Capítulo 17 Jenny

Mojé el pincel en agua y le pinté a Charlie las orejas y las zonas más oscuras de la cara. Aunque era la primera vez que pintaba una chinchilla, me estaba quedando bastante mona.

Mi libro infantil por fin comenzaba a tomar forma. Llevaba viniendo a casa de mi padre un par de tardes a la semana a la salida del trabajo, cuando Dan se quedaba hasta tarde en el suyo, y subía a mi antigua habitación para retomar la tarea. Les había dicho a mi padre y a Chris que estaba trabajando en un proyecto, pero sin darles detalles, y a Dan todavía no le había contado una palabra. El libro era mi pequeño secreto. Cuando dibujaba, me evadía de cualquier otro pensamiento: Zoe, cada vez menos considerada y razonable en sus exigencias; cómo sufragar los gastos de la boda...

Preparar el libro también me trasladaba a la época en la que mi madre se marchó, cuando yo tenía seis años y mi padre a veces se encontraba demasiado cansado para leerme cuentos. Yo me acurrucaba en la cama y hojeaba mis cuentos con ilustraciones antes de quedarme dormida mientras mi padre dormía en la habitación contigua y Chris abajo. Aquellas ilustraciones y relatos hacían que todo pareciera ir bien y me ayudaban a olvidar lo mucho que echaba de menos a mi madre. Ahora disfrutaba al pensar que tal vez podía hacer lo mismo por algún otro niño o niña: transportarles durante un rato a un mundo diferente donde se encontrasen a salvo y felices, fuera como fuera su vida real.

De momento había trabajado principalmente en ilustraciones del pequeño Jake, bosquejando distintas posturas antes de ponerme a pintar las mejores. Era regordete y encantador; se mantenía tranquilo mientras cenaba, esperando a que anocheciera para embarcarse en una nueva aventura con su amiga la chinchilla. Mientras trabajaba tenía el iPod encendido, y estaba escuchando un popurrí de verano que Chloe había grabado. Estaba lleno de melodías suaves que acallaban los golpes que daba mi padre en el taller de la planta baja. Oí que alguien llamaba y me quité los auriculares.

—Jennnnnny. —Era la voz de Chris—. ¿Todavía estás ahí arriba?

—¡Perdona, Chris! ¡Sí, estoy aquí! —contesté a gritos. Aparté a un lado el material de pintura y me acerqué al pasamanos para hablar desde allí.

—Ah, conque estás ahí —dijo, sin su habitual sonrisa.

—Auriculares. —Me señalé los oídos—. No oía nada, perdona.

—Ah, guay, vale. La cena está lista, por si tienes hambre.

—Genial, la verdad es que me muero de hambre. Bajo enseguida.

Cuando bajé a la cocina, mi padre estaba sirviendo un salteado de pollo en tres platos.

—¿Qué tal, cielo? —preguntó—. ¿Cómo va tu proyecto?

—Bien, gracias —contesté mientras me sentaba a la mesa. Como si se tratase de algo importante, tipo investigación, en lugar de ilustraciones de roedores—. Hoy he avanzado bastante.

Mi padre se sentó y Chris se acercó al extremo con la silla de ruedas. Aquel nos colocó los platos sin pronunciar palabra. Miré a Chris en busca de alguna pista en su gesto.

—Venga, papá. —Chris parecía serio—. ¿Vas a decir algo o lo digo yo?

—¿Qué se cuece en el ambiente? —inquirí.

—Hay una cosa que te quería comentar, tesoro —dijo mi padre.

—Ah, ¿sí? —De modo que por eso se venía comportando de manera tan extraña últimamente—. ¿Qué pasa, papá? ¿Es por la boda? Mira, ya te lo he dicho, no hace falta que contribuyas a los gastos. Dan y yo los tenemos prácticamente cubiertos. Bueno, no del todo, pero pronto lo haremos.

—No es eso, Jen. —Bajó la vista. Ahora parecía cansado, más mayor de lo que debería para su edad.

—Lo que papá está tratando de decirte... —dijo Chris, enderezándose— es que mamá lo llamó por teléfono el otro día.

—¿Mamá? —musité con voz ronca. Solté el tenedor que iba de camino a mi boca. Mi madre no mantenía el contacto con nosotros. No llamaba para charlar, ni simplemente para ver cómo nos iba. Ni siquiera se había molestado en mandar una tarjeta de cumpleaños en diez años—. ¿Cuándo? ¿Qué quería? —El pecho y la cara me ardían.

—Hace un par de semanas —respondió mi padre—. La verdad es que no me lo esperaba —dijo en su característico alarde de mesura y comedimiento—. ¿Sabes que hace veinte años que la vimos por última vez? Y diez desde las últimas tarjetas de cumpleaños.

