21

Hacía frío y tenía un regusto áspero a barro en la boca. Charles se incorporó con esfuerzo y abrió los ojos. Le pesaban como losas y latían al compás de un tambor inmisericorde alojado en su coronilla. El golpe. Se tanteó la cabeza con precaución. Había sangre, pastosa ya. Debía de llevar bastante rato inconsciente. Comprobó que tenía los dientes intactos y sólo entonces miró a su alrededor. La yegua que le había jugado tan mala pasada estaba al lado del camino, pastando tan tranquila junto al caballo de Bernard. Giró la cabeza despacio. Tenía el cuello tieso y dolorido. Vio un bulto pardo encogido en el suelo y se le aceleró todavía más el pulso en las sienes.

Bernard.

Tenía la cabeza ladeada y la boca entreabierta, y un hilillo de baba le llegaba hasta el suelo. Pero respiraba con un ritmo regular. ¿Qué habría pasado? Lo último que recordaba era una enloquecida carrera cuesta abajo con la yegua, y luego la caída. Que él supiera, Bernard venía detrás de él. ¿Sería posible que se hubiera caído en el mismo sitio? Le tocó la cabeza con cuidado y le palpó un enorme chichón por encima de la sien derecha. No había piedras a la vista, pero sí una rama casi tan gruesa como su brazo tirada al lado del camino. Entonces comprendió.

Con manos temblorosas giró el cuerpo de su amigo, le puso boca arriba y registró sus ropas, frenético. Ni rastro de la carta. Se echó mano a su propio jubón y comprobó que también se habían llevado la que él había salvado del barro. No le habían tocado la bolsa, ni se habían llevado las botas nuevas de Bernard. Ni siquiera habían intentado simular que eran bandidos.

Ni lo dudó. Se echó la bolsa del herido a la faltriquera, le quitó el calzado y el estoque y los escondió entre unas matas. Luego, después de pensarlo un momento, comprendió que no tenía más opción y se deshizo también de su espada y de las pistolas.

Así Bernard pensaría que todo había sido cosa de vulgares ladrones.

Al menos no se les había ocurrido rematarlos, aunque no tenía ni idea de cómo iba a explicarle su presencia allí al padre Joseph cuando le informaran.

Por la madrugada le habían podido los remordimientos. No podía avisar a Bernard de lo que le aguardaba, pero al menos podía estar allí para echarle una mano si había que pelear. Y a lo mejor podía hacerse él con las cartas de una manera pacífica.

Desde el principio había hecho lo posible por evitarle el encuentro: había intentado convencerle de que regresaran a París, incluso de que cambiaran de ruta; y cuando había comprendido que no había caso, le había azuzado para ir lo más rápido que pudieran, con la esperanza de que los hombres del padre Joseph no pudieran atraparlos. Para nada. Al final se había partido la crisma y había hecho que su amigo bajara del caballo para auxiliarle. Se lo había puesto todo en bandeja a los ladrones.

Tuvo mucho tiempo de lamentar su estupidez. El día iba avanzando imparable y Bernard no se despertaba. Intentó subirle a la yegua, pero entre lo que pesaba y lo que se movía el animal, resultó imposible. Se resignó a esperar a que recobrara la conciencia y pudiera encaramarse por sí mismo, y se sentó junto a él con la espalda encorvada. Miró al cielo. Había escampado y se oían los gritos de los pájaros en medio del silencio del campo, pero no había ni un alma.

Una urraca solitaria avanzaba despacio entre los charcos, agachando el pico de vez en cuando para engullir algún insecto con movimientos rápidos y precisos. Le miró, con la cabecita alzada en una pregunta sin palabras. Pero enseguida decidió que su presencia no tenía ningún interés y le dio la espalda con desprecio.

Charles se acordó de una urraca amaestrada que tenía Bernard de niño. Se llamaba Nona. La llevaba al hombro y decía que era más sabia que las personas. Cuando tenía una duda sobre algo o no sabía qué hacer, le preguntaba al pájaro, al que había enseñado a decir sí y no, o al menos a graznar de un modo muy parecido a un ser humano.

