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La Kon-Tiki estaba saliendo de la sombra, y el alba de Júpiter tendía un puente hasta el cielo formando un arco de luz titánico, cuando el persistente zumbido de la alarma despertó a Falcon. Las inevitables pesadillas (había estado intentando llamar a una enfermera, pero ni siquiera tenía fuerza para oprimir un botón) habían desaparecido rápidamente de la conciencia. La mayor —y quizá la última— aventura de su vida se hallaba ante él.
Llamó al Control de la Misión, ahora a casi cien mil kilómetros de distancia y cayendo velozmente por debajo de la curva de Júpiter, para informar de que todo estaba en orden. Su velocidad acababa de pasar los cincuenta kilómetros por segundo (dado que se encontraba dentro de los márgenes exteriores de una atmósfera planetaria, era para salir en el Guinness), y en media hora la Kon-Tiki empezaría a sentir la resistencia que hacía que ésta fuera la entrada atmosférica más difícil de todo el sistema solar.
Numerosas sondas habían sobrevivido a esta ordalía de fuego, pero se trataba de masas de instrumentación sólidamente empaquetadas, capaces de soportar varios cientos de gravedades de resistencia al arrastre. La Kon-Tiki llegaría a máximos de treinta ges, y a un promedio de más de diez, antes de descansar en los accesos superiores de la atmósfera de Júpiter.
Con mucho cuidado y atención, Falcon empezó a unir el complicado sistema de frenos que le anclarían en las paredes de la cabina. Aquí no se trataba de un simple arnés como una telaraña; cuando hubo terminado de efectuar las últimas conexiones entre los puntales y los tubos, y los conductos eléctricos y sensores de tensión y amortiguadores del choque, él era prácticamente una parte más de la estructura de la nave.
El reloj de la consola iba hacia atrás. Cien segundos para la entrada. Para bien o para mal, Falcon estaba comprometido. Al cabo de un minuto y medio tocaría la atmósfera y podría ser atrapado de modo irrevocable en la garra del gigante.
La cuenta atrás prosiguió: menos tres, menos dos, menos uno, cero.
Al principio, no ocurrió nada.
El reloj empezó a contar hacia delante —más uno, más dos, más tres— y luego, desde más allá de las paredes de la cápsula, vino un fantasmal susurro que se elevó regularmente hasta convertirse en un agudo rugido. La cuenta atrás se había retrasado tres segundos. No estaba tan mal, considerando las incógnitas.
El ruido era bastante distinto del de una lanzadera al precipitarse a la Tierra o Marte, o incluso Venus. En esta rala atmósfera de hidrógeno y helio, todos los sonidos subían un par de octavas. En Júpiter, incluso el trueno tendría armónicos de falsete.
Trueno chillón. Falcon habría sonreído si hubiera podido.
Con el grito creciente vino el peso creciente. Al cabo de unos segundos se hallaba completamente inmovilizado. Su campo de visión se contrajo hasta que abarcó sólo el reloj y el acelerómetro. Quince ges y cuatrocientos ocho segundos. No perdió la conciencia en ningún momento, pero tampoco había esperado hacerlo.
La llameante estela de la Kon-Tiki a través de la atmósfera sin duda era espectacular, vista por las cámaras de fotogramas que alimentaban al Control de la Misión, o por cualquier otro observador. Quinientos segundos después de la entrada, la resistencia al avance empezó a disminuir: diez ges, cinco ges, dos… Luego, la sensación de peso se desvaneció casi completamente. Falcon caía libremente, disipada toda su enorme velocidad orbital.
Se produjo un repentino salto cuando se libraron de los restos incandescentes del escudo de calor de la cápsula. Las cubiertas aerodinámicas volaron en aquel mismo instante. Júpiter podía tenerlos ahora; habían cumplido su trabajo. Falcon liberó algunas de sus trabas físicas, dándose a sí mismo un poco más de libertad para moverse dentro de la cápsula —sin disminuir su intimidad con la maquinaria— y esperó a que el secuenciador automático iniciara la siguiente y más crítica serie de acontecimientos.
