21

Aquel primer día, el Padre de los Dioses sonrió a Falcon. Allá arriba, en Júpiter, había tanta paz y tranquilidad como cuando, años atrás, se dejaba llevar con Webster por las llanuras del norte de la India. Falcon había tenido tiempo de dominar sus nuevas habilidades, hasta que la Kon-Tiki parecía una extensión de su propio cuerpo. Tanta suerte era más de lo que se había atrevido a esperar, y empezó a preguntarse si tendría que pagar un precio por ello.

Sonrió interiormente. Incluso en el hombre perfecto quedan restos de superstición.

Las cinco horas de luz diurna casi habían terminado. Las nubes de abajo estaban llenas de sombras, lo que les daba una solidez masiva que no habían tenido cuando el sol estaba más alto. El color iba desapareciendo rápidamente del firmamento, excepto en el Oeste, donde una franja de púrpura cada vez más oscuro cubría el horizonte. Encima de esta franja se hallaba la delgada media luna de un satélite cercano, pálido en contraste con la completa negrura de atrás.

Con una velocidad perceptible a la vista, el sol descendió sobre el borde de Júpiter a casi tres mil kilómetros de distancia. Las estrellas aparecieron en gran cantidad, y estaba la hermana estrella del atardecer, la Tierra, en la misma frontera del crepúsculo, recordándole lo lejos que se hallaba de su lugar de origen. Siguió al sol hacia el Oeste. La primera noche de la Humanidad en Júpiter había comenzado.

Con el comienzo de la oscuridad, la Kon-Tiki comenzó a hundirse. El globo ya no era calentado por el débil sol y estaba perdiendo una pequeña parte de su capacidad para flotar. Falcon no hizo nada para aumentarlo; había esperado esto y tenía intención de descender.

La invisible superficie de nubes se hallaba aún a unos cincuenta kilómetros más abajo, y llegaría allí hacia medianoche. Esto se veía claramente en el radar de infrarrojos, que también informaba de que contenía una amplia selección de compuestos de carbono complejos así como el hidrógeno, helio y amoníaco de costumbre. Falcon podía ver todo esto por sí mismo, con las capacidades perceptuales que no eran de conocimiento general.

Los químicos se morían de ganas de tener muestras de ese material plumoso y rosado; aunque algunas de las anteriores sondas atmosféricas habían recogido algunos gramos, habían tenido que analizar los compuestos a bordo, con instrumentos automatizados, en el breve tiempo antes de desaparecer en las aplastantes profundidades. Lo que los químicos habían aprendido hasta el momento sólo había aumentado su apetito. La mitad de las moléculas básicas de la vida se hallaban allí, flotando muy por encima de la superficie de Júpiter. Si había «comida», ¿podía estar muy lejos la vida? Ésta era la pregunta que, después de más de un centenar de años, ninguno de ellos había podido responder aún.

Los infrarrojos estaban bloqueados por las nubes, pero el radar de microondas las atravesaba y mostraba capa tras capa hasta la «superficie», escondida cuatrocientos kilómetros más abajo. Eso le quedaba prohibido por las tremendas presiones y temperaturas; ni siquiera las sondas robot habían llegado allí intactas. Se hallaba con tentadora inaccesibilidad en la parte inferior de la pantalla de radar, ligeramente borrosa, mostrando una curiosa estructura granular que ni Falcon ni la pantalla de su radar podían resolver.

Una hora después de la puesta de sol soltó su primera sonda. Cayó velozmente unos cien kilómetros, y luego empezó a flotar en la atmósfera más densa, enviando torrentes de señales de radio, las cuales retransmitió al Control de la Misión. Luego, no había nada más que hacer hasta que saliera el sol, excepto vigilar la velocidad de descenso y controlar los instrumentos.

Mientras se deslizaba en esta corriente regular, la Kon-Tiki podía cuidarse sola.

La Directora de Vuelo Im anunció el final del Día Uno.

—Buenos días, Howard. Pasa un minuto de la medianoche y tenemos tableros verdes por todo nuestro alrededor. Espero que te estés divirtiendo.

La respuesta de Falcon llegó, retrasada en el tiempo y distorsionada por la estática.

—Buenos días, Vuelo. Todos los tableros que estoy mirando también son verdes. Estoy esperando que salga el sol para poder ver un poco más por las ventanas.

—Llámanos entonces. Entretanto, no te molestaremos.

Im llamó al puente de la nave.

—Aquí Mangkorn, Vuelo.

El segundo de a bordo de la nave, un tailandés con diez años de servicio entre las lunas de Júpiter, era el oficial del nuevo día; el capitán Chowdhury se había retirado a su cabina para dormir un poco.

