8
El delicioso círculo que formaban los labios de la duquesa de Chevreuse se rompió, dando paso a una carcajada estridente y un grito:
—¡Eso no! No soporto las cosquillas, ¡comportaos!
Lord Holland sacó la cabeza del agua humeante y asió a la dama por los hombros. Los bigotes mojados le colgaban como dos gatos escaldados a los lados de la cara. Aun así, ella le miraba arrobada como si fuera el mismísimo Apolo. Los dos amantes estaban completamente desnudos, sin camisa de baño, dentro de la tina de cobre, y sus cuerpos sinuosos se agitaban bajo el agua.
—Vuestra risa es mi sol después de tanta lluvia. Tenía tantas ganas de veros… —El acento con el que el inglés destripaba la noble lengua francesa era aún más terrible que su metáfora.
Ella jugaba a parecer severa, con el ceño y la boca fruncidos, aunque sus ojos chispeantes y los hoyuelos de sus mejillas traicionaban el deleite que sentía:
—Pues nadie lo diría, con lo poco que me escribís…
Él adoptó la misma pose de falsa acritud:
—¿Osáis poner en duda mi constancia? Eso merece un terrible castigo. —Volvió a sumergirse y ella comenzó a darle puñetazos en la espalda, chillando feliz.
A muy pocos metros de esta escena, el cardenal de Richelieu se frotaba el mentón con impaciencia. Llevaba casi dos horas oculto detrás de un muro, en la habitación contigua. Los dos adúlteros no habían parado de retozar enjabonados hasta las cejas, sin sospechar que nadie pudiera estar espiándoles. Y él se arrepentía más a cada segundo que pasaba de la crédula superstición que le había llevado hasta aquel lugar.
La noche anterior había estado jugando al ajedrez hasta tarde con la baronesa de Cellai en los apartamentos de la reina. Su común interés por reconciliar a Ana de Austria y a Luis XIII les había ido haciendo congeniar en los últimos tiempos, y no era la primera vez que pasaban el rato de aquel modo. La amable compañía de la italiana le cosquilleaba la vanidad y, a pesar de que su belleza indiferente le intimidaba, disfrutaba contemplándola.
Ella había demostrado, como de costumbre, que era una adversaria formidable y la partida se había alargado tanto que habían acabado por dejarles solos. Entre movimiento y movimiento habían conversado de todo y de nada, sin ni siquiera parar para cenar. Y ya fuera por eso o porque le rondaba algún mal invernal, de pronto había empezado a sentirse débil y mareado.
En un momento dado, sus ojos se habían quedado enganchados de los de la italiana y había derribado la mitad de las piezas al tratar de mover la torre sin mirar al tablero. Habían tenido que poner fin a la partida y nada más regresar a su hôtel se había dejado caer en la cama, agotado.
En el breve duermevela le había parecido que seguía teniendo delante los ojos de la baronesa, fascinándole, pero en seguida se había quedado profundamente dormido y le había asaltado un extraño sueño: luz de velas, olor a aceite de jazmín, unas voces amortiguadas por el ruido del agua, carne blanca y resbaladiza… Imágenes imprecisas y engañosas. De pronto, una risa femenina, que conocía pero no lograba identificar. Unas manos que salpicaban, un calor opresivo y un hombre que preguntaba: «¿Matar al rey?». Una voz amenazadora, que se le escapaba… Matar al rey. Había luchado por verle el rostro a quienquiera que fuese entre los jirones del vapor, pero el hombre era sólo una figura borrosa. Las mujeres eran dos. Y una de ellas no se movía. Le miraba fijamente con una expresión entre asustada y libidinosa.
Se había despertado fuera de sí, sobresaltando al lacayo que le velaba. Imposible volver a dormir. El criado le había enjugado los sudores que le había provocado la pesadilla, a pesar del frío de la madrugada, y mientras su ayuda de cámara le ayudaba a ponerse una camisa limpia, un jubón y unos calzones negros, no había parado de darle vueltas al sueño, temeroso de que el recuerdo se le escapara cuando se le despejaran los sentidos. Estaba seguro de que había escuchado antes aquella voz de hombre. De que conocía a la mujer inmóvil y azarada.
