6
El cielo estaba revuelto y oscuro, y la luz parecía más la del crepúsculo que la del mediodía. El viento soplaba con tanta fuerza que las mujeres se veían apuradas para sujetarse las faldas y los hombres cruzaban el patio del Louvre aferrando sus sombreros. Un remolino cogió a Bernard de improviso a pocos pasos del portón de la Sala Baja y los ojos se le llenaron de polvo.
La Sala de la Guardia estaba muy concurrida. Aunque el rey había salido de caza con un puñado de hombres, el tiempo no estaba para paseos, ni para ejercitarse a caballo, así que cortesanos y oportunistas rondaban aburridos comentando la noticia del día.
Luis XIII había perdonado a Lessay y a Bouteville.
Bernard venía de una fonda en la que se había metido para matar los gusanos del estómago antes de ver a la reina, y no se había enterado de nada. Se coló en los corrillos de inmediato, preguntando a unos y a otros. Al parecer, el rey había mandado a buscar a los dos presos a la Bastilla hacía un rato y después de una breve entrevista se los había llevado de caza para sellar la reconciliación.
Nadie sabía más, aunque todo el mundo tenía su propia opinión.
Según algunos, Luis XIII se había impuesto por fin a la perniciosa influencia del cardenal, que era quien se negaba a que les concediera el perdón; según otros, era su confesor, el padre Séguiran, quien había aconsejado a Su Majestad que actuara con generosidad; según un tercer grupo había sido la insistencia de los parientes y amigos de los detenidos la que había decidido al rey, contra su propio criterio, y estaba de tan mal humor como si las tropas imperiales hubiesen arrasado media Francia.
A Bernard le daban igual las motivaciones del rey. Se alegraba de la buena noticia y tenía ganas de ver al conde. Pero ahora lo que le preocupaba era llevar con donosura su encuentro con la reina.
La primera hora de espera se le fue en intentar controlar los nervios. No iba a ser la primera vez que viera a Ana de Austria y, al menos esta vez, no iba a tener que jugar a la gallina ciega. Pero en aquella primera ocasión no había hecho falta contestar preguntas, ni rebuscar fórmulas de cortesía en la mollera para complacerla.
A la segunda hora, la inquietud se convirtió en aburrimiento, y a la tercera habría dejado plantada a Ana de Austria por cualquiera que le hubiese ofrecido un capón asado y una jarra de vino.
Las campanas de las cuatro le pillaron sentado en uno de los cofres que, adosados a las paredes de la sala, hacían las veces de bancos, con el sombrero en una mano, un botón descosido correteando entre los dedos de la otra y bostezando como un perro hambriento. Al otro lado de las ventanas caía un aguacero inmisericorde y el cielo estaba completamente negro. Por fin, un guardia asomó por la puerta, gritó su nombre y le pidió que le acompañara. Bernard se incorporó de un salto, se caló el sombrero y, siguiendo un surco de miradas envidiosas, cruzó la sala y penetró en los apartamentos privados.
Atravesó un par de antecámaras detrás del guardia, muerto de nervios. No sabía cuán solemne iba a ser la entrevista, ni si sería privada o estarían rodeados de gente. Sólo esperaba que Marie se encontrara allí para guiarle. Pero cuando por fin le hicieron pasar a la estancia donde Ana de Austria aguardaba, no tuvo sangre fría para buscarla con la mirada.
Hincó la rodilla en tierra y esperó a que la reina le pidiera que se alzara sin atreverse a mirarla a la cara. Era extraño que aquélla fuera la misma damita pálida de ojos clarísimos que semanas atrás aplaudía entusiasmada los atrevimientos de Marie. La mujer que tenía sentada delante mostraba una gravedad solemne que le intimidaba. Sus modales desprendían la severidad austera que se decía reinaba en la Corte de Madrid y parecía contemplarlo todo a cierta distancia, como las estatuas que vigilaban a los fieles junto a las puertas de las iglesias antiguas.
