EPILOGO
—¿Otro?
—Bueno, sí, otro…
El profesor J. Q. R. Forster colocó su vaso bajo el cuello de la botella de «Laphroaig». El comandante vertió el oscuro líquido sobre los cubitos de hielo. Detrás de ellos, un fuego de leña de roble ardía con intenso calor en la chimenea de la biblioteca de Granite Lodge. Fuera de las altas ventanas, el sol de principios de invierno se ponía.
—La secuencia del encendido estaba programada para el tiempo de la misión transcurrido —explicó el comandante, volviendo a poner la botella sobre la bandeja de plata—. Si la cuenta hubiera continuado, el programa reescrito por Troy habría enviado a la Kon-Tiki directamente a Júpiter. Media hora antes de que eso pudiera ocurrir, Falcon anuló manualmente el secuenciador para escapar de la medusa.
—¡O sea que la medusa en realidad le salvó la vida!
Las espesas cejas de Forster saltaron sobre la frente; le encantaban las buenas historias.
—Y la libertad a Troy. Habría sido culpable de asesinato.
Forster se encogió de hombros, débilmente turbado.
—En ese desafortunado caso, seguro que habría podido alegar locura transitoria.
—No es algo de lo que le guste hablar.
El comandante se acomodó en su sillón, recordando el reciente viaje de vuelta de Júpiter. No iba a abrumar a Forster con los detalles, detalles que permanecerían nítidos en su memoria durante años.
—No puedo salvarme tan fácilmente de un cargo de asesinato —le había increpado Linda por enésima vez, los ojos apagados por el cansancio—. Maté a Holly Singh. Y a Jack Noble. Y al hombre naranja. Quizás a otros. Cuando lo hice, sabía lo que hacía.
Una de las naves más rápidas del sistema solar tardó tres semanas en devolverles a la Tierra. Eso le dio a Sparta el tiempo que necesitaba para recuperar su salud física. Y a los demás más tiempo del que necesitaban para el debate y la discusión.
Pero Linda era un rompecabezas infinito para el comandante.
—¿Tu conciencia te exige tanto? —le había preguntado.
—Me está preguntando si puedo encontrar alguna razón que justifique los asesinatos que he cometido. Le digo que no, ninguna, aunque esa gente intentó asesinarme a mí. Y quizás asesinaron a mis padres, creamos lo que creamos usted o yo.
—Los que has mencionado eran asesinos, de acuerdo. Y tenían intención de esclavizar a la Humanidad. Pero sobreviven otros como ellos, con objetivos que no han cambiado.
—Eso no justifica el matarles a sangre fría. —Pero la sangre de ella no era fría. Le hervía.
—Bueno, estás decidida. —Suspiró expresivamente—. Sí sabías o no lo que hacías no es algo que te dejen decidir a ti, me temo. Es probable que te sometan a observación psiquiátrica para comprobar tu confesión no corroborada.
—¿No corroborada?
Él fingió no oírla.
—Y después de una condena indeterminada en un hospital mental (ya sabes lo que es eso, creo), las cosas que hoy en día pueden hacer con nanochips programados y todo eso; después, si existe alguna prueba que apoye tu confesión, quizá te encierren en una penitenciaría para toda la vida. Pero si esto es lo que quieres…
—Sabe que le estoy diciendo la verdad.
—Quizá. Nadie ha dado noticias de la muerte de esas personas, ni de que hayan desaparecido.
—Pero ¿les ha visto alguien? Algunas de ellas eran figuras públicas. Lord Kingman. Holly Singh.
—No, pero Jack Noble ya se había tomado unos polvos, como se solía decir. Claro que tenía una causa. —Se encogió de hombros—. La gente puede desaparecer durante años sin ninguna buena razón, quizá sólo porque tiene ganas. Tú desapareciste sin avisar, Linda. Más de una vez. —Ella hizo una mueca al oír su nombre de labios del comandante—. Pero digamos que me creo que están muertos y que tú les mataste, dejando aparte a Kingman, claro. ¿Quieres mi cooperación? ¿Quieres que te ayude a asumir toda la responsabilidad, que te deje pagar por tus pecados mortales?
—¿Qué quiere usted? —Sparta tragó saliva, previendo la punta del anzuelo.
