11

A Joan le parecía que estaba soñando. ¡Sí, verdaderamente parecía un sueño estar cruzando aquellas alambradas con el chiquillo árabe a su lado llevándole las maletas! ¡Y oír hablar con voz gutural a un hombre grueso de aspecto patibulario que era el jefe de estación turco!

¡Qué alegría le daba poder contemplar la conocida silueta del coche-cama con el empleado vestido de color chocolate, inclinado hacia la portezuela!

¡Y el letrero «Alepo-Estambul» colgado bajo las ventanillas del vagón!

¡Era el lazo de unión entre el parador de la etapa del desierto y la vida civilizada!

¡Resultaba magnífico verse tan bien acogida en francés, y contemplar el compartimiento con la cama ya hecha con blancas sábanas y una almohada!

¡Era el retorno a la civilización!

Exteriormente, Joan había vuelto a ser la viajera desenvuelta y serena de siempre, la Mrs. Scudamore que había dejado Bagdad hacía menos de una semana. Sólo ella conocía el asombroso cambio que se había efectuado bajo aquélla, aparentemente inmóvil, fachada.

«El tren había llegado en el momento oportuno», había dicho ella, y era cierto, como también lo era el que las últimas barricadas, que ella tan cuidadosamente había erigido, habían sido derribadas por un golpe de mar, de miedo y de soledad.

Había tenido que afrontar —como habían tenido otros— una visión de sí misma. A pesar de su aspecto normal de inglesa en viaje turístico, interesada por los menores detalles del viaje, había sentido su corazón y su mente llenos de la humillación de aquel mea culpa que había entonado en el silencio y bajo el sol.

Había contestado maquinalmente a las preguntas del hindú.

¿Por qué no ha bajado a comer, Memsahib? Comida esperar en la mesa. Muy buena. Ahora casi las cinco, demasiado tarde para comer. ¿Querer té la Memsahib?

—Sí —había contestado Joan—, tomaré el té.

—Pero ¿dónde estaba Memsahib? Yo buscar por todas partes. No ver Memsahib. No saber dónde haber ido.

Había ido lejos, mucho más lejos de lo acostumbrado.

—Imprudencia. Mucha imprudencia. ¿Memsahib se perdió? ¿No saber volver? ¿Equivocar el camino?

Sí, había perdido su camino durante un momento, pero afortunadamente tenía buen sentido de la orientación. Tomaría el té ahora y después se iría a descansar un poco.

—¿A qué hora salía el tren?

—A las ocho y media. Aunque a veces esperar que lleguen coches, pero hoy no haber coches. Vados en mal estado. Demasiada agua. Torrentes hacer ¡puf!

—¿Memsahib estar cansada? ¿Memsahib fiebre quizá?

—No, no tengo fiebre, estoy segura. Ahora ya no.

—¡Memsahib distinta a otros días!

«Sí —pensó Joan—, en efecto, Memsahib distinta a otros días». Posiblemente el cambio se notaba hasta en su cara. Había subido a su habitación y se había quedado mirando su rostro en la luna del espejo manchada por las moscas.

¿Resultaba visible aquel cambio? Ciertamente, su rostro parecía haber envejecido. Tenía profundas ojeras. La piel, llena de polvo ocre, presentaba numerosas estrías por donde corrían gruesas gotas de sudor.

Se había lavado la cara y rehecho el maquillaje. Luego había vuelto a mirarse al espejo.

Sí, efectivamente, había cambiado. Aquel rostro que la estaba mirando con tanta seriedad a través del espejo manchado había perdido su expresión altiva.

¡Qué terrible orgullosa había sido siempre! De repente volvió a sentir aquella sensación de disgusto que la había asaltado un momento antes; experimentaba una terrible aversión hacia sí misma.

«Rodney, Rodney…».

Aquel nombre repetido varias veces en su pensamiento había logrado consolarla un poco.

Se aferró a él como si fuera un símbolo de todas sus resoluciones. Se lo confesaría todo a Rodney, sin hacerse el más ligero favor a sí misma. Eso era lo que debía hacer. Empezarían de nuevo los dos de la mejor manera que se pudiera a su edad y emprenderían una nueva vida. Le diría: «Soy una estúpida. Enséñame, con tu inteligencia y tu bondad, a vivir».

Después le pediría perdón. Rodney tendría mucho que perdonarle. Era maravilloso que no hubiera llegado a odiarla… Nada de extraño tenía que a Rodney le quisiera todo el mundo: sus hijos lo adoraban. Incluso Averil, a pesar de las fuertes discusiones que había tenido con su padre, lo había amado siempre. Nada de extraño tenía tampoco que las criadas estuvieran siempre dispuestas a servirle con gusto y que contara con numerosos amigos. «Rodney siempre había sido bueno con todos», pensó Joan… Suspiró. Estaba extenuada, no podía más.

