5
Charles caminaba mustio por las calles llenas de charcos, con cuidado de no salpicarse la capa. Se estaba levantando un viento húmedo y frío pero tenía que dar parte a Boisrobert de lo que había descubierto el día anterior. No tenía sentido remolonear más. Eran malas noticias, pero eran útiles. Evitarían que el rey y el cardenal siguieran buscando como poseídos por toda Francia unos papeles que no iban a encontrar.
El abad vivía cerca de su casa, a los pies de la montaña Sainte-Geneviève, en un edificio de cuatro pisos. El bajo estaba ocupado por el taller de un maestro zapatero que exponía su género de puertas a la calle. En el primer piso dormían el artesano, su familia y sus aprendices, y Boisrobert se alojaba en el segundo. Cuando la diosa Fortuna le sonreía, le pagaba al arrendador las tres libras al mes que costaba alquilar los cuartos de la buhardilla para así mantenerlos libres de familias vociferantes. En su lugar dejaba vivir allí de balde a amigos literatos menos venturosos y a otros personajes perdularios.
Aunque él decía que estaba harto de vivir allí. Odiaba el constante trasiego de curtidores cargados de pieles y de clientes que venían a medirse o probarse, los golpes que daban los aprendices trabajando las hormas y el fuerte olor a cuero que invadía el patio interior. Su mayor deseo era mudarse a una casa propia en un barrio menos transitado. Aunque no lo tenía fácil si no dejaba de desangrarse en las mesas de juego.
Aquella mañana había un original espectáculo desplegado en la misma puerta de su edificio. Cinco o seis mozos embozados se dedicaban a arrojar una lluvia de fruta y verduras podridas contra su fachada, sin parar de gritar obscenidades. El taller del zapatero se encontraba cerrado a cal y canto, igual que las puertas y ventanas del piso principal. Lo primero que se le ocurrió a Charles fue que reclamaban deudas de juego. Pero enseguida se dio cuenta por su indumentaria de que eran estudiantes. Entre huevo podrido y lechugazo, cantaban:
¡Traidor, pelele!
¡Tu pluma a mierda huele!
En los pisos superiores, los criados y los huéspedes de Boisrobert se agolpaban en las ventanas, voceando insultos. Cada vez que un proyectil pasaba demasiado cerca se escondían en el interior, pero rápidamente volvían a asomarse. Por lo visto, no tenían prisa por salir a defender el fortín. El abad estaba asomado también y agitaba el puño sin mucho convencimiento.
Charles avanzó unos pasos y desenvainó la espada haciendo que el acero vibrara con fuerza. Los mozos detuvieron su ataque y le miraron dubitativos. Quizá calculaban si podrían con él entre todos. El mero hecho de que evaluaran la posibilidad de reducirlo a golpe de basura era humillante. Puso cara de perturbado y avanzó hacia ellos, amenazador, amagando estocadas, hasta que el jefe de la cuadrilla dio un silbido para retirar a sus tropas y los estudiantes comenzaron a correr calle abajo. El último le arrojó el tomate que tenía en la mano antes de poner pies en polvorosa.
Horrorizado ante el riesgo de que se estampara en su jubón, pegó dos tajos salvajes al azar, en un intento absurdo de mantenerlo lejos. Para su sorpresa el filo alcanzó el tomate de lleno y lo impulsó medio cortado contra el suelo, donde se estrelló hecho un amasijo rojo. La ovación de los habitantes de la casa le hizo sonreír y se vio obligado a hacer una breve reverencia. Al poco, el propio Boisrobert salió a recibirle y a acompañarle a sus habitaciones. Le instaló en la mejor silla y le sirvió un vaso de vino:
—Bienvenido, mon cher, igual de oportuno que Aquiles socorriendo a su Patroclo.
Charles pasó por alto la alusión amorosa, como hacía siempre, y bebió un buen trago:
—Bueno, más vale que no acabéis agujereado por un Héctor cualquiera. ¿Quiénes eran esos tipos?
