño y se había instalado en Aix, donde había llevado una vida alegre y galante gracias a la amistad de la hija del presidente del Parlamento, que la había acogido en su casa.
Tenía poco más de veinte años cuando había llegado a la ciudad el nuevo gobernador designado por Enrique III de Valois: Jean-Louis de Nogaret, duque de Épernon. El depositario absoluto del favor real. El Medio Rey.
Anne se imaginaba un figurín amanerado, perfumado y empolvado, enjoyado de arriba abajo. Y, en efecto, el hombre de poco más de treinta años que había realizado su entrada ceremonial en Aix, el 21 de septiembre de 1586, bajo una cortina de lluvia inmisericorde, iba impecablemente vestido. Pero llevaba un traje sencillo y sobrio de tonos plateados, una gola pequeña y discreta, y no lucía ni una sola joya, ni siquiera una perla en las orejas. Tenía un rostro delgado y elegante, un bigote afilado y la mirada imperiosa.
A ella nunca la había considerado nadie una belleza. Pero no lo necesitaba. Atrevida, coqueta, con una conversación chispeante, la risa fácil y el talle bien formado, sabía cómo cautivar a los hombres. Aun así, por si acaso, dibujó una luna en un trozo de papel, escribió los nombres de ambos en su interior con tinta de mirra y lo arrojó al fuego.
Probablemente, más que del conjuro, fue cosa del generoso escote que lució durante la mascarada que el duque celebró en su residencia días antes de Navidad. Pero en cualquier caso, no habían terminado de llegar los invitados y ya había logrado que él le rogara al oído que se quedara a pasar la noche.
No hubo muchas más, a pesar de que el duque siguió persiguiéndola con fogosa insistencia durante las semanas siguientes. Anne le había buscado por placer, no por interés. No quería dejarse embaucar por un hombre que tenía una posición tan alta comparada con la suya y podía desaparecer de un día para otro. Y había hecho bien, porque sólo unos meses después el flamante gobernador abandonó la provincia para casarse con una sobrina del condestable de Montmorency.
Tardaría cinco años en volver, con el rey Enrique III muerto y enterrado, y la Provenza en plena rebelión, aprovechando los tiempos de caos.
El día de su retorno, una gigantesca nube púrpura cubría el cielo de Aix y una tormenta horrísona sacudía la ciudad. El viento hacía volar los tejados de las casas, arrancaba árboles de cuajo, y el granizo destripaba los campos.
Aquella misma noche él había acudido a buscarla, y esta vez Anne no se había escabullido.
—Yo también te echo de menos —admitió por fin, acariciándole el rostro—. Y lo sabes. Estar lejos de ti lo hace todo más duro.
Él le agarró la mano, le sujetó la nuca, acercó su rostro al suyo y la besó, primero despacio y luego larga y apasionadamente. Pero cuando su abrazo se hizo más intenso, Anne se tensó y le puso una mano en el pecho para apartarle. Su espíritu seguía aún en aquella habitación de muerte.
No eran remordimientos lo que sentía. No podían serlo, porque si el tiempo retrocediera volvería a actuar igual. Volvería a cumplir con su deber. Pero la sensación de pesadumbre que la carcomía era densa y calcinante, agotadora. ¿Cómo hacerle entender eso a un hombre que se vanagloriaba de no actuar nunca contra su conciencia? Aunque lo que ésta le dictara no fuera siempre lo que aconsejaban la caridad o la prudencia.
Él insistió. Se apoyó en una rodilla y se inclinó sobre ella, besándole el cuello y rebuscando con una mano por debajo de las faldas. Anne retrocedió sobre su asiento, remisa, pero Jean-Louis la agarró de las caderas y la recostó contra la piedra, enterrando el rostro en su garganta.