Estaba acompañada por media docena de damas. Marie ocupaba un taburete a su derecha y de pie, al otro lado, se encontraba la baronesa de Cellai; las dos rivales por el afecto de la soberana, flanqueándola serias como sotas de bastos de una baraja española. Del resto, Bernard reconoció a la princesa de Conti, la hermana del duque de Chevreuse, y a otro par que había visto en la fiesta de Lessay, pero los nombres se le escapaban. Sólo había dos varones: uno de ellos era un gentilhombre vestido de seda gris, alto y delgado, que rondaría los setenta años, y el otro un pajecillo con cara de alelado que no pasaba de los doce. Sí que era verdad que Luis XIII escogía con buen cuidado a los hombres a los que permitía frecuentar libremente a su esposa…
La reina le interrogó sobre su familia y sobre la impresión que le había producido la Corte. Luego le dijo que se alegraba de que la ahijada de su querida amiga estuviera a salvo y le preguntó si estaba al tanto de que el rey había perdonado a su patrón. Hablaba un francés ágil y espontáneo, aunque no había perdido del todo el acento sonoro de su lengua natal.
Bernard respondió con todo el agrado y donaire de que fue capaz, y la impresión no debió de ser del todo mala porque al cabo de unos minutos Ana de Austria le murmuró algo al oído a Marie, sonrió y le invitó a quedarse a tomar el chocolate. La llegada de la camarera con el servicio hizo que el corro de damas se rompiera en una charla relajada y alegre, y la misma reina perdió gran parte de su seriedad.
Le sirvieron una taza de líquido denso y oscuro, y la miró con desconfianza. El cura de su parroquia decía que el chocolate era cosa de infieles, impíos y nigromantes. Un alimento diabólico que habían traído desde España los judíos marranos para echar a perder las almas de los buenos cristianos de Gascuña. Aunque a él siempre le había parecido que aquello no tenía mucho sentido. No había en toda la creación nadie más católico que los españoles, y sabido era que todos bebían chocolate.
Sorbió con tiento y arrugó los labios. Estaba muy amargo. Una mano femenina le quitó la taza de la mano y cuando alzó la vista se encontró con la sonrisa de la princesa de Conti, la cuñada de Marie. Era una mujer hermosa, de unos cuarenta años. Tenía un rostro blanco y lustroso y una boca pinzada que desmentía la inocencia de sus ojos juveniles.
—Si no lo habéis probado nunca, no intentéis tomar el chocolate espeso. —Llamó a la camarera para que se acercara de nuevo—. A los españoles les encanta denso, pero es mejor que empecéis a beberlo con un poco de leche. ¿Veis? Así le gusta también a madame de Chevreuse.
La miró escamado. ¿Sabría que eran amantes? Una voz baja y sombría gruñó con sarcasmo:
—Y todavía más desde que el cardenal anda repitiendo a todo el que quiera escucharle que el chocolate es una droga peligrosa que embriaga los sentidos y sólo debería beberse con moderación. —Era el gentilhombre de gris, que removía su taza con los ojos entrecerrados. Parecía un viejo zorro, a sus anchas en un gallinero de postín.
Marie y las otras damas rieron de buen grado, pero la baronesa de Cellai protestó con voz apacible:
—Eso es una maldad, monsieur. Su Ilustrísima está preocupada porque su hermano el prior consume demasiado.
Sus bellas facciones tenían una expresión amable y parecía recuperada por completo de esa enfermedad tan grave y tan súbita que había contraído después de la fiesta. Bernard no se fiaba. A lo mejor era verdad que no había contratado a los matones españoles para que acabaran con maître Thomas, pero a él no se la iba a dar a base de docilidad y compostura. Esa mujer no era ninguna santa.
—Pues yo he oído que empezó a beber chocolate porque unos monjes españoles le dijeron que ayudaba a regular los humores del bazo —interrumpió Marie. La italiana suspiró con evidente irritación—. También calma el mal humor y apacigua la cólera. Así que no le vendría mal a Richelieu imitar un poco a su hermano.