—Ayúdanos. —Aquellos confesores jesuitas de hablar suave, los tíos y primos sin hijos de sus antepasados canadienses franceses, habrían estado orgullosos de él. ¿No se hallaban como en casa con las sofisterías del claustro igual que con las mentiras que contaban a los indios a los que habían ido a convertir? Pero el comandante estaba avergonzado de sí mismo—. Tenemos un problema. Más grande que tu pequeño problema personal. Quizás incluso más grande que el Homo sapiens.
—El hecho de que intente que parezca importante no me suelta del anzuelo.
—Quédate en tu maldito anzuelo. Alcanzaste a algunos del Espíritu Libre, pero no fue limpio. ¿Quién demonios te enseñó a intentar alcanzar algo con una pistola a quinientos metros? —Estaba enfadado, lleno de desdén profesional—. Sí, hundimos sus planes en Júpiter sin tu ayuda, pero no los hemos eliminado. Laird, o Lequeu o como se llame, sigue libre.
—No puede hacer nada. Las criaturas de las nubes han hablado.
Los ojos del comandante se iluminaron.
—¿Quieres decir que puedes interpretarnos esta revelación? ¿A mí, que conozco el Conocimiento casi tan bien como tú?
—Usted no sabe lo que dijeron. —Sparta hizo una mueca—. No intente engañarme.
—Pero las medusas tenían algo que decir.
—Algo, sí.
—¿Qué era? ¿El Pancreator viene ahora por nosotros?
—No lo sé —respondió ella con voz ronca, bajando la mirada—. Ya no tengo órganos para oír.
—Si vienen por nosotros, éste podría ser el problema más antiguo de todos, Linda. Aquí, en el matadero, podrían ser ovejas contra cabras. —Sonrió con aire triste—. Siempre he creído que las cabras son muchísimo más encantadoras que las ovejas. Quizás esto me coloca en el bando equivocado.
—Me hace usted pequeña —susurró ella—. No soy pequeña.
Entonces él se enfadó.
—Tú misma te haces pequeña, si no luchas por el derecho de los seres humanos libres de oír esta revelación. No puedes guardártela para ti, no más de lo que Laird y sus falsos profetas podían guardársela para sí mismos.
Ella bajó la cabeza —un gesto de vergüenza que había adquirido recientemente— antes de levantar la mirada hacia él, aún desafiante. Al final, sus mejores argumentos jesuíticos no la habían conmovido.
Pero no era necesario decírselo a Forster.
El comandante se encontró mirando fijamente las ascuas del fuego de madera de roble. Levantó la vista para mirar al pequeño e impaciente profesor.
—Me temo que es el final de mi historia.
—Ah, y ahora me toca a mí —dijo, inclinándose hacia delante en el mullido sofá, haciendo crujir el cuero. Una expresión de pura alegría asomó a su rostro inquietamente joven—. He analizado el material que me proporcionó.
—Eso me dijo.
El profesor no pudo resistirse a un momento de pura pedagogía.
—Vale la pena observar que la medusa, la cabeza de Gorgona, es un antiguo símbolo de mayordomía. El protector y guardián de la sabiduría.
—Sí, creo que he oído eso antes en alguna parte.
—Las grabaciones de las transmisiones del anillo de medusas fueron descifradas con relativa facilidad, después de pasarlas por los programas de análisis SETI, y según el sistema lingüístico que previamente señalé para usted y el señor Redfield, determiné que las transmisiones eran, definitivamente, señales; y más definitivamente, en la lengua de la cultura X.
—Profesor, si quisiera limitarse…
—Y significan —Forster casi canturreó las palabras—: «Han llegado».
—¿Han llegado?
—Sí. Ése es el mensaje: «Han llegado».
¿Era una broma de Forster?
—No me lo creo —dijo el comandante—. Aquellas cosas emitían señales directamente al Control de la Misión de la Kon-Tiki. ¿Por qué iban a…?
—¿Por qué decir a los que acababan de llegar que habían llegado? —dijo Forster—. Buena pregunta. En especial dado que las medusas no parecen criaturas muy inteligentes en el sentido en que nosotros entendemos esa palabra, quizá no más inteligentes que loros adiestrados. Probablemente estaban respondiendo a algún estímulo implantado eones atrás. Incluso codificado en lo que les sirve de genes.
—Pero ¿por qué dirigirlo al Control de la Misión?
—Opino que es improbable que su mensaje estuviese dirigido al Control de la Misión. Creo que apuntaban a otra parte.
—Forster…
—Gracias a sus buenos oficios, comandante, mi estudio de la luna Amaltea ya tiene una fecha de lanzamiento. —Forster miró su recién vaciado vaso.
