Primera parte
EL NAUFRAGIO DE UNA REINA: LA QUEEN

1

Se hallaban en un precipicio de roca oscura sobre un ancho río. El aire era frío y el cielo de un azul claro y limpio. La luz tenía el color del otoño.

El pelo de ella era del color de la paja, y relucía a la luz de octubre; su abrigo —negro, de lana y con el cuello alto— le iba desde el corto cabello hasta las botas altas, ocultando el resto y absorbiendo toda la luz que caía sobre ella. La negrura sólo quedaba mitigada por una bufanda de seda azul oscuro, tejida con finas rayas de hilo rojo y amarillo, que llevaba atada ligeramente alrededor de la garganta. Sus pequeñas manos aferraban los extremos de la bufanda, que estaban anudados y tenían borlas.

Ella miró a los hombres que se hallaban cerca, con una sonrisa tan tentadora y esperanzada que el corazón de él se dilató y le dolió.

—¿Estarás siempre conmigo? —susurró Sparta.

—Siempre —dijo Blake. La brisa revolvió su pelo castaño y un mechón le cayó sobre la frente cubriéndole el rostro con fría sombra, pero sus ojos verdes brillaban—. Mientras me quieras.

—Te quiero —dijo ella—. Y te querré.

Al otro lado de las anchas aguas danzaba un trémulo reflejo de luz solar. Si la luz tuviera sonido, habrían oído campanillas de cristal. Sparta cogió la mano de Blake y tiró de ella. Él caminó a su lado a lo largo de la pared, sujetándole levemente la mano y mirando atrás, hacia la gran casa que había en lo alto de la colina.

La mansión del rey del acero coronaba un pequeño pico sobre el Hudson. Era una mole de basalto, con chimeneas decoradas por exóticos granitos y calizas procedentes de Vermont e Indiana, tejado de pizarra y ventanas de vidrio de color. El viejo filibustero que había hecho construir aquel lugar había obtenido sus ganancias en una época diferente; se habría sobresaltado, pero no necesariamente hubiera desaprobado los usos que se habían dado a su finca durante los últimos dos siglos.

Verdes y recortados céspedes, húmedos bajo el sol de octubre, se alejaban en pendiente de la casa, terminando en el borde de un acantilado y el neto límite de los bosques. En el frente, un largo sendero de grava se retorcía a través de los árboles y daba la vuelta ante la entrada principal.

Tras el muro de piedra que rodeaba el lugar, ocultos entre los apretados troncos de árboles y follaje otoñal, había láseres, trincheras cubiertas, armas antiaéreas…

La limusina robot gris avanzaba lentamente por el sendero, el crujido de sus neumáticos más audible que el susurro de sus turbinas. Cuando se detuvo, las grandes puertas de la mansión se abrieron y salió el comandante. Cuando vio al hombre, mucho menos corpulento, que bajó del asiento trasero del coche, su rostro se arrugó al sonreír leve pero cálidamente.

—¡Jozsef! —bajó la escalinata, tendiéndole una mano.

Se encontraron en mitad de la escalera.

—Cuánto me alegro de verte.

Su apretón de manos fue el preludio de un rápido y firme abrazo. Ambos tenían la misma edad, pero en todo lo demás eran diferentes. El traje de tweed de Jozsef llevaba parches en los codos y era ancho en las rodillas; esto y su acento centroeuropeo sugerían que era un intelectual desplazado, un académico, un habitante de las aulas y las bibliotecas. La camisa a cuadros y los tejanos descoloridos que vestía el comandante indicaban que se encontraba más cómodo al aire libre.

—Me sorprende verte en persona —dijo el comandante. Tenía un débil acento canadiense, y su voz poseía la textura de las piedras de playa al crujir cuando desciende el oleaje—. Pero me alegro.

—Después de analizar el material que me enviaste, pensé que sería conveniente compartir algunas de mis ideas contigo personalmente. Y… he traído una nueva droga.

—Entra.

—¿Está adentro?

—No, están en los terrenos. ¿Quieres verla a ella?

—Yo… Todavía no. Sería mejor que no vieran el coche… —añadió Jozsef.

El comandante habló bruscamente a su equipo de muñeca y la limusina robot se alejó hacia el garaje. Los hombres subieron la escalinata y entraron en la casa, cruzando el resonante vestíbulo artesonado hasta la biblioteca. Los miembros del personal, de uniforme blanco, les saludaban con un movimiento afirmativo de cabeza y se apartaban de su camino.

