10

Poco a poco Joan volvió a recuperar el sentido.

Se encontraba mal, verdaderamente enferma.

… Se sentía débil como un niño.

¡Pero estaba salvada! Veía el parador.

Después, cuando consiguiera recuperar un poco las fuerzas, se levantaría y emprendería el camino de vuelta.

Ahora tenía que mantenerse lo más tranquila posible y tratar de poner orden en sus ideas, procurando ver los hechos tal como eran, sin hacerse confusiones. Dios no la había abandonado…

Ya no sentía aquella atroz sensación de soledad…

«… Tengo que reflexionar —se dijo—. Reflexionar. Hay que considerar la verdad como es, cara a cara. Es por eso por lo que estoy aquí, para ver claro en mí misma».

Había tenido ocasión de saber una vez para siempre qué tipo de mujer era Joan Scudamore.

Por eso había ido a parar al desierto. Aquella luz cegadora iba a revelarle crudamente quién era, le mostraría todas las verdades que ella no había querido tener en cuenta aunque las supiera perfectamente.

Todo había empezado ayer. Tendría que volver a aquel punto de partida. ¿No era de allí de donde procedía la primera sensación de pánico que había tenido? Estaba recitando versos: así había empezado todo, sí:

He vivido lejos de ti esta primavera.

Aquel verso le había hecho pensar en Rodney y se había dicho: «Pero si estamos en noviembre…».

Rodney aquel día había dicho: «Pero estamos en octubre».

Había pronunciado aquellas palabras la noche del mismo día en que se había sentado en la cumbre de Asheldown en compañía de Leslie Sherston. Joan los había visto sentados a los dos, sin decir nada, a cuatro pasos uno de otro. Y le había parecido que aquélla no era una actitud demasiado amistosa; pero ahora sabía —y tendría que haberlo adivinado mucho antes— por qué estaban sentados uno al lado de otro, separados por aquella distancia.

Era porque no se atrevían a acercarse más…

Rodney y Leslie Sherston…

No había que sospechar de Myrna Randolph; Myrna Randolph nunca había sido peligrosa. Joan había procurado pensar en Myrna porque sabía que todo aquello no tenía ningún fundamento. Había hecho de Myrna una cortina de humo para ocultar la verdad: la realidad.

¡Sé sincera, Joan! Preferías adjudicarle aquel papel a Myrna Randolph porque Myrna era hermosa. Myrna era una sirena que tenía fama de embaucar a todos los hombres, a todos los hombres desprovistos de una resistencia sobrehumana.

¡En cambio, Leslie Sherston… no era guapa, ni joven, ni siquiera vestía bien, y sonreía con la boca torcida!… Admitir que Rodney pudiera quererla con tal pasión, que no se atreviera ni siquiera a acercarse a ella, eso era lo que no había querido admitir en su fuero interno de ninguna manera.

Aquel amor verdadero, aquel deseo doloroso, insatisfecho, aquella violenta pasión, ella no la había conocido jamás…

Y aquel amor era lo que existía entre ambos, lo había descubierto aquella tarde en la cima de Asheldown. Y porque se había dado cuenta había cogido por un atajo y había vuelto a casa de mal humor, rehusando admitir en su fuero interno algo que sabía perfectamente.

Rodney y Leslie estaban sentados a cuatro pasos de distancia uno de otro, sin decir ni una palabra, sin mirarse siquiera, porque no se atrevían…

Leslie había querido tanto a Rodney que había deseado ser enterrada en la ciudad donde éste vivía…

Y Rodney se había quedado mirando la losa de la tumba y había dicho: «Leslie Sherston bajo una fría losa de mármol. ¡Qué estupidez tan monstruosa!». Y había caído la flor del rododendro… como una mancha roja…

«El corazón sangra» —había dicho Rodney—. «El corazón sangra».

Y después había añadido con voz muy extraña: «Estoy extenuado», y un poco después había susurrado: «Todo el mundo no puede tener tanto valor…».