El abad suspiró y se derrumbó a su vez en una silla:
—Libertinos. Discípulos de Théophile de Viau, mi viejo amigo. Me temo que para complacerlos tendría que pasar dos años en un calabozo oscuro, como él, por celebrar la sodomía en mis versos. Nada más podría redimirme. Piensan que soy un vendido, un miserable esclavo de Richelieu.
En realidad los reproches que le hacían los estudiantes no eran descabellados. En unos pocos años Boisrobert había pasado de descreído poeta libertino, hijo de hugonotes, a convertirse al catolicismo, tomar los hábitos y arrimarse a las sotanas rojas del cardenal como a una fogata en invierno. Charles no sabía si eran la persecución y el proceso por sodomía a Théophile de Viau lo que le había pegado el empujón, haciéndole ver las orejas al lobo, pero lo cierto era que su hábil movimiento le había supuesto un ascenso fulgurante en la Corte.
Aunque había que ser comprensivos. A él también le habían deslumbrado los libertinos recién llegado a París, y también procedía de una familia de hugonotes. Pero enseguida se había dado cuenta de que para meter la cabeza en la Corte, su pertenencia a la religión reformada no era más que un lastre y se había convertido al catolicismo sin pensárselo dos veces. Exclamó, con indignación auténtica:
—Pues ¡poca grandeza de espíritu demuestran los que la proclaman a los cuatro vientos!
—Ah, ardéis con la indignación de la primera juventud, qué envidia. —El abad se enderezó en la silla, serio de pronto—. ¿No os habéis preguntado nunca por qué sirvo al cardenal?
—¿Por los beneficios que os procura?
Boisrobert sacudió la cabeza:
—No. Desde luego, su protección no es nada desdeñable. Pero no me complacería servir a alguien que me fuera inferior. Richelieu es un hombre de auténtico genio. Y me escucha. —Su voz vibró con emoción—. Vamos a convertir a Francia en un Parnaso sin igual.
Los ojos del abad brillaron limpios un instante, antes de recuperar su habitual aspecto opaco, siempre al acecho del chiste o la frase ingeniosa.
Charles carraspeó. Todo eso estaba muy bien, pero quería soltar la mala noticia de una vez:
—Hablando del cardenal… Tengo noticias de Ansacq.
—Me han dicho que vuestro amigo el gascón ha regresado de Lorena.
Sintió un cosquilleo de satisfacción al oír aquel epíteto dedicado sólo a Bernard, pues confirmaba que él había logrado trascender el mismo origen provinciano. A nadie se le ocurriría decir «Montargis, el gascón».
—Ayer por la tarde.
—¿Le ha contado la muchacha algo del asunto que nos interesa?
Charles hinchó el pecho con orgullo:
—No. Pero no lo vais a creer: Bernard me ha hablado de un estuche que tenía escondido la vieja y que, entre otras cosas, contenía unos papeles en inglés. —Boisrobert no hizo ningún gesto de sorpresa—. ¿Es que os lo esperabais?
—Madeleine de Campremy le contó a Cordelier lo del estuche en cuanto le apretaron un poco las tuercas. Supuso que los mensajes podían estar allí y mandó gente a su casa, pero se la encontraron ardiendo. El colmo de la mala suerte.
No había sido cosa de la suerte exactamente. El incendio lo había provocado Bernard. Pero eso no podía decírselo, habría sido poner a su amigo en la picota. Además estaba dolido de que no le hubieran contado nada de aquello. Le respondió con brusquedad:
—No me escucháis. Lo que os digo es que Bernard encontró la caja antes de que ardiera la casa.
Boisrobert enderezó el cuerpo con los ojos muy abiertos. Ahora sí que le había sorprendido:
—¿Y? —le instó, con ansia.
—Miró los papeles y llegó a la conclusión de que no tenían valor alguno.
Boisrobert se frotó las manos:
—Bien, mejor que a nadie le interesen. ¿Dónde está esa caja?
Le miraba como si esperara que se la sacara de la manga. Charles se dio cuenta de que en su afán no había mencionado que el estuche había desaparecido. Respondió con cautela:
—No la tengo. Bernard la tiró al río.
