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Joan Scudamore entornó los ojos para poder ver en la penumbra del comedor del albergue.

«Parece… No, es imposible. ¡Pues claro que es ella! ¡Es Blanca Haggard!».

¡Parecía imposible! ¡En pleno desierto encontrarse con una antigua amiga del colegio! No la había visto desde hacía… ¡por lo menos quince años!

Joan estaba radiante de satisfacción. Era de carácter sociable y siempre le gustaba volver a encontrar viejas amistades. Después se dijo para sí: «¡Cuánto ha cambiado la pobre! Parece mucho mayor de lo que es. ¿Qué tendrá? A lo sumo… unos… unos cuarenta y ocho años; no más».

Con gesto instintivo se volvió hacia el espejo que tenía detrás de ella. Lo que vio reflejado en él la ayudó a conservar su alegría.

«Hay que reconocer —pensó Joan Scudamore— que sé envejecer muy bien».

Veía en el espejo la imagen de una mujer de mediana edad, esbelta, de tez extraordinariamente juvenil, cabellos castaños, apenas ligeramente encanecidos, ojos brillantes y boca sonriente. Aquella imagen de mujer, vestida con un traje chaqueta de corte sobrio y tela ligera, llevaba un bolso grande en la mano. Para viajar, nada más cómodo.

Joan Scudamore volvía de Bagdad e iba a Londres por tierra. Había llegado de Bagdad en tren; pasaría la noche en el parador del ferrocarril, y mañana por la mañana continuaría el viaje en autocar.

La súbita enfermedad de su hija menor la había obligado a salir de Gran Bretaña a toda prisa. Había considerado, con gran alarma, que su yerno William carecía de espíritu práctico y que el desorden más absoluto debía estar amenazando aquella casa que pronto iba a convertirse en un caos.

Pero, de ahora en adelante, todo iría bien. Había tomado el mando y había hecho todo lo preciso. Había previsto todo lo necesario para el bebé, para William y para Bárbara, aún convaleciente; lo había dejado organizado todo de una vez para siempre. «A Dios gracias —estaba pensando en aquellos momentos Joan—, puedo vanagloriarme de tener sobre mis hombros una cabeza bien organizada».

William y Bárbara le estarían eternamente reconocidos. Le habían rogado que prolongara más su estancia, que no se marchara tan pronto; pero sonriendo, para ocultar un suspiro de pena, ella había rehusado. Había que pensar en Rodney, en su pobre y querido Rodney, anclado en Crayminster, lleno de trabajo y abandonado al cuidado de las criadas.

«¿Y de qué servían con lo poco que valía el servicio hoy día?», se decía Joan.

Recordaba que Bárbara le había dicho: «Mamá, ¡tú sí que sabes elegir bien las chicas de servicio! ¡Todas las de nuestra casa han sido verdaderas perlas!».

Joan se había reído un poco, le había gustado aquello, siempre resulta agradable ver que le hacen a una justicia. Muchas veces se había preguntado si su familia no tenía excesiva tendencia a considerar como cosa excesivamente natural el buen aspecto de la casa y los trabajos que ella se tomaba para que todo estuviera siempre a punto.

Aunque a decir verdad nada tenía que reprocharles a los miembros de su familia. Tony, Averil y Bárbara habían sido unos niños estupendos. Tanto ella como Rodney tenían todas las razones para sentirse orgullosos del resultado de la educación que les habían dado y de su éxito en la vida.

Tony dirigía una plantación de naranjos en Rodesia; Averil, después de haberles dado un poco de trabajo, había sentado cabeza casándose con un rico y simpático agente de cambio, y el marido de Bárbara tenía un buen empleo en el departamento de Trabajos Públicos del Irak.

Todos tenían buena presencia, gozaban de buena salud y eran de buen carácter. Joan tenía que reconocer que ella y Rodney habían tenido suerte y, en su fuero interno, hasta se decía que gran parte de aquel éxito se lo debían sus hijos a ellos, a sus padres. Desde luego, los habían educado con todo cuidado; aunque hubieran tenido que hacer grandes sacrificios, siempre habían escogido minuciosamente nurses, institutrices y los mejores colegios, y siempre habían puesto por encima de todo la buena salud y la felicidad de los niños.

