Segunda parte
EL SIGNO DE LA SALAMANDRA

6

Blake despertó en su piso de Londres despejado y dinámico como había hecho durante meses, desde antes de ir en secreto a París, desde antes de perseguir a Ellen hasta la Luna, desde antes de ir a Marte. De hecho, desde antes de la última vez que había dormido en su propia cama. Esto no significaba necesariamente que gozara de buena salud. Alguien le había inyectado una buena dosis de suero antirresaca.

Bajó de la cama de un salto —llevaba pijama, por el amor de Dios; él nunca lo llevaba, aunque su madre seguía regalándole uno cada Navidad— y entró en su cuarto de baño.

Hum, barba de sólo un día. Qué extraño. En el dorso de la mano —debía de haberse arañado de algún modo— le brillaba la piel nueva. ¿La misma persona había utilizado algún producto para que se le curara pronto?

Se pasó la maquinilla de afeitar quimisónica rápidamente por las mejillas, la barbilla y la garganta, y se salpicó la cara con loción para después del afeitado con olor a lima; se cepilló los dientes con el cepillo ultrasónico y se pasó la lengua por su superficie pulida; luego, se pasó un peine por el grueso y liso cabello y sonrió a su imagen ante el espejo.

Por primera vez en meses, Blake experimentaba el placer de tener un armario ropero lleno abierto ante él. Se puso de prisa unos pantalones de pana y eligió una camisa de la cómoda. Su reloj, intercomunicador y tarjeta de identificación se hallaban sobre la cómoda, bien colocados, y también su cuchillo negro de lanzamiento. ¿Qué habrían pensado de ello, quienesquiera que fueran?

Se puso en los pies unas zapatillas azul marino con la suela de esparto. No tenía intención de ir a ninguna parte en una hora o dos, hasta que se hubiera vuelto a familiarizar con su casa, hasta que hubiera dejado filtrar sus recuerdos. Éste era uno de los pequeños problemas de las drogas antirresaca, tenían tendencia a bloquear los recuerdos recientes, al menos hasta que desaparecían.

Su pequeña y soleada cocina estaba inmaculada, sin polvo, todo en orden. Alguien había estado allí y lo había limpiado —no su asistenta, pues no la tenía— y había más comida en su frigorífico de la que recordaba haber dejado. Recién comprada, además.

Tenía hambre, pero no de un modo voraz. En la cocina a gas se hizo una tortilla de dos huevos con queso a las hierbas y se la comió en la mesa de madera de haya que daba a su pequeño jardín con muros de ladrillo y a los de sus vecinos. Los huevos desaparecieron rápido; después se tomó un vaso de zumo de naranja que él mismo se preparó y una taza de café francés. Su hogar era Londres, pero él seguía siendo americano; nada de alubias con tostadas para desayunar, y quería algo más fuerte que el té negro para iniciar el día.

El teléfono sonó, pero oyó que colgaban en cuanto él levantó el auricular de la cocina. ¿Se habían equivocado de número? O eran ellos, verificando.

Se llevó una segunda taza de café a la sala de estar y se sentó a contemplar el claro cielo de otoño a través de las ramas del gran olmo que había frente a la ventana. Las hojas caían y las ramas brillaban bajo el sol; la luz se derramaba sobre los ricos tonos azules y rojizos de la alfombra del suelo, e iluminaba las estanterías llenas de libros raros desde el suelo hasta el techo. El atrevido minotauro negro de Picasso en el hueco y la cálida acuarela de Poussin sobre el escritorio le aseguraron que se hallaba en casa.

Otro sorbo de café. Había empezado a sentir un leve dolor de cabeza en la sien derecha. La memoria estaba regresando.

«Noche. Una pared de granito cubierta de hiedra, iluminada por brillantes focos. ¿Trepaba por ella? Sí, avanzaba despacio por ella hacia… la ventana de Ellen…».