El rostro del abad se ensombreció:
—Me estáis gastando una broma.
—Me temo que no. Lo hizo para que no la usaran como prueba contra mademoiselle de Campremy.
Boisrobert murmuraba blasfemias a media voz:
—Las cartas, halladas y perdidas. Trágico. —Achicó los ojillos con malicia—. Yo desde luego no pienso ir a informar al cardenal, tendréis que hacerlo vos. Os va a pelar la poca barba que tenéis.
Charles pegó un respingo:
—¿A mí? ¿Y yo qué culpa tengo?
El genio del cardenal era notorio. No quería tener que transmitirle malas noticias. El abad le contempló, socarrón:
—Siempre desahoga matar al mensajero. —Se levantó de la silla y echó a pasear por la habitación—. Además, no tenéis éxito ninguno con mademoiselle Paulet. Tengo que decíroslo, por vuestro bien; al rey se le ha terminado la paciencia. Está a punto de ordenar que la detengan para interrogarla, aun sin pruebas. Richelieu está muy decepcionado con vos.
Charles rogó, aturullado:
—Ya estoy cerca. Os lo juro. En unos días lo sabré todo.
Todo. Como si tuviera la mínima idea de los secretos que guardaba Angélique. Boisrobert comenzó a reír suavemente. Charles no sabía si de veras le divertía la situación o si sólo quería hacerle ver que era un necio:
—No sé si Su Ilustrísima querrá esperar. No habéis sido de ninguna utilidad. Lleváis meses pegado día y noche a la Leona. Y lo único que nos habéis traído es esa extraña historia que me contasteis sobre su entrevista secreta con el marqués de La Valette. La que acabó con un respetable gentilhombre persiguiéndoos a tiros por todo Paris… —El abad frunció los labios en una mueca desconfiada—. El padre Joseph piensa que es un cuento que os inventasteis para daros a valer. Y el cardenal está de acuerdo. Muy propio de un joven ambicioso dispuesto a cualquier cosa por introducir el cuello en su servicio…
Charles estaba lívido:
—No estáis hablando en serio.
—Comprendo vuestro temor. Os veis con la soga al cuello. Teníais que haberlo pensado antes de empezar a inventar chismes. El cardenal está muy enfadado. No tolera que se rían de él, y menos en asuntos de Estado. Estáis en un aprieto muy serio, mon cher —Boisrobert le puso una mano en el hombro y le miró fijamente—. Me estoy jugando la desgracia yo también al advertiros, pero os aconsejo que os quitéis de en medio una temporada. Quizá así eludáis el castigo.
—¿Os estáis burlando? ¡Os juro que no mentí! —No entendía cómo se le había puesto todo en contra de aquella manera. Si al menos consiguiera convencer al abad… Él mismo lo había dicho, Richelieu le escuchaba—. No me puedo creer que no me hayáis defendido. Pensaba que me queríais bien.
Boisrobert se situó detrás del respaldo de su silla y le apretó el hombro:
—Pues claro que os quiero… bien —De repente sonaba muy solícito, y tenía la voz rasposa—. Podría intentar convencer al cardenal de que no le habéis mentido. Pero ¿cómo puedo estar seguro de que no ha sido así?
Hubo un momento de duda durante el cual ninguno de los dos se movió. A Charles se le hizo eterno. La mano del abad le desabotonó los primeros botones del jubón y le deshizo los nudos de la camisa con impudicia. Él estaba rígido. Sentía el aliento de Boisrobert en la nuca.
Más de una vez había temido que llegara ese momento.
Él era un hombre práctico. Siempre se había dicho que en caso de verse en una situación tal, su ambición vencería la natural repugnancia que aquello le producía. Mucho se podía ganar de aficionarse a quemar la vela por los dos cabos. Sólo había que fijarse en el duque de Épernon, que había pasado de gentilhombre insignificante a grande del reino gracias a su intimidad con Enrique III. O en Buckingham, elevado hasta las alturas por el rey Jacobo de Inglaterra. Pero en ese momento, con la mano caliente de Boisrobert acariciándole el pecho y su boca pegada al cuello, no lo tenía tan claro.