La alegría se reflejaba en los ojos de Mrs. Scudamore cuando se apartó del espejo. «¡Sí! Resultaba agradable comprobar el buen éxito de sus esfuerzos. Nunca me ha interesado trabajar fuera de la casa ni me han atraído las distracciones —pensó—. Me he sentido muy feliz representando mi papel de esposa y madre. He estado siempre enamorada de mi marido, que hizo una brillante carrera por cierto… tal vez incluso me deba parte de sus éxitos. ¡La influencia de la mujer es tan grande!… ¡Mi querido Rodney!…».

Su corazón se llenó de alegría al pensar que pronto, muy pronto —dentro de cinco días exactamente—, volvería a verle. Esperaba que no se hubiera sentido excesivamente solo durante este tiempo. Nunca había estado tanto tiempo ausente. ¡Qué vida tan feliz y tranquila habían llevado juntos!

Bueno, la palabra tranquila tal vez no fuera del todo apropiada. La vida hogareña nunca es completamente tranquila, con las vacaciones, las enfermedades contagiosas, y las averías que se producen, siempre en invierno, en la calefacción. La vida, a fin de cuentas, es una serie de pequeños dramas. Y Rodney siempre había trabajado duro, excesivamente duro para conservar la salud. Durante siete años había trabajado demasiado. Joan se dijo gravemente que su marido no tenía tanta resistencia en la vejez como ella. Andaba un poco encorvado, tenía muchas canas y profundas ojeras.

¡Pero esto era normal! Y de ahora en adelante todo iría mejor: se les habían casado los hijos, y el trabajo de Rodney cada vez era más productivo, y más contando con el apoyo de su nuevo socio. Sí, su marido podría tomarse algunas vacaciones. Ambos iban a poder divertirse un poco, recibir más en casa y pasar una o dos semanas en Londres de vez en cuando. Rodney podría jugar otra vez al golf. ¡Eso! ¿Por qué no lo habría animado antes a que lo hiciera? ¡Era una distracción tan saludable! Sobre todo para un hombre que se pasaba la vida metido en un despacho.

Dando aquel tema por terminado, Mrs. Scudamore se quedó mirando otra vez a aquella mujer, sentada al otro lado del comedor, y estaba segura de que era una antigua amiga del colegio.

¡Blanca Haggard! Simpatizaba extraordinariamente con Blanca cuando ambas eran alumnas del colegio Santa Ana. Blanca Haggard gustaba a todo el mundo. ¡Era tan inteligente… tan alegre… y tan bella! Resultaba chocante pensar tal cosa ante aquella mujer huesuda, vieja y mal vestida. ¡Qué hecatombe! Sí, desde luego, parecía una anciana… ¡nadie le habría echado menos de sesenta años!

«Me enteré de que le habían ocurrido muchas desgracias…».

Joan hizo un movimiento de impaciencia. Blanca había estropeado su vida con su ligereza. A los veintiún años, tenía el mundo a sus pies, siendo una linda chica de buena familia, se había ido a encaprichar de un hombre inmundo. Un vejestorio, sí, un completo vejestorio. ¡Y casado, por si fuera poco! Lo que aún contribuía a empeorar las cosas. Sus padres se habían opuesto a aquellos amores con firmeza llevándosela en un crucero de placer a las Antípodas. Pero a Blanca no se le había ocurrido mejor cosa que desembarcar en ruta, no recordaba exactamente si en Nápoles o en Argel, para ir al encuentro de su viejecito. Para empezar, el viejo perdió el empleo y se dio a la bebida, y la mujer legítima no quiso divorciarse. El seudomatrimonio un buen día se había marchado de Crayminster y, durante años, Joan no había oído hablar más de Blanca, hasta aquel día en que se habían encontrado codo a codo, en Londres, en Harrods, en el departamento del calzado. Habían sostenido una corta y discreta conversación (discreta por parte de Joan; Blanca nunca se había distinguido por su delicadeza); se enteró de que Blanca se había casado con un tal Holliday, un empleado de seguros, pero, según le dijo Blanca, iba a dejar el empleo porque quería escribir un libro sobre Warren Hastings y quería dedicarse de lleno a ello, en lugar de hacerlo poco a poco fuera de las horas de oficina. Al insinuarle Joan que para hacer tal cosa se necesitaba contar con bienes personales, Blanca le había contestado jovialmente que su marido no tenía ni cinco. En tal caso dejar el empleo no sería nada razonable, a no ser que estuviera muy seguro del éxito de su libro, había objetado Joan. ¿Se lo había encargado alguien? ¡No!, le había contestado Blanca riéndose más todavía. A decir verdad no era de esperar que el libro tuviera mucho éxito, Tom era un tipo muy decidido pero no tenía demasiado talento. Al oír aquello, Joan le había dicho precipitadamente a Blanca que su deber, en tal caso, era disuadir inmediatamente a su marido de semejante proyecto. A lo que Blanca había contestado mirándola fijamente: «¡Pero tiene tantas ganas de hacerlo, pobrecillo! ¡En él es una verdadera obsesión!».