Se había bebido el té y después se había echado sobre la cama hasta la hora de cenar y coger el tren.

No había experimentado ninguna angustia, ningún terror, no había tratado de distraerse ni de pensar en nada concreto. Pero ya no veía más lagartos saliendo de sus escondrijos para inquietarla.

Había tenido una revelación de sí misma, se había visto como era.

Y luego sólo había anhelado descansar, tendida sobre la cama, pensando en Rodney y tratando de recordar confusamente su cara de expresión triste y bondadosa…

* * *

Instalada en su departamento del tren, en aquel momento se sentía completamente normal. Había escuchado con atención todo lo que le había contado el revisor sobre los accidentes que habían ocurrido en la línea, le había entregado su pasaporte, sus billetes y le había rogado que telegrafiara a Estambul para que le reservaran una plaza en el Simplon-Orient-Express. Le había rogado también que mandase el siguiente telegrama desde Alepo a Rodney: «Llegaré con retraso. Todo va bien. Abrazos. Joan».

Rodney lo recibiría antes de la fecha en que esperaba su regreso.

Ahora ya había hecho todo lo que tenía que hacer, todo había quedado resuelto. Ya podía descansar tranquila como un niño.

Tenía por delante cinco días de calma mientras el Taurus y el Orient Express devoraban kilómetros en dirección a Occidente, acercándola cada vez más a Rodney y al perdón.

El tren entró en la estación de Alepo al día siguiente al amanecer. Hasta aquel momento Joan había sido la única viajera a causa de la rotura de comunicaciones con el Irak, pero ahora la gente subía al tren tomándolo por asalto. Los retrasos, las anulaciones, las contraórdenes en el despacho de los billetes habían dado lugar a una verdadera algarabía de gritos, imprecaciones, protestas, reclamaciones y disputas en todas las lenguas.

Joan viajaba en primera, pero los coches-cama del Taurus-Express eran del tipo antiguo, de los que sólo llevaban «doubles». La puerta del vagón se abrió y entró una mujer muy alta vestida de negro. Tras ella, el acomodador del tren recibía maleta tras maleta que le iba entregando un mozo de cuerda.

El departamento pronto quedó lleno de maletas de lujo que ostentaban una corona repujada en la tapa.

La viajera hablaba en francés con el empleado. Le iba indicando dónde tenía que colocar las maletas. Una vez colocadas, el hombre se retiró. Entonces, la señora se volvió para dirigir una sonrisa a Joan: la sonrisa habitual en una persona acostumbrada a moverse en el gran mundo.

—¿Es usted inglesa? —le preguntó con cierto acento extranjero.

Tenía un rostro alargado, pálido, de una exquisita movilidad y unos ojos de un color gris claro extraordinariamente hermosos. Joan consideró que debía tener unos cuarenta y cinco años.

—¡Perdone mi intrusión en este tren a estas horas del alba! Desde luego, pasa por aquí a una hora verdaderamente hindú y acabo de turbar su sueño. Además, no estamos de suerte precisamente, estos vagones son muy viejos, los nuevos no es que sean mucho mejores, pero al menos son nuevos. —Sonrió con una sonrisa dulce, casi infantil—. Bien, a partir de ahora no creo que tenga que molestarla más. Sólo faltan dos días para llegar a Estambul, y tengo bastante buen carácter. Si le parece que fumo demasiado, avíseme. Ahora la dejaré dormir. Me voy al coche-restaurante. Aquí lo enganchan, ya me he enterado. (En aquel momento una sacudida la proyectó hacia delante, cosa que probaba la exactitud de sus palabras). Esperaré a que empiecen a servir el desayuno, perdone la molestia una vez más.

—Ninguna molestia, por favor. Son cosas del viaje, ya se sabe, ¡siempre hay sorpresas!

—Veo que es usted una persona comprensiva. Me alegro. ¡Lo pasaremos muy bien!

En aquel momento salió del vagón y Joan oyó perfectamente la ovación que le tributaban sus amigos, en el andén, gritando «¡Sasha, Sasha!». Después oyó también algunos retazos de una conversación mantenida con gran soltura en una lengua desconocida.

Joan se había despertado. La noche le había devuelto la tranquilidad. Siempre había dormido perfectamente en los trenes. Se levantó para vestirse. Cuando el tren dejó la estación de Alepo ya casi había terminado de arreglarse. Tan pronto como estuvo arreglada salió al corredor, pero no sin antes haber echado una mirada a las etiquetas del equipaje de su compañera de viaje, donde leyó: Princesa Holenbach Salm.