No había sido hasta primera hora de la mañana, durante la preceptiva misa diaria, mientras el barbero le recortaba la perilla para aprovechar el tiempo, cuando había recordado dónde había visto antes el rostro de la mujer inmóvil de su sueño: tejido en un tapiz que representaba la historia de Susana y los viejos, y que colgaba de la pared del más suntuoso de los aposentos de la casa de baños de Jean Féval.
El reputado establecimiento se encontraba en un lujoso hôtel al fondo de un callejón a los pies del Arsenal e incluso los grandes señores lo frecuentaban en ocasiones señaladas; el día antes de una boda, después de un viaje largo o simplemente para encontrarse con discreción con una amante. Él sólo había estado allí una vez, hacía algo más de tres años, en la víspera de su investidura como cardenal, una efeméride más que merecedora del ritual del agua caliente, el vapor y el masaje.
No porque fuera enemigo del tratamiento. Más allá de la virtud de regular los humores y nutrir el cuerpo, Richelieu les reconocía a los baños humeantes un placentero efecto. Pero carecía de paciencia para guardar el reposo posterior que los médicos consideraban imprescindible con objeto de prevenir que los aires malsanos penetraran en el cuerpo a través de los poros dilatados. Y en cuanto a sus esporádicos encuentros amorosos, prefería lugares menos frecuentados por la Corte; no podía permitirse correr ningún riesgo.
Aun así, recordaba perfectamente el lujo casi oriental de la estancia que el bañista le había reservado en aquella ocasión. La gran bañera, las sábanas de seda, el aroma de flores, aceites y perfumes. Y el tapiz de la púdica y exuberante judía cuyo rostro se había asomado aquella noche a su sueño, envuelto en vapor y agua.
Había tardado un buen rato en decidirse. La ensoñación había sido más intensa y poderosa que una pesadilla normal. ¿Cómo saber si no era un mensaje de la divina Providencia? Una advertencia, una señal para ayudarle a confirmar o desmentir, de una vez por todas, si era cierto que pesaba alguna amenaza sobre el rey. Sería un crimen ignorarla. La muerte de Enrique IV les había enseñado a todos las consecuencias de desdeñar temerariamente los avisos del cielo.
Finalmente había decidido seguir su corazonada y había plantado a sus secretarios sin explicaciones para acercarse hasta los baños en un coche anónimo.
Jean Féval, el patrón, era un marsellés discreto y orgulloso de su honestidad. Le había acogido con extrema gentileza, pero se había negado a darle los nombres de los clientes que aguardaba aquel día, y Richelieu no se decidía a servirse de la autoridad que le confería su cargo para obligarle a hablar por un motivo tan peregrino. Tras casi media hora de tira y afloja dialéctico, había estado a punto de darse por vencido; el hombre parecía insobornable y se mostraba más escamado que intimidado por que el jefe del Consejo del rey, príncipe de la Iglesia para más inri, acudiera a su casa a hacerle aquellas preguntas en persona.
Estaba a punto de retirarse cuando escuchó unos pasos a su espalda y vio a Féval abrir los ojos en un gesto de prevención hacia quien fuera el recién llegado. El cardenal se dio la vuelta de inmediato y se encontró a un lacayo larguirucho. Colgado de un brazo cargaba un cesto exuberante repleto de frutas y dulces; y vestía con la librea plateada y azul de los duques de Chevreuse.
La segunda pieza del rompecabezas encajó de repente. La risa. La risa de su sueño. ¿Cómo no la había reconocido antes? La había escuchado tantas veces… No tenía duda alguna. Era la risa alegre y alborotadora de la cabritilla.
Con el lacayo allí plantado, a Féval no le había quedado más remedio que reconocer que aguardaba la visita de la duquesa para el mediodía. Madame de Chevreuse le había encargado que tuviera dispuesta una estancia y le había anunciado que la acompañaría un gentilhombre, pero el bañista juraba por su salud y la de su único hijo que no sabía de quién se trataba.