Y era en Leslie en quien pensaba al decir aquello, en Leslie y en su valor.

«¡El valor no lo es todo!».

«¿No?».

Y luego había tenido lugar la depresión nerviosa de Rodney… Y había sido la muerte de Leslie lo que se la había provocado.

Aquel tiempo que había pasado en Cornualles y durante el cual había permanecido en completo reposo, tendido al sol mirando las gaviotas, apartado del mundo y sonriendo resignadamente a todo…

Y Tony había dicho con voz infantil llena de desprecio: «¿No puedes comprender a papá?».

En efecto, nunca lo había comprendido, porque resueltamente había decidido ignorarle.

Recordó a Leslie mirando a través de la ventana y explicando por qué estaba tan contenta de esperar un hijo…

Y a Rodney diciendo, vuelto hacia la ventana también: «Leslie no hace nada a medias».

¿Qué estarían mirando los dos, aquel día, tan inmóviles? ¿Estaría Leslie contemplando las anémonas y los manzanos de su huerto? ¿Y Rodney el campo de tenis y los estanques con peces de colores? ¿O simplemente estaban mirando los dos el paisaje suavemente triste y las manchas sombrías de los árboles en el horizonte que tan bien se veían desde Asheldown?

¡Pobre Rodney! Pobre Rodney, cansado y extenuado hasta el máximo…

Rodney diciendo con su sonrisa de hombre bueno: «¡Pobre Joan!». Siempre bondadoso, lleno de afecto, y siempre fiel…

Pero ella también había sido una buena esposa, ¿no?

Había puesto siempre en primer plano el interés de su marido…

¡Cuidado! ¿Era así?

Volvió a ver la mirada implorante de Rodney. Volvió a ver aquella mirada triste. Su mirada siempre había estado impregnada de tristeza.

Le pareció estar oyéndole decir: «¿Cómo habría podido llegar a saber que detestaría hasta este punto la vida del despacho?». Y luego le había mirado gravemente y había dicho: «¿Cómo sabes que seré dichoso?».

Veía a Rodney de mil maneras: Suplicándole que le dejara llevar la existencia que deseaba, rogándole que le permitiera dedicarse a la agricultura…

Mirando por la ventana de su despacho la feria de ganado de la Plaza del Mercado…

Hablando con Leslie sobre cría de animales…

Diciéndole a Averil: «El hombre que no ejerce la carrera que es de su gusto, vive sólo a medias…».

Y la que la había obligado a actuar siempre contra su voluntad había sido ella: ¡Joan!

Ansiosamente, febrilmente, trató de defenderse contra sus propios juicios, contra sus terribles descubrimientos personales.

Siempre había tratado de hacer lo que le había parecido más conveniente. ¡Había que ser prácticos! Había que pensar en la educación y en la instrucción de los niños. No se había basado en motivos egoístas para obligar a Rodney a emprender aquel camino.

… Pero aquel clamor de autodefensa se desvaneció prontamente.

En realidad, uno de los motivos que más la habían impulsado a disuadir a Rodney, ¿no había sido acaso el pensar en lo aburrido que resultaría vivir en el campo? Había querido dar a sus hijos las mejores condiciones de existencia, pero ¿dónde estaba lo mejor?

¿No tenía acaso Rodney tantos derechos como ella misma en la educación de los niños que también eran suyos?

Incluso mirándolo bien, desde el punto de vista legal, ¿no tenía acaso la prioridad? ¿No incumbía acaso al padre el escoger el modo de educar a los hijos, y a la madre el de velar por la salud de los mismos siguiendo escrupulosamente los consejos del padre?

Según Rodney, la vida en el campo era muy sana para los niños…

A Tony posiblemente le habría gustado mucho.

Rodney había querido a toda costa que no se contrariara la vocación de Tony.