No pudo ver abrirse el primer paracaídas en forma de tronco de cono, pero pudo sentir el ligero tirón. El ritmo de la caída disminuyó inmediatamente. Pronto la Kon-Tiki hubo perdido toda su velocidad horizontal y descendía en línea recta a casi quince mil kilómetros por hora.
Todo dependía de lo que ocurriese en los siguientes sesenta segundos.
Y salió el segundo paracaídas. Falcon levantó la mirada hacia la ventana del techo y vio, para su inmenso alivio, que nubes y nubes de brillante oropel se ondulaban detrás de la nave que caía. Como una gran flor al abrirse, los miles de metros cúbicos del tejido del globo se extendieron en el firmamento, un amplio paracaídas que recogía el gas tenue hasta que por fin estuvo completamente inflado.
El ritmo de caída de la Kon-Tiki disminuyó hasta unos pocos kilómetros por hora y permaneció constante. Ahora había mucho tiempo. A este ritmo Falcon tardaría días en descender hasta la superficie de Júpiter.
Pero al final llegaría, si él no hacía nada. Hasta que lo hiciera, el globo que llevaba encima actuaba simplemente como un eficaz paracaídas, sin proporcionar empuje hacia arriba; tampoco podía hacer esto mientras hubiera la misma densidad de gas dentro y fuera.
Luego, con su característico y más bien desconcertante crack, el pequeño reactor de fusión se puso en marcha, vertiendo torrentes de calor en la envoltura superior. Al cabo de cinco minutos, el ritmo de caída era cero; al cabo de seis, la nave había empezado a elevarse. Según el altímetro, se enderezó un poco más de cuatrocientos kilómetros por encima de la superficie, o lo que pasara por una superficie en Júpiter.
Sólo un tipo de globo funcionaría en una atmósfera de hidrógeno, el más ligero de todos los gases, y se trata de un balón de hidrógeno caliente. Mientras el fusionador siguiera funcionando al ralentí, Falcon podría permanecer en vuelo, deslizándose por un mundo que podía contener cien Pacíficos. Después de viajar por fases unos cinco millones de kilómetros desde la Tierra, el último de los planetas acuosos, la Kon-Tiki había empezado a justificar su nombre. Era una balsa aérea, a la deriva en las corrientes fluidas de la atmósfera de Júpiter.
Al caer hacia Júpiter, Falcon había salido de sus dolorosos sueños para entrar en la triunfante luz solar. En su apestoso escondrijo a bordo de la Garuda, en la sombra de Amaltea, Sparta todavía vivía dentro del suyo.
«Dilys» no tiene ningún medio para leer una placa de datos sin una interfaz. Cinco minutos después de descubrir la cripta vuelve a encontrarse arriba, en la cocina de Kingman, en el ordenador de la casa. La terminal ha sido colocada demasiado cerca de los fogones, y su pantalla está brumosa y el teclado manchado de grasa. No obstante, ella entra en la terminal con las sondas de sus dedos y siente la hormigueante corriente de los electrones. Inserta el chip robado. Su contenido se vierte directamente en su cerebro.
Hace rodar la espinosa bola de información en el espacio mental multidimensional, buscando una clave para entrar. La masa de datos es un galimatías, aunque no carece de regularidades formales. Pero la clave no es algo tan sencillo como un número primo grande; su compleja cualidad geométrica la elude durante largos segundos. Luego, una imagen acude espontáneamente a su cabeza.
Es familiar: el vórtice arremolinado de nubes al que sus sueños tan a menudo la han conducido. Pero visto desde más arriba, de modo que los dibujos peculiarmente cuajados de las nubes de Júpiter son tan planos y definidos como una lata de pintura agitada despacio, gotas de pintura naranja y amarilla girando en espiral hasta ser blanca.
Vistas de información abiertas ante ella.