El cristal de la ventana se rompió y sus fragmentos se esparcieron por la alfombra. ¡Esto era real! Blake reaccionó antes de saber qué había producido el estrépito; se tiró al suelo y salió rodando por la puerta hacia el pasillo.

Una exhalación de fuego entró por la puerta detrás de él, chamuscando el marco de madera pintada y abrasando la pared de papel pintado de enfrente; había rodado apenas a medio metro de la llamarada, y siguió avanzando a cuatro patas hasta la cocina.

Conocía muy bien el olor a fósforo y a gasolina jaleificada, por ello supo que sus libros y cuadros ya habían desaparecido, y que en cuestión de minutos todo el apartamento, todo el edificio habría desaparecido. El aire bajo el techo ya hervía con humo negro.

Manteniéndose cerca del aire más fresco del suelo, avanzó hasta su taller del porche trasero y abrió de una patada la puerta de atrás.

Su piso se hallaba en la segunda planta. Saltó desde el rellano de la escalera posterior y cayó al tejado de un cobertizo, amortiguando el impacto con las rodillas flexionadas. De rebote dio un salto y aterrizó en un árbol del jardín.

Se desenredó de las ramas. No se atrevía a salir a cielo abierto. Probablemente el atacante no iba armado, o quizá no sabía utilizar una arma, pues Blake había sido literalmente un blanco fijo, pero su asaltante podía estar cerca, con toda probabilidad en un tejado contiguo.

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Todo el mundo fuera! —gritó Blake mientras cruzaba corriendo la puerta del jardín y se dirigía por el estrecho pasadizo del sótano hasta la calle—. ¡Fuego!

Llegó a la parte delantera de la casa y vio que había gente en el otro lado de la calle que ya salía de sus casas. Un policía corpulento y rubicundo se acercaba a él por la acera, hablando atropelladamente a su unidad de comunicación mientras corría. Blake levantó la vista hacia su piso.

Una llamarada aceitosa salía por sus ventanas destrozadas, formando una columna de humo negro que ascendía en el aire. El viejo olmo que daba sombra a su cuarto de estar —se encontraba en el jardín de sus vecinos— estaba en llamas. El tejado del edificio empezaba a arrojar lenguas de humo marrón grisáceo.

El viejo señor Hicke, su vecino de abajo, salió tambaleándose al porche, en pijama de franela y una raída bata.

—¡Señor Redfield! ¡Ha regresado! Oh, Dios mío, ¿sabe que tiene arañazos en la cara?

—Venga aquí, señor Hicke, aléjese del edificio. Eso está mejor. Me temo que se ha producido una seria desgracia.

Blake estaba a punto de sumergirse a través de la puerta principal cuando la señorita Stilt y su madre, las otras únicas personas que residían en el edificio, salieron envueltas en una bata, impactadas por el suceso y parpadeando ante la luz.

—Por favor, señores, dejen espacio…

El policía se adelantó para acompañar a las señoras a un lugar seguro; habían llegado más policías para mantener apartada a la multitud que pronto se congregó. Blake se retiró junto con los demás al otro lado de la calle.

Contempló el elegante edificio antiguo disolverse entre llamas. Iba camino de convertirse en ruinas cuando unos minutos más tarde llegaron los primeros camiones.

Quien hubiera lanzado la bomba debía de haberse ido hacía rato, a menos que esa persona fuera un pirómano convencido o por alguna otra razón careciera del instinto de autoconservación. Blake lo dudaba. Él había sido el blanco específico del ataque, y había un mensaje en la manera de llevarlo a cabo.

Blake tenía debilidad por explotar cosas. Quienquiera que fuera quien había intentado matarle, lo sabía.

Repasó los sucesos de la mañana y al mismo tiempo se dio cuenta de que había recuperado casi por completo sus recuerdos de la noche anterior, la cual debía de haber sido dos noches atrás, teniendo en cuenta el cambio de horario al cambiar de zona. También tenía un fuerte dolor de cabeza.