Algunas veces, le había dicho ella, en el matrimonio había que pensar por los dos. Blanca se había reído todavía más y le había contestado que ella no había conseguido pensar nunca ni para uno.

Al acordarse de aquello Joan se dijo que Blanca desgraciadamente no había dicho más que la verdad. Al año siguiente había encontrado otra vez a su amiga en un restaurante en compañía de una mujer muy vistosa y de dos melenudos. Después no había vuelto a dar señales de vida hasta que le escribió aquella carta en la que le pedía que le prestara cincuenta libras. Tenía que operar a su pequeño, decía. Joan le había mandado veinticinco y le había contestado amablemente en seguida, pidiéndole más detalles. La respuesta había llegado en forma de tarjeta postal; al dorso Blanca había escrito: «Eres muy buena, Joan; sabía que me sacarías del atolladero». Palabras muy amables, desde luego, pero tal vez excesivamente escuetas. Después de aquello, silencio. Hasta aquella noche en un hotel del ferrocarril del Próximo Oriente, bajo el humo de las grasientas lámparas de petróleo que despedían un horrible olor a sebo rancio y a parafina en que volvía a encontrar a su amiga de la infancia, increíblemente cambiada, convertida en una mujer vieja y vulgar.

Blanca fue la primera en terminar de cenar, vio a Joan y se quedó parada mirándola fijamente.

—¡Santo Dios! ¡Pero si es Joan!

Inmediatamente arrastró su silla hasta la mesa que ella ocupaba y empezaron a charlar. Blanca habló primero:

—¡Caramba, te defiendes de los años de un modo extraordinario! ¡Nadie te echaría más de treinta! ¿Dónde has estado metida durante todo este tiempo que no nos hemos visto? ¿Dentro de una nevera?

—Nada de eso, Bárbara. No me he movido de Crayminster.

—Nacida, educada, casada y enterrada en Crayminster…

—¿Y eso es malo? —dijo Joan, riéndose un poco.

Blanca movió la cabeza negativamente.

—No —dijo con gravedad—. Incluso me atrevería a decir que es una envidiable suerte. ¿Cómo están tus hijos? Tienes más de uno, ¿verdad?

—Sí. Tengo tres. Un chico y dos chicas. El muchacho está en Rodesia, Las dos hijas están casadas. Una vive en Londres; ahora vengo de ver a la otra, la que tengo en Bagdad. Su nombre de casada es Bárbara Wray.

Blanca le guiñó un ojo.

—Ya me han hablado de ella. Sé que tiene un bebé precioso. Se casó joven, ¿no? Tal vez demasiado incluso.

—No soy de tu opinión —dijo perentoriamente Joan—. William nos gustó desde su primer momento. Forman un matrimonio perfecto.

—Sí, al parecer todo se arregló después. El bebé debió ayudar a restablecer el equilibrio. El nacimiento de un hijo suele calmar a las jóvenes. Naturalmente, no hablo por mí —dijo pensativamente Blanca—. Quería mucho a mis dos hijos, Len y Mary, pero eso no me impidió, tan pronto como se cruzó en mi camino Johnnie Pelham, huir con él y dejarles plantados sin más.

Joan la miró furiosamente.

—¡Blanca, desde luego no comprendo cómo pudiste hacer una cosa así!

