4
Joan llegó al parador sudando. Inconscientemente había apresurado el paso, como para huir de aquella idea tan insoportablemente odiosa.
El hindú se la quedó mirando muy sorprendido y le dijo:
—Memsahib andar demasiado aprisa. ¿Por qué andar tan rápido? ¡Ninguna necesidad de apresurarse! ¡Aquí nada que hacer!
«¡Eso no es necesario que me lo recuerdes!», pensó Joan. Sí, efectivamente. ¡Nada que hacer!
El hindú, el parador, las gallinas escuálidas, las alambradas y aquel montón de basura, decididamente la ponían nerviosa.
Se refugió en su habitación y cogió The Power House. «Al menos aquí estoy más resguardada de ese calor y de esa luz».
Se acomodó bien y empezó a leer The Power House.
A la hora de la comida ya había llegado a mitad del libro.
Le sirvieron una chuleta con judías, salmón con arroz y albaricoques en conserva, pero apenas si los probó.
Cuando terminó de comer se levantó y se fue de nuevo a su habitación; quería tenderse un poco sobre la cama.
Si había cogido una insolación por haber andado demasiado aprisa a la hora del calor, le vendría bien echar una siesta.
Estaba excesivamente despejada y se sentía demasiado inclinada a reflexionar.
Entonces se levantó, se tomó una aspirina, y se volvió a acostar. Pero no podía cerrar los ojos sin ver la silueta de Rodney alejarse de ella, por el andén de la estación Victoria. ¡Resultaba insoportable aquello! Levantó la persiana para dejar que se filtrara un poco la luz, y volvió a leer The Power House. Cuando le faltaban algunas páginas para llegar al final se durmió.
Soñó que estaba jugando una partida de tenis con Rodney. Tenían cierta dificultad para encontrar las pelotas, pero por fin las encontraban y se dirigían hacia el terreno de juego. Empezó a servir y se dio cuenta entonces de que estaba jugando contra Rodney y la chica Randolph. Su servicio provocó una serie de faltas dobles. «Rodney —pensó Joan—, va a acudir en mi ayuda». Pero lo buscó en vano con la mirada: había desaparecido. Los otros también se habían marchado, y caía la noche. «Estoy sola —pensó Joan—. Sola y abandonada».
—¡Abandonada! —dijo en voz alta, despertándose con gran sobresalto.
Bajo el influjo de aquella pesadilla, todavía no conseguía deshacerse de aquella impresión desagradable. Las palabras que acababa de proferir le daban miedo.
Pero aún a su pesar repitió en voz alta:
—¡Abandonada!
El hindú acudió corriendo y, asomando la cabeza por la puerta, le preguntó muy amable:
—¿Memsahib me llama?
—Sí, tráigame un poco de té, por favor.
—¿Memsahib quiere tomar té antes de las tres?
—Qué más da. Tráigame el té que le he pedido.
Le oyó alejarse murmurando: «¡Chai! ¡Chai!».
Joan se levantó de un salto y se quedó parada delante del espejo copiosamente manchado por las moscas. La vista de su cara tranquila y normal la tranquilizó. «Me estoy preguntando —dijo como dirigiéndose a su imagen— si no estaré a punto de caer enferma. Me ocurren cosas muy raras».
Tal vez había cogido una insolación sin darse cuenta.
Cuando le trajeron el té, Joan ya había logrado tranquilizarse. ¡Verdaderamente, aquella aventura era extraordinaria! ¡Ella, Joan Scudamore, dejándose llevar de los nervios! Pero, claro, no eran sus nervios los culpables de lo que le ocurría, sino el sol: el astro del día le había jugado una mala pasada. De ahora en adelante tendría cuidado de no salir hasta que empezara a anochecer.
Mordisqueó un par de tostadas y se bebió dos tazas de té. Después acabó de leer The Power House. Cuando cerró el libro, había recobrado definitivamente la calma.
«Ahora ya no me queda nada para leer», pensó.