Chris puso su mano sobre la mía y la apretó; no le hacía falta mirarme para leerme el pensamiento. Obviamente, mi padre sentía la necesidad de contar todo esto, a lo mejor era su manera de hacerlo más real. Sin embargo, Chris y yo no necesitábamos ningún recordatorio, ambos teníamos las fechas grabadas en la mente.

Cuando éramos pequeños tratamos de olvidar a mi madre. Mi padre andaba muy ocupado la mayor parte del tiempo, pendiente de mí y cerciorándose de que Chris asistiese a sus clases preescolares especiales y a las citas médicas. Solía entretenernos con juegos y actividades para que no tuviésemos mucho tiempo para sentarnos a hablar o pensar en ello. Pero volviendo la vista atrás, se echaba algo en falta. Mi padre había cambiado. Era como si estuviese atrapado en una traviesa; nos llevaba a los sitios donde necesitábamos estar, pero el resto del tiempo no salía de casa. El poco tiempo libre que le quedaba lo pasaba atrás con su carpintería, serrando y poniendo clavos. Los amigos y la familia solían llamar por teléfono o venir de visita, pero él apenas les dirigía la palabra; se limitaba a un «sí» o «no» o «bien, gracias». Ya desde niña fui consciente de que lo único que quería era que lo dejasen en paz. Éramos un equipo y nos las arreglábamos juntos. Congeniábamos bien. De hecho, la mayor parte del tiempo éramos felices. A pesar de los cambios a los que se enfrentaba, Chris siempre tenía la sonrisa en los labios y jugábamos mucho juntos. Éramos simplemente como cualquier otro niño.

Entonces un día, cuando tenía siete años, Emma, una niña guapa, esbelta y la más popular de mi clase, se acercó a mí en el recreo. El corazón me dio un vuelco: por fin me iban a invitar a jugar a la goma elástica. «Laura me ha retado a preguntarte una cosa», dijo, conteniendo la risa. Vi a sus amigas observándonos desde el otro lado del patio. «¿Por qué nunca viene a recogerte tu madre a la salida del colegio?». Ladeó la cabeza a la espera de mi respuesta.

La diadema se me clavaba en la cabeza, y la funda de goma de los dientes me rozaba. Intenté pensar en una respuesta. La puñetera diadema me quedaba pequeña, pensé mientras me ajustaba los extremos; ya le había dicho a papá que era mejor la roja. Emma se acercó más a mí. Entonces distinguí con toda nitidez las pecas de su cara. Olía a Hubba Bubba de fresa. «¿Es que no tienes mamá?», preguntó, mirando a Laura y a las otras niñas, que estaban riendo.

Aquella tarde volví a casa llorando. Aún recuerdo la sensación de aspereza en la garganta a causa de los sollozos; me escoció al beberme el zumo de un trago mientras mi padre me consolaba. Entonces fue cuando me contó lo ocurrido: que mamá nos quería a todos, pero que la convivencia familiar no había funcionado y que un día, al volver papá a casa, ella se había marchado para siempre. Cuando Chris y yo éramos adolescentes nos enteramos por el tío Dave, el hermano de mamá, de que poco después de abandonarnos se fue a vivir con un exnovio suyo a Eastbourne. Calculo que de hecho fue justo al abandonarnos, pero el tío Dave no nos lo dijo. Creo que probablemente trataba de amortiguar el golpe.

«Siento que tu madre no siguiera con tu padre, porque es un buen tipo —dijo—. Pero todos tomamos nuestras propias decisiones». El tío Dave era un ángel del infierno. Su decisión fue pasarse la vida en la carretera con otros moteros, sin ataduras de ningún tipo, de modo que no lo veíamos mucho, pero Chris y yo lo pasábamos bien siempre que venía a visitarnos.

—Cuando escuché su voz, no podía creerlo. —Mi padre meneó la cabeza y desvió la mirada al revivir el reciente recuerdo—. Pero ahí estaba. —Me miró de nuevo—. Claro, no hemos cambiado de número de teléfono. Supongo que se lo sabía de memoria.

—¿En serio me estás diciendo que llamó hace dos semanas —pregunté cuando finalmente se le apagó la voz— y que no se te ha ocurrido mencionarlo hasta ahora?

—Lo sé —contestó—. Lo siento. Es que últimamente pareces tener muchas cosas entre manos. Debería haberlo comentado antes.

Sentí náuseas. Volví la vista hacia Chris.

—Mira, Jen, yo me enteré de esto ayer mismo. Y también me resulta sorprendente, créeme.

—En realidad quería hablar contigo, cielo —dijo mi padre, mirándome con gesto abatido y triste—. De hecho, fue por ti por quien preguntó.

—¿Por mí? —Me salió un hilo de voz—. ¿Por qué?