Bernard soltó una carcajada al escuchar aquel comentario para dejar claro a favor de quién estaba. Además, el ingenio malicioso de Marie ya no le embarullaba ni le dejaba con la boca abierta. A lo mejor porque aquella mañana le había dado un repaso de arriba abajo. Hinchó el pecho y paseó una mirada satisfecha por la sala. Aunque nadie lo supiera, le daba igual: él se sentía más orgulloso que un emperador.
Un trueno retumbó en la distancia. El temporal no amainaba. Claro que también podría ser el rugir de sus tripas, que con los diminutos dulces de almendra que acompañaban al chocolate no tenían ni para empezar a calmarse. Las damas charlaban de sus cosas en voz queda y él se había quedado plantado en un rincón, a cierta distancia. No sabía si podía despedirse o si debía esperar a que la reina le diera licencia para marcharse. Marie no le prestaba atención, así que se acercó, discreto, al viejo gentilhombre. Él seguro que tenía experiencia bastante para decirle cómo tenía que comportarse.
—Monsieur —preguntó en voz muy baja—. No sé qué se espera de mí, ¿he de quedarme o marcharme?
El hombre le echó un vistazo entre extrañado y divertido. Tenía una mirada afilada que a Bernard le resultaba familiar, aunque no sabía de qué:
—Un mozo de vuestra edad y recién llegado de la provincia… Y ya habéis logrado pisar los apartamentos privados. Dejad que las damas se queden con vuestro rostro y la próxima vez será pan comido —le dijo, en un susurro—. Ahora, aprovechad vuestra fortuna. Mirad, escuchad y aprended.
Tampoco le quedaba otra. Aunque se hubiera atrevido, él no tenía desparpajo para colarse en ninguna conversación. Pero mientras no le preguntaran su opinión sobre nada, no le importaba aguantarse un poco el hambre y quedarse allí otro rato entre tanta dama hermosa.
Ana de Austria propuso que contaran historias de terror para pasar aquella tarde de tormenta y la compañía aceptó con entusiasmo. El paje se encargó de avisar para que atenuaran la luz de la estancia y, mientras la reina y sus damas se sentaban en el suelo sobre un montón de cojines, el viejo gentilhombre y él arrimaron dos sillas para formar un corro en una esquina de la sala. Justo en ese momento se abrió una de las puertas y un hombre flaco vestido con una sotana roja pidió permiso para entrar. En los brazos llevaba un gato de pelo largo y gris que tenía los ojos entrecerrados. Saludó a la reina con deferencia y le preguntó si le permitía aguardar en su compañía el regreso del rey, con quien tenía asuntos que tratar.
Bernard se puso en pie sin quitarle ojo. Aquél tenía que ser el cardenal de Richelieu. El ministro tenía una perilla muy poco sacerdotal, que le afilaba el rostro, y unos párpados pesados que daban la falsa impresión de que estaba a punto de dormirse. Falsa porque saltaba a la vista que todo su cuerpo estaba alerta, como un arco a punto de ser disparado.
Interrumpió su escrutinio al darse cuenta de que el cardenal le miraba a él con las cejas arqueadas, sin duda preguntándose qué hacía allí semejante pelagatos. Bernard se inclinó todo lo amablemente que pudo y Richelieu se encogió de hombros.
Ana de Austria rogó al prelado que tomara asiento con la misma amabilidad ceremoniosa con la que se había dirigido a él un rato antes, y Richelieu se acomodó en una silla, sonriendo a la concurrencia femenina con una expresión benévola en los labios y un evidente deleite. Marie le echó una ojeada taimada y cuchicheó algo al oído de la soberana, sin importarle que el cardenal la viera. Estaba claro que no se molestaba en ocultar sus antipatías.