A Nona se la llevó un azor un día en sus garras, y el pobre se pasó todo el verano oteando el cielo a ver si regresaba.

—Nona, escúchame —le dijo, bajito, a la urraca—. Si se salva el zote de Bernard, prometo contarle la verdad de lo que ha pasado. Vuela y díselo a la Virgen, que medie por él.

Se estaba volviendo majara, no había duda. Había acabado repitiendo las mismas oraciones que recitaba Bernard de niño. Pero no sabía qué hacer, su amigo no reaccionaba.

La urraca levantó el vuelo y Charles la siguió con la mirada, descorazonado. Entonces, justo por el mismo camino por el que se alejaba el pájaro, distinguió la forma de un carro. El ave desapareció en el horizonte y él gritó y agitó el sombrero para llamar al arriero. El hombre se mostró reticente en un primer momento, pero al final aceptó cargar a Bernard en su carro y llevarlos hasta la posada del puente.

La posada en cuestión era un caserón de paredes sucias y torcidas, pero en las ventanas se veía luz y de la chimenea salía un humo prometedor. Después de la mojada y de las horas a la intemperie aquello se le antojaba un palacio. Por un escudo, el mesonero le ofreció un cuarto donde le aseguró que se habían alojado duques y condes, y le prometió una cena no menos principesca. Luego le ayudó a transportar al herido a la afamada estancia. Entre los dos le arrojaron sin miramientos en una cama tan grande que hubiera valido para cuatro. Una moza mal encarada y paticorta encendió la chimenea y le subió una jarra de vino áspero y un cuenco de estofado de conejo.

Charles comió con apetito, y entre el calor del fuego y el efecto del morapio se amodorró y acabó por tumbarse al lado del cuerpo inerte de su amigo. En la oscuridad de la pieza se escuchaba su respiración como el raspado de un rastrillo.

¿Y si no despertaba? Hacía ya muchas horas de la caída. Se acordó de un vecino de Pau que se había despeñado del tejado mientras reparaba un agujero y se había quedado dormido dos semanas enteras, hasta que se había muerto sin abrir los ojos ni para despedirse de los suyos. Cogió un cuchillo y pinchó a Bernard en el brazo. Le hizo incluso un poco de sangre. Pero no logró que reaccionara.

Estuvo una eternidad dando vueltas pero al final el cansancio pudo más que él, y su último pensamiento, antes de dormirse, fue que se había jurado no volver a compartir colchón con Bernard nunca más. Se contentó con la idea de que como estaba desvanecido, no contaba.

Ya había amanecido cuando sintió un aliento pestilente sobre la cara, y luego el tacto de unas manos que le sacudían de las ropas, sin apenas fuerza. Abrió los ojos. Bernard estaba inclinado sobre él, observándole con los ojos vacíos y muy abiertos. El alivio que sintió le dejó sin habla un instante, pero enseguida se incorporó y le dio un abrazo que casi le tumbó de nuevo en el catre.

Bernard estaba desconcertado y Charles tuvo que explicarle lo que había pasado. Poco a poco, su amigo fue recobrando la memoria de lo ocurrido:

—Yo estaba asistiéndote cuando alguien a mis espaldas me dejó seco de un golpe. Oí unos pasos, y voces, pero fui demasiado lento. —Se tocó la cabeza—. Cabrones. Al final tenías razón con la monserga de los bandidos. Aunque, ¿a quién se le ocurre bajar así la cuesta? Y con esa penca de mala madre… Parecemos dos terneros recién destetados, a cual más torpe.

Charles no dijo nada. De momento estaba cuajando el cuento de los bandidos. Y no tenía intención de contarle la verdad ni por lo más remoto. No estaba tan loco como para tomar en consideración una promesa que le había hecho a un pájaro en un momento de ofuscación. Se levantó y abrió la ventana. Otra vez llovía a cántaros.