En el vagón restaurante se encontró con la princesa sentada ante una mesa hablando animadamente con un francés de aspecto rollizo. Con un gesto, la princesa saludó a Joan y le indicó que tenía un sitio a su lado.

—¡Es usted una mujer valiente! —le dijo—. En su lugar, yo habría seguido durmiendo. Continúe, continúe, señor Baudier. Decía… Lo que me estaba contando me interesaba extraordinariamente.

La princesa hablaba francés con el señor Baudier, inglés con Joan, turco (como si fuera su lengua) al camarero y, de vez en cuando, siempre con la misma gracia, decía algunas palabras en italiano a un oficial de aspecto sombrío.

El adiposo francés pronto terminó su ligero desayuno y se retiró tras haber hecho un ligero saludo con la cabeza.

—¡Es usted una verdadera políglota! —le dijo Joan a la princesa.

El alargado rostro de la princesa adquirió un aire melancólico.

—A la fuerza —contestó—. Soy rusa. Me casé con un alemán y he vivido durante mucho tiempo en Italia. Hablo ocho o nueve lenguas, más o menos bien. Resulta tan agradable poder conversar, ¿no cree? ¡Todos los seres humanos son interesantes y la vida humana es tan corta! Hay que comunicarse con la gente, y tener un intercambio de ideas. En la Tierra hay una gran falta de afecto, en mi opinión. «Sasha, me dicen mis amigos, es imposible amar a cierta gente: a los turcos, a los armenios o a los levantinos…». Pero yo sigo firme en mi opinión. Me intereso por todo el mundo: Camarero, ¡la cuenta, por favor!

Joan parpadeó ligeramente. La princesa había proferido aquella última frase a renglón seguido de lo que acababa de decir sin hacer ni una pausa. El camarero se acercó respetuosamente. Joan quedó completamente convencida de que su compañera de viaje era una persona de alto rango social.

Durante toda la mañana y gran parte de la tarde el tren fue describiendo eses en plena llanura, después lentamente empezó a subir la ladera del Taurus.

Sentada en el rincón de su departamento, Sasha leía, fumaba y de pronto lanzaba alguna frase sorprendente y embarazosa. Joan poco a poco empezaba a dejarse subyugar por aquella mujer extraordinaria, que procedía de un mundo completamente opuesto al suyo y cuya mentalidad difería por completo de cuantas Joan había conocido hasta entonces.

Aquella mezcla de maneras impersonales y de familiaridad ejercía sobre ella una seducción extraña e irresistible.

De un modo completamente incidental Sasha le dijo:

—¡Usted no lee! No hace tampoco ninguna labor manual. Ni siquiera punto de media. ¡Cosa rara en una inglesa! Y, sin embargo, usted es una inglesa de los pies a la cabeza.

Joan sonrió.

—No tengo nada para leer. Tuve que quedarme en Tell Abu Hamid debido a las lluvias y a las inundaciones que se produjeron en la línea del tren y acabé con toda la lectura que traía conmigo.

—¿Pero veo que no parece echarla en falta? No ha sentido la tentación de bajar a comprar un libro en la estación de Alepo. No, se ha contentado usted con pasar el tiempo sin hacer nada, viendo desfilar las montañas ante su vista. Y sin embargo, he notado que las miraba sin ver. Lo que usted estaba viendo sólo es visible para usted; ¿verdad? ¿Acaba de vivir un gran amor o está pensando en él tal vez? ¿Qué anida en su pecho? ¿Una gran tristeza o una inmensa felicidad?

Joan titubeó un momento y frunció ligeramente las cejas.

Sasha se echó a reír ruidosamente:

—¡Ah! Comprendo. Es usted una inglesa de arriba a abajo, ya me he dado cuenta desde el primer momento. Le parece que esa serie de preguntas son terriblemente indiscretas: para los rusos serían completamente naturales, ¿comprende? ¡Qué curiosa mentalidad tienen ustedes los ingleses! Si yo le preguntara de dónde venía, en qué hoteles había estado, qué países había visto, si tenía usted hijos, a qué se dedicaban, si llevaba mucho tiempo de viaje y si sabía de un buen peluquero en Londres, usted se habría apresurado a contestarme; pero si yo le hago preguntas sobre lo que verdaderamente estoy pensando, ¿experimenta usted una gran tristeza? ¿Su marido le es infiel? ¿Ha tenido usted muchos amantes? ¿Cree usted en el amor de Dios? Todo esto la escandaliza. Y sin embargo, estos asuntos son mucho más interesantes que los otros nicht wahr.