Una dama regordeta, a la que había oído llamar madame d’Elbeuf, fue la primera en ofrecerse a contar un relato. ¿Conocían los presentes la historia de Margarita de Borgoña, la desgraciada reina que utilizaba el último piso de la torre de Nesle para sus encuentros amorosos hacía trescientos años? Los suyos eran tiempos siniestros y bárbaros, en los que las aventuras galantes no se comentaban con sonrisitas entendidas en los salones; no, en aquella época las imprudencias se castigaban con rigor, susurró la dama. Margarita de Borgoña fue descubierta y juzgada. Le raparon la cabeza, la despojaron de todos sus ornamentos reales y la arrojaron a un calabozo.
Bernard estaba fascinado, escuchando cómo las palabras brotaban de los labios de la dama lentas y medidas, deleitándose en la narración de cómo el joven y apuesto amante de la reina Margarita había sido apaleado, castrado y desollado vivo, antes de que le cortaran la cabeza y colgaran su cadáver de un gancho para exponerlo al escarnio público. Una ráfaga de viento sacudió las ventanas. Giró la cabeza y su mirada atravesó el Sena. No se veía nada con tanta negrura, pero justo al otro lado del río se cernía la silueta escuálida y solitaria de la funesta torre de Nesle.
Madame d’Elbeuf concluyó su relato con los ojos fijos en el rostro conmovido de Ana de Austria: aquella reina adúltera y sin herederos había amanecido una mañana asfixiada entre dos colchones tras los muros de su prisión. Nadie había sabido nunca quién había terminado con su vida.
Un silencio incómodo atenazó la estancia.
Una reina adúltera y sin herederos. Hasta él se daba cuenta de que todo el mundo estaba pensando en Ana de Austria y Buckingham. Qué atrevimiento. ¿Habría sido un ataque intencionado? La reina tenía el rostro pálido y las manos cruzadas para que no le temblaran. Sólo la narradora giraba la cabeza, desconcertada, sin comprender el efecto que habían tenido sus palabras. Hasta que la fiera mirada del cardenal la hizo caer en la cuenta. Las mejillas se le encendieron y se le escapó una risita nerviosa. Por lo visto no era ninguna malvada, sino una tonta carente de tacto.
La princesa de Conti intervino rápida para disolver la tensión con una historia bien distinta. La de los crímenes del barón Gilles de Rais. A Bernard le resultaba inconcebible que una dama de aspecto tan amable pudiera contar con tanta tranquilidad una historia así de siniestra. El protagonista de su relato era un monstruo que hacía más de un siglo había atraído a su castillo de Bretaña a cientos de niños de los que nunca se había vuelto a saber. Por la noche, sin embargo, los gritos de agonía de las criaturas encerradas en su Torre Negra desgarraban la noche, mientras el señor del lugar y sus acólitos se entregaban a todo tipo de atrocidades y juegos macabros con ellos.
La dama describía con detalle a los niños suplicantes colgados de ganchos de acero que les atravesaban la carne, a los hombres que sodomizaban sus cadáveres aún frescos, y las cabezas infantiles cortadas y expuestas en picas para que Gilles de Rais y sus amigos decidieran cuál era la más hermosa. Todo con un tono de voz más que dulce, mientras enredaba y desenredaba un mechón de pelo en uno de sus dedos.
A él le estaban dando ganas de vomitar.
Trató de distraerse contemplando a Marie, que escuchaba a su cuñada con expresión adormilada y la cabeza recostada sobre el hombro de la reina. Se sonrió, pensando que él era quizá el culpable de su agotamiento. Pero entonces se tropezó con la mirada del cardenal, que también la observaba con un pliegue de satisfacción en los ojos. Tosió con fuerza para desviar su atención. Lo que menos necesitaba era otro rival, y encima con sotana. Aunque la duquesa siempre hablaba de él con rencor y desprecio, le habían contado que en ocasiones el prelado guardaba los faldones en un baúl y se presentaba en los apartamentos de la reina con una espada al cinto y un sombrero de plumas rojas para llamar su atención. No se podía estar seguro de nada.