—Buenos días, Khun Mangkorn —dijo—. ¿Puedes darme las últimas noticias de nuestros VIPS?

—El cúter está en una Hohmann balística de Ganímedes. Ningún cambio de ETA.

—Gracias.

Transcurrieron diez minutos sin incidentes. De repente, las líneas de gráficos saltaron en las pantallas. Im cogió el canal de mando.

—¡Howard! Escucha en el canal cuarenta y seis, aumento de altura.

Había tantos circuitos de telemedición, que podía haber perdonado a Falcon que recordara sólo los pocos que eran críticos, pero él no vaciló. A través de su intercomunicador ella oyó el chasquido del interruptor del panel de Falcon.

Falcon subió la frecuencia de su amplificador de a bordo, el cual estaba unido al micrófono de la sonda que ahora flotaba a ciento veinticinco kilómetros por debajo de la Kon-Tiki, en una atmósfera casi tan densa como el agua.

—Ponla en los altavoces —dijo Im.

El controlador de comunicaciones inmediatamente conectó los altavoces con el canal de la sonda.

Al principio sólo se oyó un suave siseo de los extraños vientos que se agitaban en la oscuridad de aquel mundo inimaginable. Y luego, del ruido de fondo, poco a poco emergió una vibración resonante que se iba haciendo más fuerte, como el redoble de un tambor gigantesco. Era tan bajo que se sentía tanto como se oía, y los redobles aumentaban regularmente su ritmo, aunque el tono no cambiaba. Ahora era un rápido y casi infrasónico latido.

Entonces, de pronto, en mitad de la vibración se detuvo, tan bruscamente que la mente no podía aceptar el silencio: la memoria siguió fabricando un fantasmal eco en las cavernas más profundas del cerebro.

Los controladores intercambiaron miradas. Era el sonido más extraordinario que ninguno de ellos había oído jamás, incluso entre los numerosísimos ruidos de la Tierra. Nadie podía pensar en ningún fenómeno natural que pudiera haberlo causado. Tampoco era como el grito de un animal, ni siquiera el de las grandes ballenas.

Si Im no hubiera estado tan absorta, quizás habría notado la apenas reprimida excitación en los rostros de dos de sus controladores. Pero ella estaba en comunicación con el puente.

—Khun Mangkorn, por favor, que alguien despierte al doctor Brenner —dijo—. Esto podría ser lo que ha estado esperando.

El sobrecogedor sonido volvió a oírse en los altavoces, siguiendo exactamente la misma pauta. Ahora estaban preparados para él y pudieron cronometrar la secuencia; desde el primer débil latido hasta el crescendo final, duraba justo diez segundos. Pero esta vez hubo un eco real, no un recuerdo, muy débil y muy lejano. Podría haber venido de una de las muchas capas más profundas de la atmósfera estratificada.

O quizá tenía otro origen, más distante. Esperaron un segundo eco, pero no llegó.

—Howard, suelte otra sonda, por favor. Con dos micrófonos quizá podamos triangular la fuente.

—De acuerdo, Vuelo —llegó la respuesta retrasada, y en los altavoces del Control de la Misión oyeron el casi simultáneo ruido sordo de la sonda robot al separarse de la cápsula de la Kon-Tiki. Cosa extraña, ninguno de los micrófonos de la Kon-Tiki recogía nada excepto el ruido del viento. Los estampidos, fueran los que fuesen, eran atrapados y canalizados bajo una capa reflectora atmosférica mucho más abajo.

Olaf Brenner cruzó la escotilla del centro del «suelo» de la sala de control, saliendo del corredor que conducía a los alojamientos de la Garuda. El gordinflón y canoso exobiólogo, todavía adormilado, se golpeaba en los mamparos en su prisa descoordinada y volaba casi sin control. Intentó atarse a su consola al lado de la directora de vuelo, poniéndose su jersey al mismo tiempo. Im tuvo que ayudarle para impedir que se cayera.

Brenner no se molestó en darle las gracias.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Escuche —le dijo Im.

En los altavoces los estampidos se repetían. La segunda sonda de Falcon había caído velozmente a través de las capas reflectoras de abajo y las brillantes pantallas del Control de la Misión dejaban claro que los extraños sonidos procedían de un grupo de fuentes a unos dos mil kilómetros de la Kon-Tiki. Una gran distancia, pero eso no proporcionaba ninguna indicación de su poder intrínseco; en los océanos de la Tierra, sonidos muy débiles podían viajar a iguales distancias.

—¿A qué suena eso? —preguntó Im.

—¿A usted qué le parece? —replicó Brenner bruscamente.

—Usted es el experto. Pero ¿podría ser quizás una señal deliberada?