Ella era incapaz de responder a las caricias cada vez más apremiantes. Sentía sus dedos duros clavándose en su carne agotada, la aspereza de la barba sobre su piel seca, el peso de su cuerpo nervudo sobre sus huesos. Pero no tenía fuerzas para oponerse. Cerró los ojos y se dejó hacer. Sintió cómo él rebuscaba entre las enaguas y le abría las piernas, escuchó su respiración sedienta y notó una mano que trasteaba con el cierre de los calzones. Apretó los párpados, ausente, y de pronto escuchó una voz tonante e inesperada, insertando un juramento tras otro en gascón:
—Po’ cap de Diu e deu diable! ¡Parece que sois vos la muerta! ¿Cómo queréis que haga nada en estas condiciones?
Ella le miró, en silencio, sin muchas esperanzas de que la comprendiera. Su marido soltó un bufido resignado y se remetió la camisa.
Anne se puso de pie, pero él la agarró la falda con una mano:
—Venid a verme mañana. —La atrajo dos pasos hacia él—. Os enviaré recado y os diré dónde os espero.
—Mañana comenzarán los funerales.
—¡Mal de terre, madame! Acabáis de asesinarla, ¿vais a llorarla como si fuera vuestra madre? ¡Me he hecho doscientas leguas para venir a veros!
—Y habéis hecho mal —respondió Anne, exhausta. Jean-Louis siempre la había amado de una forma urgente e impetuosa, llena de exigencias, y ella necesitaba reposo—. Por nada del mundo debe enterarse nadie de que estáis en París. El rey sabe que no le queréis bien. Si os encontraran aquí, escondido entre las sombras, mientras la duquesa agoniza…
Él se encogió de hombros, indiferente.
—Me importan una mierda el rey y sus lacayos. Llevo casi un año sin veros. —Hizo una pausa, cargada de significado—. Y no le tengo miedo a nadie.
Anne sintió que el vello se le ponía de punta. Sabía que aquello era verdad. Jean-Louis había burlado en tantas ocasiones la muerte que no era de extrañar que se sintiera protegido. Sus enemigos le habían disparado, habían intentado despeñarle montaña abajo, cañonearle, habían hecho estallar bombas a sus pies. Y no conseguían más que acabar con la vida de quienes se encontraban a su alrededor. Su marido tenía el cuerpo lleno de cicatrices pero siempre sobrevivía, en ocasiones de la manera más inverosímil. Muchos decían que la única explicación de su endemoniada suerte era que él mismo fuera algún tipo de hada, o que poseyera un espíritu familiar encargado de guardarlo. Él lo aseguraba en sus momentos más desafiantes y ella comenzaba también a creerlo.
En cualquier caso, de poco servía pedirle a aquellas alturas que disimulase sus antipatías. Sus diferencias con Enrique IV venían de muy atrás y habían alcanzado su punto culminante hacía tres años, cuando el monarca le había desposeído del gobierno de la Provenza. Jean-Louis había desafiado en el campo de batalla a las tropas del rey. Y había sido derrotado.
Aquella misma noche había roto una promesa solemne que había hecho hacía años a su primera esposa.
La heredera de ilustre cuna con la que había contraído matrimonio en los tiempos en que ella no veía aún en él más que un amante ocasional había muerto hacía ya varios años, víctima de los esfuerzos de un mal parto. Y en su testamento le había cedido a su marido la totalidad de sus inmensos bienes. A cambio sólo le había pedido que no volviera a contraer matrimonio nunca más.
Y él había jurado.
Pero aquel día, a su regreso de la batalla, vencido y exhausto, la había llamado a su lado y le había pedido que se casara con él. Y Anne había dicho que sí. El acta de matrimonio, escrita en latín y en francés, había quedado oculta tras una piedra gruesa, en un hueco de la pared de su castillo de Caumont. Nadie debía saberlo nunca.
A ella no le importaba. Su nacimiento era demasiado insignificante, su nombre demasiado pequeño y la promesa que el duque le había hecho a su mujer demasiado pública. Le bastaba con saber que los votos de ambos habían sido sinceros.