La princesa de Conti terminó por fin el espeluznante relato contando cómo habían ejecutado en la horca al depravado bretón, y Marie intervino con una voz clara y alegre:
—Vamos, mesdames, hay que continuar el juego. Pero en lugar de aburridos cuentos antiguos que no asustarían ni a un niño de pecho, ¿por qué no contamos algo que hayamos presenciado de primera mano? Monsieur de Épernon —preguntó, con el tono de falsa inocencia que Bernard estaba empezando a conocer tan bien—, vos que presumís de haber sobrevivido a seis reinados y dos regencias, ¿no tenéis ningún secreto terrible que compartir con nosotros?
El viejo gentilhombre inclinó la cabeza con la donosura de un joven galán antes de responder:
—Madame, cuando un hombre alcanza mi edad siente cierta tendencia a vivir de los recuerdos del pasado. Pero no deseo aburrir a los jóvenes con viejas historias.
Bernard giró la cabeza. El duque de Épernon. Ese nombre sí que lo conocía. Y ahora entendía dónde se había tropezado antes con aquella mirada predadora. Ese hombre era el padre del marqués de La Valette.
Le miró con admiración. Aquel anciano nervudo había nacido en Gascuña, como él, en una familia de segunda fila. Pero había llegado a ser el hombre más poderoso de Francia bajo el reinado de Enrique III, el último de los Valois. Cargaba con más de cincuenta años de guerras e intrigas a sus espaldas. Incluso había sido testigo del asesinato de Su Majestad Enrique IV, sentado a su lado en su carruaje. A él no le hubiera importado que se pasara desgranando recuerdos toda la tarde.
Marie aceptó la explicación del duque con una risa sonora e incrédula:
—Pues si de verdad os divierte recordar el pasado —dijo, con acento malévolo—, podríais contarnos qué hay de cierto en ese rumor que dice que copulasteis frente a un altar con una amante despechada de Su Majestad Enrique IV para invocar a las fuerzas demoníacas la víspera de su asesinato…
A Bernard se le abrió la boca de par en par y la habitación entera contuvo el aliento. El cardenal pegó un respingo tan violento como si alguien le hubiera propinado un puntapié en las posaderas, y el gato saltó al suelo y se arrastró maullando hasta las rodillas de Ana de Austria, que abrazó agradecida su cuerpecillo caliente.
La baronesa de Cellai se revolvió indignada y se santiguó:
—Ya está bien, madame. Ni en casa de la reina podéis dejar de meter al diablo. Vuestra impiedad es intolerable.
Pero el duque de Épernon hizo un gesto con la mano para quitarle importancia a las palabras de Marie y rió con buen humor. Al fin y al cabo, no era de extrañar que corrieran todo tipo de rumores insensatos acerca de un hombre que había estado en la cumbre tanto tiempo.
—No necesito que me defendáis, madame. —Le dedicó una sonrisa fría a la italiana—. ¿A quién pueden interesar esos viejos embustes? Conozco en cambio un secreto que os pondrá los pelos de punta. Porque afecta a la madre de dos personas que todos conocemos bien: el duque de Montmorency y su hermana Charlotte, la princesa de Condé. La auténtica historia de cómo una dama de origen modesto logró contraer matrimonio con uno de los más altos señores del reino…
Un murmullo de curiosidad intensa acogió aquellas palabras. La baronesa de Cellai hizo amago de replicarle, pero por una vez no debió de encontrar nada con lo que fastidiarles a todos la diversión y se resignó a escuchar la historia con la boca fruncida. Marie sonrió, alentadora, y Ana de Austria asintió con alivio.