¡Nada para leer, nada para escribir, ni una hoja de papel de cartas ni siquiera una simple labor manual que la ayudara a entretener su ocio! ¡Nada que hacer! Sólo esperar la problemática llegada de un tren que podía hacerse esperar varios días…
Cuando el hindú entró para llevarse la bandeja, Joan le preguntó:
—¿Cómo emplea usted su tiempo aquí?
El hombre pareció sorprenderle mucho aquella pregunta.
—Yo servir a los viajeros, Memsahib.
—Ya lo sé. —Procuró dominar su impaciencia—. Pero esto no debe ocuparle todo el tiempo, ¿verdad?
—Yo servir desayuno, comida, té…
—Bueno, no quiero decir eso. ¿Le ayuda alguien?
—Un pequeño árabe medio idiota, perezoso y sucio. Tener que vigilar todo yo personalmente; ese pequeño árabe no valer nada. Traer agua limpia, llevarse el agua sucia y ayudar a la cocina. Eso hacer, nada más.
—O sea que son ustedes tres aquí: usted, el cocinero y el pequeño árabe. Cuando hay poca gente les debe quedar mucho tiempo libre. ¿Leen algo?
—¿Qué? ¿Leer?
—Sí, libros.
—No. Nunca.
—¿Qué hace usted, pues, cuando ha terminado su trabajo?
—Esperar que sea la hora de hacer otro.
«No hay nada que hacer —pensó Joan—. No hay manera de mantener una conversación con esa gente. No comprenden nada. Este hombre pasa su vida como un vegetal viendo transcurrir los días uno tras otro sin más. De vez en cuando, supongo que se debe tomar unas pequeñas vacaciones, se debe ir a la ciudad entonces, posiblemente se emborrachará y hablará con sus semejantes. Pero durante semanas y semanas no se mueve de aquí. Claro que están aquí el cocinero y ese chiquillo árabe también. Pero ése seguro que cuando ha terminado su trabajo se acuesta al sol y se duerme. La vida no tiene otra finalidad para él. Con esa gente no puedo contar para nada. ¡Lo único que ese hombre puede decir es lo que come, lo que bebe o el tiempo que hace!».
El hindú cogió la bandeja y se marchó. Joan empezó a andar nerviosamente por la habitación.
«Es preciso que me sobreponga, que me trace un programa, que logre encontrar la manera de pensar adecuadamente, tengo que evitar dejarme vencer por mis pensamientos».
Lo que ocurría es que ella siempre había llevado una vida llena de ocupaciones. Una vida de mujer civilizada, y naturalmente una persona dedicada a tantas actividades en su cotidiana existencia es normal que se encuentre desamparada si se ve bruscamente trasplantada a una vida ociosa e inútil. Y cuando más activa y culta es esa persona, más difícil le resulta soportar un tipo de vida tan estéril.
Ciertamente que hay personas que incluso estando en su casa son capaces de permanecer horas y horas sin hacer nada. «Personas de esta clase —pensó Joan—, se adaptarían fácilmente a ese tipo de vida, tan sin objetivo, que ahora ella se veía obligada a llevar».
Mrs. Sherston, por ejemplo —aunque por norma general fuera una mujer muy activa y enérgica—, era perfectamente capaz de dejar pasar el tiempo sin hacer nada y sin pensar en nada. Sus paseos daban buena prueba de ello: andaba con paso decidido; después, de repente, se sentaba en un tronco o simplemente en el suelo y permanecía allí horas y horas con la mirada perdida en el espacio.
Tal como ocurrió aquel día en que ella creyó primero que era la hija de Randolph.
Se puso ligeramente colorada al recordar de qué modo se había comportado en aquella ocasión. Había actuado como si fuera una espía, exactamente de la forma que ella más odiaba que se comportaran las personas. Había procedido de un modo totalmente opuesto a su carácter.
Pero, claro, ¡como al principio había creído que era Myrna Randolph!… Una chica que parecía no tener ni la más ligera idea de la moral…
¿Qué era lo que había ocurrido exactamente? Joan trató de poner en orden sus pensamientos.