—Creo —dijo con calma Joan— que, en efecto, los ingleses somos muy reservados.

—Sí. No se puede siquiera preguntar a una inglesa que lleva poco tiempo de casada: «¿Espera usted un niño?». O por lo menos no se le puede preguntar tal cosa en voz alta en el transcurso de una comida. No; habría que cogerla aparte y susurrarle al oído la pregunta. En cambio, si el niño ya está allí metidito en su cuna, entonces es totalmente correcto preguntar por su estado de salud.

—Sí, claro, la pregunta que usted acaba de formular antes sería demasiado íntima, ¿comprende?

—No, no lo comprendo, ¿por qué? El otro día me encontré con una amiga a la que no veía desde hacía años, una húngara. «Mitzi, le dije al verla, ¿tanto tiempo de casada y aún no tienes niños? ¿Qué te ocurre?». Me contestó que ella misma tampoco podía explicárselo. ¡Y no era porque no hubiera hecho todo lo posible durante cinco años! Estoy segura de que si le hubiera dado algún consejo lo hubiera seguido prestamente. Como esta conversación la mantuvimos además en el transcurso de una comida entre amigos, cuando se habló de ese asunto todos empezaron a contar casos dando recetas infalibles. ¿Quién sabe? Tal vez con alguna de ellas conseguirá solucionar su problema.

Joan permaneció impasible.

Pero, de pronto, sintió el extraño deseo de abrirle su corazón a aquella desconocida tan original. Con verdadero frenesí empezó a contarle de repente toda la crisis que había sufrido, como para asegurarse de que efectivamente aquella crisis no había sido un sueño.

Con dificultad empezó a decir:

—Lo ha adivinado usted. Acabo de vivir unos días terribles.

—¿Ach Yes? ¿De qué tipo? ¿Con algún hombre?

—¡Oh no! ¡Nada de eso!

—¡Tanto mejor! Estas fugas amorosas cada vez son más frecuentes y francamente, a decir verdad, son muy banales.

—He estado sola en el parador de Tell Abu Hamid, un lugar horrible, lleno de moscas, inmundicias y alambradas. El albergue es un edificio miserable donde reina una lúgubre oscuridad…

—Oscuridad necesaria para resistir el calor, amiga mía, pero comprendo que le resultara muy desagradable.

—No tenía con quien hablar, pronto acabé con mi provisión de lectura y fui presa de una crisis, de una crisis de nervios espantosa.

—Sí, es cosa corriente en esos sitios. Me está usted interesando extraordinariamente. ¿Y entonces qué?

—Empecé a hacer descubrimiento en mí misma, a tomar conciencia de cosas que ignoraba —o mejor dicho no— de cosas que conocía perfectamente, pero que nunca había querido admitir. No puedo explicarle…

—Sí, puede hacerlo. No hay nada más sencilla. La comprendo perfectamente.

Sasha manifestaba un interés tan natural y tan sincero, que Joan instintivamente se lanzó a hacerle confidencias. La princesa encontraba tan perfectamente normal hablar de los sentimientos personales y de la vida privada, que Joan se dejó influenciar y se sintió dispuesta a hacerle toda clase de confesiones. Poco a poco fue perdiendo parte de su excitación y consiguió describir su malestar, sus terrores y hasta el estado de pánico en el que finalmente se había visto sumida.

—Estoy segura de que le pareceré una tonta, pero le aseguro que me sentía completamente sola y abandonada incluso de Dios…

—Sí. Otros han conocido esto. Yo misma. Debatirse en las tinieblas es horrible.

—Yo, en realidad, no me debatía en las tinieblas; al contrario, me sentía cegada por la luz, una luz impresionante… sin abrigo, sin protección y sin sombra.

—Viene a ser lo mismo. Para usted la luz fuerte era un suplicio porque había vivido largo tiempo ocultándose la verdad a sí misma, sumiéndola en la sombra. Yo sufría de lo contrario, de la oscuridad de no llegar a distinguir claramente cuál era mi camino, como un ser perdido en la noche. Pero la prueba es la misma, se tiene la impresión de que se ha fracasado totalmente y que Dios le ha dejado a una de la mano.

Joan volvió a decir lentamente:

—De repente se produjo en mí como un milagro. Lo comprendí todo: lo que era y lo que había hecho. Todos mis estúpidos subterfugios y mis simulacros parecieron diluirse en el aire. De pronto me sentí renacer… ¡como si hubiera encarnado de nuevo en otra persona!