El duque de Épernon achicó los ojos y paseó la mirada por la concurrencia:
—¿Cómo pudo la pequeña Louise de Budos llegar a casarse con todo un condestable de Francia? Louise era hermosa, sí. La recuerdo perfectamente aunque hayan pasado treinta años. Parecía un ángel que hubiese decidido residir en la tierra como ofrenda a los mortales. Cómo olvidar su porte etéreo, sus ojos limpios, la curva perfecta de su nariz y de su boca, que pedía a gritos que la besaran. Tenía todas las cualidades que mi viejo amigo, el condestable de Montmorency, podía desear para consolarse por la muerte de su primera esposa. Pero una mujer así… se goza y se descarta, mesdames. —Sacudió la mano en el aire y sonrió, frívolo—. Y ésa era la intención del condestable, según me confesó varias veces. Sin embargo, la inocente Louise, con sus dieciocho tiernos años, no pensaba dejarse utilizar. Osó invocar la ayuda del diablo para embrujar a su admirador y lograr que se casara con ella. Con consecuencias terribles.
El duque hizo una pausa dramática. Un murmullo de expectación recorrió la sala. La reina se tapó la boca con la mano y dijo algo en español:
—La Santa Madre de Dios nos proteja.
Épernon carraspeó, satisfecho del efecto de sus palabras, y continuó:
—Se cuenta que, a cambio de fornicar con el demonio, Louise recibió un anillo mágico con el poder de atar la voluntad de cualquier hombre. En cuanto se lo puso, el viejo Montmorency enloqueció de pasión y decidió desposarla, ante el pasmo de toda la Corte. Como sabéis, tuvieron dos hijos, y no fueron más infelices que otros. Pero el condestable tenía obligaciones militares que a menudo le obligaban a alejarse de su esposa, y cada vez que se marchaba, ella caía en una ansiedad profunda similar al terror. Insistía en estar siempre acompañada de tres damas, incluso para dormir, y sufría horribles pesadillas. Quizá ya sospechéis la razón. —La mirada incisiva del duque recorría expectantes uno a uno los rostros de las mujeres, que estaban todas pendientes de sus labios pálidos.
—¡El diablo! —exclamó Bernard sin poder evitarlo. El cuento le tenía totalmente cautivado. Recordaba nítida en su mente la imagen gallarda del duque de Montmorency en sus salones de Chantilly. ¿Sería verdad que su madre había hecho un pacto con el maligno?
Épernon le dedicó una inclinación de cabeza y una sonrisa de aprobación y continuó:
—El anillo no era un regalo, sólo un préstamo, y para renovarlo el diablo había establecido que la cópula satánica tenía que repetirse cada vez que el marido se ausentara. Innumerables veces sintió la hermosa Louise el peso asfixiante de Satanás sobre sus turgentes senos, su lengua fétida llenándole la cara de babas, el hedor insufrible de su piel escamosa y el dolor atroz de su verga erizada de pinchos incrustándose en sus entrañas. —La voz áspera del duque se detuvo un instante. Sólo se oían el viento y la lluvia que azotaban con violencia las ventanas del Louvre. Las damas contenían el aliento—. Los sirvientes me contaron que el diablo solía venir a visitarla en forma de un hombre alto, embozado en una capa negra. Ella le recibía siempre, fuera la hora que fuese. No tenía elección. Pero un día, refugiada en la compañía de sus hijos, se negó a verle. Ya sabéis que la inocencia angelical de los niños puede servir de protección contra el maligno, y Satanás no pudo acercársele. Pero fue un error fatal. Porque a la mañana siguiente el hombre de negro se presentó a una hora en que Louise se encontraba sola con sus damas. Ella no tuvo más remedio que encerrarse con él en su gabinete, después de dar orden de que no les molestaran, oyeran lo que oyeran. De la habitación no salió ningún ruido en todo el día y por fin, cerca de la medianoche, los criados se atrevieron a forzar la puerta y entrar. En el suelo encontraron a la desgraciada Louise. Muerta. Tenía la cabeza vuelta del revés en una postura antinatural, pero sus facciones no estaban desfiguradas en absoluto, y en la sala flotaba un penetrante olor a azufre. El diablo la había castigado por negarse a cumplir su parte del pacto, aunque sólo fuera una vez. Que os sirva de advertencia, si estáis pensando en engañar al demonio, mesdames… Todo se paga, tarde o temprano.
