20

Aunque todo un mundo nuevo rodeaba a Falcon, pasó más de una hora hasta que pudo examinar el espectáculo. Primero tuvo que comprobar todos los sistemas de la cápsula y probar su respuesta a los controles. Tuvo que conocer cuánto calor extra era necesario para producir la velocidad de ascensión deseada, y cuánto gas tenía que descargar para descender. Ante todo, estaba la cuestión de la estabilidad. Tenía que ajustar la longitud de los cables que unían su cápsula al enorme balón en forma de pera, para reducir las vibraciones y tener un viaje lo más suave posible.

Hasta el momento tenía suerte. A este nivel el viento era regular, y la lectura del efecto Doppler en la invisible superficie le daba una velocidad respecto a la tierra de trescientos cuarenta y ocho kilómetros por hora. Para Júpiter, era una velocidad modesta; se habían observado vientos de hasta dos mil klicks. Pero la simple velocidad era por supuesto algo de poca importancia; el peligro era la turbulencia. Si se producía, sólo la habilidad y la experiencia, y la reacción rápida, podrían salvarle. Y no eran asuntos que pudieran estar programados en el ordenador de la Kon-Tiki.

Hasta que estuvo satisfecho de haberle cogido el tino a esta extraña embarcación, Falcon no prestó atención a las súplicas del Control de la Misión de que se apresurara a efectuar la lista de control. Luego desplegó los brazos que llevaban la instrumentación y los tomadores de muestras de atmósfera. La cápsula ahora parecía un árbol de Navidad bastante desorientado, pero seguía avanzando suavemente por los vientos de Júpiter mientras radiaba torrentes de información a las grabadoras de la nave que se hallaba tan lejos. Y ahora, por fin, pudo mirar lo que le rodeaba.

Su primera impresión fue inesperada e incluso un poco decepcionante, pues se basaba en los recuerdos personales de la Tierra. En lo que se refería a la escala de las cosas, era como si estuviera volando en globo por encima de un paisaje corriente de nubes en la India. El horizonte parecía hallarse a una distancia normal; no tenía la sensación de que se encontraba en un mundo de un diámetro once veces mayor que el suyo. Falcon sonrió e hizo el cambio mental; una simple mirada al radar de infrarrojos, que sondeaba las capas de la atmósfera que estaban debajo de él, confirmaron cuánto podía ser engañado el ojo humano.

Ahora sus recuerdos fueron de diferente clase. Vio Júpiter como había sido visto por los cientos de sondas no tripuladas que le habían precedido. Aquella capa de nubes aparentemente a cinco kilómetros de distancia estaba en realidad sesenta kilómetros más abajo. Y el horizonte, cuya distancia podría haberse adivinado en unos doscientos kilómetros, se hallaba en realidad a casi tres mil kilómetros de la nave.

La claridad cristalina de la atmósfera de hidro-helio y la enorme curvatura del planeta habrían engañado por completo al observador no entrenado, quien habría encontrado más interesante juzgar las distancias aquí que en la Luna. Para la mente terrestre, todo lo visto debe multiplicarse al menos por diez. Era una cuestión sencilla, para la que él estaba bien preparado. No obstante, se dio cuenta de que había un nivel de su conciencia que estaba profundamente perturbado; más que la sensación de que Júpiter era enorme, sentía que él se había encogido a una décima parte de su talla normal.

No importaba. Este mundo era su destino. En el fondo sabía que se acostumbraría a su inhumana escala.

Sin embargo, mientras contemplaba aquel horizonte increíblemente distante, sintió como si un viento más frío que la atmósfera que le rodeaba soplara a través de su alma. Todos sus argumentos para realizar una exploración tripulada de Júpiter habían sido dobles, y ahora se daba cuenta de que su convicción interna era la verdad. Éste no sería nunca un lugar para los humanos. Él sería el primer y último hombre que descendería a través de las nubes de Júpiter.

Arriba el cielo era casi negro excepto por algunos jirones de cirros de amoníaco, quizá veinte kilómetros más arriba. Allí, en los límites del espacio, hacía frío; pero la temperatura y la presión aumentaban rápidamente con la profundidad. Al nivel donde la Kon-Tiki se deslizaba ahora estaban a cincuenta grados centígrados bajo cero, y la presión era de cinco atmósferas de la Tierra. Cien kilómetros más abajo habría el mismo calor que en la Tierra ecuatorial, y la presión sería más o menos la misma que la del fondo de uno de los mares menos profundos: condiciones ideales para la vida.