—No está bien, es cierto —dijo Blanca—, pero a decir verdad yo me daba perfecta cuenta de que al lado de Tom estarían estupendamente. Se ocupaba de todo muy bien, les lavaba él mismo los baberos y hasta les preparaba los biberones. Y en cuanto yo me marché cogió una nurse formidable que le fue mil veces mejor que yo: se ocupaba de los niños y de la casa como nadie. ¡Mi pobre y estúpido Tom! ¡Qué gran muchacho! Todos los años me mandaba una tarjeta de felicitación por Navidad. Un buen detalle por su parte, ¿no te parece?

Joan no pudo ni contestarle. Pensamientos excesivamente contradictorios asaltaban su mente. A pesar de todo lo que oía, lo que más seguía sorprendiéndole era que aquella anciana fuera Blanca Haggard. ¡Cómo podía haberse convertido aquella chiquilla estilizada, inteligente y honesta, que había sido la alumna más brillante de Santa Ana, en aquel pingajo que no sentía la menor vergüenza en revelar hasta los más nimios detalles de su escandalosa vida! ¡Y con qué vocabulario además!

¿Cómo era posible oír tales palabras de boca de Blanca Haggard, la ganadora del primer premio de lengua inglesa en el colegio de Santa Ana? Blanca volvió a reanudar la conversación en el punto en que la habían dejado.

—A decir verdad, no me extraña demasiado que Bárbara Wray sea tu hija, Joan. Sirve para probar solamente que en todas partes se encuentra una con gente conocida. Oí decir, no sé dónde, que era muy desgraciada con vosotros y que por eso se había casado con el primero que la pretendió.

—¡Esto es algo totalmente ridículo! ¿Quién puede propagar semejantes infundios?

—Lo ignoro. Te aseguro, Joan, que pondría mi mano en el fuego para jurar que eres una madre ejemplar. No soy capaz de imaginarte caprichosa o versátil…

—Gracias por la buena opinión que tienes de mí, Blanca. En efecto, creo poder asegurar que nuestro hogar fue siempre agradable para nuestros hijos y que hicimos cuanto estuvo a nuestro alcance para que fueran felices. Me enorgullece poderme considerar una amiga de mis hijos.

—Desde luego. Lo difícil es conseguir serlo de verdad.

—¡Oh! Es muy fácil. Basta con acordarse de la propia juventud y con ponerse a su altura. —Joan inclinó la cara, graciosamente seria, hacia su amiga—. Rodney y yo siempre hemos seguido este sistema.

—¿Rodney? Ah sí, te casaste con un abogado, ¿verdad? Lo recuerdo porque fui a darle bastante la lata cuando Harry quería obtener el divorcio de la pelmaza de su mujer. Creo recordar que era tu marido el abogado a quien consultarnos varias veces… Rodney Scudamore. Sí, un hombre extraordinariamente bueno y amable. ¡Se mostró muy comprensivo con nosotros! Joan, ¿tú siempre estuviste enamorada de él? ¿Nunca tuviste ningún otro capricho?

Joan se irguió y contestó secamente:

—Ni él ni yo hemos tenido nunca caprichos. Rodney y yo somos un matrimonio feliz.

—Tú debes de haberlo sido, Joan; desde luego, siempre has sido fría como un pez. Pero yo juraría que tu marido… con aquellos ojos tan picarones que tiene…

—¡Blanca! —La indignación hizo enrojecer a Joan—. ¡Rodney los ojos picarones!

De repente, una idea insólita atravesó su espíritu, una idea fugitiva como la imagen de una serpiente que había visto la víspera deslizarse sobre la carretera polvorienta y gris delante del coche. Apenas había tenido tiempo de verla, había desaparecido inmediatamente. Esta vez la fugitiva aparición eran tres palabras, que habían surgido de no sabía dónde y que pronto habían sido olvidadas: «La hija de Randolph…».

Tres palabras que desaparecían sin apenas haber tenido conciencia de ellas. Blanca se deshacía en excusas.

—Perdona, Joan. Si te parece, vamos al salón a tomar un café. Nunca he tenido modales refinados, ya lo sabes.

—¡Oh no!