—Porque... se ha puesto en contacto con tu prima Angie. La localizó en Facebook, contó. Angie le dijo que te dejara tranquila, que tenías otras cosas en que pensar, con todo el lío de la boda. —Mi corazón latía desbocado. Esperé a que terminara la historia—. El caso es que Sue..., tu madre... creo que no asimiló del todo lo que Angie le dijo. Supongo que lo único que escuchó fue que te ibas a casar. Jen —continuó mi padre con cautela—, ella piensa que debería estar allí.

—¿Estar dónde? —repliqué.

—En tu boda —contestó—. Tu madre quiere asistir.

Chris y yo pasamos a la sala de estar mientras mi padre ponía el lavavajillas. Les dije que de ninguna manera iba a devolverle la llamada a mamá. Y punto.

—Tómate tu tiempo para pensarlo —dijo Chris—. Tampoco te casas mañana.

—¿Tiempo para pensar qué? —espeté—. No entiendo cómo puedes mostrarte tan comprensivo, Chris. ¿Cómo se atreve a hacer esto? Tiene dos hijos, no puede llamar de buenas a primeras para hablar conmigo.

—No quiero interferir en esto, Jen —dijo Chris—. Ya interferí en vuestra relación en una ocasión y no quiero volver a hacerlo. Si quieres que asista a tu boda, deberías dejar que fuera. —Negué con la cabeza. Para mí era un misterio cómo Chris parecía haber dejado pasar todo el resentimiento que en opinión de todos debería sentir—. O sea, no estoy justificando lo que hizo —prosiguió—. Por supuesto que no. Pero me da lástima, eso es todo. Por la razón que fuera, el hecho de que en aquella época no fuera capaz de sobrellevar la situación conmigo implicó que la perdieras como madre tú también. Ahora que todos somos adultos y que las cosas son diferentes, podemos tomar nuestras propias decisiones, y tal vez deberías darle una oportunidad.

—Chris, quiero poner punto final a esta conversación —dije—. Tú eres mi familia, papá es mi familia..., y mamá, Sue o quienquiera que sea no es más que una mujer que nos abandonó.

—Vale. Aun así, pienso que deberías consultarlo con la almohada —apostilló Chris.

—No necesito consultarlo con la almohada. —Sentí que algo se apoderaba de mí, rabia, frustración. No sé qué, pero por lo visto en mi familia nadie entendía que el tema estaba zanjado, y yo sabía que corría el riesgo de pagarlo con Chris—. Ya está bien de charla esta noche. Me voy a casa.

Regresé al apartamento poco antes de las nueve apesadumbrada y dándole vueltas a la cabeza. Un baño y a la cama, eso era lo que necesitaba. Pero al girar la llave en la cerradura, escuché hablar en voz alta. Había olvidado por completo que Russ, el mejor amigo de Dan, iba a venir esta noche.

—Hola, Jen —exclamó Dan desde la sala de estar, donde estaban jugando a MarioKart con el volumen a todo trapo. Había envases de cartón forrados de papel de aluminio medio vacíos esparcidos sobre la mesa de centro y curry goteando sobre la superficie de cristal. Russ estaba dándole un trago a un botellín de Becks—. Uahhh —exclamó Dan sin apartar la vista de la pantalla mientras manejaba el mando a distancia para desviar su kart a la izquierda—, esta vez casi me pilla la lava.

Russ exclamó: «Hola, Jen» y me lanzó una sonrisa descarada. Me dirigí a la cocina a prepararme un chocolate caliente. Allí reinaba el caos, como si la hubieran saqueado antes de instalarse en la sala de estar. Enchufé el hervidor y me puse a ordenarla despacio y a conciencia, a meter los vasos y los platos sucios en el lavaplatos, mientras intentaba aplacar la irritación que hacía mella en mí al comprobar que el cambio era casi inapreciable en el caos. Me llevé el chocolate al dormitorio, me puse el pijama y me metí en la cama. Miré el reloj deseando con todas mis fuerzas que el tiempo pasara más rápido; solo eran las nueve y media. Saqué un libro de Marian Keyes que llevaba por la mitad y localicé la página, pero las voces procedentes del salón me impedían concentrarme. En vez de eso, me quedé tumbada en la cama, mientras las ideas se me agolpaban en la cabeza. Lo único que quería era dormir, pero el ruido era cada vez más fuerte; cuando cerraba los ojos y empezaba a conciliar el sueño volvía a despertarme. Alrededor de la una oí a Dan despedirse de Russ. La puerta del dormitorio chirrió cuando entró sigiloso, pero hizo ruido, como suele ocurrir cuando alguien se mueve a hurtadillas con unas copas de más.

—Dan —dije, levantando la vista—. No hace falta que camines de puntillas. Estoy despierta.

—Oh, hola, cariño, pensaba que estabas dormida. Es tarde, ¿no?