Le agarró por la barbilla, deteniendo su avance:
—¿Le hablaréis en mi favor al cardenal?
El abad susurró:
—Vuestra cordialidad podría inspirarme a ello, sí.
Charles cerró los párpados con fuerza y dejó que el otro le girara la cabeza y le besara. Angustiado, intentó imaginarse que estaba con una mujer, pero el roce del bigote y la piel áspera de las mejillas del abad lo hacía imposible. Gracias al cielo Boisrobert no era de lengüetazo o dentellada, sino de discreta exploración. Casi lograba controlar las arcadas, pero entonces abrió los ojos, se encontró con la calva incipiente del abad y se dio cuenta de que no iba a poder.
Se lo quitó de encima como pudo y se puso de pie, escupiendo saliva:
—¿Tan decepcionado está el cardenal conmigo?
Pero Boisrobert no le soltaba. Peor aún, se estrujó contra su cuerpo y Charles sintió una inconfundible presión en el muslo:
—Nom de Dieu, muchacho, olvidaos de Richelieu —le susurró el abad. Le estaba sobando el culo. Y tenía su aliento en la oreja—. Os aseguro que le habéis caído en gracia y tiene grandes esperanzas puestas en vos.
Charles le apartó de un empellón:
—Pero ¿no acabáis de decir que estaba a punto de despedirme de su servicio y castigarme?
—¿Eso he dicho? Sólo quería asustaros un poco… —Los labios de Boisrobert dibujaron una sonrisa impúdica, a pocas pulgadas de su rostro—. Y ha surtido efecto.
Charles tardó en comprender. Boisrobert le había tomado el pelo.
Un peso inmenso desapareció de sus hombros. Pero enseguida el alivio dio paso a la rabia. El bochorno más pavoroso le sacudió de arriba abajo. No sabía si matar al abad a golpes o salir corriendo. Se arrojó contra él, le agarró por el cuello de la camisa y le empujó con violencia contra una mesa voceando juramentos. Alzó el puño dispuesto a machacarle la cabeza. Pero una voz interior le advirtió a tiempo de que si le hacía daño podía buscarse la desgracia con el cardenal, esta vez en serio. Boisrobert le miraba espantado y mudo.
Bajó el brazo y descargó el golpe en su estómago. El abad se encogió con un gemido y Charles le arrojó al suelo, sin parar de gritarle:
—¡Cabrón tramposo! ¡Hideputa! —No sabía si estaba más encolerizado con el abad o consigo mismo.
Lo que acababa de pasar demostraba que no era más que un pobre simple, en el mejor de los casos, y en el peor, un bujarrón en potencia. Menudo hombre de mundo, capaz de venderse tan barato. Se dio la vuelta, frenético, y arrojó al suelo con violencia la mitad de las cosas que quedaban en la mesa. Luego se cerró el jubón con dedos temblorosos y recogió su ropa de abrigo, ciego de vergüenza y de indignación.
Aunque una llamita de lucidez comenzaba a iluminar su cerebro y a ralentizar sus gestos. No quería hacerse un enemigo de Boisrobert. Si salía así de aquella casa, su carrera estaba acabada. De pura indecisión, se giró contra la pared y la golpeó con tanta fuerza que pensó que se había roto la mano.
El abad contemplaba su exhibición, boquiabierto y encogido en el suelo. Charles agarró el sombrero, incapaz de verle un arreglo a aquello, y con el rabillo del ojo le pareció que Boisrobert hacía un gesto para detenerle. Remoloneó un último instante con el pestillo en la mano y de repente escuchó una risita cautelosa a sus espaldas. Se dio la vuelta, desconfiado.
—Mon cher Montargis… —El abad se incorporó con las manos en alto, intimidado aún—. Quedaos, por favor, os juro que no volveré a poneros la mano encima.
Boisrobert le estaba tendiendo un puente y no quería rechazarlo, pero tenía que salvaguardar su dignidad.