—Déjeme que le llene el vaso —dijo el comandante, inclinándose hacia delante. Cogió las pesadas pinzas de plata, levantó unos cubos de hielo de la cubitera y los sirvió en el vaso de Forster. Cogió la botella de whisky—. Amaltea, dice usted…
El sol se había puesto tras los acantilados del Oeste, absorbiendo el color de las grises colinas boscosas del otro lado del río. Se encendieron las luces, bombillas de débil amarillo escondidas en las rendijas del muro bajo de piedra al lado de los acantilados del río. Blake y Sparta caminaban junto al muro, haciendo crujir las hojas secas bajo sus botas. El aire frío les golpeaba en la espalda, el aliento del invierno que bajaba al valle desde el terreno elevado. Ambos se encorvaban para protegerse del frío, las manos en los bolsillos, aislados el uno del otro.
Blake levantó la mirada hacia la casa. Una luz se acababa de encender tras el cristal de color de la ventana de la despensa. El personal se preparaba para la cena.
—Es la que rompí aquella noche para entrar.
—¿Cuándo dejarás ese tema? —dijo ella irritada.
—Recuerdo todo lo que sucedió, con más claridad que ninguna otra cosa en mi vida. Durante semanas creí que me habías traicionado; pero tú no estabas allí.
Blake había tenido la ingenua idea de persuadir a Sparta de que no había asesinado a Singh ni a los otros, que se trataba de falsos recuerdos implantados por el comandante por razones propias; quizá porque no quería admitir que el Espíritu Libre se le había vuelto a escapar de las manos. Blake se lo había suplicado.
—El porqué quiere que creas eso, no lo sé. Quizás él les mató. Pero tienes que admitir que estabas fuera de tus cabales. Dios mío, la cantidad de Bliss que tomabas…
Pero ella le había destruido su argumento incluso antes de que lo hubiera formulado.
—Aunque tengan un modo de reescribir la memoria, no lo utilizaron conmigo. Ni siquiera sabían dónde estaba.
Y al final, Blake no pudo ni convencerse a sí mismo de su inverosímil esquema. Ahora ella permanecía muda, aislada de la preocupación de Blake, aislada de su calor. Caminaban en silencio, salvo por el crujir de las hojas muertas.
Poco a poco, una forma humana solitaria apareció entre las sombras a una docena de metros frente a ellos. Se pusieron alerta, pero ninguno de los dos se alarmó. Ambos sabían que era muy improbable que un visitante no autorizado se hallara en los terrenos. Estaban a punto de pasar de largo a la figura en silencio… pero cuando se acercaron, la sombra del hombre susurró:
—Linda.
Se le puso la carne de gallina; el frío había penetrado dentro de su parka al oír susurrar su nombre. Vaciló.
—¿Tú…?
Tuvo miedo de terminar la pregunta. La sombra tenía la forma y la voz de él, pero el frío viento apartaba su perfume y ella ya no podía ver en la oscuridad.
—Sí, querida —dijo la sombra—. Por favor, perdóname.
—Oh…
Ella se echó a sus sólidos brazos, se apretó a él y se aferró como si estuviera cayéndose. Blake les miraba asombrado y les dijo lo primero que se le ocurrió, aunque era absurdo.
—¿Dónde demonios estaba, doctor Nagy?
Jozsef Nagy levantó la mirada, por encima de los hombros de su hija.
—Nunca he estado lejos, señor Redfield.
—Oh… llámeme Blake, señor.
—Sí, estamos muy lejos de las aulas. Llámame Jozsef, Blake.
—Está bien —dijo Blake, pero tardó un poco en reunir el coraje suficiente para dirigirse a la figura de autoridad más imponente de su infancia por su nombre de pila.
—Linda, Linda. —Nagy acunaba a su hija, que había estallado en llanto desesperado—. Te tratamos tan mal.
—¿Dónde está mamá? ¿Está…?
Sus palabras quedaron ahogadas; tenía la cara pegada a los pliegues del abrigo de lana de su padre.
—Está bien. La verás pronto.
—Creía que estabais muertos, los dos.
—Teníamos miedo… teníamos miedo de decírtelo. —Miró a Blake y asintió, y aunque Blake no podía verle bien, había timidez en el gesto—. Os debemos a los dos nuestras más profundas disculpas.
—Bueno, ella estaba muy preocupada —dijo Blake, pensando al instante lo tonto que parecía: Nagy no era exactamente un niño perdido que había asustado a su madre. Y Ellen… Linda había estado más que preocupada.