Había ido a llevarle unas flores a la vieja Mrs. Garnett y salía de su casa de campo cuando había oído la voz de Rodney, por encima del seto; la voz de su marido y la de una mujer.
Rápidamente se había despedido de Mrs. Garnett y se había encaminado hacia la carretera. Al llegar allí había visto a Rodney y creyó que a Myrna Randolph andando por un sendero que iba en dirección a Asheldown.
Decididamente no se sentía orgullosa de lo que entonces se le había ocurrido hacer. Pero en aquel momento se había dicho que tenía que aprovechar la ocasión para saber exactamente cómo estaban las cosas. Rodney era muy bueno, pero todo el mundo sabía cómo era Myrna Randolph.
Joan cruzó por el atajo que cruzaba Haling Wood y llevaba hasta el pequeño promontorio de Asheldown; al llegar allí vio las siluetas de dos personas sentadas tranquilamente mirando absortas el paisaje soleado que se extendía a sus pies.
¡Qué tranquilidad experimentó al comprobar que la chica no era Myrna, sino Mrs. Sherston! Y ni siquiera estaban sentados uno junto a otro; por lo menos les separaba cuatro pasos, distancia totalmente ridícula que no daba pie ni a creer siquiera en una buena amistad; además, Mrs. Sherston, la pobre, no tenía nada de provocativa, desde luego, no se la podía considerar ni mucho menos como a una sirena, ¡aquella idea resultaba totalmente ridícula! Lo que había ocurrido era simplemente que Leslie volvía de uno de sus habituales paseos y Rodney la había encontrado por casualidad y movido de su natural amabilidad la había acompañado un rato en su paseo. Habían llegado a la cumbre de Asheldown, y se habían sentado a descansar y a admirar el paisaje un rato antes de regresar de nuevo a sus respectivos hogares. Sin embargo, resultaba algo extraña aquella manera de estar sentados de un modo casi estático, sin hacer un gesto ni decir una palabra. «Casi resultaba de mala educación», pensó Joan. Lo más probable es que cada uno siguiera el curso de sus pensamientos, y había bastante confianza entre ellos como para que no tuvieran que distraerse de sus propias reflexiones hablando de cuatro trivialidades.
Tanto más por cuanto en aquella época, ellos, los Scudamore, conocían perfectamente todo lo referente a Leslie Sherston. El golpe de teatro provocado por las malversaciones de Sherston había producido un gran escándalo en Crayminster; el banquero estaba cumpliendo su condena en la cárcel. Rodney había sido su abogado defensor ante los tribunales y también era él quien se había ocupado de los intereses de Leslie. Le daba verdadera lástima aquella mujer que se había quedado sola, sin recursos y con dos pequeños. Toda la ciudad se sentía bien dispuesta hacia Leslie Sherston, desde luego, y si no se la había protegido más era porque Leslie era muy especial. Su temperamento tan jovial había escandalizado a más en una de la ciudad.
«Debe ser de esas personas —le había dicho Joan a Rodney un día— más bien insensibles».
Rodney había replicado entonces bruscamente que Leslie tenía un valor que muy poca gente poseía.
«Sí, eso es cierto. Pero el valor no lo es todo», había contestado Joan.
«¿No?», había replicado Rodney de un modo bastante raro, mientras salía a toda prisa del despacho.
El valor verdaderamente no había nadie que pudiera negárselo a Leslie Sherston. Viéndose en la obligación de ganarse la vida, sola con dos niños y sin estar preparada para ello, había sabido arreglárselas muy bien.
Teniendo por toda renta un poco de dinero que le mandaba una tía, tuvo que reducir lo más posible su tren de vida y luego además se empleó ella misma como ayudante en casa de un horticultor. Cuando Sherston salió de la cárcel, la encontró formando parte de otra clase social: se dedicaba al cultivo de frutos y legumbres para la venta. Él entonces se había puesto a conducir un camión para hacer las entregas a domicilio ayudado por los niños y tan bien les había ido que habían conseguido volver a encontrarse en posición desahogada. No cabía duda de que Mrs. Sherston se había portado como una espartana. Cosa mucho más meritoria teniendo en cuenta que en esta época ya debía de sufrir de la enfermedad que la llevaría a la tumba.
