Capítulo 4 Jenny

—¿Qué te parece Devon? —pregunté a Dan mientras desplegaba los folletos de vacaciones en el hueco que nos separaba en el sofá de cuadros azules y blancos. Había traído un montón de la agencia de viajes donde trabajaba y estábamos pasando la mañana del sábado hojeándolos, decidiendo dónde ir de luna de miel.

—Hummm... Devon —dijo Dan, sopesando la idea. Presionó el émbolo de la cafetera francesa—. Allí podemos practicar surf, ¿verdad? Sería divertido. —Se le iluminó la mirada al pensarlo.

—Sí. O mejor tomamos té con scones y paseamos tranquilamente por la playa, ¿vale? —repliqué mientras me pasaba una taza de café caliente—. No estoy segura de que pasar la semana con un traje de neopreno que huele a pis sea la manera más sexy de comenzar nuestra vida de casados.

Dan se echó a reír.

—Serías la bomba sobre las olas, Jen, incluso oliendo mal.

Después de la universidad estuvimos viajando un par de meses por Centroamérica y pasamos parte del tiempo aprendiendo surf. El agua estaba tan templada allí que yo solo usaba bikini. Me lo pasé fenomenal, pero con dos meses me di por satisfecha y me apetecía volver a casa con papá y Chris. No quería dejar pasar demasiado tiempo para ponerme a buscar trabajo, pero Dan se quedó por allí y descubrió una pasión por viajar que le acompañó para siempre: escalar volcanes, montar a caballo en los Andes, explorar templos, todo lo habido y por haber. Me trajo souvenirs, hizo fotos de todos los destinos. Me gustaba que nuestra acogedora sala de estar estuviese llena de portarretratos con nuestras fotos: playas mexicanas, siluetas urbanas, atardeceres, un viaje alrededor del mundo. Me escribió correos casi todos los días que estuvo ausente. Los leía en el pisito compartido que encontré encima de una tienda de la calle principal de Charlesworth y me sentía como si estuviese allí mismo con él.

Al cabo de ocho meses, a Dan se le acabó el dinero y regresó. Estuvo un tiempo sin nada que hacer hasta que encontramos un trabajo en la agencia de viajes para estudiantes de Brighton. Era perfecto para él. Disfrutaba de lo lindo asesorando a la gente sobre dónde ir y qué hacer una vez allí. Además, los vuelos baratos que conseguía por trabajar ahí eran un gran aliciente; hicimos un viaje fantástico a Australia para visitar a Emma, la hermana de Dan, cuando vivía en Melbourne. En los dos últimos años Dan había organizado unos cuantos viajes de aventura extrema con sus amigos como caminatas de varios días y rutas de ciclismo de gran altura, y yo encantada de dejarlos a su aire. Me lo pasaba en grande escuchando sus historias cuando volvía a casa. Hace un año, cuando por fin saldó la cuenta de su tarjeta de crédito, alquilamos un apartamento de un dormitorio, pequeño pero muy bien diseñado, en la segunda planta de una casa adosada. Y desde entonces estamos aquí.

Aparté la mirada de donde me había quedado absorta, en una foto panorámica de Río que teníamos apoyada en la repisa de la chimenea, y volví a cuestiones más prácticas.

—Dan, ¿seguro que no te importa? —pregunté, volviéndome para mirarle.

—¿El qué? ¿Verte vestida como una foca con tu traje de neopreno?

—No, no seas tonto, me refiero al presupuesto. Ya sé que se trata de nuestra luna de miel, pero, como dijimos, el dinero no va a dar para tanto ni consiguiendo una buena oferta de vuelos.

Dan cogió los folletos y los dejó sobre la mesa de centro, apartando con el codo un ejemplar de la revista Brides. Yo la había estado leyendo aquella mañana, pero la había soltado al llegar a otro de los consabidos artículos dedicados a la indumentaria de la madre de la novia. ¿Por qué estaban las revistas de bodas tan obsesionadas con su papel en el tema? Dan me atrajo hacia sí y me rodeó con un brazo.