Recordó que había intentado rescatar a Ellen. Recordó la traición de ésta. No podía creerlo.

Quizás había hecho un trato con el comandante para hacerle salir de allí sin sufrir daños. El comandante sabía que Blake no confiaba en él, y Blake sabía que él quería sacárselo de encima. ¿Se había ocupado ella de que le trataran bien y le devolvieran a casa? ¿Y el comandante la había traicionado a ella?

¿O había alguien más tras su pellejo? Sin duda había suficientes candidatos.

Blake contempló cómo ardía el edificio, llevándose consigo las últimas cosas que él apreciaba. Si tenía que sobrevivir suficiente tiempo para vengarse, sería mejor que no se quedara allí esperando a que las autoridades iniciaran sus aburridas preguntas.

El avión hidrosónico surcaba el cielo a toda velocidad. Todavía era primera hora de la mañana cuando Blake aterrizó en Long Island, y sólo poco después de las diez de la mañana cuando entró en el ático de sus padres en Manhattan.

—¡Blake! ¿Dónde diablos has estado?

—Mamá, estás preciosa. Como siempre.

Esmeralda Lee Redfield era una mujer alta cuya piel mimada, cuidadoso maquillaje y exquisita ropa —ese día llevaba un traje chaqueta de lana gris y una blusa de seda azul— siempre le hacían aparentar treinta años más joven, al menos a los ojos de su hijo.

A pesar de su elegancia, no era coqueta. Abrazó a Blake con entusiasmo. Luego, sin soltarle los hombros, le examinó.

—Ojalá pudiera decir lo mismo de ti, cariño. ¿Has dormido con la ropa puesta?

Él se echó a reír y se encogió de hombros.

—Ven. —Ella le cogió de la mano y le guio hacia el soleado salón. A ochenta y nueve pisos de altura tenía una vista de ciento veinte grados de las torres de la parte inferior de Manhattan y las costas que lo rodeaban—. ¿Qué haces en casa? ¿Por qué no has llamado? ¡Estábamos muy preocupados! Tu padre se puso en contacto prácticamente con todo el mundo a quien conocía, pero nadie…

—¡Oh, no!

—Con discreción, con discreción.

—Tendré que hablar con papá. Cuando voy tras una adquisición rara, a veces tengo que… esconderme. Os lo he explicado una docena…

—Blake, ya sabes cómo es.

Edward Redfield había criticado la carrera que Blake había elegido —la de especialista asesor de libros antiguos y manuscritos— y de vez en cuando lanzaba airadas diatribas contra el dinero que Blake «tiraba» (dinero que Edward no podía controlar, ya que su origen era un fondo legado a Blake por su abuelo). Edward pertenecía a una de esas viejas familias de la Costa Oriental que no necesitaban hacer nada para ganarse la vida excepto vigilar sus inversiones, tarea que no era en absoluto insignificante.

Pero noblesse oblige, y los Redfield se ocupaban de asuntos culturales y administrativos de Manhattan, esta ciudad modelo, el centro del Distrito Administrativo del Atlántico Medio. En realidad, las generaciones de Redfield habían sido tan activas en la vida pública, que la actual organización del continente de Norteamérica (que ya no incluía unos Estados Unidos, excepto como ficción geográfica) debía mucho a sus esfuerzos.

Esmeralda se sentó en una silla estilo Imperio tapizada en terciopelo azul y oprimió un botón que había sobre la mesa, a su lado.

—Y realmente hice hincapié en que actuara con discreción.

Blake se recostó en un mullido sillón tapizado en brocado.

—Bueno, de todos modos, aquí estoy. Y, como ves, con buena salud.

—Esta búsqueda tuya… ¿Tuviste éxito?

—Quizá pueda decírtelo cuando la… transacción haya finalizado.

—Comprendo, querido. —Una doncella había aparecido en respuesta a la llamada de Esmeralda—. Hoy tu padre y yo almorzamos en casa. ¿Comerás con nosotros?