—Ya hace tres semanas que la rescatásteis de Marte —dijo Jozsef—. Es asombroso cómo pasa el tiempo.

—¿Rescatamos? —el comandante sonrió—. Raptamos es una palabra mejor. Y «persuadido» a Blake para que viniera.

—No te molestaste en persuadir a sus médicos —observó Jozsef.

—No me gustaba mucho el cirujano jefe.

—Sí, bueno… Aunque es muy arrogante, da la impresión de que ha hecho un buen trabajo —dijo Jozsef—. Ella parece estar bien.

—Su cuerpo, dirás.

—Sus sueños no son síntomas de enfermedad; son la clave de todo lo que nos enfrenta.

—Eso me explicaste.

—Una vez que comprendamos qué es lo que sabe, pero que no sabe que sabe, triunfaremos al fin.

—Quizás entonces le dirás quién eres —sugirió el comandante.

—Tengo ganas de que llegue ese día.

—Sabes que estoy contigo, Jozsef —el comandante clavó la mirada en el hombre mayor—. Cueste lo que cueste.

Más allá del muro que daba al río, los árboles crecían hasta la cima del acantilado. Oculto por los bosques, un magneplano pasó silbando por la pista de la orilla del río. Un halcón se instaló en la copa de un roble rojizo, plegando con cuidado sus angulosas alas, ajeno al hombre y a la mujer que caminaban a unos metros de distancia, a la altura de sus ojos.

—¿Qué le dijiste cuando él te pidió que te unieras a las fuerzas?

—Lo que te dije, que no.

—Nunca te has podido resistir a las explicaciones.

—Oh, di explicaciones —sonrió—. Nací rico, dije, y eso me arruinó. Le dije que era insubordinado por naturaleza y no era propenso a aceptar la disciplina arbitraria de un grupo de… de personas que no eran evidentemente más inteligentes o más experimentadas o que merecieran más respeto que yo. Que ya sabía todo lo que quería saber del combate: los disfraces, el sabotaje y algunas otras artes negras, y que si él quería contratarme podía hacerlo como asesor en cualquier momento, pero que no tenía ningún interés en pasar otra vez por un entrenamiento básico, ponerme un extraño traje azul y cobrar un sucio salario sólo para participar en su diversión.

—Eso debió de impresionarle —dijo ella, con sequedad.

—Dejó las cosas claras —respondió él sin alardear—. Que no soy ningún soldado, que no me interesa morir ni matar.

—Mi héroe —dijo ella, acercándose a su lado, tirándole de la mano y entrelazando sus dedos con los de él—. ¿Qué te interesa?

—Ya lo sabes. Los libros antiguos.

—¿Y además de los libros antiguos?

Él sonrió.

—Un poco de ruido y humo puede ser divertido.

—¿Además de hacer explotar algunas cosas?

—Me interesa que nos mantengamos vivos —respondió él.

Ella miró hacia el espeso bosque de olmos y robles que se introducía en el césped.

—Ven aquí conmigo —susurró ella, sonriendo—. Tengo necesidad de vivir un poco…

Las altas ventanas de la biblioteca daban al césped. Jozsef se volvió; había estado observando a los dos jóvenes junto al muro.

—¿Qué haremos con él?

—Darle otra oportunidad. Después de esta mañana, dejarle ir —dijo el comandante; se hallaba junto a la chimenea, calentándose ante el crepitante fuego.

—Dijiste que podías reclutarle…

—Lo intenté, pero el señor Redfield es un hombre independiente —sonrió levemente—. Le enseñaron bien.

—¿No es peligroso dejarle ir?

—El bienestar de ella es importante para él. De lo más importante.

—Está enamorado de ella, quieres decir —la expresión de Jozsef era invisible debido al resplandor que entraba por la alta ventana—. ¿Tiene idea de cuánto daño se le puede hacer a ella?

—¿La tiene alguno de nosotros? —no hacía frío en la estancia de alto techo, pero el comandante siguió calentándose las manos ante el fuego.

—Sí, bueno… —Jozsef tironeó de la carne de su papada y se aclaró la garganta—. Si le dejamos ir, hay que aislarle.

—Me ocuparé de ello —la voz fue un susurro, al atravesar el nudo que tenía en la garganta.

—¿Puedes garantizarlo?