«Estaba muy enamorada de su marido», pensó Joan. Sherston estaba considerado como un hombre verdaderamente seductor, era uno de esos tipos que gusta a todas las mujeres. ¡Pero al salir de la cárcel había cambiado tanto! Joan se había quedado impresionada al verle tan delgado y con una cara demacrada; sin embargo, él continuaba considerándose el mismo de antes y seguía presumiendo del modo más ridículo a pesar de que ya era una completa ruina. Leslie le continuaba queriendo como antes y lo había rodeado de toda clase de atenciones. Aunque sólo hubiera sido por eso, Joan la habría considerado una mujer digna de todo respeto.
En cambio, en lo referente a los chiquillos, Joan ya no la admiraba tanto. La tía vieja y rica que la había ayudado en el momento de la detención de Sherston le había hecho una proposición en cuanto éste había salido de la cárcel.
Le había propuesto adoptar al benjamín y pagar los gastos de colegio del mayor; luego, durante las vacaciones, se los llevaría a su casa. El tío y la tía dejarían así asegurado el porvenir de los dos. El tío, incluso por acta notarial, se comprometía, si querían, a darles su nombre. Pero Leslie Sherston había dicho categóricamente que no y Joan no podía por menos reprocharle su egoísmo. Era rechazar para sus hijos una vida muy superior a la que ella podía ofrecerles. Habrían podido vivir sin ninguna dificultad.
Por muy fuerte que fuera el amor maternal, Joan pensaba —y Rodney le había dado la razón— que se tenía que anteponer a todo el bienestar de los hijos.
Pero Leslie se había mostrado inflexible y hasta Rodney había desistido de hacerla entrar en razón. Había dicho con voz cansada que Leslie Sherston sabía mejor que nadie lo que tenía que hacer.
«No cabe duda —pensó Joan— que era una mujer muy testaruda».
Nerviosamente, Joan continuó andando de un lado a otro de la pequeña habitación del parador y evocó de nuevo a Leslie Sherston sentada al lado de Rodney en la cumbre de Asheldown Ridge.
Inclinada hacia delante, con los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos, permanecía inmóvil, extrañamente inmóvil, con la mirada perdida en el paisaje de la campiña hacia la parte de la granja del Prado, mirando más allá de la vertiente de Little Havering Wood, mientras las montañas y las nubes adquirían un suave color amarillo dorado. Leslie y Rodney, en reposo, serenos, sin hacer ni un movimiento, miraban fijamente frente a ellos… ¿Por qué no había ido a su encuentro? No habría podido decirlo. Tal vez se había sentido avergonzada de haber tenido la debilidad de haber sospechado que Rodney estaba con Myrna Randolph, y notaba cierto desasosiego.
Fuera como fuese, el caso es que había procurado apartarse de ellos. Había emprendido el camino de vuelta lo más rápidamente posible. Aquel incidente, nunca más lo había recordado; se había guardado mucho de decirle nada a Rodney; habría podido figurarse que ella tenía alguna sospecha de él y Myrna Randolph.
La imagen de Rodney alejándose por el andén de la estación Victoria acudió de nuevo a su memoria…
¡Tenía que apartar de la cabeza aquella tontería! ¿De dónde podía surgir en su mente aquella idea tan estúpida? ¿Por qué iba a sospechar que Rodney (que siempre le había sido tiernamente fiel) se había alegrado de verla marchar?
¿Qué sospechas podía despertar la silueta de un hombre vista de espaldas? Tenía que borrar de su cerebro tan fantasmagórica idea.
De ahora en adelante trataría de no pensar en Rodney, si es que su recuerdo le iba a provocar reacciones tan poco placenteras.
Hasta entonces nunca se había sentido presa de una imaginación febril.
Cada vez estaba más convencida de que la culpa de cuanto de estaba ocurriendo la tenía aquel terrible sol del desierto.