Aquellas palabras habían acudido a sus labios de un modo espontáneo, lo había dicho casi escandalizada.

Blanca se quedó muy satisfecha al oírla.

—¡Oh sí! ¿No te acuerdas?

Pero Joan sólo tenía buenos recuerdos de su amiga. Recordaba a Blanca en el terreno de hockey con sus cabellos rubios flotando sobre los hombros; Blanca en cabeza de la clase sonriendo con aire triunfante; Blanca haciendo guiños detrás del profesor de francés, o parodiando el enfático acento de Miss Lorrimer, la profesora de Matemáticas.

—¿No te acuerdas de aquel día que salté la pared para ir a flirtear con el hijo del panadero?

Joan se sobresaltó. Había olvidado aquel incidente que tanto revuelo había causado entonces. Un desagradable y grosero episodio por cierto.

Blanca se hundió todo lo que pudo en su sillón de paja y pidió un café riéndose todavía de sí misma.

—Ya era una buena pieza yo entonces. ¡Eso es lo que me ha perdido! ¡Siempre me han gustado demasiado los hombres! ¡Y sobre todo los indeseables! Primero Harry, que no valía demasiado, desde luego, pero era extraordinariamente guapo; después Tom, que tampoco valía mucho, lo que no me impidió enamorarme locamente de él; y Johnnie Pelham… lo poco que aquello duró fue delicioso. Luego Gerald, alguien no demasiado recomendable tampoco…

En aquel momento la aparición del café interrumpió aquella letanía que Joan no podía por menos de considerar de pésimo gusto. Blanca se dio cuenta.

—Perdona, Joan. Veo que te escandalizo. Tú siempre tan mojigata.

—Bueno —dijo Joan—, yo creo que tengo ideas bastante amplias precisamente, Blanca. —Luego añadió torpemente—: Perdona… no sé cómo decirte que deploro…

—¿Que haya llevado este tipo de vida? —Aquella idea pareció divertir a Blanca—. Eres muy buena, querida. Pero no vale la pena que te preocupes por mí; te aseguro que me he divertido mucho a lo largo de mi vida.

Joan, casi involuntariamente, echó una ojeada a su antigua compañera de colegio. ¿Se había dado cuenta Blanca del desagradable aspecto que presentaba? Con sus cabellos mal teñidos, su sucio y llamativo vestido de poco precio, su mirada cansada y su cara llena de arrugas… ¡Sí, se había convertido en una vieja, en una mujer de edad que había llevado mala vida, en una desvergonzada, en una ruina!

Volviéndose a poner seria, Blanca dijo gravemente:

—Tienes razón, Joan. Has sabido vivir bien. Yo lo he destrozado todo. ¡He convertido mi existencia en una perpetua desgracia! Yo he bajado y tú has subido… No, mejor dicho, te has quedado en el mismo peldaño donde estabas: una buena alumna de Santa Ana que hizo una honorable boda. ¡Buena publicidad para la escuela, sí, señor!

Deseosa de desviar la conversación hacia el único punto que tenían en común, Joan exclamó:

—Eran los buenos tiempos, ¿verdad?

—Qué quieres que te diga, Joan. La verdad es que la mayor parte del tiempo me aburría mucho. Aquel ambiente estúpidamente alegre y escrupulosamente sano me hacía entrar ganas de huir y ver mundo. Bueno, y el caso es que acabé viendo mundo y realizando mis deseos. ¡Pero las pasé moradas!

Joan sintió curiosidad de pronto por saber el motivo de la presencia de Blanca en el albergue.

—¿Vuelves a Inglaterra? ¿Coges el autocar mañana?

Aquella eventualidad hizo latir su corazón algo más apresuradamente. No sentía ningunas ganas de tener a Blanca como compañera de viaje. Un encuentro accidental era perfecto, pero Joan tenía serias dudas sobre si podría seguir manteniendo aquel tono amistoso a través de toda Europa. Los recuerdos del pasado pronto se terminarían.

Blanca esbozó una sonrisa.

—No; parto en la otra dirección. Voy a Bagdad a reunirme con mi marido.

—¿Con tu marido?

Joan se quedó estupefacta de que Blanca pudiera tener algo tan respetable como un marido.