Tenía que volver junto a la moribunda. Intentó decírselo pero él la retuvo, sujetándola de un brazo:
—No pienso irme sin veros a solas. Si no es mañana, pasado. Nadie os va a prestar atención cuando empiecen los llantos y los funerales. Y tenéis que prometerme que regresaréis conmigo a Cadillac. Llevamos separados demasiado tiempo.
Anne prometió y volvió a pedirle que se marchara. Finalmente, él obedeció.
Cuando su sombra se hubo perdido del todo entre las brumas del río, se alejó ella también de la orilla y regresó al priorato. La mano le temblaba tanto cuando extrajo la llave del jardín que tuvo que sujetársela para poder abrir la puerta.
Había cumplido con su deber hasta más allá de lo que era humano exigirle a nadie. Implacable como las tijeras de Átropos. Despiadada como una loba hambrienta. Feroz como un bosque en invierno. El camino al trono había quedado despejado. Enrique IV ya no tenía excusas para no aceptar la propuesta matrimonial de Florencia. Pero ahora sólo quería terminar de una vez con todo y esconderse del mundo en algún lugar umbrío y solitario, lo más lejos posible de la Corte y de cualquier recuerdo de aquella noche de espanto.
Ni siquiera sabía si deseaba regresar a Cadillac, ni si quería a Jean-Louis junto a ella. Él ni quería ni podía compartir su duelo. Y Anne no tenía fuerzas para intentar aplacar su ferocidad ni su vehemencia. Necesitaba un refugio, un lugar donde hacer penitencia y esperar a que la herida cicatrizara, lejos de todo. No podría regresar a la luz hasta que no hubiese atravesado el infierno…

–¡Miradme, papá, mirad lo que hago!
Enrique IV giró la cabeza. Se había quedado ensimismado contemplando el trabajo metódico de uno de los jardineros que trabajaban en el parterre. Había sido menos de un minuto, pero había sobrado para que su hijo César vadeara el agua escasa de la fuente de Diana, se encaramara a la cornamenta de los ciervos de la base y alcanzara la altura a la que montaban guardia los cuatro servidores de la diosa. Cuatro perros de caza en actitud alerta sobre uno de los cuales cabalgaba el niño, orgulloso de su hazaña.
Fingió un enfado que no sentía y le amenazó con unos cuantos azotes, pero el crío adivinó al instante lo vacío de la intimidación y, agarrado a las orejas del sabueso, siguió propinándole taconazos.
El monarca no había querido que nadie les acompañara aquella mañana y el pequeño César no cabía en sí de alegría al verse libre de amas y guardianes. Estaba a punto de cumplir los cinco años y, aunque aún se desvelaba por las noches, o interrumpía sus juegos en el momento más inopinado preguntando cuándo iba a volver su madre, parecía haberse acostumbrado rápidamente a su ausencia.
A pesar de que sólo habían pasado dos semanas.
Él había recibido la noticia cuando galopaba camino de París, intentando llegar a tiempo para verla, y tras dar media vuelta a su montura había regresado a Fontainebleau. El dolor era inaudito. Había mandado buscar al niño y se había encerrado con él en un pabellón solitario del jardín de los Pinos durante horas, aunque César era aún demasiado pequeño para comprender que aquella noche había perdido al mismo tiempo una madre y una corona.
Al día siguiente se había vestido de negro de arriba abajo, ignorando las voces de los consejeros que le recordaban que ni siquiera por la muerte de una reina era ése un gesto adecuado: un rey sólo debía vestir luto morado. Había ordenado que la efigie de la duquesa se expusiera durante cuatro días sobre un lecho de aparato y había decretado unos funerales solemnes.
Después se había encerrado en su gabinete, rodeado de sus íntimos, sollozando como un niño. La raíz de su amor había muerto con su hermoso ángel. Nunca más volvería a brotar. Estaba dispuesto a pasar el resto de sus días llorándola y honrando su recuerdo, les había asegurado.