—Tonterías. Puede que haya vida allí abajo. De hecho, quedaré muy decepcionado si no encontramos microorganismos, quizás incluso plantas simples. Pero no es posible que haya nada como animales tal como nosotros los conocemos, criaturas individuales que se mueven por propia voluntad.

—¿No?

—Todas las pruebas que tenemos de Marte y Venus y la prehistoria de la Tierra nos indican que no hay manera de que un animal pueda generar suficiente energía para funcionar sin oxígeno libre. No hay oxígeno libre en Júpiter. Así que cualquier reacción bioquímica tiene que ser de baja energía.

—¿Oye esta conversación, Howard? —preguntó Im.

La voz cuidadosamente neutra de Falcon se oyó en los altavoces.

—Sí, Vuelo. El doctor Brenner ya ha presentado ese argumento en otras ocasiones.

—En cualquier caso —Brenner volvió su atención a los datos de su pantalla y habló directamente a Falcon a través del intercomunicador—, algunas de estas ondas de sonido parecen tener una longitud de cien metros. ¡Ni siquiera un animal grande como una ballena podría producir eso! Tiene que tener un origen natural, Howard.

—Probablemente los físicos encontrarán una explicación —replicó Falcon en tono frío.

—Bueno, piense en ello —pidió Brenner—. Al fin y al cabo, ¿qué explicación daría un extraterrestre ciego a los sonidos que oyera en una playa durante una tormenta, o al lado de un géiser, o un volcán o una cascada? El extraterrestre fácilmente podría atribuirlos a alguna bestia enorme.

Transcurrieron uno o dos segundos de más hasta que Falcon dijo:

—Sin duda, da que pensar.

—Sí —dijo Brenner.

Allí terminó, de momento, su conversación.

Desde Júpiter, las misteriosas señales prosiguieron con intervalos, grabadas y analizadas por baterías de instrumentos en el Control de la Misión. Brenner estudió los datos acumulativos que se exhibían en su pantalla; una transformación Fourier no reveló ningún significado aparente escondido en los rítmicos estampidos.

Brenner bostezó y miró a su alrededor.

—¿Dónde está el entrometido profesional? —preguntó a Im, al ver vacío el arnés donde Blake Redfield se sentaba con frecuencia.

—Incluso los entrometidos profesionales tienen que dormir en algún momento —respondió la directora de vuelo.

Blake se encontraba en su pequeña cabina, durmiendo a intervalos. Había estado durmiendo unas cinco horas cada veinticuatro, y no todas seguidas. Había espaciado sus siestas para controlar las operaciones de cada uno de los tres turnos diarios del Control de la Misión. Lo que había conseguido era tener una idea bastante buena de quiénes eran los controladores que se dominaban a sí mismos demasiado bien bajo su constante aguijoneo.

Fuera cual fuese el lado de este juego en el que se encontraran, ellos y él compartían el hecho de conocer algo que les estaba negado al resto de las personas de la Garuda, a saber, que Falcon tenía un propósito en las nubes que iba mucho más allá de los objetivos de la misión señalados.

Incluso el propio Falcon parecía no saberlo. ¿Estaba fingiendo? Era una pregunta —una de muchas— que sólo podía ser respondida tal como ocurrió.

En su escondrijo, Sparta se agitó con sueños de venganza. Abrió sus ojos enrojecidos y se pasó la lengua por los dientes amarillos. La realidad volvió a emerger sólo gradualmente.

Escuchó el rato suficiente para confirmar el tiempo de la misión transcurrido. Pronto… Sabía que era hora de moverse, si tenía que llegar hasta Blake. Pero ¿todavía quería hacerlo? Reflexionó…

Sus ojos enrojecidos habían observado desde el escondite cómo él realizaba su trabajo, introduciendo datos sin permiso, formulando preguntas groseras a los controladores libres de servicio, fastidiando. Para ella, su conducta era transparente. Él sabía, como ella, que algo estaba podrido en la misión de la Kon-Tiki. Pero a diferencia de ella, no sabía qué. Él arañaba e intentaba arrancar costras con la esperanza de irritar a la bestia y de que así se revelara.

En el cerebro de Sparta todavía quedaba algún rescoldo de compasión por él. Blake no tenía idea de que ellos simplemente estaban esperando el momento oportuno, que él ya estaba sentenciado a muerte. Los esfuerzos de Blake eran peligrosos e inútiles.

Ella no le debía nada. Aun así, podía avisarle del cataclismo que se avecinaba. Ella había hecho todo lo posible para decapitar al Espíritu Libre. Pero como a la Hidra, a éste le habían crecido otras cabezas.