Bernard hurgaba con parsimonia entre la ropa:

—¡Po’ cap de Diu, Charles!

—¿Qué pasa?

—La carta de la reina, Charles. ¡Se han llevado la carta! Y mi bolsa. ¿A ti también te han desvalijado?

—También. Se lo han llevado todo. —Se mordió los labios. Eso no podía ser—. Menos un escudo que llevaba en la bota. Así es como he pagado la posada.

La improvisada mentira había brotado con naturalidad de entre sus labios. Se sintió orgulloso de la rapidez de su genio.

—¿Dónde están mis botas? —preguntó Bernard.

Charles sacudió la cabeza:

—Lo siento, pero cuando desperté te encontré descalzo. Supongo que se las han llevado. —Charles había conservado su propio calzado, viejo y desgastado, pero no habría sido creíble que unos ladrones le dejaran a Bernard sus magníficas botas nuevas—. Tampoco estaban las espadas, ni mis pistolas.

Bernard ahogó un juramento.

—¿Y los caballos?

—Eso no. Están en el establo, tan felices.

—Qué raro que no se los hayan llevado. —Se llevó las manos a las sienes—. Cómo me duele la cabeza, sangdiu.

Charles iba a sugerirle que a lo mejor los animales no se dejaban coger fácilmente y los bandidos no habían querido entretenerse, pero Bernard le pidió silencio. Le era imposible pensar con el estómago vacío. Lo mejor era bajar a comer algo.

Al enfilar la estrecha escalera, con los pies descalzos enfundados en las medias de lana, le entró vértigo y tuvo que apoyarse en él para llegar abajo.

En la sala común había un par de viajeros con las ropas maltratadas por la intemperie y unos cuantos lugareños a los que la lluvia había ahuyentado de los campos. Se instalaron en una esquina. La luz del sol entraba por un ventanuco, bañando de polvo flotante la superficie de la mesa llena de cuchilladas. La moza les puso delante unas lonchas mal cortadas de panceta, una hogaza de pan y un caldo que olía tan bien que a Charles se le escapó una exclamación de sorpresa. Bernard tenía un gesto permanente de dolor y se cambió dos veces de taburete buscando la penumbra. Pero no parecía muy grave. Estaba comiendo a dos carrillos, como siempre.

—Ahora sí que he metido la pata a lo grande —espetó, al cabo de un rato.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que me da a mí que esos ladrones no eran tales —explicó Bernard—. Que era alguien que iba buscando las cartas. Piénsalo. Ayer no había ni un alma por los caminos, con el diluvio que estaba cayendo. ¿No te parece raro que hubiera una banda de salteadores apostada junto a una senda perdida, bajo ese aguacero, por si les daba por pasar por allí a dos perturbados como nosotros?

Claro que era raro. Pero no esperaba que Bernard fuera a darse cuenta por sí solo:

—No seas majadero. ¿Quién iba a saber que llevabas las cartas?

—No lo sé, pero no me da buena espina. Sólo Dios sabe en qué lío habremos metido a la reina.

Charles acarició las marcas de cuchillo que tenía el borde de madera de la mesa, buscando una forma de desviar las sospechas de Bernard, pero justo en ese momento un mozo de unos quince años entró por la puerta de la calle con una sonrisa de oreja a oreja y los brazos cargados, llamando a voces a su padre, el posadero, para que bajara a ver lo que los perros se habían encontrado tirado tras unas matas, a un cuarto de legua de allí, mientras perseguían a una urraca.

Bernard se puso en pie de un salto:

—¡Son nuestras cosas! —Se arrojó contra el muchacho con tal entusiasmo que el zagal no opuso resistencia para que se adueñara de todo. Se calzó las botas, se colgó la espada y le entregó sus armas a Charles. Luego interrogó al mozo para averiguar dónde había encontrado todo aquello y volvió a sentarse a la mesa, desconcertado—. No lo entiendo. ¿Por qué iban a tirar nuestras cosas?