—Sí, lo sé —dijo Nagy simplemente—. Había razones que nos parecieron muy importantes en aquellos momentos. Nos equivocamos.
El llanto de Sparta había disminuido. Se relajó en los brazos de su padre. Él apartó un brazo de sus hombros, revolvió en su bolsillo y sacó un pañuelo. Ella lo cogió, agradecida. Nagy dijo:
—Intentaré explicarlo… con la ayuda de Kit. ¿Tal vez deberíamos entrar ahora?
Esta pregunta iba dirigida a Sparta. Ella asintió en silencio, sonándose la nariz. Los tres se encaminaron despacio por la larga cuesta hacia la casa. Blake había tenido unos segundos para pensar; su voz sonó con firme insistencia cuando volvió a hablar, ocultando un poco su ira.
—No estaría mal que se limitara a decirnos por qué, señor. Ahora… quiero decir, sin la presencia del comandante.
—Estamos en una guerra, Blake. Durante años mi hija ha sido un rehén. Luego nos dimos cuenta de que ella se había convertido en nuestra mejor arma. —Nagy vaciló como si aquello le costara un esfuerzo, pero prosiguió con voz clara—. Resultó demasiado duro para nosotros dejar de ser padres y maestros. Intentamos protegeros a los dos controlándoos. Para hacerlo teníamos que permanecer ocultos. Al principio tú fuiste un poco difícil, Blake; y al final imposible de controlar.
—Su hija también es adulta.
Blake vio que Nagy bajaba la cabeza y de pronto comprendió dónde Ellen… Linda… había adquirido su gesto de vergüenza.
Sparta se apartó unos centímetros de su padre.
—Yo les maté —dijo sin inflexión en la voz.
—Empezaste a tomar «Striaphan» sin estar preparada porque no te dijimos lo que nosotros sabíamos —dijo Nagy—. Tu resistencia ya había sido destruida en gran parte por nuestros intentos de apresurar tus sueños.
—Los intentos del comandante —dijo Blake con vehemencia.
—Pero por orden mía. Para su mérito y mi vergüenza, obligué a Kit a continuar cuando puso objeciones. Yo había esperado acelerar tu recuperación, querida. En lugar de eso yo… —Se interrumpió, mirando a su hija con aprensión. Ella se había apartado de él—. Actuabas por una fuerza mayor que sabíamos que existía pero que no comprendíamos. Todo lo que hiciste, en Inglaterra y en la órbita alrededor de Júpiter, lo hiciste al servicio de esta fuerza mayor. Intentaste eliminar a los que se interponían en tu camino, incluidos los que habían colocado esa fuerza mayor en ti.
—No puedes eliminar mi culpabilidad.
—No lo intentaría. Pero te pido que des el próximo paso.
—¿Qué quieres de mí?
—Que admitas que eres un ser humano.
Ella estaba muy cansada y herida, pero se negó a volver a llorar.
—Eso tengo que decirlo yo.
—Así es. Por favor, deja la pregunta abierta hasta que hayas oído todo lo que tenemos que decir. Tú también, Blake.
Los tres se encaminaron en silencio hacia la enorme casa de piedra con sus ventanas como joyas. Al cabo de unos minutos se acercaron más. Linda cogió la mano de su padre. En sus ojos había un brillo renovado, procedente de algún lugar más profundo que los reflejos de las ventanas.
Llamaron a la puerta de la biblioteca y el comandante la entreabrió. Un joven camarero rubio anunció:
—La cena está preparada, señor. Cuatro servicios, como ha ordenado.
—Que espere un momento. No tardaremos.
—Sí, señor. —El camarero cerró la puerta artesonada tras de sí.
El comandante señaló la bandeja de las bebidas.
—¿Profesor?
—Ya he tomado más que suficiente —dijo Forster bruscamente—. No me importa decírselo. Esperaba que Troy y su amigo pudieran ir conmigo en ese viaje.
—¿El viaje a Amaltea?
—Tienen una inusual experiencia. Posiblemente podrían complementar la mía.
El comandante le miró con diversión mal disimulada. Que alguien pudiera ser capaz de complementar la experiencia de Forster era una afirmación insólita por parte del pequeño profesor.
—¿Dónde están? —preguntó Forster—. Tenía muchas ganas de volver a verles esta noche.
El comandante se acercó a las altas ventanas que daban al oscuro césped. Observó el grupo de sombras que allí se encontraba.
—Deles un poco de tiempo. No tardarán.