«No me gusta —había dicho— forzar la voluntad de las personas para obligarlas a hacer lo que no les gusta».

¡Y en cambio ella no había sentido ningún escrúpulo en obligarle a hacer lo que ella quería!

Con un terrible sobresalto Joan se dijo: «Y sin embargo, yo quiero a Rodney. ¡Sí, le quiero! ¡Y lo que he hecho no ha sido por falta de amor!».

Pero aquí estaba lo más imperdonable precisamente, lo acababa de descubrir de repente.

Ella quería a Rodney, y sin embargo, le había impuesto su voluntad personal. Si lo hubiera detestado, su conducta habría sido más perdonable.

Si le hubiera sido indiferente la cosa habría sido menos grave.

Pero ella lo amaba y, a pesar de ello, le había privado de un derecho indiscutible; el de escoger el tipo de vida que más le gustaba.

Valiéndose desvergonzadamente de sus armas de mujer —del niño que llevaba en su seno y del que tenía en la cuna— le había quitado algo que luego él nunca más había podido volver a recuperar, le había privado de una fracción de algo esencial, de una fracción de su autoridad de hombre.

Rodney no había luchado para defenderse, y ahora hasta el fin de sus días sería un hombre frustrado, un desgraciado…

Joan, gimiendo, murmuró: «Rodney… Rodney…». Pensó:

«Ya no puedo devolverle lo que le he quitado… No puedo reparar el mal que he cometido… No puedo hacer nada…».

«Y sin embargo, yo le quiero, ¡le quiero de verdad!…».

«¡Y también quiero a Averil, a Tony y a Bárbara!…».

«Los quiero a todos…».

Pero no lo bastante, le respondía su conciencia, no tanto como habrías debido hacerlo.

«¡Rodney!… ¡Rodney!… ¿No puedo hacer nada? ¿No puedo decirte nada para reparar lo que hice?».

He vivido lejos de ti esta primavera…

«Sí, he vivido demasiado lejos —se dijo Joan—, desde hace largo tiempo… desde el principio, desde la primavera de este amor».

«He seguido siendo lo que siempre fui, Blanca tenía razón. He sido en todo momento la alumna de Santa Ana, he vivido sin preocuparme a fondo por nada, limitándome a tener pensamientos superficiales, satisfecha de mí misma, y temiendo extraordinariamente todo lo que podía hacerme sufrir…».

«Sin valor…».

«¿Qué hacer? —se preguntó—. ¿Qué puedo hacer ahora?».

Se le ocurrió una idea: «Aún puedo hablarle, puedo decirle: ¡Perdona! ¡Perdóname!».

«Sí eso será lo que haré. Le diré ¡perdóname! ¡No lo sabía! ¡No me daba cuenta de nada!…».

Joan se levantó y sus pies apenas lograban sostenerla, le costaba mantener el equilibrio.

Empezó a andar lentamente, con grandes esfuerzos, como una anciana.

La marcha resultaba penosa, tenía que poner un pie delante del otro con sumo cuidado.

«Rodney —pensó Joan—. Rodney…».

«¡Qué mal se encontraba! ¡Qué débil!…».

Y aquel camino no terminaba nunca…

* * *

El hindú salió del parador y corrió a su encuentro con la cara radiante. Desde lejos le hizo grandes gestos gritando:

—¡Buenas noticias, Memsahib! ¡Buenas noticias!

Joan se lo quedó mirando con asombro.

—¿Memsahib ver? —Y señaló en una dirección con el brazo extendido—. ¡Tren en la estación! ¡Podrá cogerlo esta noche!

¿El tren? ¡El tren para ir de nuevo al encuentro de Rodney!

«Perdóname, Rodney… Perdóname…».

De pronto se echó a reír con una risa salvaje, con una risa de loca.

El hindú se la quedó mirando extrañado. Joan consiguió serenarse a tiempo y recuperar su presencia de ánimo para decir:

—El tren ha llegado en el momento oportuno.