—Si alguien se entera de lo que ha pasado…
—¿Le rebanaréis el pescuezo a vuestro amigo Boisrobert? Dejadme que os dé un consejo, bel ami. Nunca comencéis algo que no estéis dispuesto a llevar a término. —Sonrió—. Y eso vale también para vuestro cometido con la Leona. Tenéis que esforzaros más. En eso no os he mentido. El rey se impacienta.
Boisrobert parecía haber aceptado la derrota de buen grado. Charles respiró hondo y dejó su capa de nuevo sobre una silla. Confiaba en que después de la lección que le había dado el abad no volvería a intentar nada en mucho tiempo. Se revolvió indignado:
—¿Cómo voy a cumplir con éxito mi cometido si no me dais toda la información? Sabíais de la existencia del estuche pero no me lo dijisteis. Al interrogar a Serres me podía haber pasado desapercibido. —Según hablaba se iba acalorando más—. Desaprovecháis mi inteligencia y me insultáis. ¡Me tratáis como a un esbirro!
El abad meditó unos instantes su respuesta:
—Está bien. —Suspiró—. Vamos a ver cuán inteligente sois. Os voy a plantear una adivinanza complicada. Sentaos de nuevo.
Le empujó hacia la silla, sin mucha ceremonia, y él se dejó hacer:
—No quiero juegos —rezongó—, quiero información.
El abad revolvió en un cajón, extrajo un papel y se lo plantó en la mano:
—Esto, mon cher, es una combinación de ambas cosas.
Charles observó el papel con desconfianza y leyó:
El león joven al viejo vencerá,
En campo bélico por duelo singular:
En jaula de oro atravesará los ojos
Dos choques uno, luego morir, muerte cruel.
Lo que ni hierro o llama han sabido conseguir
La dulce lengua logrará en el consejo,
Con el reposo, sueño, el rey contemplará
El enemigo sin fuego, sangre militar
Armas que luchan en el cielo largo tiempo
El árbol tumbado en mitad de la ciudad
Alimaña roñosa, una pica, enfrente del fuego
Entonces sucumbió el monarca de Hadria
Viejo cardenal por el joven embaucado,
Fuera de su cargo se verá desarmado,
Arlés no muestras que se perciba el doble;
Y liqueducto y el Príncipe embalsamado.
Levantó la vista, decepcionado:
—Son cuartetas de Nostradamus. Cualquier lavandera reconocería el estilo grandilocuente y enrevesado. ¿Ésta es vuestra prueba de ingenio?
El médico provenzal Michel de Nostredame era el profeta más famoso de la cristiandad. Había muerto hacía ya cincuenta años, pero todo hombre curioso había visto una copia de sus Profecías, y Charles había discutido a menudo sobre ellas con su padre.
Las profecías del provenzal también habían tenido un éxito extraordinario en la Corte. La vieja reina Catalina de Médici le había protegido y contaban que en una ocasión se había desplazado hasta su hogar de la Provenza para consultarle sobre el futuro de sus hijos. Quería saber cuántos de ellos reinarían y durante cuántos años se sentarían en el trono.
Nostradamus le había presentado un espejo en una habitación en penumbra. Una tras otra se habían aparecido sobre la superficie bruñida las imágenes de sus hijos girando sobre sí mismas. Cada vuelta representaba un año de reinado. El adivino le había predicho que todos ellos morirían sin descendencia y que su primo Enrique de Navarra ascendería al trono.
Boisrobert arrastró una silla al lado de la suya, con la actitud de un colegial ávido de compartir confidencias:
—Reconocerlas no es lo difícil. Ahora tenéis que interpretarlas.
Charles le miró, incrédulo. Interpretar las profecías de Nostradamus era el pasatiempo favorito de cuantos adivinos y sacacuartos rondaban por la capital. Los versos eran tan vagos que podían significar cualquier cosa. Iba a decirle que él no era el hombre adecuado para aquella tarea pero un brillo travieso en la mirada de Boisrobert le decidió a colaborar:
—La primera es fácil. La muerte de Enrique II.
El león joven al viejo vencerá,
En campo bélico por duelo singular:
En jaula de oro atravesará los ojos
Dos choques uno, luego morir, muerte cruel.