Ya había transcurrido una cuarta parte del breve día de Júpiter. El sol se hallaba a medio camino en el cielo, pero la luz del intacto paisaje de nubes de abajo tenía una curiosa suavidad. Aquellos seiscientos millones de kilómetros extra habían robado al sol todo su poder. Aunque el cielo estaba claro, producía la sensación de un día encapotado. Cuando se hiciera de noche, el comienzo de la oscuridad sería realmente rápido; aunque aún era por la mañana, había una sensación de crepúsculo otoñal en el aire.

El otoño era algo que nunca llegaba a Júpiter. Allí no había estaciones.

La Kon-Tiki había llegado al centro de la zona ecuatorial, la parte menos coloreada del planeta. El mar de nubes que se extendía hasta el horizonte estaba teñido de un pálido color salmón; no había ni los amarillos ni los rosas y ni siquiera los rojos que rodeaban a Júpiter a altitudes elevadas. La Gran Mancha Roja —la más espectacular de todas las características del planeta— se hallaba a miles de kilómetros al Sur. Había sido una tentación descender allí, donde las sondas habían insinuado semejantes vistas espectaculares, pero los organizadores de la misión habían considerado que la perturbación subtropical había estado «inusualmente activa» en los últimos meses, con corrientes que sobrepasaban los miles de kilómetros por hora. Habría sido buscar problemas encaminarse a aquel torbellino de fuerzas desconocidas. La Gran Mancha Roja y sus misterios tendrían que esperar a futuras expediciones.

El sol, que avanzaba por el firmamento al doble de velocidad que en la Tierra, se estaba aproximando al cenit: había sido eclipsado por el gran dosel plateado del globo. La Kon-Tiki seguía deslizándose veloz y suavemente hacia el Oeste a unos constantes 348 klicks, pero sólo el radar (y el cálculo privado, instantáneo, de Falcon) lo indicaban.

¿Siempre había allí esta calma?, se preguntó Falcon. Los científicos que habían analizado los datos de las sondas hablaban persuasivamente de las calmas ecuatorianas; habían predicho que el ecuador sería el lugar más tranquilo, y parecía que sabían de lo que hablaban. A la sazón, Falcon se había mostrado profundamente escéptico ante estos pronósticos. Había coincidido con un investigador inusualmente modesto que le había dicho de modo tajante: «No hay ningún experto en Júpiter».

Bueno, por lo menos al final del día habría uno. Si sobrevivía hasta entonces.

A bordo de la Garuda, el director de vuelo Buranaphorn soltó el cierre de su arnés y se alejó de su consola flotando suavemente. Momentos más tarde, su relevo, Budhvorn Im, se deslizó ágilmente dentro del arnés. Era una menuda mujer camboyana, que vestía el uniforme del Servicio Espacial Indoasiático, con la insignia de coronel en los hombros.

—Hasta ahora es menos excitante que una simulación —dijo Buranaphorn.

—Es muy agradable —dijo Im—. Esperemos que siga así.

Miró a sus colegas uno a uno mientras, en la habitación circular, el primer turno de controladores daba paso al segundo turno. El intercomunicador interno de la Garuda crujió y se oyó la voz cansada del capitán Chowdhury.

—Puente a Control de la Misión de la Kon-Tiki.

—Adelante, capitán —respondió Im.

—He recibido una petición de permiso para subir a bordo, de un cúter de la Junta de Control Espacial que ahora sale de la Base de Ganímedes. Dos personas. Su ETA está en nuestro MET diecinueve horas veintitrés minutos.

—¿Cuál es la razón de la visita? —preguntó Im, asombrada.

—No han dado ninguna razón. —Hizo una pausa, y ella oyó el crujido de un intercomunicador como fondo—. El cúter repite que es una petición.

—No tengo nada en contra de ninguna tripulación, pero preferiría no arriesgarme a una mala alineación durante el proceso de acoplamiento.

—¿Les digo que se les ha negado el permiso?

—Supongo que si realmente quieren venir lo convertirán en una orden —dijo Im. Como Chowdhury no respondía, añadió—: No sirve de nada enemistarse con ellos. —O poner a Chowdhury en un aprieto—. Por favor, haga hincapié en la naturaleza delicada de nuestra misión. Y también, por favor, manténgame informada.

—Como desee.

Chowdhury cortó la comunicación.