A Richelieu se le había agotado la paciencia. No tenía tiempo para andar templando escrúpulos. Sabía que el hijo por el que acababa de jurar con tanta alegría el bañista había estudiado leyes y hacía sus pinitos en la administración real. Mezclando una amenaza y una promesa en la misma frase, le había recordado al padre que cualquier palabra suya podía decidir la carrera del joven y dar alas o poner fin a todas sus esperanzas. El marsellés había comprendido que era más sensato claudicar y, sin parar de refunfuñar, le había conducido a través de un pasaje de servicio hasta una estancia de la primera planta, más pequeña que la que Richelieu recordaba, pero no menos lujosa.
Una vez allí, el bañista había descolgado un lienzo que pendía de una de las paredes, dejando al descubierto un panel de madera, y con una última ojeada de rencor lo había deslizado hacia un lado dejando a la vista una rendija diminuta. Quería que quedara claro que ya estaba hecha cuando había comprado el establecimiento. Nunca la había usado ni pensaba usarla. Era la primera y la última vez.
El cardenal le había asegurado que le creía, por supuesto, y nada más quedarse a solas se había inclinado sobre el agujero.
La estancia del otro lado del muro era la misma que había ocupado él tres años atrás. Y de una de las paredes, entre dos ventanas, colgaba el mismo tapiz de abigarrados colores, con su lúbrica versión de la historia de Susana y los viejos. La púdica judía miraba justo en su dirección, como si supiera que estaba allí, igual de emboscado que los dos ancianos togados con expresión de sátiros.
Ésa era la habitación en la que habían hablado de matar al rey en su sueño.
O eso había pensado al acomodarse en su escondite y al ver aparecer en el aposento, al mediodía exacto, a un tipo rubio y alto que había reconocido de inmediato.
Que lord Holland estuviera en París era sólo una sorpresa a medias. En la Corte aguardaban su llegada para mediados de mes. El rey Carlos I de Inglaterra había insistido en enviar una embajada para discutir las fricciones que causaba el entorno católico de su esposa francesa en Londres, así como la situación de los hugonotes de La Rochelle. Y como Buckingham no había conseguido que Luis XIII le concediera permiso para regresar a Francia, había decidido encargarle la misión a Holland.
Pero según sus noticias la delegación británica no había salido aún del puerto de Dover. ¿Sería posible que el bribón se hubiera adelantado de incógnito nada más que para robar unos días a solas con su amante?
Pudiera ser. Pero ¿y si había algo más? Al cardenal se le habían venido de inmediato a las mientes la carta que su sobrina le había escamoteado al marqués de Mirabel días atrás y la confesión que el padre Joseph le había extraído al gentilhombre gascón de Lessay. Aquélla no era la primera vez que Holland viajaba a solas por Francia. Ya había estado en Chantilly, tratando del envío de tropas inglesas a Francia. La decisión de quedarse allí oculto espiando a los dos amantes se había impuesto por sí sola.
Pero de momento no habían hecho más que refocilarse entre risas y frases bobas.
Acarició rítmicamente el bezoar que le colgaba del cuello, embelesado con los movimientos oscilantes de la espalda de la duquesa. Se había sentado a horcajadas sobre el inglés y lo cabalgaba con un ritmo moroso e hipnótico que al cardenal le hacía hormiguear las entrañas, mientras se la bebía con la mirada. La vio cerrar los ojos, de perfil, y echar la cabeza hacia atrás, sujeta al borde de la bañera, y la respiración se le aceleró. Cuando el hereje se agarró a sus tetas redondas y pesadas, amasándolas y retorciéndole los pezones, no pudo resistir más y las manos se le fueron solas a trastear con el cierre de sus calzones, frenéticas. Apoyó la frente en la pared, sin despegar la vista de aquella hembra lujuriosa, imaginándose que era él quien la tenía ensartada, quien le devoraba los labios y estrujaba sus carnes, jadeando con ansia, hasta que terminó de sacudir por completo aquella pulsión imparable.