—Me encantaría.

—Otro plato para el almuerzo, Rosaria. —La mujer asintió y se marchó, silenciosa como al llegar. La madre de Blake sonrió abiertamente a su hijo—. Ahora, Blake, dime, ¿qué ha sucedido?

—Esta mañana he ido a casa y resulta que mi piso, bueno, no sólo mi piso sino todo el edificio, había sido destruido por un incendio. Todo lo que poseía.

—Mi pobre niño… ¿Tus muebles? ¿Tu ropa?

Miró las manchadas zapatillas de lona que llevaba Blake.

—Por no mencionar los libros, las obras de arte…

—Qué deprimente, querido. Debes de estar desolado. Pero, por supuesto, lo tenías asegurado.

—Ah, sí. Asegurado.

—Es un consuelo.

—Bueno, te lo contaré mientras almorzamos. ¿Me disculpas? Quiero ir a cambiarme de ropa.

—Blake… Me alegro de tenerte en casa.

Blake se encaminó a la habitación que siempre le tenían preparada, amueblada exactamente como él la había dejado cuando se graduó de la escuela superior. A pesar del leve aire de distracción con que su madre iba por la vida, hablaba con el corazón. El amor entre padres e hijos es más complicado de lo que debería ser, pensó Blake, y más sutil de lo que nadie a quien había leído había podido expresar adecuadamente, pero a pesar de todos los armónicos emocionales y los bajos redobles que acompañaban al amor entre él y sus padres, éste era sólido.

Salió de su antigua habitación con un respetable traje con corbata, vestido como sabía que su padre querría verle.

—O sea, que has perdido todos esos libros en los que gastaste una pequeña fortuna.

Redfield padre era más alto que su hijo, con un rostro patricio cuadrado sobre una mandíbula más cuadrada, aún más patricia. Su cabello y cejas rojizos y las pecas que le salpicaban la fina nariz insinuaban sus orígenes bostonianos irlandeses, lo que sugería que el dinero de la familia quizá sólo tenía dos siglos de antigüedad y no los tres o cuatro declarados por los que se llamaban Rockefeller y Vanderbilt, por ejemplo.

—Sí.

Edward miró furioso a su hijo con triunfo mal disimulado.

—Espero que hayas aprendido la lección.

—Más que una lección, papá. Lo he perdido todo. No volveré a coleccionar nada de naturaleza tan perecedera.

El comedor se hallaba en el rincón sudeste del ático, con vistas al viejo puerto de Nueva York. A la débil luz de otoño, las granjas de algas que cubrían las anchas aguas de la costa de Jersey a Brooklyn formaban una alfombra verde mate, como sopa de guisantes; recolectores de acero inoxidable pacían lánguidamente por el lugar, convirtiéndolo en complementos alimenticios para las masas.

Los Redfield no formaban parte de las masas. Edward cortó una rodaja del raro magret de canard y comió un bocado, al estilo europeo.

—¿El seguro no te lo cubre? —murmuró.

—Oh, la pérdida económica sí. Sin tener en cuenta el aumento de valor. Pero he comprendido lo efímeros que son los libros viejos y los cuadros. —¿Podré salir de ésta?, se preguntó Blake; pero la gente está desesperada por creer lo que quiere—. Quizá por fin he crecido.

Edward siguió masticando y volvió a murmurar.

—He estado pensando que tal vez podría dar una ojeada por ahí y ver si puedo dedicarme al servicio público —añadió Blake.

Su padre le consideraba un diletante, y por ello nada podía resultarle más dulce que oír que su hijo cambiaba de idea y aceptaba su punto de vista.

—Qué buena idea, querido —dijo su madre, alegre—. Sé que nuestros amigos estarán más que satisfechos de ayudarte a encontrar algo adecuado.

—¿Por qué el gobierno, Blake? ¿Por qué no algo con más potencial?