Im no tenía idea de por qué un cúter optaría por descender al Control de la Misión de la Kon-Tiki en plena misión, pero sin duda tenían derecho a hacerlo. Y ella no tenía realmente miedo de un contratiempo. Sólo un accidente en el acoplamiento —sumamente improbable— interrumpiría las comunicaciones con la cápsula Kon-Tiki.

Sólo cuando miró a los controladores —sus consolas formando un neto círculo ante ella— Im se fijó en que una o dos caras mostraban expresiones de aprensión, semblantes preocupados que no podían ser explicados por la situación nominal de la misión.

La conciencia de Sparta del mundo oscuro que la rodeaba regresó en una nube roja de dolor. Escuchó el tiempo suficiente para determinar el estado de la misión. Oyó a Im y a Chowdhury hablar de que se aproximaba un cúter de la Junta de Control Espacial. Eso no le concernía a ella. No era asunto suyo. Pronto todo habría terminado.

Revolvió en el tubo y sacó otra oblea blanca. Se fundió con exquisito dulzor bajo su lengua…

«Ella no es Dilys. Es Sparta otra vez». En el interior del ajustado traje no siente el frío, excepto en las mejillas y la punta de la nariz. Es una sombra en los bosques del amanecer, su corto cabello escondido bajo la capucha del traje, expuesta sólo su cara.

Espera en el bosque a que salga el sol, aportando el color de octubre a los bosques húmedos de rocío. El olor de las hojas que se pudren le recuerda un otoño en Nueva York con Blake. Cuando las cosas empezaron a resquebrajarse.

El olor de las hojas… Eso era lo que la Tierra tenía y del que carecía cualquier otro planeta del sistema solar. La podredumbre. Sin podredumbre no hay vida. Sin vida, no hay podredumbre. ¿Eran realmente Ellos quienes habían creado toda esta complicada vida, la habían iniciado o al menos la habían llevado a Venus, Marte y la Tierra? En Marte y Venus la vida se había secado, congelado o cocido a presión, había sido destruida por la lluvia ácida o barrida por el frío viento de CO; sólo en la Tierra había arraigado en su propia porquería.

Y ahora se estaba extendiendo rápido, tratando de mantener un paso al frente de sí misma. La podredumbre se extendía a los planetas. La podredumbre se extendía a las estrellas.

Toda esta porquería era un regalo del Pancreator, la peculiar manera que tenían los prophetae de referirse a Ellos. Aquéllos que estaban allí fuera, «esperando el gran mundo», según el Conocimiento. Ahora ella lo recordaba todo; todo estaba codificado en la programación de Falcon, y el Conocimiento decía que estaban esperando entre «los mensajeros que moran en las nubes» al «redespertar», del cual los prophetae eran los portaestandartes…

Ella había sido elegida por ellos para llevar la señal, la habían hecho para que la llevara. La habían construido para encontrar a los mensajeros de las nubes, para escuchar y hablar con ellos —con los órganos de radio que le habían sido arrancados en Marte—, para hablar en la lengua de los signos que los prophetae le habían enseñado y cuya memoria habían borrado imperfectamente cuando la rechazaron.

Sale el sol. Un rayo de luz naranja penetra en el bosque cargado de rocío y encuentra los pálidos ojos de Sparta, encendiendo fuego.

Se resiste a nuestra autoridad. Resistirse a nosotros es resistirse al Conocimiento

Pero el Espíritu Libre eran los que se resistían, burlándose del propio nombre. Estos falsos prophetae estaban atrapados en su ambición y ciegos a su propia tradición. Lo que no podían ver era que ella en realidad había cedido al Conocimiento, y éste había florecido en ella. Florecido, madurado y al fin estallado, como un higo que cuelga demasiado tiempo en la rama, abriéndose para exponer su carne color púrpura, llena de semillas. Eran demasiado estúpidos para ver que habían trabajado mejor de lo que suponían; eran demasiado estúpidos para ver en qué se había convertido ella. Pues Sparta era la Encarnación del Conocimiento.

Cuando no siguió el falso sendero de ellos, se volvieron contra ella. Habían intentado quitarle el Conocimiento de su cabeza, quemarlo, vaciarlo con la sangre de su corazón.

Ella había escapado. Durante estos años había ido reuniendo lentamente los fragmentos que le habían dejado de sí misma. Ahora era más dura, más fría, y cuando hubiera logrado resucitarse a sí misma, haría lo que fuera necesario. Lo que el Conocimiento —que era Ella misma— exigiera.