Bernard estiró la espalda para despejarse. Los demás estaban igual de embobados. Ana de Austria disimuló un estremecimiento estrechándose contra Marie. Hasta el cardenal de Richelieu parecía un tanto impresionado. La única que contemplaba al duque con una mezcla de aburrimiento e impaciencia era la baronesa de Cellai.
La luz de un violento relámpago iluminó la estancia y casi de inmediato un potente trueno hizo temblar las ventanas. Varias damas chillaron espantadas. Pero alguien rompió a reír con nerviosismo y al poco toda la concurrencia se unió al coro. Aquello puso fin a la sesión de relatos. La reina ordenó a los lacayos encender las velas de las lámparas y la estancia se convirtió como por arte de magia en un refugio cálido y dorado a cubierto de las nubes negras y los relámpagos.
La conversación iba recuperando el tono relajado y alegre cuando se escucharon unos ladridos y el raspar frenético de unas uñas contra las puertas de madera, seguidos de un ruido de botas y unas carcajadas masculinas.
Las puertas se abrieron de golpe y tres perros de caza cubiertos de fango irrumpieron en el dormitorio real, acompañados de un penetrante olor a humedad. Unos pasos más atrás les seguían ocho o nueve hombres con las ropas empapadas y cubiertas de barro, y los sombreros chorreantes de agua. El olor que desprendían dentro de sus ropajes de cuero mojado era casi tan intenso como el de los animales.
Todo el mundo se puso en pie de inmediato y Bernard reconoció al mismísimo Luis XIII al frente del grupo. Lessay y Bouteville caminaban detrás de él. Dudaba de si sería adecuado acercarse a saludarlos cuando un grito de angustia le hizo girar la cabeza. Los tres sabuesos habían detectado la presencia del gato que dormía sobre las rodillas de la reina y se habían abalanzado sobre ella con sus fauces babeantes.
Ana de Austria se incorporó, asustada, estrechando al animalito aterrado contra su pecho. El cardenal intentó interponerse, pero los perros, cada vez más excitados, no dejaban que nadie se acercara. Se produjo un revuelo entre las damas y los cazadores, y Bernard se lanzó también hacia los animales, pero las carcajadas del rey los detuvieron a todos de inmediato:
—¡Dejadlos, señores! Qué animales más insaciables. No han tenido bastante con todo un día de caza. ¡Dejadlos que se diviertan!
Los cazadores dudaron y Bernard con ellos. Entonces ocurrió algo que no acabó de entender. Entre el revuelo de quienes se habían acercado a la reina para ayudarla y los remolinos de faldas, le pareció ver que la baronesa de Cellai extendía la mano sobre la cabeza de uno de los perros. De inmediato, los tres animales se calmaron, dejaron de ladrar y se acurrucaron a los pies de las mujeres con los ojos mansos y las orejas gachas.
No estaba seguro de si había sido sólo su imaginación pero cuando alzó la mirada sus ojos se encontraron con los de la baronesa, profundos y verdes como pozos de musgo. Un oscuro poder bullía en sus profundidades por mucho que aparentara inocencia. Ella apartó la vista, pero Bernard estaba seguro de que se había dado cuenta de lo que estaba pensando.
Tragó saliva con dificultad y dio un paso atrás buscando con la mano la madera de una silla. Alguien más tenía que haberlo visto. Pero los cortesanos parecían simplemente aliviados por el rápido desenlace de aquella situación incómoda. Giró la vista hacia el grupo de los cazadores, buscando a Lessay. El duque de Chevreuse le había apartado de la reina, sujetándole por el brazo, y discutían en voz baja. No parecía haberse dado cuenta de nada.