Todo el mundo conocía aquella cuarteta. Era la que había demostrado sin duda posible que Nostradamus tenía la habilidad de ver el futuro. La que le había procurado fama y renombre. En ella describía, con cuatro años de antelación, las circunstancias exactas de la muerte del rey Enrique II, el esposo de Catalina de Médici, acaecida en 1559.
El accidente había tenido lugar durante los grandes fastos de celebración de las bodas de una de sus hijas con el rey de España. Como era costumbre, se había organizado un torneo y Enrique II había decidido tomar parte en las justas, a pesar de las advertencias de sus astrólogos, que le habían aconsejado evitar todo combate el año de su cuarenta cumpleaños.
Después de varias victorias, el rey se había enfrentado al capitán de su Guardia Escocesa. El choque había sido tan violento que la lanza de su contrincante le había levantado el casco. Una larga astilla de madera le había atravesado el ojo izquierdo. Otra se le había quedado clavada en la frente, por encima del ojo derecho. Había muerto en medio de atroces sufrimientos aquella misma madrugada, en brazos de su esposa.
El «león joven» era el capitán y el «viejo», Enrique II. Ambos llevaban leones pintados sobre sus escudos aquel día. La «jaula de oro» era el casco dorado del rey y los «dos choques» se mencionaban porque hasta el tercero no había ocurrido el accidente. Era la más popular de las cuartetas de Nostradamus.
Boisrobert le alentó con un gesto:
—Bien. No esperaba menos de vos. Continuad.
Charles leyó el resto dos veces, sin que se le ocurriera nada.
—¿Aparecen juntas en el texto original?
El millar de cuartetas que había escrito Michel de Nostredame estaba dividido en centurias. El orden no era cronológico, pero la proximidad a veces indicaba relación entre los eventos.
—No, están extraídas de diferentes centurias. —Charles se concentró. Aquel ejercicio no era muy diferente de la búsqueda de anagramas en la Estancia Azul. En la segunda cuarteta había un rey, en la tercera un monarca y en la cuarta un príncipe. Había sangre, picas y entierros. Si la primera hablaba de la muerte de Enrique II, las otras podían ser algo parecido.
Lo que ni hierro o llama han sabido conseguir
La dulce lengua logrará en el consejo,
Con el reposo, sueño, el rey contemplará
El enemigo sin fuego, sangre militar
Eureka:
—La segunda se refiere al asesinato de Enrique III.
Boisrobert aplaudió:
—Bravo. Yo tardé más tiempo en hallar el vínculo. ¿Cómo lo habéis deducido?
—Por el hecho de que ni hierro ni llama hubieran logrado acabar con él, sino alguien que venía a verle en consejo.
El hijo de Enrique II y Catalina de Médici tampoco había tenido una muerte apacible. Y su progenitor, al menos, había caído con las armas en la mano. Él había sido asesinado por un simple monje que le había sorprendido mientras hacía de vientre. A Charles le había parecido tan humillante el episodio que todos los detalles se le habían quedado grabados en la memoria desde que lo oyera relatar por primera vez en su infancia.
El desafortunado monarca había pasado su reinado de guerra en guerra. Bien podían hacer referencia a eso el «hierro» y la «llama» de la cuarteta. La muerte le había llegado cuando estaba a punto de lanzar un ataque contra el partido ultracatólico, que se había sublevado contra él. Un dominico fanático llamado Jacques Clément se había introducido en sus habitaciones privadas con el pretexto de llevarle un mensaje y le había apuñalado mientras evacuaba. Su engaño era la «dulce lengua» de la que hablaba el verso; hasta su apellido, «clemente», era casi un sinónimo de dulce.
El rey había expirado horas después rodeado por los grandes señores de Francia, entre ellos su favorito, el duque de Épernon, y su pariente, Enrique de Navarra, a quien, a falta de hijos, había reconocido como heredero.