Charles no podía creérselo. Pajarraco cabrón. ¿A que se había vengado porque él no había cumplido su promesa?

—Bueno, si es verdad que lo que querían los salteadores eran las cartas, a lo mejor sólo nos han quitado las cosas para simular que eran bandidos…

—¿Y por eso las tiran en vez de llevárselas? ¡Mira qué botas! Y la espada no está ni estrenada. ¿Tú no te la quedarías? —Tenía una expresión de incomprensión absoluta en el rostro, pero por primera vez en su vida Charles no encontraba nada que decir. Bernard frunció las cejas, suspicaz—. Oye, aquí hay algo que no me estás explicando.

Se había quedado sin escapatoria. Mejor confesar de plano que seguir retrasando el momento, o iba a ser peor. Apuró el caldo que quedaba y le espetó:

—Ha sido culpa mía.

—¿Culpa tuya?

Charles era consciente de que eran el centro de atención de la posada. Desde que se habían apoderado del alijo de armas del mozo, los parroquianos no paraban de cuchichear sin quitarles ojo de encima. Bajó la voz todo lo que pudo:

—Fui yo quien le dio el aviso al cardenal de que llevabas las cartas encima.

La frente de Bernard se llenó de nubarrones y su voz resonó ronca:

—Explícate.

Charles suspiró, soltó el tazón y le contó la verdad. Que hacía meses que estaba al servicio del cardenal. Que cuando escuchaba algo que pudiera interesarle, en el Louvre o en cualquier otro sitio, informaba a uno de sus hombres de confianza.

—Quise contártelo al principio, pero entraste al servicio del conde de Lessay y de pronto estábamos en bandos opuestos.

Lo más difícil fue confesarle cuándo y cómo había decidido delatarle. Por qué le había animado a que recogiera más cartas y la estrategia que habían ideado el cardenal y el padre Joseph para robárselas.

Bernard le escuchaba sin parpadear, mientras el peso de las revelaciones iba asentándose. Por fin le clavó una mirada negra:

—O sea, que me has vendido —masculló—. A tu amigo de la infancia. Y no sólo a mí, también a la reina y a madame de Chevreuse. Sabía que estabas deseando medrar, pero no que fueras un miserable.

Había ido elevando la voz según hablaba. Desde las otras mesas no perdían detalle.

Charles se mordió la lengua. No consentía insultos, pero no quería echar leña al fuego:

—Estaba enfadado. Y no pensaba que fueras a correr peligro. En cuanto me enteré de cuáles eran los planes vine a auxiliarte. Estaba dispuesto a hacerle frente a quien fuera.

Era verdad, y había tratado de darle a su voz toda la sinceridad que tenía dentro del pecho. Pero Bernard sacudía la cabeza rechazando sus palabras:

—Valiente ayuda. Ya me olía a mí a quemado tanto insistir en que nos diéramos la vuelta. No me puedo creer que te hayas limpiado el culo con nuestra amistad como si fuera una piedra del campo.

Charles respiró hondo, haciendo por contenerse. Bajó la voz con la esperanza de que Bernard se animara a hacer lo mismo. No le gustaba que toda la sala común estuviera pendiente de su disputa:

—No seas injusto. Te lo estoy contando todo. Y quién sabe si no te he salvado la vida. A lo mejor les ha desconcertado encontrarse con dos mensajeros en vez de uno y por eso no te han rematado…

Bernard soltó un bufido:

—Pero ¿tú te crees que yo soy tonto de baba? —Escupía como si quisiera ilustrarlo—. Mentira tras mentira tras mentira. Ya no sabes ni si te coges la verga con la derecha o con la izquierda cuando vas a mear.

Por Cristo que le estaba calentando. Qué obtuso se estaba poniendo. Le echó paciencia por última vez:

—Te estoy contando la verdad y además motu proprio. ¿Qué más quieres?