Penetra en ellas y cruza esas nubes sin fondo; no, se remonta a su través como una criatura alada. Intensas ondas de emisión de radio se filtran a través de ella, la llenan de apasionante calor, una sensación tan familiar que le provoca un dulce dolor, pues es el recuerdo de que en otro tiempo podía experimentar estas sensaciones en su propio cuerpo. Está deslumbrada, desorientada, como si estuviera bebida. Lucha por retener una perspectiva objetiva, para dar un sentido a lo que está viendo.
Son datos de una sonda de Júpiter. Una etiqueta en la ficha, a la que accede mediante su mente objetiva, da su designación y fecha. Ella está experimentando lo que la sonda experimentó a través de todos sus sensores, sus lentes, antenas y detectores de radiación.
La ficha finaliza.
Con un salto, como un corte en una película, ella se encuentra dentro de otra experiencia. Un quirófano. Un círculo de luces en el techo. Un hormigueo de dolor apagado en todo su cuerpo, que se difunde desde el estómago hasta la punta de los dedos de los pies y las manos. ¿Es ella misma la que está sobre la mesa de operaciones? ¿Está reviviendo su agonía en Marte a través del registro de datos de algún monitor? No, es otro lugar, otro… paciente.
Los médicos actúan con mucha calma y precisión. Son invisibles tras sus máscaras, pero ella puede olerlos. No queda mucha carne y sangre humanas bajo las luces, y lo que hay se mantiene gracias a un complicado calado de plástico y metal…, instrumentos donde debería haber órganos. ¿Sistemas de apoyo temporales? ¿Prótesis permanentes?
Salto. Nueva Ficha.
Falcon. Ella es Falcon. Está probando sus miembros restaurados, sus órganos sensoriales restaurados. Algo horripilante… La más primitiva clase de terapia física. Su progreso controlado por injertos internos. Vuelve a luchar para separar su conciencia de la experiencia en la que está inmersa. Éstos son sentimientos de Falcon, pero el propio Falcon no parece saber que ha sido interceptado, que está siendo grabado. Le pusieron un micrófono dentro de la cabeza.
Fascinada, se sumerge en la terapia de él, el doloroso estiramiento y flexión de sus órganos y miembros remendados, sus poderes restaurados y aumentados. De sus ojos, capaces de una visión microscópica y telescópica, de sensibilidad a los ultravioletas e infrarrojos. De su sentido del olfato, capaz de aportar a la conciencia el análisis químico instantáneo. De su sensibilidad al radio y a la radiación de partículas. De su capacidad de escuchar…
Él era ella. Pero mejor. Nuevo y mejorado. Mejores sensores. Mejores procesadores. Sintió una oleada de rabia, de celos.
Salto. Nueva ficha.
Simulación de vuelo, en las giratorias nubes del gigante de gas, un planeta que sólo podía ser Júpiter. Datos visuales y otros, sacados de las sondas. Vientos supersónicos. Mezcla de hidrocarburos. Cambios de temperatura, cambios de presión; todo visto desde el interior de la cabeza de Falcon. Y ella está allí, nadando en ello con él.
Un rayo caliente de radio, y luego un sonido, una canción, un coro que va directo a su pecho, estalla en él con una alegría desbordante y una urgencia sorprendente y necesaria. Porque la Canción es el Conocimiento, y el Conocimiento es que, al final, todo irá bien… A pesar del sacrificio y gracias a él. Todo el Sacrificio necesario y gozoso de ser contemplado. Una voz como la del Dios del Cielo suena alrededor: «Recuerda el Premio».
Ella cede al lujo y éxtasis de la simulación. Falcon lo adora. Falcon lo busca como ella, la entrega, la rendición final… «Recuerda el Premio».
Luego ella comprende. Su rabia y sus celos aumentan a medida que se identifica con Falcon, el que ha ocupado su lugar, el que está mejor hecho que ella. Rompe el enlace y saca el chip de la terminal; retira sus púas de los accesos y corta el contacto. Le consume una rabia que podría matarla.