—Después de su muerte, sus tropas se retiraron. Así que el «enemigo» logró derrotarlas sin utilizar «fuego» ni derramar «sangre militar» —concluyó—. No tengo muy claro a qué pueden referirse el «reposo» y el «sueño». ¿No acababa el rey de despertarse cuando el monje le sorprendió? Eso significaría que nada más salir del sueño «contempló» a su asesino…
—Pudiera ser. Yo he leído que días antes de su muerte soñó que su ropa, su corona y su cetro eran pisoteados por una muchedumbre liderada por un monje. Parece que discutió la visión con conocidos y astrólogos que se encargaron de difundirlo en todo tipo de hojas volanderas una vez muerto el monarca.
—Pues ya tenéis dos interpretaciones por el precio de una.
Boisrobert se rascó la barbilla:
—Recordadme que le mencione al cardenal lo agudo que sois.
Charles le miró, escamado, y el abad sonrió con aparente inocencia. Volvió a concentrarse en el papel y en la siguiente estrofa.
Armas que luchan en el cielo largo tiempo
El árbol tumbado en mitad de la ciudad
Alimaña roñosa, una pica, enfrente del fuego
Entonces sucumbió el monarca de Hadria
Levantó la vista con aire triunfante:
—La muerte de Enrique IV. —El buen rey gascón. Apuñalado en su carruaje.
—Vaya, qué rápido sois…
—Es que, visto el tema que comparten las otras dos cuartetas, es inevitable acabar concluyéndolo.
—Pero ¿podéis explicarlo? Si ha sido a voleo, no lo acepto.
Charles frunció el ceño:
—Bueno, para empezar, sucedió a Enrique III en el trono, tiene sentido que la siguiente cuarteta hable de él. Las «armas que luchan en el cielo largo tiempo» son las innumerables batallas que tuvo que vencer para lograr la corona. —Boisrobert le miraba, satisfecho—. El «árbol tumbado» supongo que es una forma metafórica de referirse al rey, que muere en el centro de París. Además, dicen que poco antes de su muerte el árbol de mayo del Louvre se desplomó a sus pies como si fuera un aviso del cielo. Y la «pica» es el arma asesina.
—Pero le clavaron un puñal, no una pica.
—Ése es un detalle sin importancia. Una pica también se clava en el pecho para matar. Las centurias de Nostradamus no pueden tomarse al pie de la letra. La expresión «enfrente del fuego» se refiere a la calle de la Ferronnerie donde lo asesinaron… La calle de los herreros. Los herreros usan el fuego para moldear el metal.
—Impresionante. ¿Y la «alimaña roñosa»?
Charles se encogió de hombros:
—¿El asesino? —Su mirada se iluminó de nuevo. Aquello tenía su gracia—. Ravaillac, el loco, tenía el pelo rojo. El orín del metal es rojizo.
El abad volvió a aplaudir como un niño:
—Ojalá hubierais estado con nosotros la tarde que el cardenal y yo pasamos descifrándolas. Sois muy eficaz. —Sonrió—. Lo que quizá no sepáis es que Enrique IV aparece a menudo en las profecías de Nostradamus con el apelativo de «Hadria». Todo confirma vuestra interpretación.
Estaba orgulloso de su agudeza, pero quiso darse un aire modesto:
—Me halagáis; no es para tanto. —Boisrobert se frotó las manos:
—¿Y la última cuarteta?
Charles agarró de nuevo el papel y se concentró:
Viejo cardenal por el joven embaucado,
Fuera de su cargo se verá desarmado,
Arlés no muestras que se perciba el doble;
Y liqueducto y el Príncipe embalsamado.
Cada cuarteta describía la muerte sangrienta de un rey. Y estaban dispuestas en orden cronológico. La primera advertía de la muerte violenta de Enrique II, la segunda de la de su hijo Enrique III y la tercera, el asesinato de su sucesor, Enrique IV. Cuyo hijo se sentaba ahora en el trono. ¿Sería posible que Nostradamus estuviera anunciando la muerte de Luis XIII en aquellos cuatro versos? Después de darle vueltas y más vueltas tuvo que reconocer que no daba con ello:
—No se me ocurre nada. Tiene que ser la muerte del rey, pero no veo cómo ni por qué.