Luis XIII, por su lado, tenía un gesto de desilusión pintado en el rostro, como un niño al que le hubiesen retirado su juguete favorito. Ana de Austria contemplaba a su esposo sofocada, con una mezcla de indignación y orgullo herido, y un leve rastro de miedo en la mirada. Sobre la piel de su garganta se marcaban las pequeñas heridas rojas que habían dejado las uñas del animal aterrado que se había prendido a su pecho.
Nadie escuchaba ya ni la lluvia torrencial que seguía derramándose sobre el Sena ni el retumbar del viento contra las ventanas. Los tres perros seguían silenciosos y con el rabo entre las patas, acurrucados sobre la alfombra.
—Os agradezco vuestra visita, sire. Debéis de estar agotado después de un día entero de caza, y más con este tiempo. —La voz de la reina sonaba fría y distante—. No sabéis lo que supone para mí que hayáis tenido un momento para venir a mostrarme lo que significan la hombría y la caballerosidad francesas.
El monarca frunció el ceño:
—Yo venía con la mejor voluntad, a desearos las buenas noches. Si no hubieseis estado tirada sobre esos cojines, a la española —pronunció la última palabra como un insulto—, no os habría ocurrido nada. Sólo los mendigos y las mujeres de los harenes turcos se sientan en el suelo. Intentad recordar alguna vez que sois la reina de Francia.
El insulto era tan grave que Ana de Austria se quedó sin habla durante unos instantes. Bernard volvió la cabeza, buscando a Marie, y vio que sus ojos brillaban con una ira nada disimulada. Finalmente, la reina reunió la suficiente fortaleza para contestar sin que le temblara la voz:
—Recordad vos con quién estáis hablando, sire.
El silencio era absoluto. Todos los presentes contenían la respiración y las miradas se cruzaban, alarmadas. El cardenal se acercó al rey con pasos cuidadosos y la intención evidente de deshacer la imposible situación:
—Hay algo importante de lo que querría hablar con vuestra majestad. Si tiene a bien concederme unos minutos…
El rey asintió, ausente. De repente, parecía muy cansado:
—¿Más cosas, Richelieu? Creí que hoy os daríais por satisfecho. Os he concedido vuestro capricho.
La respuesta del cardenal fue un susurro que sólo el rey escuchó. Ambos dejaron la estancia y Bernard aprovechó para acercarse a Lessay y decirle en voz baja que se alegraba de que estuviera libre. Sorprendido de verle allí, el conde relajó su rictus serio. Se dieron un breve abrazo y su patrón señaló con la cabeza hacia la puerta:
—Venid con nosotros. El rey nos despedirá enseguida y podremos ir a cenar.
Asintió, agradecido, contemplando el desfile de cazadores que salían del cuarto en pos del monarca. Algunos lanzaban miradas de compasión a la reina, otros daban apretones rápidos a alguna de las mujeres y todos remoloneaban, reacios a abandonar la cálida estancia después de un día a aquella terrible intemperie. Bernard se inclinó ante Ana de Austria y Marie, quienes apenas se dieron cuenta, y se unió a Bouteville que caminaba hacia la puerta renegando:
—Toda la puta tarde corriendo detrás de un lobo invisible mientras el diluvio universal se derrumbaba sobre nuestras cabezas. Tengo un hambre que no veo.
No más de la que tenía él. Bernard se giró para hacerle un comentario al respecto a Lessay y entonces se percató de que éste se había quedado atrás, hablando con la baronesa de Cellai. Se paró en seco. El conde la había tomado del brazo e inclinaba la cabeza, compartiendo alguna confidencia. Ella parecía un tanto cohibida por la familiaridad, pero aun así estaba susurrándole algo casi al oído como si de pronto fueran íntimos.
Aquello sí que era raro. Y preocupante. Lagarto, lagarto. Se estremeció, y resolvió alertar al conde acerca de la verdadera naturaleza de aquella mujer en cuanto tuviera ocasión.