—No absolutamente… —el comandante volvió sus ojos azules, de expresión dura, a su compañero—. Tenemos poca elección, mi viejo amigo. Podemos explicarle algunas cosas, pedirle que venga…

—No podemos decirle más de lo que ya sabe. Ni siquiera ella debe saberlo.

—Ella aceptará el caso, pero es posible que él no quiera que lo haga.

—Si él se niega, ya sabes lo que debemos…

—Detesto estas drogas —dijo el comandante con vehemencia—. Odio utilizarlas. Van contra los principios que tú mismo me enseñaste.

—Kip, estamos metidos en una lucha que…

—La memoria de un hombre… de una mujer… mintiendo. Es peor que no tener ningún recuerdo.

Durante varios segundos, Jozsef observó al hombre curtido por la intemperie; se hallaba de pie junto a un resplandeciente fuego, pero parecía no poder calentarse. ¿Qué invierno estaría reviviendo en su memoria?

—Está bien —dijo el comandante—. Si no se une a nosotros en este… en este asunto de Falcon, le aislaré.

Jozsef asintió y se volvió hacia la ventana. La pareja que antes estaba junto al muro había desaparecido entre los árboles.

Cayeron sobre las hojas del otoño, jadeando y riendo como niños. El olor del mantillo era fuerte como el de una bodega; este olor embriagaba, les llenaba de alegría de vivir. La respiración de ambos echaba vapor en el aire fresco. Llegó el momento en que la emoción entró en la corriente de su sangre como en el borde del primer rápido, y no se sintieron en absoluto como niños. El musculoso cuerpo de ella era de un blanco pálido, y contrastaba con el negro de su abrigo extendido sobre las hojas.

Había cámaras y micrófonos en el pequeño bosquecillo, igual que en todas las demás zonas de los terrenos. Sparta sabía que estaban allí, aunque suponía que Blake lo ignoraba. Buscó uno con los ojos y lo encontró reluciendo como un cristal de carbón en el tronco gris de un árbol. Lo miró por encima de su hombro.

Se expuso a los que observaban y escuchaban, en parte para desafiarles, pero sobre todo porque amaba a Blake; si ellos no le permitían tenerle de otro modo, le tendría así de todas formas.

Más tarde, él yacía cerca de ella, lado a lado; sentía un hormigueo en la piel y tenía en el rostro el rubor de la felicidad. A menudo la había imaginado, pero ahora la conocía por primera vez. Tenía la cabeza de ella sobre su brazo; el otro brazo sobre su piel, sin tocarla, lo bastante cerca para sentir su radiante calor. Pasó el dedo corazón por la línea de la cicatriz que iba desde el esternón hasta el ombligo, de color rosa pálido.

—Casi ha desaparecido —dijo—. Dentro de otra semana…

—Volveré a pasar por un ser humano —dijo ella, sin expresión en la voz. Sus ojos miraban las coloreadas hojas en lo alto, y a través de ellas la bóveda de oscuro cielo que se extendía más allá—. Y entonces abandonaremos este lugar.

—Ellen…, ¿entiendes lo que está sucediendo? —con la práctica le resultaba más fácil llamarla Ellen, aunque siempre pensaría en ella como Linda, el nombre que le dieron al nacer.

Sólo Sparta pensaba en sí misma como Sparta. Nadie más conocía su nombre secreto, igual que un humano no conoce el nombre secreto de un animal.

—Me parece que el comandante está cumpliendo su palabra. Son las vacaciones que me viene prometiendo desde hace tanto tiempo.

—Vacaciones —sonrió—. Muy descansadas —se inclinó sobre ella y le besó la comisura de sus gruesos y siempre separados labios—. Muy recuperadoras, pero ¿por qué no nos dice dónde estamos?

—Los dos sabemos dónde estamos: la reserva natural de Hendrik Hudson. Podríamos señalar las coordenadas en cualquier mapa.

—Sí, pero ¿por qué no nos dice el nombre del lugar? ¿Y por qué no nos deja ir y venir? La noche que llegamos aquí, cuando te quedaste dormida, me dijo que si quería podía irme, pero que no podría volver. ¿Por qué este misterio? Estamos de su lado.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó ella, casi como afirmándolo.

Pero él se lo tomó como pregunta, y le sorprendió.

—Fuiste tú…

—De una sola cosa estoy segura —le atrajo hacia sí para que la cubriera, para sentir que su cálido peso la ocultaba del cielo—: Te quiero.