—Sí, bastante tarde. —Me di la vuelta, para apartarme de él, y traté de conciliar el sueño. Daba la impresión de que Dan no tenía ni la menor idea de lo herida que me sentía. A continuación me di la vuelta de nuevo, incapaz de reprimir mi frustración ni un minuto más—. ¿Acaso pensabas que iba a ser capaz de dormir con todo el ruido que estabais haciendo Russ y tú?

Dan se estaba quitando la camiseta y la tenía sobre la cabeza. El algodón amortiguó sus palabras.

—Ay, lo siento —dijo forcejeando hasta sacársela—, ya sabes que hacía siglos que no veía a Russ. —Se desabrochó los vaqueros, se los quitó y trepó a la cama para tumbarse a mi lado—. Además, ¿no dijiste que te quedarías hasta tarde en casa de tu padre?

—Es que al final no me apeteció. —Se acurrucó junto a mí en la cama. ¿Cómo no se daba cuenta de que algo pasaba? Lo aparté de mí y me incorporé—. Dan, este apartamento también es mío, de modo que quiero poder irme a dormir cuando he tenido un día muy largo. —Mi voz tenía un timbre estridente, no parecía yo.

—Tienes razón —dijo—. La próxima vez haré menos ruido.

—Mira, Dan —continué, ahora incapaz de reprimirme, a medida que brotaban las palabras—. Ya no somos estudiantes, ¿sabes?

Me miró confuso.

—Ya lo sé, Jen. —Alargó el brazo para tocarme, pero yo me aparté.

—No me toques. Déjame —dije, esta vez en tono más alto—. Me canso de ser la adulta, a veces también necesito un adulto a mi lado. Yo me paso todo el tiempo planificando nuestro futuro mientras tú...

—Un momento, Jen. Esto no es justo —contestó Dan en tono firme, con el ceño fruncido—. Me he pasado la semana sin parar de trabajar solo para conseguir dinero para que el día de tu boda sea como quieres y...

—¿Y qué quieres decir con eso? —Me incorporé—. ¿Que no es el día que quieres? ¿Que te da igual lo que hagamos? —Sentí cómo se me hacía un nudo en la garganta—. Anda, no me hagas ningún favor, Dan.

—¿Cómo? —dijo Dan, tratando de adivinar en mi expresión qué se le había pasado por alto—. ¿A qué viene todo esto? Por supuesto que también quiero que nuestra boda salga fenomenal. Y así será.

—Pues no —espeté—. No lo será.

Me acordé del vestido vintage en el que me había gastado un dineral y que ahora estaba escondido en mi armario. Ni siquiera me había atrevido a decirle a Dan lo que había costado. Sabía que, a pesar de las horas extra que había estado echando, corríamos el riesgo de pasarnos del presupuesto. Y lo peor de todo, sin embargo, era pensar que mi madre, después de tanto tiempo, estaba tratando de aguarnos la fiesta. ¿Por dónde iba a empezar a contarlo? ¿Cómo iba a explicarle a Dan lo que sentía, o a cualquier otra persona? La cabeza me daba vueltas; se acabó: el día de nuestros sueños se iba a echar a perder por las deudas y los dramas familiares.

Dan me miró con el ceño fruncido, e incluso en la ofuscación del momento fui consciente de que no estaba pensando con sensatez. Era incapaz de comprender el origen de toda esta rabia. El estrés de la noche en casa de mi padre y las últimas semanas habían llegado al paroxismo y sentí que había perdido el control.

—Jen, no seas tonta; lo único que importa es que tú y yo vamos a casarnos —dijo con rotundidad, clavándome la mirada—. Pensaba que ya lo habíamos hablado.

—¿Tonta? —grité mientras recogía la manta auxiliar y me envolvía en ella—. ¿De modo que me estoy comportando como una tonta? —Las mejillas me ardían de furia—. ¿Es que no te das cuenta de que todo se va a echar a perder? —Me di la vuelta y salí con paso firme de la habitación, pero en cuanto cerré la puerta los ojos se me empañaron de lágrimas.

Cogí la manta y me dirigí de mala gana a la sala de estar. Todavía olía a curry, pero Dan no estaba allí, de lo cual me alegré. Me acurruqué en el sofá con un cojín bajo la cabeza y me quedé mirando la pared blanca. Sobre ella se perfilaba un haz de luna. Se oía el zumbido lejano del tráfico de la autopista.

En mi cabeza resonaba nuestra discusión. ¿Era así como iba a ser nuestra vida de casados? ¿Cruces de palabras y reconciliaciones? Mientras pensaba en lo desdeñoso que había sido Dan, de repente el vestido y la reaparición de mi madre vinieron a añadirse a mi lista de preocupaciones. Por lo visto, no me entendía lo más mínimo. Me arrebujé en la manta y cerré los ojos.