—Sí; es ingeniero, ingeniero del ferrocarril. Donovan. Se llama Donovan.

—¿Donovan? —Joan meneó la cabeza—. No recuerdo haber oído nunca este nombre.

Blanca se echó a reír ruidosamente.

—¡No es fácil que lo hayas podido encontrar en ninguno de los lugares que tú frecuentas! No es de tu medio, es un irlandés, de clase media, que bebe como un cosaco, dicho sea de paso. Pero tiene un corazón de oro. Quizá te extrañará, pero estoy completamente enamorada de él.

—Era de esperar —dijo Joan como buena amiga y mujer de buen tono.

—¡Mi vieja Joan! Siempre serás la misma, ¿verdad? Tranquilízate, no voy a ir contigo, perderías tu angélica paciencia si pasaras algunos días en mi compañía. ¡No te creas obligada a protestar! Sé en lo que me he convertido. En una mujer vulgar de cuerpo y alma, eso es lo que estás pensando, lo sé. Es cierto, pero hay cosas peores.

En su fuero interno, Joan dudaba sinceramente de que pudiera existir algo peor. El declive de su amiga de colegio le parecía una verdadera tragedia.

Blanca no podía callar.

—Espero que tengas buen viaje —dijo—. Pero no me atrevería a asegurarlo. Me parece que van a empezar pronto las lluvias. En tal caso, es fácil que ocurra alguna avería y que te tengas que quedar varios días en pleno desierto.

—¡Dios no lo quiera! Esto trastornaría todos mis planes; tengo reserva en todos los trenes ya…

—Bueno, atravesar el desierto es cosa que pocas veces está de acuerdo con la previsión. Por lo menos hasta que se han dejado atrás los arenales. Después ya todo marcha. Claro que los chóferes ya llevan gran cantidad de víveres y agua potable. Pero eso no impide que resulte bastante molesto quedarse en medio, con avería y sin tener otra cosa que hacer más que reflexionar.

Joan sonrió.

—Puede resultar casi una diversión. En realidad, la vida normal no deja ni tiempo para descansar. Te aseguro que a menudo he deseado pasar una semana sin tener absolutamente nada que hacer.

—Yo creía que podías darte este lujo en cualquier momento.

—Te equivocas, Blanca. Yo soy una mujer muy ocupada, dentro de mi pequeña esfera. Soy secretaria del Comité agrícola y miembro del Consejo de la Cruz Roja local; me intereso también por la obras de caridad y por la política. Y además tengo que llevar la casa. Rodney y yo salimos, pero también recibimos mucho en casa. Siempre me ha parecido oportuno que un hombre de leyes cultive sus relaciones. Otra cosa que me apasiona es el cuidado de las flores, me gusta ocuparme personalmente de mi jardín. ¿Me creerás, Blanca, si te digo que no me queda ni un minuto libre? Apenas si dispongo de un cuarto de hora antes de la cena para sentarme tranquilamente y descansar. Y te aseguro que mantenerse al corriente de los libros que están en boga es algo agotador.

—Pues tú pareces soportarlo todo muy bien —murmuró Blanca mirando aquella cara sin una arruga.

—Bueno, he de confesar que siempre he tenido una salud perfecta. Es una verdadera suerte. Precisamente porque llevo una vida tan activa te aseguro que me parecería maravilloso tener un día o incluso dos completamente míos, sin nada que hacer más que pensar.

—Me estoy preguntando, Joan, ¿en qué podrías reflexionar tú?

Joan se echó a reír con una risa clara.

—Los temas de reflexión no faltan a nadie, supongo.

Blanca esbozó una sonrisa.

—Sí, siempre se puede meditar sobre los pecados que uno ha cometido.

—Es cierto —dijo Joan por educación, pero sin gustarle demasiado aquella sugerencia.

Blanca se la quedó mirando fijamente.

—A ti no te llevaría demasiado tiempo.

Frunció las cejas y continuó diciendo:

—Pronto empezarías a recordar sólo tus buenas acciones. Y todas las circunstancias felices de que ha estado rodeada tu vida. ¡Aunque… a decir verdad, me parece que todo esto a la larga tiene que resultar insoportable! Me estoy preguntando… —titubeó—, me estoy preguntando, si uno no tuviera otra cosa que hacer más que pensar en sí mismo durante varios días seguidos, ¿qué descubriría…?