Se apartó de la pared en el acto con un movimiento brusco, súbitamente malhumorado y avergonzado de su debilidad. Se limpió con la esquina del mantel de terciopelo que cubría una mesa y volvió a componerse las ropas, invadido de golpe por la melancolía y la temible bilis negra. Se sentía culpable y vacío. Todo aquello era una majadería, una pérdida de tiempo y un modo humillante de ponerse en evidencia, aunque fuera sólo ante sí mismo. Era un supersticioso que había pecado contra el primer mandamiento. Un soberbio arrogante que se creía digno de que el Cielo le enviara avisos durante el sueño, igual que si fuera ni más ni menos que el casto José. Era todo un dislate. La duquesa y el inglés eran dos intrigantes sin conciencia de Estado, pero no eran locos ni asesinos. Las palabras que había oído en su sueño eran sólo delirios de su imaginación, agotada de estar siempre en guardia.
Pero ya era tarde para arrepentirse. Regresó al agujero, apático, y suspiró aliviado al ver que las acrobacias amorosas de los dos tórtolos habían terminado.
Holland salió del agua y se frotó con energía desde los pies a la cabeza con un lienzo blanco. Finalmente agarró la toalla por ambos cabos, se la colgó del cuello y se quedó mirando el tapiz de Susana y los viejos, en una pose forzada que parecía la burda imitación de la de una estatua griega:
—Esa mujer no es trigo limpio. Sabe que la están mirando y se pavonea sin recato…
—Igual que vos. —Replicó la duquesa, riendo. Luego se puso en pie—. Ayudadme.
Tendió los brazos, aguardando a que su amante la asistiera para salir del agua. Ella sí que parecía la encarnación de la misma Venus. Richelieu la tenía tan cerca que le parecía que su propio aliento se confundía con el vaho neblinoso que le lamía las nalgas y los muslos mullidos. Casi le parecía que podía enredar las manos en la cascada de cabellos mojados que le caían sobre la espalda, acariciándole la hondonada de los riñones, y atraerla hasta él.
Sin embargo, fue el inglés quien la alzó en volandas, se la llevó hasta la cama y procedió a secarla con mucha más parsimonia de lo que había hecho consigo mismo, recreándose en todos los recovecos de su cuerpo. En silencio. Richelieu agradeció aquel momento de calma. Él también tenía tendencia a refugiarse en la contemplación para volver a encontrarse a sí mismo después de perderse en los placeres de la carne.
Aunque por lo visto no todo el mundo tenía la misma necesidad, porque en cuanto la piel de la mujer estuvo más o menos seca, el inglés alargó el brazo, se hizo con un racimo de uvas confitadas y le ofreció la mitad a su amante. Acto seguido, se envolvieron en sendas batas de seda y comenzaron a parlotear de nuevo, riéndose de boberías sin sustancia, sin dejar de devorar a dos carrillos.
El cardenal bufó, exasperado, y se sacó del bolsillo una propuesta de ley suntuaria que había redactado uno de sus secretarios para, al menos, aprovechar el tiempo trabajando. Lo último que quería era pasar allí el resto del día escuchando simplezas. Le daba media hora más a la Providencia para demostrar que el sueño que le había enviado tenía algún sentido. De otro modo, no le quedaría más remedio que concluir que había sido el diablo quien le había enviado la visión para mofarse de su credulidad y sus desvelos y torturarle obligándole a escuchar aquella cháchara inane.
Pero en vez de sosegarle, el trabajo le ponía aún más nervioso. En el borrador había varios errores graves y no tenía a mano a quien dictarle las correcciones oportunas. Intentaba memorizar los cambios que necesitaba hacer, irritado, cuando un par de frases provenientes de la otra habitación reclamaron su atención. Holland le estaba explicando a su dama que alguien le había reconocido camino de los baños y no creía que pudiera mantener su presencia oculta mucho más tiempo:
—Las relaciones entre vuestro rey y el mío ya están lo bastante tirantes. Si Luis XIII descubre que ando dando vueltas por su capital a escondidas, capaz es de pensar que he venido como espía.