Dos días había tardado en comprender que no iba a ser capaz de pasar no ya el resto de su vida, sino unas pocas semanas siquiera con la cama fría. Un clavo saca a otro clavo, le habían dicho, entre solemnes y canallas, sus amigos. Y le habían hablado de la preciosa hija de monsieur d’Entragues, una morenita menuda y coqueta que los había embelesado a todos bailando el branle el año anterior. Se llamaba Henriette y su padre la traía a la Corte.
¿Por qué no? Una zagala alegre era lo que necesitaba en aquellos momentos. Sin darse cuenta había empezado a pasar más tiempo preocupado por hacerse el encontradizo y calcular qué ofrecer para conseguirla que en recordar a la difunta. Quizá era sólo por eso por lo que, enterrada Gabrielle, había decretado otro luto morado de tres meses. Para aplacar con un gesto hipócrita a su ángel muerto.
César seguía encaramado al perro de piedra. Con un puño en alto dirigía el asalto de unas tropas imaginarias. Le llamó otra vez. La luz del jardín se estaba apagando. Él era de la opinión de que los críos debían corretear por donde quisieran, pero el ama del niño no opinaba igual, y si se lo devolvía lleno de barro y con los pies mojados iba a tener que aguantar sus reproches.
Caminaron de la mano, silenciosos, de vuelta al interior del palacio.
Los primeros días tras la muerte de Gabrielle habían sido extraños e irreales. El dolor que sentía era tan hondo que no podía dormir, ni comer, ni ocuparse del Gobierno. Pero no estaba tan ensimismado como para no percibir el alivio que la desaparición de su amante había producido en su entorno. En su presencia todos componían rostros de duelo, pero la mayoría exultaban de alegría. Su esposa Margot había dejado de oponerse a la anulación matrimonial y a las veinticuatro horas ya iban y venían cartas de París a Roma. Había quien proclamaba que lo ocurrido había sido un milagro, una intervención del cielo. El pueblo aseguraba, sin embargo, que había sido el demonio quien había provocado su muerte. Sólo eso podía explicar el espantoso estado en el que había quedado su rostro.
Tanta superstición le llenaba de furia. Los médicos habían abierto el cuerpo y habían sido claros: la duquesa tenía el hígado y el pulmón en mal estado, el cerebro afectado y una piedra puntiaguda en el riñón. Eran la enfermedad y el esfuerzo del parto lo que había terminado con ella y no ninguna intromisión sobrenatural.
Se despidió del niño, se dirigió a sus aposentos y alzó la mirada al retrato de mujer que colgaba de las paredes de su cámara desde aquella mañana.
Que Dios le perdonase. Él quería llorar a la madre muerta de sus hijos. Pero ¿qué podía hacer si sus sentidos le hacían buscar ya otras carnes cálidas? Y eso no era lo peor. Sino que cuando pensaba en Gabrielle, bajo el manto de pena y de soledad que lo cubría todo, asomaba una punta de alivio. Una sensación tímida y vergonzante, pero inconfundible.
Ya no podía casarse con ella. No podía legitimar a sus hijos. Ya no podía tomar la decisión equivocada. Sólo resignarse y cumplir con su deber y hacer lo posible por engendrar un heredero. Ocurriera lo que ocurriese, el futuro de Francia estaba ahora en manos de Dios.
Se puso de nuevo en pie y se acercó al lienzo.
La retratada tenía el rostro alargado, los labios gruesos de su madre Habsburgo y el gesto algo severo, pero no estaba mal del todo. Tenía un porte elegante y no era fea.
Le pareció que la mujer del lienzo le miraba inquisitiva, como preguntándole por qué dudaba. Ella era la única opción razonable. El nombre de su familia no era de los más ilustres, pero no sería la primera hija de los banqueros florentinos que reinara en Francia.
María de Médici. Había cumplido ya veintiséis años, algo mayor para una princesa casadera, pero tenía aspecto fértil y muchos años por delante para hacerle hijos. Y la dote que le prometían los embajadores del Gran Duque de Toscana era impresionante.
La elección estaba hecha.