Edward se refería a comprar y vender.

—No soy persona de estadísticas, papá. El mercado nunca ha tenido sentido para mí. —Era falso, pero encajaba con los prejuicios de Edward—. Si hubiera seguido tus consejos, habría estudiado Derecho —añadió Blake—, pero ahora es demasiado tarde para ello.

—Bueno, ¿qué sabes hacer?

Un soplo del viejo rencor. Al fin y al cabo, enviar a Blake a SPARTA no había sido un proyecto barato; por supuesto, aquel proyecto de educación mejorada había recibido apoyo financiero, pero los padres como Edward que podían pagar habían pagado mucho para matricular a sus hijos.

—Soy un buen investigador; cualquiera que quiera ser un erudito tiene que serlo. Me conozco las viejas bibliotecas tan bien como las fichas electrónicas. Puedo ser discreto cuando es necesario. —Todo eso era cierto, y aún había mucho más; su padre no habría creído ni la mitad de ello—. Leo y escribo una docena de idiomas. Los domino casi todos, y puedo mejorarlos cuando los necesito.

Blake añadió algo musical en mandarín dirigido a su madre, que significaba más o menos «te lo debo todo a ti».

Su padre, que no hablaba mandarín, aunque dominaba el alemán, el japonés y las otras antiguas lenguas de la diplomacia, emitió otro murmullo de escepticismo. Cuando por fin se tragó el bocado de pato, preguntó:

—¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer con todo esto?

—He olvidado mencionar que en este último año me he convertido en un viajero del espacio bastante experimentado.

—¿Te refieres a aquel viaje a Venus?

—También he estado en la Luna. Y Marte. Me temo que he pasado mucho tiempo sin telefonear a casa.

Edward dejó su tenedor y miró con furia a su hijo.

—En resumen, eres multilingüe… investigador… que entiende de ordenadores y no se marea cuando viaja por el espacio. Quizá deberías ser… abogado del consumo o algo así.

Esmeralda enarcó sus finas cejas negras y esbozó una sonrisa feliz con su delicada boca.

—¡Qué excelente sugerencia, querido! Estoy segura de que Dexter y Arista estarían encantados de tener a alguien con el talento y las habilidades de Blake en su personal.

—¿En Voxpop? —Redfield miró a su esposa con aire enojado. No lo había dicho en serio—. ¿Haciendo qué?

Dexter y Arista Plowinan, aunque ricos de nacimiento, eran hermanos y formaban equipo como reformadores profesionales, el tipo de ascéticos cuyos papeles en los siglos anteriores habían sido ejecutados por gente como Ralpli Nader y Savonarola. Todo el dinero que los Plowinan tenían, y todo el que conseguían, lo habían invertido en el Instituto Vox Populi.

Esmeralda dijo:

—Si Dexter Plowinan o su encantadora hermana…

—Peculiar hermana —gruñó Edward. Lejos de sus clubes y salas de juntas, la confusión de Edward con frecuencia se manifestaba como mal genio.

—… desearan dar empleo a Blake, sin duda aprovecharían sus mejores talentos.

—Y no recibiría nada a cambio. No podría hacerse rico.

Blake dijo:

—Papá…

Pero se interrumpió. Ya somos ricos era una frase que su padre no necesitaba oír.

—Pensemos en ello uno o dos días —dijo Edward.

Blake podía ver girar las ruedas en la cabeza de su padre. Los Plowinan eran actualmente personas de buena reputación en Manhattan, del estilo de los fiscales de distrito que participaban en cruzadas, gente cuyas buenas opiniones el mismo Edward Redfield había cortejado, y sería un honor para él que contrataran los servicios de su hijo. No ganaría dinero, pero… su hijo pródigo Blake, reformado, y ahora funcionario público famoso… Edward esbozó una leve sonrisa.