Bernard estaba sordo a razones. Se echó hacia delante, amenazador, y apoyó las palmas sobre la mesa:

—No eres más que un advenedizo despreciable, capaz de cualquier cosa si la recompensa merece la pena. Dime, el otro día cuando me pediste que te ayudara a trabajarte a la condesa de Lessay, ¿era porque el cardenal también la tiene en el punto de mira? Y si te dice que te tires a tu madre, ¿tampoco le pones pegas?

Unas risotadas expectantes corearon el exabrupto. Hijo de puta. Se puso de pie. Bernard le imitó y a Charles se le fue por inercia la mano a la espada:

—Necio mezquino. Si lo sé, te dejo venir solo y que te hubieran acogotado.

Bernard le agarró por el brazo con fuerza, alejándolo de la empuñadura de la ropera:

—Rata ambiciosa. No me extrañaría que también hubieras dejado que te diera por culo ese Boisrobert que tanta estima te tiene. Todo sea por el cardenal.

Se acabó. El vaso había rebosado. Le propinó un empujón con la mano libre y Bernard, debilitado, perdió el equilibrio y le arrastró consigo agarrado de la muñeca. Los dos se precipitaron al suelo para regocijo de la clientela, que prorrumpió en aplausos y vítores.

Charles no pudo hacer durar la ventaja del ataque por sorpresa y enseguida se invirtieron las tornas. Se encontró sujeto por las piernas y recibió un puñetazo que sólo pudo esquivar a medias. Sintió el sabor de la sangre en la boca, impotente. Por suerte, el oso estaba tan ciego de ira que no vigilaba sus brazos, así que logró agarrar un taburete por la pata y le atizó en la cabeza con toda la fuerza que pudo.

Bernard rodó hacia un lado con un aullido de dolor y golpeó la mesa vecina con el cuerpo. Los tres patanes que había sentados aprovecharon para darle algún que otro puntapié, voceando que se dejara de reparos y aplastara al pisaverde. Charles se levantó, desenvainó por fin la espada y le gritó al muy ruin que hiciera lo mismo. Ahora se iba a enterar. Aun con las lecciones que el pardillo había tomado en casa de Bouteville, estaba seguro de poder darle sopas con honda.

Su paisano se alzó trabajosamente y trató de sacar su acero, pero sus movimientos eran tan lentos e inseguros que parecía borracho. Guiñaba los ojos como si se le hubiera metido arena en los dos al mismo tiempo. De pronto dobló una rodilla y se quedó con la cabeza gacha.

—Que te lleven los diablos —dijo—. No puedo.

Uno de los rufianes de la mesa levantó una jarra vino y comenzó a regarle la cabeza a Bernard. Los lugareños se estaban choteando, decepcionados de que la pelea se hubiera detenido tan abruptamente como había empezado. Uno hizo un gesto obsceno con las manos insinuando que eran unos bujarrones.

Ahora sí que iba a correr la sangre. Si no podía ser la de Bernard, se conformaría con la de aquellos gusanos. Se lanzó contra el tipo de la jarra y se la estrelló en la cara.

El individuo se desplomó hacia delante sangrando como un cerdo. Sus compañeros comenzaron a echar mano de cuchillos y navajas. Charles ayudó a Bernard a incorporarse, cubriéndose con la espada:

—Al que se acerque, lo mato. ¡Juro que lo mato!

Lo decía en serio. Todavía tenía la sangre borboteándole en las venas. Pero nadie se movió. Los parroquianos no querían líos con dos tipos que por las hechuras bien podían ser dos señores de París. Bernard intentó zafarse a manotazos y el mesonero tuvo que ayudarle a sujetarlo. Retrocedieron hasta la puerta, tambaleándose sin hablar, y se dirigieron al establo donde les ensillaron las dos monturas.

El posadero le ayudó a subir al herido a su caballo, de mala gana, y se quedó sujetando la puerta de madera hasta que salieron al camino. Quizá para asegurarse de que se marchaban de verdad. Bernard se dejó caer hacia delante y cerró los ojos con gesto dolorido.

Por lo menos había dejado de llover.