—Jen, ¿no habíamos hablado ya de esto? El dinero que tenemos va a ser para la boda, para el día con el que siempre has soñado. Al fin y al cabo, solo nos casamos una vez en la vida. Ya tendremos tiempo de ahorrar y hacer otro viaje más adelante. —Esas palabras me devolvieron la sonrisa—. ¿Y sabes qué? —dijo mientras alargaba la mano para coger un folleto de escapadas a las Highlands escocesas—. Estoy metido de lleno en este tema; hay tantos lugares por ver que están cerca de casa... Nos lo vamos a pasar genial, confía en mí. —Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a la habitación de un hotelito con un balcón con vistas a un lago inmenso, un paraje verde y exuberante—. ¿A que es precioso? —Asentí; lo era—. Mira —dijo, y tiró de mí para besarme en la frente. Levanté la vista. La calidez de sus ojos marrones hacía que de algún modo se disiparan mis preocupaciones—. Estar contigo ya es una aventura de por sí, Jenny. Quiero decir que, si te soy sincero, a veces resulta francamente agotador.

Empuñé un cojín y le sacudí con él en la cabeza. Él se echó a reír.

—Dan Yates, te advierto de que todavía estoy a tiempo de echarme atrás y romper nuestro compromiso.

Dejé a Dan haciendo la colada y llegué a casa de Alison poco antes de la una. Apoyé la bicicleta contra la pared. La casa era de piedra gris antigua y el jardín delantero agreste, con hierba crecida que iba cubriendo la fachada principal y flores silvestres azules y púrpuras dondequiera que mirase. La vegetación se desparramaba cubriendo el camino de grava, de modo que los límites no estaban definidos; mediaba un abismo entre eso y las primorosas jardineras de las ventanas de la ciudad. Había comenzado a chispear y, aunque yo había soltado alguna que otra maldición en el trayecto, la lluvia acentuó el olor de las flores y la frescura del ambiente. La pintura de los marcos de las ventanas se estaba descascarillando y el marco de la puerta se encontraba un poco en tenguerengue, pero todo realzaba el encanto del lugar.

Antes de salir había puesto una lata de galletas en el cesto de mimbre de mi bicicleta y en algún punto del camino se había quedado atascada. Mientras forcejeaba para intentar sacarla, oí unos pasos de tacones y una voz femenina que inquirió:

—¿Todo bien?

Al darme la vuelta vi a Maggie, que transmitía serenidad con unos vaqueros color añil, una americana de lino y un collar de ámbar. Llevaba su melena caoba recogida en un moño que le realzaba los pómulos y la delicada línea de la mandíbula. En una mano sujetaba un parasol japonés turquesa muy frágil pero perfecto para resguardarse de la llovizna. A diferencia de ella, yo llevaba mechones de pelo húmedo colgando sobre la frente, las viejas zapatillas Reebok que siempre usaba para montar en bicicleta y leggings salpicados de barro bajo el vestido camisero de cuadros.

—Hola, Maggie —logré decir justo cuando la lata salió despedida del cesto y me hizo perder el equilibrio.

Ahora la diferencia entre nosotras sí que parecía abismal. Sonrió con gesto amable cuando me tambaleé y a continuación bajó la vista hacia la lata que tenía agarrada contra el pecho.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó. Mientras bajaba el parasol, alargó la mano hacia la aldaba de latón de la puerta y llamó, produciendo un ruido sordo.

—Combustible para nuestra sesión de brainstorming —dije.

—Ajá —contestó Maggie con un guiño—, me gusta tu estilo.

—Chicas, ¡bienvenidas! —dijo Alison mientras abría la puerta de par en par y con la otra mano trataba de sujetar un gran perro gris—. Adelante, adelante.

Cubrí la lata con la mano con ademán protector; experiencias amargas me han enseñado a desconfiar de los perros siempre que hay de por medio productos de repostería. Alison nos condujo por un pasillo impregnado de tentadores aromas culinarios hasta su alegre cuarto de estar. Había un reloj de pie en un rincón y amplios sofás con cojines de patchwork. En uno de los sofás había una adolescente tumbada con el pelo negro recogido en un moño alto enmarañado leyendo un ejemplar de Crepúsculo, y otra más pequeña con pecas sentada en el otro extremo, apretujada contra los pies de su hermana, jugando con una miniconsola rosa. Fue la primera en levantar la vista cuando su madre entró para presentarnos.