Aquella noche, más tarde, Blake entró de puntillas en el estudio de su padre, avanzando a la débil luz que se reflejaba a través de las ventanas procedente del cielo brumoso del exterior. Años atrás, de niño, había aprendido la combinación del escritorio de su padre, y ahora la utilizó para abrir el cajón de arriba en el que se hallaba el microsuperordenador de Edward, silencioso y enfriado con gas.

Era una máquina que Blake siempre había contemplado con respeto y unos ligeros celos, ya que su padre utilizaba sólo una pequeñísima fracción de su potencia en sus tratos comerciales y no apreciaba lo que su dinero había comprado. Blake se inclinó sobre él y se puso a trabajar en silencio; su proyecto probaría el temple de la máquina.

¿Qué estaba ocurriendo en realidad en aquella «casa segura» sobre el Hudson?

Cuatro horas más tarde, a pesar de toda la habilidad de Blake, su investigación sólo le había proporcionado hasta entonces datos negativos.

La mansión del rey del acero se hallaba donde se suponía que estaba, bien; en la actualidad se llamaba Granite Lodge, un buen nombre, gris e inocuo, y supuestamente se utilizaba como lugar donde los empleados del Servicio de Parques de Norteamérica y sus familias podían hacer vacaciones, donde los dignatarios podían retirarse, donde los directivos podían conferenciar, etcétera; era la clase de refugio que se podía esperar en una casa tan opulenta.

Excepto que este refugio parecía hermético. Blake no pudo descubrir ningún vínculo entre el Servicio de Parques y la Junta Espacial, y mucho menos la rama investigativa del comandante. Por el contrario, había muchos casos documentados de utilización por parte de empleados en vacaciones, directivos conferenciantes y dignatarios retirados.

En fichas estatales Blake encontró planos y otros documentos que describían la casa y los terrenos, todo ello exacto en lo que se refería a los conocimientos del personal, y el presupuesto del Servicio de Parques para el lugar con listas del personal, sus salarios y otros datos; y todo parecía agresivamente inocente.

Con amargo buen humor Blake leyó un informe totalmente «objetivo» de lo que había sucedido allí recientemente, cuando él y Ellen tenían la impresión de que eran los únicos huéspedes. Al parecer habían pasado por alto una asamblea de obispos, por no mencionar un seminario sobre redacción creativa y una sesión de estudio de creadores de currículos de educación secundaria; esta semana la mansión alojaba una reunión de analistas de Jung.

Unos minutos de esfuerzo produjeron la «confirmación» independiente de estos acontecimientos en la red abierta: avisos y boletines de los obispos, escritores, creadores de currículos y estudiosos de Jung, todo ello impenetrablemente convincente. Fuera de la red pública, Blake confirmó la existencia de estas personas y la aparente autenticidad de sus recientes itinerarios.

Quizá si hubiera poseído la misteriosa habilidad de Ellen de oler y evitar las trampas electrónicas y las caídas a ciegas, de deslizarse a través de capas de subterfugios electrónicos, de descubrir falsas identidades y falsas direcciones, intercomunicadores, historias y comprobantes de viaje, él podría haber sacado del ordenador lo que quería. Pero los poderes de Ellen escapaban a él.

Lo único que le quedaba era su habilidad como ladrón y saboteador. Tendría que irrumpir en Granite Lodge.

Blake era atrevido, incluso excitable, pero no era temerario, y no tenía la costumbre de correr riesgos desconocidos cuando las probabilidades en contra suya eran demasiado grandes; sentía un saludable respeto por las defensas de Granite Lodge. Pero aunque hubiera preferido quedarse lejos de allí, no había opción.

Volvió al ordenador. En los últimos años del siglo XXI, la predicción del tiempo aún era un arte más que una ciencia, pero se había convertido en un arte sutil. El diseño del sistema atmosférico de la Tierra apareció en la pantalla, desplegando en vivo falso color una serie probable de sucesos meteorológicos en el valle inferior del Hudson en los próximos días. Si actuaba pronto, el tiempo estaría de su lado.