—¿Tan pronto? —se lamentó ella—. Creía que íbamos a disfrutar el uno del otro un poco más… El rey se marcha mañana a Saint-Germain. Si se entera de que estáis aquí, tendréis que iros con él. La reina va también, puedo acompañaros. Pero será mucho más difícil encontrar ocasión de vernos a solas.
—A mí tampoco me hace gracia pero no veo otro remedio. Bastante ha costado ya que Luis XIII accediera siquiera a recibir a nuestra embajada.
La duquesa le pidió que le acercara otra fruta, mohína:
—Supongo que no se puede hacer nada… Todo es culpa vuestra y de vuestra improvisación.
—No sabía cuándo iba a poder escaparme… —respondió Holland con una zalamería teatral—. Qué más quisiera que poder venir a arrojarme a vuestros pies cada vez que me lo ordenarais.
Ella le besó la punta de la nariz:
—No os estoy hablando sólo de amor… Si hubiera sabido que vendríais tan pronto, habría convencido a Lessay para que os aguardase en París. Se marchó hace dos días.
—Habíamos dicho que nada de política. Estas horas son sólo para nosotros.
La cabritilla le acariciaba los rizos al figurín inglés, persuasiva:
—Lo sé. Pero esto os va a interesar. —En dos pinceladas viperinas, la duquesa puso al tanto a su amante de lo que había sucedido en el entorno de la reina en los últimos días y de la decisión del rey de desposeer a Lessay de sus cargos y privilegios—. Ya sabéis lo fastidioso que es mi primo. No se fía de Buckingham, ni de Gastón, ni de mí, ni de nadie… Desde que os entrevistasteis en Chantilly no ha hecho más que hablarme de cautela y precauciones.
—Y tiene razón. Deberíais ser prudente. Porque en cuanto os descuidéis, estoy dispuesto a raptaros y llevaros conmigo a Londres para siempre —respondió Holland, besándole los dedos uno por uno.
Ella sonrió con beatitud y le agradeció la banalidad con media docena de arrumacos antes de volver a ponerse seria:
—El caso es que por fin ha mandado al cuerno la prudencia. En la vida le había visto tan enfadado. —La duquesa se alzó sobre los codos y el cardenal tendió el cuello para no perderse ni una palabra—. Creo que habría podido quitarle la vida al rey con sus propias manos.
—God’s wounds, eso sí sería una solución. Si Lessay se presta voluntario para matar al rey personalmente y dejarse descuartizar en plaza pública, podréis sentar a Gastón en el trono, casar a Ana de Austria con él y deshaceros de vuestro odiado cardenal sin tener que buscar aliados ni dentro ni fuera de Francia.
El inglés reía con ganas y Richelieu sintió que se le encogía el estómago. Su sueño se estaba haciendo realidad de una forma tan ligera que parecía una mascarada. La voz que había escuchado, hablando de matar al rey, era la de Holland. Pero se había equivocado al interpretarla. No sonaba amenazante sino cínica y desvergonzada. Para él era todo una broma.
La duquesa, en cambio, hablaba completamente en serio.
—Mi primo va camino de Bretaña pero se marcha en pie de guerra. Está convencido de que puede persuadir al duque de Montmorency para que se una a nosotros. Y no sé qué habrá tratado con la reina madre, no quiso darme detalles, pero… —La cabritilla bajó la voz y el cardenal se pegó a la pared para no perder ni una palabra—. Dice que María de Médici está obsesionada con la posibilidad de que Ana de Austria pueda quedarse encinta de Luis XIII. Que quiere ver a Gastón en el trono tarde o temprano. Y que no le extrañaría que cualquier movimiento a su favor contara con su beneplácito.
Holland ya no se reía:
—Teníais razón. Quiero hablar con Lessay.
—Ni se os ocurra poner nada por escrito —advirtió ella de inmediato—. Nadie ha vuelto a saber nada de las cartas que nos robaron en el camino de Argenteuil, pero si Lessay tiene razón y los ladrones eran hombres del rey… puede que Luis XIII esté sobre aviso. Es muy peligroso.