—Hola, chicas, estas son mis nuevas amigas. Jenny, Maggie —dijo Alison señalándonos—, os presento a Sophie y Holly. —Sophie, la mayor, asintió inexpresivamente con la cabeza y siguió leyendo su libro.

—Hola —dijo Holly con una sonrisa, apoyando la miniconsola en el brazo del sofá—. ¿Vais a comer ya?

—Sí —contestó Alison—, pero no, eso no quiere decir que te puedas conectar a internet en cuanto salga de la habitación, Hol. Ya conoces las reglas. —Sophie le dio un puntapié a su hermana pequeña, a lo que Holly respondió pellizcándola en la pierna—. Venga, es el turno de los mayores —Alison se volvió hacia nosotras con una sonrisa de abatimiento—, y ya va siendo hora.

Nos condujo a Maggie y a mí a la cocina, integrada en el comedor. Una vez dentro, Alison se acercó al horno para sacar una lasaña; la habitación se impregnó de un aroma que hacía la boca agua y las ventanas se empañaron de vaho. Dondequiera que mirase había color: cojines en tonos vivos, un gran lienzo colgado en la pared, una pintura abstracta en naranjas y rojos. El centro de la recia mesa lo ocupaba un jarrón de flores silvestres, las mismas que acababa de ver en el jardín delantero.

—Uau, qué bonito es esto —dije, mirando a mi alrededor.

—Oh, gracias —contestó Alison mientras ponía la mesa. Dondequiera que posase la vista había sutiles detalles personales; hasta las manoplas del horno llevaban girasoles bordados—. Supongo que disfruto haciendo cosas a mano.

Maggie enarcó las cejas ante su modestia, mientras seguía captando detalles de la habitación, y Alison continuó:

—Antes les hacía mucha ropa a las niñas: pichis, faldas, blusas... —Les pasó sendos platos de lasaña de verdura y puso sobre la mesa una gran fuente de ensalada y seguidamente una jarra de refresco—. Al ataque —dijo mientras se sentaba—. En fin, quién lo diría ahora, ¿verdad? —Asintió con la cabeza en dirección a la sala principal y cargó el tenedor—. Pero les encantaba ponerse esas cosas.

Me serví ensalada, con abundante aguacate y pimiento rojo; desde luego aquí había más de mis cinco raciones al día que en los sándwiches de beicon que Dan y yo nos habíamos hecho para desayunar.

—Seguro que iban monísimas —dijo Maggie, y pinchó otro aro de pimiento con el tenedor.

—Pues sí —contestó Alison, con la boca medio llena—. Pero cuando llegó la época del instituto ya no era tan guay llevar ropa hecha por tu madre. Así que, en fin, hicimos limpieza y, en lugar de eso, comencé a hacer cosas para la casa y los amigos. La empresa que tengo ahora surgió por casualidad a raíz de eso: un día me puse a hacer banderines para el cuarenta cumpleaños de mi cuñada y al siguiente ya estaba vendiendo velas, fundas de cojín, manoplas de cocina y accesorios de té en internet y en las tiendas de la ciudad. Lo de la pintura es pura afición —dijo, haciendo un vago gesto hacia el alegre lienzo colgado a nuestro lado—. La verdad es que ahora no tengo tiempo para eso.

Mientras Alison nos relataba con entusiasmo cómo se lo había montado por su cuenta, Maggie, comiendo sin quitarle ojo al gran reloj de pared de la cocina, dejaba ver en silencio los inconvenientes de dirigir un negocio. Daba la impresión de que le costaba relajarse.

—¿Qué edad tienen ya las niñas? —pregunté a Alison para cambiar el tema del trabajo.

—Sophie tiene quince; Holly doce —respondió mientras le servía otra cucharada de ensalada a Maggie—. Siempre me olvido de que Holly ya es casi una adolescente, de que ya no es mi niñita —añadió, moviendo ligeramente la cabeza.

—¿Y ahora su padre y tú sois amigos o enemigos? —preguntó Maggie, intrigada.