Pero primero mataría a los que habían intentado pervertirla. No por odio. Ahora no sentía nada por ellos, estaba más allá de la rabia. Pero las cosas tenían que ser más limpias, más sencillas. Las cosas serían más sencillas si eliminaba a los que la habían hecho a ella, empezando por Lord Kingman y su puñado de huéspedes.

Después tendría tiempo de matar al usurpador, la criatura casi humana que ellos habían tenido intención de que la sustituyera. Este Falcon. Antes de que pudiera llevar el mensaje equivocado a las nubes.

Desde su posición en el bosque ve aparecer una figura en la terraza de Kingman. El sol naciente ilumina la casa. La neblina de la mañana se extiende sobre la hierba y los helechos de la pradera, y la mansión se ve como a través de una gasa.

Ella deja que la imagen de su ojo derecho se amplíe en la pantalla de su mente. Es increíblemente clara y poco deformada; el «Striaphan» produce ese efecto en el cerebro. El hombre de la terraza es el que se llama Bill, aquel cuyo olor es una extraña mezcla de perfumes desconocidos. Mira fijamente hacia donde está ella como si supiera que se encuentra allí, lo cual es imposible, a menos que tenga visión telescópica como ella.

Donde él está, parece ser un blanco fácil. Lamentablemente, el disparo es imposible, incluso con su pistola de tiro robada. La rotación giroscópica de la bala, al progresar con un movimiento de precesión al resistir el arco de la gravedad, la habrá convertido en una amplia espiral cuando llegue a la terraza. A esta distancia, ni siquiera el ordenador más rápido del mundo —el que ella lleva en su cerebro— puede predecir dónde irá a parar la bala, excepto en un radio de medio metro.

Por otra parte, con las balas que utiliza, si alcanza un trozo de carne, incluso medio metro es casi como la muerte.

Pero no, que espere Bill.

Ahora Kingman sale por las altas puertas, con su chaqueta de caza y su arma. Retrocede al ver a Bill, pero aunque es evidente que quiere esquivarle, es demasiado tarde. Ella escucha…

—Rupert, no tenía intención de…

—Si me disculpas, creo que voy a volver a intentar cazar a esa rata de árbol. Quizás esta vez lo conseguiré.

La voz de Kingman es suave, no mira al otro hombre a los ojos. La escopeta descansa en su brazo, descansa allí de un modo tan natural que es evidente que debe de dolerle no levantar el cañón y disparar a esta especie de rata que está de pie enfrente de él. En cambio, se vuelve y se marcha, baja la escalera hasta el húmedo césped y se dispone a cruzarlo, directamente hacia ella. Ningún perro va con él. Debe de considerar que los perros son un estorbo cuando se trata de abatir a ratas de árbol.

Primero Kingman. Que se acerque. Luego, si este Bill sigue expuesto…

Ella sigue escuchando, el ruido de las botas de agua de Kingman al cruzar la exuberante hierba. El sol luce de lleno detrás de las hojas en el borde del bosque, volviéndolas de un rojo y amarillo brillantes, dibujando la silueta de sus venas.

Era mejor llevarle al interior del bosque. Luego, regresar hacia la casa, entrar en ella si era necesario, atacando al resto uno a uno. En silencio. En privado. Los disparos en la cabeza son los más seguros.

Ahora Kingman está en los helechos, las frondas mojadas de los otoñales helechos marrones empapan sus pantalones de tela hasta las rodillas. Los troncos cercanos se encuentran entre ambos, aunque de vez en cuando ella puede vislumbrarle entre ellos, moviéndose en la niebla.

Sigue escuchando, siguiendo el avance del hombre a través de los helechos, a punto de interrumpir su trance, de salir a interceptarle, cuando oye al otro. Vibraciones en el límite de su sensibilidad aumentada, a su derecha. Pisadas delicadas con un ritmo lento, intrincado, como las últimas gotas de lluvia en los aleros, cuando la tormenta ya ha pasado.

Un ciervo. Dos, probablemente gamas, pisando despacio y levemente a través del bosque, buscando alimento en la maleza. Pero también hay otras pisadas, aún más lentas, y más pesadas. No es un animal, pero se mueve casi como si lo fuera. Pisadas débiles y muy cautas. Los movimientos de un cazador experimentado al acecho.

¿El guardabosques de Kingman? No, pues media hora antes, el viejo dormía la borrachera de anoche en su habitación del ala oeste. Éste era un nuevo jugador.

