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Salió de detrás de los árboles y saltó sobre ella por la espalda y, por un horrible instante, cuando su nariz se inundó del olor de la bestia, pensó que ésta le arrancaría la cabeza de los hombros con sus correosas manos y musculosos brazos de pelo negro. Unos colmillos amarillos le rascaban el cráneo.

La fuerza de ella era una décima parte de la del animal; en circunstancias ordinarias, su rapidez —aun aumentada como era— apenas podía equipararse a la del chimpancé. Desesperada, se retorció, esquivando los colmillos y deshaciéndose de la garra que le apretaba la garganta, y rodó, alejándose del alcance de las patas descoordinadas de la bestia. El sistema nervioso central dañado del pobre Steg no le había impedido demostrar paciencia y cautela, pero su control motor estaba seriamente dañado.

Tras haber fracasado en su intento de matarla inmediatamente, se encontraba a merced de ella. El animal huyó, y ella echó a correr tras él. El aterrorizado chimpancé corría y tropezaba, estirando sus brazos y saltando sobre sus nudillos, chillaba y aullaba de angustia, y sus gritos inmediatamente fueron seguidos por todos los animales de las jaulas del zoo particular de Holly Singh que no dormían.

Algo se había metamorfoseado en Sparta. Su clemencia había estado en tensión durante las últimas semanas, y no sentía más compasión por este miserable medio simio que Artemisa por un ciervo. La agilidad y velocidad que la habrían convertido en bailarina si hubiera elegido ese camino, ahora la impulsaban a un acto de venganza.

Diez metros más allá en el sendero, Sparta saltó sobre la espalda del animal y le abatió, gritando. El alambre que había utilizado para desviar el sistema de alarma de la clínica le rodeó la garganta e interrumpió sus gritos de pánico.

Utilizó la fuerza. El animal murió en cuestión de segundos.

Muerte. El torbellino absorbente que la atraía, al cual se había resistido con menos energía, menos convicción, a medida que transcurrían los meses. Un rastro de muerte, hasta este momento no por su propia voluntad sino que la guiaba, como si fuera atraída gravitatoriamente hacia un nexo de destrucción en movimiento. En la Tierra. Venus. La Luna. Marte.

Y sus padres, muertos o no, habían desaparecido. Laird, o Lequeu, o como quiera que se llamara ahora la figura en sombras que le seguía el rastro, había intentado con todas sus fuerzas asesinarles. Era suficiente, y aunque él se hallaba fuera de su alcance, otros no lo estaban. Esperó el regreso de Holly Singh, pues ahora comprendía muy bien por qué Singh se había marchado.

Steg —que entendía órdenes un poco más complejas de lo que Singh había simulado— había recibido la orden de asesinar a Sparta en su cama. Se hallaba de camino cuando ella se tropezó con él en el sendero. Haber resultado muerta por él habría parecido un trágico y muy lamentable accidente. Sin duda la doctora Singh habría derramado abundantes lágrimas, y el desquiciado Steg, lamentablemente, habría muerto. Pero Singh merecía morir más que Steg.

Cuando Sparta se levantó y se quedó de pie, había un brillo en sus ojos más salvaje que cualquier luz que hubiera visto en los del chimpancé. Ella, que creía que odiaba matar. Ella, que vivía para impedir el asesinato y para juzgar a los asesinos con misericordiosa justicia. Se quedó de pie con el alambre goteando sangre del animal tullido y oyendo los gritos de otros animales aterrorizados que llenaban la noche. En sus gritos había algo menos que luto pero más que temor: el anuncio de la muerte.

Sparta descubrió, examinando su alma y recordándose lo que supuestamente ella creía, que no sólo no podía encontrar ninguna objeción a matar a Holly Singh, sino que incluso podía esperar ese acontecimiento con cierto placer.

Sin embargo, junto con este recién descubierto gusto por la sangre había una sensación intensificada de los refinados placeres de la caza. Decidió que, después de todo, aplazaría la venganza inmediata contra la doctora Singh en favor de una caza mayor.

Un prolongado vuelo a lo largo de la cordillera la devolvió a la ciudad de Darjeeling. El sol temprano apareció en las montañas hacia China, no como el trueno sino como el fuego frío; el aliento de Sparta echaba vapor frente a ella, y pensó, mirándolo, que la bola abrasadora de fuego amarillo la estaba desafiando directamente, en los términos más íntimos, a cesar el paciente interrogatorio y a actuar; el sol naciente la había transfigurado. A su derecha, el tejado de este mundo. A su izquierda, el universo habitado y su deidad, que le hablaba con rayos de luz.