—Buena pregunta —respondió Alison—, porque no estoy totalmente segura. —Inspiró profundamente y continuó—. Igual da la impresión de que Holly nunca ha roto un plato, pero la pillaron robando la semana pasada. —Alison se cubrió la cara con las manos y se asomó entre los dedos para poner de manifiesto su desazón—. El bedel del instituto encontró bolsas con ropa flamante en su taquilla; su amiga Chrissy y ella hicieron novillos y se fueron de compras tan campantes con la nueva tarjeta de crédito de la madre de Chrissy. Resulta que Chrissy se la quitó cuando llegó el correo y sabía que el PIN era precisamente la fecha de su propio cumpleaños. El caso es que ayer tuve que vérmelas con la directora; Pete y yo ya hemos tenido unas cuantas peloteras con ella por el comportamiento de Sophie y las notas que sacó en los simulacros de examen, por lo que no fue lo que se dice agradable. —Por un instante desapareció el brillo de sus ojos, y por primera vez reparé en las finas arrugas que los rodeaban—. Pero lo más duro de asumir es que nos lo haya ocultado. Las niñas se sintieron tan culpables que ni siquiera se atrevieron a ponerse la ropa. Cuando preguntamos a Holly por el tema, nos contó toda la historia de un tirón. Lágrimas, lágrimas y más lágrimas. —La expresión de Alison se suavizó al recordarlo.

—Algo es algo —dijo Maggie en actitud comprensiva—. Que se dé cuenta de que estuvo mal.

—Oh, sí —añadió Alison—. Y a decir verdad, a pesar de que los dos estábamos furiosos, lo sentimos por ella. Está claro que quería arreglar la situación, pero no sabía cómo. En fin, nada de esto cambia el hecho de que han pasado los días y ahora estamos en un callejón sin salida con cientos de libras en ropa que ya es demasiado tarde para devolver.

En mi instituto ocurrieron cosas de ese tipo, pero la verdad es que Chris y yo no fuimos díscolos de adolescentes. Incluso por entonces sabíamos que mi padre ya tenía bastantes problemas.

—¿Eso significa que os toca devolverle el dinero a la madre de esa niña? —pregunté.

Alison asintió.

—Pues eso parece... Pero ya está bien de hablar de este asunto, no habéis venido para oír mis quejas de madre. —Comenzó a recoger los platos vacíos.

—Por suerte tengo algo que a lo mejor te anima —dije al tiempo que colocaba la lata de galletas sobre la mesa para abrir la tapa.

Alison retiró la comida, puso mis galletas caseras en un plato ribeteado en dorado y poco después la mesa estaba perdida de avena.

Maggie sacó una libretita Smythson del bolso y la abrió.

—Pues he hablado con un proveedor de Londres —comenzó a decir— y me voy a reunir con él allí dentro de una semana más o menos. He pensado que sería una buena oportunidad para pasarme por algunas tiendas vintage, quizá dar una vuelta por Brick Lane, hacerme con algunas gangas.

—Estupendo —dije, antes de dar un mordisco a mi galleta.

—Alison, ¿seguro que no te importa echar un vistazo a las tiendas benéficas de por aquí y tal vez ir a un par de mercadillos? —preguntó Maggie.

—Claro que no —repuso Ali—. Le pediré a mi amigo Jamie que esté al tanto también.

Maggie lo estaba anotando cuidadosamente en su cuaderno y caí en la cuenta de que me tocaba decir algo.

—He estado mirando en internet, en proveedores especializados y luego en páginas de subastas como eBay; hay preciosidades, pero a precios bastante caros. Parece ser que los vendedores con experiencia han detectado la demanda y han subido todo el género. Supongo que para encontrar auténticas oportunidades será mejor que nos concentremos en los puestos y mercadillos, como el sábado. Igual tardamos más, pero nos alcanzará para algunas piezas bonitas, y aún queda mucho tiempo.

—Vale, tienes razón —dijo Maggie—. ¿Quedamos dentro de un par de semanas para ver qué tal nos ha ido?

Detrás de mí alguien tocó a la puerta con un ruido apenas perceptible.

—Mamá. —La puerta de la cocina chirrió y a un lado asomó la cara pecosa de Holly. El perro se coló como una exhalación bajo el brazo de Holly y se puso a lamer las migas del suelo como una aspiradora.