Boisrobert se arrimó a su silla otra vez, con ademán cauteloso:
—Eso es porque todavía no ha sucedido. Es mucho más fácil interpretarlas a posteriori. Pensamos que la cuarteta tiene que contener algún tipo de aviso.
Charles le miró con severidad para que no se acercara más. Se le había acabado la inspiración:
—Alguien va a quitarle el puesto al cardenal y eso precipitará la caída del rey, que acaba embalsamado.
El abad soltó una carcajada:
—No puede ser tan literal. Nunca lo es.
Charles insistió, agarrándose a lo único que se podía sacar en claro:
—Pues aquí pone que van a echar al cardenal del cargo por culpa de un embaucador. Eso sería terrible… —Para Richelieu, para el abad y para él—. ¿En Arlés? ¿Qué hay en Arlés?
Boisrobert sacudió la cabeza:
—Pantanos. Mosquitos. El Ródano.
—Puede ser cualquier cosa. —Suspiró, dándose por vencido.
—No. Tiene que ser una advertencia. El rey ha consultado a numerosos eruditos. Todos coinciden con nosotros en la interpretación de las tres primeras estrofas, pero nadie sabe descifrar la última.
—Pero ¿a quién se le ha ocurrido este juego? ¿Y por qué pierde tiempo el rey tratando de…? —Entonces comprendió—. ¡Es el mensaje! El mensaje inglés que llegó a destino. El que el rey Jacobo de Inglaterra le encomendó a un mensajero antes de morir para que lo hiciera llegar a Su Majestad.
—Cualquiera habría dicho que Jacobo tenía bastantes cuentas que saldar con Dios como para perder el tiempo con acertijos en su lecho de muerte, ¿verdad? Original hasta el último aliento… —murmuró el abad—. Creedme, yo sería el primero en achacarlo todo a los delirios de una mente agonizante. Si los otros dos mensajeros no hubieran muerto asesinados. Está claro que alguien quería impedir que la advertencia llegara a París y que Jacobo tenía motivos para tomar tantas precauciones y camuflar su mensaje. ¿Y qué podía haber más natural para un hombre fascinado por las ciencias oscuras, como él, que utilizan una cuarteta de Nostradamus? Si vuestro amigo no hubiera destruido las dos piezas del rompecabezas que nos faltan, tendríamos más pistas y sabríamos qué nos quería decir exactamente.
—¿Y la mujer de Ansacq…?
—No dio tiempo a sacarle casi nada. Cordelier tuvo que aplicarle tormento sólo para que confesara que estaba detrás del robo de los dos mensajes. No hubo ocasión de averiguar más, porque el cirujano del tribunal se apiadó de ella y la envenenó, muy cristianamente, para que no tuviera que sufrir más. —Boisrobert contempló el pliego manuscrito—. Si al menos supiéramos qué plazo tenemos… Cuando detuvieron a la mujer encontraron varios libros de astronomía en su casa y en uno de ellos había garabateado algo sobre una «conjunción estelar». Pero los cálculos estaban a medias. No sabemos cuándo será, ni siquiera si tiene relación alguna con el asunto.
—Ni cómo se supone que va a morir el rey. La cuarteta de Nostradamus es indescifrable.
—¿Y qué utilidad tiene una profecía si no puede descifrarse a tiempo? —preguntó el abad—. Os lo voy a decir: ninguna. Si sólo logramos interpretarla a posteriori, como las otras tres, ya será tarde para evitar la desgracia. Así que ahora ya comprendéis por qué es tan importante cazar a la Leona. Para Su Majestad es cuestión de vida o muerte. Nos ha dado una semana.
Por supuesto que lo comprendía. Muertos el rey Jacobo, Anne Bompas y Percy Wilson, Angélique era la única pista que les quedaba, por vaga que fuera. Era imprescindible averiguar de una vez por todas por qué había asesinado al paje inglés. Impresionado por la importancia de su misión, Charles asintió:
—No os arrepentiréis de haber confiado en mí.
Tenía que descubrir como fuese los entresijos de Angélique. Así que si el cielo seguía sin ayudarle, iba a tener que ayudarse él.