Ella toma un vector del sonido, luego deja de escuchar y se relaja. Aunque ya no puede oír, puede imaginar los movimientos del extraño.

Ahora Kingman se acerca por la izquierda, pisando los húmedos matorrales como un elefante, caminando con la confianza irreflexiva fruto de conocer estos bosques de toda la vida. Ella se mueve a la derecha, pues no quiere perder al jugador desconocido sino más bien ponerse detrás, echar una mirada. Cruza el bosque cada vez más brillante con toda la agilidad y atención que puede reunir.

Se detiene —apenas— justo antes de tropezarse con él. Si no hubiera tenido la ventaja de saber que él estaba allí… Desde luego, el hombre es muy hábil. Ella tiembla inmóvil, apoyada en la áspera corteza de un viejo roble.

Entonces él se mueve, y ella ve quién es. Cabello pelirrojo rizado, abrigo de piel de camello, guantes de cabritilla; entre las hojas de otoño iluminadas por el sol, casi está mejor camuflado que ella. Su habilidad no le sorprende.

El hombre naranja. Había estado a punto de matarla en Marte, y otra vez en Fobos. Entonces ella había tenido la oportunidad de matarle, pero por algún impulso mal orientado. —¿De qué, de justicia? ¿Juego limpio?— se había reprimido. Aunque sabía que él había matado al médico que la había liberado a ella del sanatorio, aunque por alguna razón ella sabía —a pesar de no haber efectuado la conexión en la memoria— que él había intentado matar a sus padres. Quizá lo había conseguido.

Ella descansa su mejilla sobre un cojín de musgo verde esmeralda del tronco del árbol, conteniendo el aliento y esperando a que él pase de largo, por aquel estrecho lecho de riachuelo lleno de hojas caídas. Los escrúpulos que ella hubiera tenido ahora no venían al caso.

Las pisadas del hombre se detienen. Ella adelanta su cara con cautela, asomando la cabeza por el tronco del árbol. No le ve. Pero los pasos de Kingman siguen avanzando a través del bosque.

El fuerte crac de la pistola del hombre naranja parte la calma de la mañana. Incluso sin el supresor que normalmente utiliza, ella conoce el calibre treinta y ocho por su ruido, el cual asusta a los ciervos, que se adentran más en la reserva, aplastando los arbustos sin detenerse para mirar atrás; dos animales vivos que no hacen suficiente ruido, sin embargo, para ocultar la pesada caída del cuerpo muerto de Kingman: cae al suelo del bosque como un árbol talado. Un disparo en la cabeza.

Si ella pudiera ver al hombre naranja le dispararía, pero él ya se aleja, amparado por demasiados troncos de árbol, caminando con calma en dirección a la casa. Ella le sigue, hasta que su visión de la pradera y la mansión es clara.

El hombre ahora está fuera del bosque, en el espacio abierto, sin hacer ningún esfuerzo por ocultarse. Todos los invitados de Kingman se hallan reunidos en la terraza, charlando tranquilamente mientras observan avanzar al hombre naranja. El llamado Bill se ha vuelto de espaldas a la barandilla para mirar a los otros. Su paso es relajado, arrogante.

Durante quince segundos ella escucha…

—Bueno, Bill, a Júpiter. —Es Holly Singh quien habla, una sonrisa satisfecha en sus rojos labios—. Pero ¿cómo sabemos que Linda no se nos adelantará, como hizo en Fobos?

Bill tarda en responder. Luego dice:

—En realidad, querida, cuento con ello.

El trance de ella dura sólo un instante. Sale de él con la mente resuelta. Apunta y dispara. La cabeza del hombre naranja se divide, más rosa que naranja.

Realizar los otros disparos requiere tiempo, quizás un tercio de segundo cada uno. La incertidumbre inherente del alcance extremo se cobra su precio. Sólo dos de los cuatro primeros proyectiles encuentran blanco.

El que iba dirigido a Bill alcanza a Jack Noble. El segundo se pierde empotrándose en la pared de la casa. El siguiente es para Holly Singh, quien se agacha. Le da en el hombro y se lo arranca junto con medio cuello. El cuarto disparo rompe un bloque irregular de piedra de la balaustrada, junto a la cual los otros están agazapados, escondiéndose. Unos segundos más tarde empiezan a disparar desde su escondite.

Ella ya se ha marchado; corre a través de los bosques más ligera que el ciervo.