Joan la escuchaba con cierto escepticismo. Se rebelaba ante aquella idea.

—¿Podría llegar a descubrir acaso algo que aún no supiera sobre sí mismo?

Blanca se quedó meditando en aquellas palabras.

—Creo que sería perfectamente posible. —Se estremeció ligeramente—. Sin embargo, preferiría no intentar la prueba.

—Evidentemente —prosiguió diciendo Joan—, ciertas personas sienten inclinación por la vida contemplativa. Yo estoy muy lejos de eso. El misticismo es algo que no me va. No creo poseer este tipo de religión. La encuentro una actitud terriblemente exagerada.

—Ciertamente, resulta mucho más simple —dijo Blanca— recurrir a las breves y usuales oraciones. —Como contestando a la interrogadora mirada de Joan, se apresuró a decir—: «¡Dios tenga misericordia de esa gran pecadora que soy yo!». A eso, poco más o menos, se resume todo.

Joan se sentía francamente incómoda.

—Sí, desde luego.

Blanca se echó a reír otra vez.

—Lo malo para ti, Joan, es que tú no eres ninguna pecadora, cosa que te impide utilizar muchas oraciones. En cambio yo puedo echar mano de todas. A veces creo que me he pasado la vida haciendo lo contrario de lo que tenía que hacer.

Joan permaneció callada, no sabía qué decir.

Blanca prosiguió en tono ligero:

—Saber vivir es difícil. Una se va cuando se tendría que quedar y se altera cuando debería permanecer tranquila. Hay momentos en que la vida es tan bella que cuesta trabajo creer que pueda ser realidad, y después, ¡pam!, de repente cae sobre una un infierno de catástrofes y sufrimientos. Cuando las cosas van bien, una cree que aquello durará siempre, y es imposible. Y cuando se está abrumado por la pena y los sufrimientos, se tiene la impresión de que nunca se podrá superar todo aquello, de que jamás se logrará salir de aquellas tinieblas para volver a ver la luz del sol. La vida es así. ¡Qué le vamos a hacer!

Aquella concepción de la existencia difería tanto de la que Joan conocía, que fue incapaz de contestar nada.

Blanca se levantó de repente con un movimiento brusco.

—Te estás cayendo de sueño, y yo también. Y mañana tenemos que levantarnos pronto. ¡Encantada de haberte podido saludar otra vez, Joan!

Las dos mujeres se estrecharon la mano efusivamente. Un poco titubeante y con cierta entonación de ternura un poco ruda en la voz, Blanca dijo precipitadamente:

—No te inquietes por Bárbara. Todo irá bien, estoy segura. Billy Wray es un gran muchacho. Y además el niño contribuirá a arreglarlo todo. Lo que pasa es que ella es muy joven, y ese tipo de vida que se lleva por ahí hace perder la cabeza a muchas mujeres.

Joan no comprendía nada de cuanto le estaba diciendo Blanca. Demostró su total sorpresa y dijo con toda buena fe.

—No entiendo una palabra de lo que me estás diciendo.

Blanca se contentó con mirarla admirativamente.

—¡Siempre a flote la buena educación de Santa Ana! ¡No admitir nunca que pase nada! No has cambiado ni un ápice, Joan. A propósito, te debo veinticinco libras, es la primera vez que pienso en ello.

—¡Oh, no te preocupes por eso!

—¡No hay peligro! —contestó Blanca, riendo—. Yo tendría que tener la intención de devolvértelas, pero en el fondo, cuando uno presta dinero, ya sabe que no lo volverá a ver, Por eso en realidad no me ha atormentado demasiado esta deuda. ¡Fuiste muy buena, Joan! Ese dinero me llegó como un milagro.

—Creo recordar que tenías que hacer operar a uno de tus hijos.

—Eso era lo que yo me temía, pero al final el chiquillo se curó solo. Entonces, con tu dinero, decidimos pasar un agradable fin de semana y además compramos una mesa de despacho espléndida que hizo las delicias de Tom.

Un recuerdo lejano acudió a la mente de Joan en aquel momento.