—Pasa, Hol —dijo Alison mientras su hija pequeña arrastraba los pies desde el umbral. Me fijé en que se había pintarrajeado las palmas de las manos con boli como yo hacía a su edad.

—Me aburro un poco ahí fuera —dijo Holly—. Sophie no suelta el teléfono y no ponen nada en la tele. Ya sé que estoy castigada, y entiendo lo de internet, pero... —Nos cruzamos la mirada y me sonrió tímidamente.

—Vale, pasa —respondió Alison—. Siéntate. Estamos terminando. ¿Quieres una galleta de las que ha traído Jenny?

Holly se sentó a mi lado en el banco, se acomodó hasta encontrar la postura y alargó la mano hacia el plato.

—Estás buscando tazas de té, ¿verdad? Porque te vas a casar, ¿no? Mamá me lo ha dicho —soltó, mirándome con sus grandes ojos chispeantes.

Asentí sonriendo.

Alison le pellizcó suavemente el brazo y dijo:

—Cuando las encontremos, quizá deberíamos guardarlas para cuando Sophie y tú encontréis a vuestro príncipe azul, ¿no?

—¡Genial! —prorrumpió Holly, soltando una risita ahogada.

Entonces Alison puso los ojos en blanco y se volvió hacia nosotras.

—O al menos a alguien que me devuelva a mis preciosas niñas y se lleve a estas dos ranas...

—¡Guarda las tazas para nuestras bodas! —exclamó Holly, aún entre risas, ya sin timidez.

Mientras Alison bromeaba con una de sus hijas caí en la cuenta de que algún día probablemente mantendrían en serio esta conversación sobre el matrimonio. Cuando Holly y Sophie preparasen sus banquetes de boda, su madre estaría ahí para ir a las pruebas del traje de novia, ver salones de celebraciones y ayudarlas con la distribución de las mesas. Ese día Alison estaría presente, orgullosa y, casi con toda seguridad, emocionada al ver a sus hijas empezar su vida de casadas.

—Estás buscando otros juegos de té como ese, ¿no?, cosas antiguas —me preguntó la niña.

Asentí, pero me sentía confusa. Pensar que Alison estaría en las bodas de sus hijas me había hecho ser consciente de que, por más vueltas que le diera, en la mía faltaría alguien.

—Sí, efectivamente —respondió Alison—. Pero no cosas antiguas corrientes, Hol, cosas preciosas, como el juego que tiene la abuelita en su casa.

—Mira que me gustaría quedarme aquí todo el día —intervino Maggie, volviendo a echar una ojeada al reloj de pared—, pero el deber me llama. No tengo más remedio que volver a la tienda. —Cogió la americana de lino y se puso de pie con una sonrisa—. Me ha encantado venir, Alison, muchas gracias por la comida; siento tener que irme con tanta prisa. —Al reparar en mi lata de galletas vacía sobre la encimera, la cogió y me la pasó.

—Sí, gracias, Alison —dije al tiempo que cogía la lata. Por un momento pensé en quedarme, pero me di cuenta de que ya no podría recuperar mi buen estado de ánimo. Me levanté para marcharme—. Yo también debería irme ya.

Alison estaba absorta acariciándole el pelo a Holly mientras esta masticaba una galleta.

—Claro —dijo, levantando la vista—. No hay de qué. Os acompaño.

Volví en bicicleta al apartamento, pedaleando lo más rápido que podía por las carreteras rurales, con el viento azotándome el pelo. Aunque el almuerzo había estado bien, agradecí la excusa para marcharme de casa de Alison. Verla con sus hijas había sido duro, me había recordado lo que nunca tendría —ni podría tener—. Siempre me acompañaría la sensación de que había un asiento vacío en nuestra boda.

Los pensamientos se me arremolinaban en la cabeza a medida que el paisaje cambiaba a toda velocidad, una masa verde desdibujada. Sabía que era afortunada, realmente afortunada. Me iba a casar con Dan, a quien amaba con locura, que me hacía feliz. También tenía a mi padre, y a Chris, que eran increíbles.

Entonces, ¿por qué me sentía tan vacía?