Unas compras en el mercado y una visita a la letrina detrás de una tienda de dulces y ya estaba lista para el primer tren de la mañana. Al viajar en la traqueteante antigüedad atravesando los terraplenados campos de té hacia las llanuras, Sparta no era más que otra muchacha turista en busca de la ilustración y el bangh.

Cuando el pequeño tren llegó a la estación término, el pensamiento de Sparta había evolucionado. Le parecía que su papel como Ellen Troy, inspectora de la Junta de Control Espacial, por fin y de manera completa había llegado al final de su utilidad. Porque para lo que estaba a punto de hacer, ¿qué era una placa si no un estorbo? Cruzó el andén hasta la cabina telefónica más cercana. En sí misma —como ella había demostrado tan a menudo en su corta historia— era un billete para la riqueza, la movilidad y la invisibilidad. Una sonrisa acudió a sus labios siempre abiertos. Raramente sonreía, y esta vez no lo hizo de manera agradable.

Un día después de abandonar Darjeeling, entró en el puente aéreo de Varanasi. Sus ojos eran castaños, su pelo largo, lacio, negro y lustroso como el de Holly Singh, y su sari habría honrado a una maharani. Cuando habló con el encargado de la cabina del avión hipersónico a Londres, su acento era el perfecto de la BBC, avivado por musicales indicios de la India.

Pero cuando salió de Heathrow para ir a Londres en magneplano, tres horas más tarde, su pelo volvía a ser dorado rojizo y rizado, y sus ojos eran de un verde brillante.

A la mañana siguiente despertó entumecida y con frío, al oír la negra lluvia que golpeaba la única y pequeña ventana de su apartamento. El invierno había llegado a Londres.

El vídeo se iluminó con la imagen de un hombre joven que envolvía las palabras con sus labios rojos como si chupara una pastilla.

—Informa Ronald Weir de la BBC. Éstas son las noticias de la mañana. La Junta de Control Espacial acaba de anunciar la captura del carguero Doradus. La nave fue hallada abandonada en una región apenas poblada del cinturón del principal asteroide. Hacía varios meses que se buscaba al Doradus y a su tripulación en relación con el intento de robo del objeto conocido como la placa marciana. Un portavoz de la Junta Espacial ha dicho que se ha descubierto que el Doradus iba fuertemente armado con sofisticadas armas de un tipo limitado al uso por las agencias autorizadas del Consejo de los Mundos. Los propietarios nominales de la nave han sido abordados con nuestras preguntas.

El locutor revolvió sus papeles.

—En Uzbekistán, región administrativa del Asia Surcentral, líderes religiosos han anunciado el cese del fuego en las hostilidades que llevan nueve años…

Sparta se puso uno de los vestidos y jerseys más feos de Bridget Reilly. Tras un rápido desayuno a base de pasta de soja con salvado, se envolvió en su Burberry gastada y se encaminó bajo la gris lluvia a su oficina de la ciudad.

Hasta el momento, ninguna burocracia había estado a salvo de sus pesquisas electrónicas. Como la hiedra en una pared de piedra, su mente había llegado a las rendijas de toda fachada burocrática, entrometiéndose con paciencia para obtener un poco de información aquí y otro poco allá, hasta que las masivas estructuras de la obstinación y el engaño se habían desmoronado.

La Junta de Control Espacial empleaba las redes informáticas más sofisticadas de los mundos habitados; una oficina completa dentro de la Junta se dedicaba a perfeccionar la seguridad de los ordenadores, y otra oficina entera estaba dedicada a estropear el trabajo de la primera. Había una manera, sólo una, de mantener la seguridad perfecta en un ordenador: el aislamiento completo, no permitir que la máquina hablara con otra, y para los fines de la Junta Espacial, esa clase de seguridad era inútil.

Sparta estaba muy familiarizada —aunque no se esperaba que lo estuviera— con las complicaciones de los sistemas de encriptación original y fractal. Cuando todo lo demás fallaba y ella optaba por emplear el tiempo necesario, el ordenador de detrás del hueso de la frente podía romper las palabras en clave criptografiadas mediante la fuerza absoluta del cálculo a gran escala. Así, a la larga, podía fisgar en cualquier ficha que quisiera ver. Con mucha más facilidad, alteraba fichas y creaba otras nuevas a medida que las necesitaba.

La información era un océano en el que ella nadaba libremente.