—¿Escribió aquel libro sobre Warren Hastings?

Blanca sonrió:

—¡Bravo por tu memoria, Joan! Sí, lo escribió ¡en ciento veinte mil palabras!

—¿Y se lo editaron?

—¡Claro que no! Inmediatamente empezó la biografía de Benjamín Franklin. No tuvo ningún éxito. Vaya unos gustos, ¿verdad? ¡Tenerle afición a semejantes vejestorios! Yo, si escribiera alguna biografía, sería sobre Cleopatra, por ejemplo, o sobre Casanova, bueno, quiero decir que me interesaría más la vida de un personaje un poco más movido. Claro que cada uno tiene sus ideas. Tom volvió a emplearse; su empleo no era tan bueno como el de antes, pero me gustó que por lo menos durante este tiempo se hubiera divertido. Es algo muy importante, ¿no crees?, que los hombres se muevan como les plazca.

—Bueno, eso depende —contestó Joan—. Hay que considerar tantas cosas…

—¿No has vivido a tu gusto, Joan?

—¿Yo? —contestó Joan, cogida por sorpresa.

—Sí. Tú. Tú, Joan. Te querías casar con Rodney Scudamore, ¿no? ¡Y querías tener niños y un hogar confortable! —Volvió a reír y añadió—: «Y vivir feliz y dar gloria a Dios. Amén».

Joan también se echó a reír, tranquilizada por el tono más banal que acababa de adquirir la conversación.

—¡No te burles de mí! He tenido mucha suerte, lo reconozco.

Luego, asustada de su falta de tacto ante la miseria y las desgracias de Blanca, se apresuró a añadir:

—Tengo que acostarme. ¡Buenas noches! He tenido una gran alegría de volverte a ver, Blanca.

Volvió a estrechar calurosamente la mano de su amiga. (¿Esperaba Blanca que la abrazara? Seguramente no).

Empezó a subir ligeramente la escalera: «¡Pobre Blanca! —pensó Joan mientras empezaba a desnudarse y a doblar cuidadosamente la ropa tras haber sacado de la maleta un par de medias limpias para el día siguiente—. ¡Pobre Blanca! ¡Es un caso verdaderamente lamentable!». Se puso el pijama y empezó a cepillarse el cabello.

«¡Pobre Blanca! ¡Se ha vuelto tan horrible y tan vulgar!».

Antes de acostarse vaciló un poco. A decir verdad, pocas personas se acuerdan de rezar sus plegarias cada noche. Joan hacía mucho tiempo que no había rezado. Durante aquellos últimos tiempos había ido muy poco a la iglesia. Pero no por eso habían variado lo más mínimo sus convicciones.

De pronto sintió la necesidad insólita de arrodillarse al borde de aquella cama de aspecto tan poco confortable (las sábanas de algodón eran de lo más ordinario; menos mal que ella ya se había preocupado de traerse su mullida almohada) y de recitar sus oraciones conscientemente como una niña. Estaba nerviosa. Se metió en la cama de un salto y se tapó con las mantas. Después cogió el libro que había dejado sobre la mesita de noche: Memorias de Lady Catherine Dysart, novela sentimental de la época victoriana, escrita con ágil pluma.

Leyó algunas líneas, pero pronto se dio cuenta de que no lograba concentrarse: «Estoy demasiado cansada», pensó.

Colocó de nuevo el libro en su sitio y apagó la luz. Volvió a experimentar el deseo de arrodillarse y rezar. ¿Qué era aquello tan chocante que había dicho Blanca? «Eso te impide utilizar muchas oraciones». ¿Qué había querido decir con aquello?

Joan formuló mentalmente una rápida plegaría, una oración compuesta de palabras aisladas, sin conexión.

«¡Dios!… Te doy gracias… ¡Pobre Blanca!… Te doy gracias porque no soy como ella. ¡Dios sea loado!… Por haberme dado tanta suerte… Sobre todo por no ser como esa desgraciada Blanca… ¡Pobre Blanca!… Es horrible… Tuvo ella la culpa, desde luego… Es una desvergonzada de la peor especie… A Dios gracias yo soy completamente distinta… ¡Pobre Blanca!…».

Después se durmió.