El cardenal se enderezó en su asiento, sorprendido. O sea que la duquesa tampoco tenía las cartas perdidas. Eso significaba que el soldadito Montargis y su amigo Serres también le habían contado a ella la historia de los misteriosos ladrones de correo, después de que ambos escamotearan los papeles camino del convento. Capaces eran de habérselos guardado para utilizarlos con cualquier propósito retorcido en un futuro.
Era una imprudencia propia de jovenzuelos ambiciosos y dados a creerse más listos que nadie. Casi todos los de su calaña solían acabar mal. Y Charles Montargis había terminado haciéndose matar por el duque de La Valette, el muy cretino. Si estuviera vivo le habría mandado a buscar de inmediato para sonsacarle qué había hecho con las dichosas misivas. Tenía que decirle al padre Joseph que averiguara si Serres sabía algo al respecto.
Holland permanecía callado, calculando las implicaciones de lo que acababa de revelarle la duquesa. Finalmente sonrió:
—De acuerdo. Lo que me habéis contado es muy interesante. Pero ahora toca cumplir con el trato. No más política.
—No más política —repitió ella, y a Richelieu le dio la impresión de que los bigotes del inglés se alzaban en aprobación.
Holland se arrodilló frente a la dama y empezó a desanudarle la bata. Otra vez. Y ahora fuera del agua, para que él no se perdiera ningún detalle.
Pero la conversación que acababa de escuchar le había apagado definitivamente los ardores. Temblaba sólo de pensar que María de Médici, su patrona y valedora, pudiera llegar a sumarse a algún tipo de acción contra su propio hijo.
Todo aquello le recordaba demasiado a los viejos fantasmas que las cuartetas de Jacobo le habían hecho remover en los archivos. Rumores sin sostén que habían corrido hacía años sobre la muerte del viejo Enrique IV, especulaciones perversas sobre su viuda a las que era mejor no prestar oídos. Sospechas vergonzantes que le habían llevado hacía unos días a irrumpir en la clausura de un convento y tratar de extraerle algún recuerdo razonable a una pobre loca que llevaba quince años encerrada. Craso error. Era de necios perder el tiempo en escarbar secretos, si de antemano uno sabía que no estaba dispuesto a creer lo que encontrara.
Se puso en pie y tiró del llamador para que Féval acudiera a buscarle y le guiara fuera del establecimiento sin que le viera nadie. No podía sacarse de la cabeza la pérdida de esas cartas que la cabritilla había enviado a Inglaterra el mes anterior. Hasta entonces se había consolado con la idea de que seguramente no eran más que imprudencias amorosas. Pero la duquesa había hablado con seria preocupación de ellas. Tenía miedo de que el rey las hubiera visto. De que estuviera sobre aviso. ¿Sobre aviso de qué? Lo que estaba claro era que aquellos papeles contenían algo vital que se les había escapado delante de las narices. Quizá incluso contuvieran pruebas suficientes para haber detenido a alguno de los conjurados, por alto que estuviese, y haber puesto fin a aquel delirio.
Maldito guardia barbilampiño y maldito él mismo por haber hecho una excepción a su costumbre de no confiar en servidores bisoños. La culpa era sólo suya, por haberse dejado engañar por ese Montargis, que no era más que un mozalbete recién destetado.
Frenó de golpe sus pasos, a mitad de la escalera de servicio por la que el bañista le conducía a hurtadillas hasta la calle, paralizado por el curso que habían seguido sus propios pensamientos. Los versos de Michel de Nostredame resonaban en su mente con total claridad: «Viejo cardenal por el joven embaucado…».
Tragó saliva. La amenazadora mención a la muerte del rey que había escuchado en sueños y le había llevado hasta aquel lugar, a espiar amores ajenos, había resultado ser tan sólo una broma. Una exageración con la que la duquesa de Chevreuse había adornado su relato y a la que su amante había respondido con la misma falta de seriedad.
Pero la conspiración que se urdía contra Luis XIII era real.
Y el engaño de un joven embaucador le había impedido hacerse con unos papeles que habrían podido prevenirla.
Un temor pegajoso le recorrió el cuerpo y se le quedó prendido a las entrañas: la oscura profecía del mensaje inglés había empezado a cumplirse.