Se quedó mirando ansiosamente a su compañera de viaje. Sasha miraba al suelo.

—Entonces vi claro cuál era mi deber. Tenía que modificarlo todo al volver a casa… Tenía que construir una vida nueva, partir otra vez de cero…

Aquellas palabras cayeron en el silencio. Sasha se quedó mirando a Joan pensativamente. Joan dijo no sin cierta timidez:

—Ya me doy cuenta de que todo esto parece excesivamente dramático y exagerado…

Sasha la interrumpió:

—No, no, nada de eso. Su crisis es perfectamente normal. La han sufrido otros, San Pablo y otros santos y también simples pecadores. Es lo que se llama una conversión: una revelación. El alma se da cuenta de su mediocridad, de su tibieza. Es algo tan real como lavarse los dientes o comer. Pero me pregunto, sí, me pregunto…

—Tengo la impresión de que he tratado con mucha dureza a un ser a quien quiero mucho…

—Y ahora tiene remordimientos.

—Sí, y estoy impaciente por llegar a mi casa. Estoy esperando ansiosamente el momento de poder decirle…

—¿Quién es él? ¿Su marido?

—Sí. Siempre ha sido muy bueno conmigo. Pero no lo he hecho feliz. No he conseguido darle la felicidad.

—Y cree que ahora lo conseguirá, ¿no?

—Por lo menos debo explicarle… Debe comprender lo mucho que lamento… ¿Cómo lo diría? —Los términos de la oración de acción de gracias después de la Comunión acudieron a su memoria—. A llevar de ahora en adelante una nueva vida.

Sasha le dijo gravemente:

—Los santos lo consiguen…

Joan murmuró:

—¡Pero yo no soy ninguna santa!

—¡En eso estoy pensando precisamente! Le va a ser difícil. —Sasha se quedó unos momentos pensativa. Luego dijo en otro tono—: Perdone que se lo haya dicho tan bruscamente: puedo equivocarme.

Joan se quedó ligeramente perpleja.

Sasha encendía de nuevo un cigarrillo y empezó a fumar ávidamente mientras miraba por la ventanilla:

—No sé —dijo Joan, muy turbada— porque le he hecho esas confidencias…

—Porque tenía ganas de hablar con alguien y confiarle su secreto, amiga mía, no le quepa duda. La obsesionaba el recuerdo de esta crisis que ha vivido y aspiraba a liberarse: cosa completamente normal.

—¡Habitualmente soy tan reservada!

Sasha esbozó una sonrisa al oír aquel comentario.

—Y usted se siente muy orgullosa de ello, ¿verdad? Como todos los ingleses. Oh, sí, ¡qué raza tan original! ¡Verdaderamente original, tan púdica, siempre dispuesta a reconocer y a proclamar sus debilidades!

—Me parece que exagera usted un poco —dijo Joan incorporándose un poco en el asiento.

De repente se sintió muy inglesa, muy diferente de la extranjera de pálida tez y rostro exótico que le hablaba desde el otro rincón del departamento. Se notaba completamente distinta a aquella mujer a la que hacía sólo unos instantes acababa de confiar su secreto.

Con voz convencional volvió a decir:

—¿Tiene usted reserva en el Simplon-Express?

—No. Pasaré la noche en Estambul y de allí partiré hacia Viena. —Añadió negligentemente—: Quizá voy allí a morir; son cosas que pueden ocurrir…

—¿Está usted…? —Joan titubeó antes de proseguir—. ¿Tiene usted algún presentimiento?

—¡Oh no! —contestó Sasha echándose a reír ruidosamente—. No, no nada de presentimientos, voy a Viena a que me operen, es una operación grave, que no siempre tiene éxito, pero en Viena conozco a muy buenos cirujanos. El que me operará es una eminencia. ¡Es judío! Siempre he dicho que sería una estupidez expulsar a los judíos de Europa. Son gente excepcional para la medicina y la cirugía. Y también son gente muy bien dotada para el arte…

—¡Oh! ¿Cómo puede usted…? ¡Qué horror!

—¿Qué cómo puedo pensar con tranquilidad que estoy en peligro de muerte? ¿Y por qué no? Algún día hay que morir. Tal vez aún no sea éste el día de mi última hora. Si salgo bien de esta operación, tengo pensado entrar en un convento, en una orden de reglas muy severas, donde no se permite hablar, sólo meditar.

Sasha añadió con gravedad:

—El mundo va a necesitar muchas oraciones pronto, a causa de la guerra…

Joan se sobresaltó.

—¿La guerra?

Sasha movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, no me cabe ninguna duda desgraciadamente: la guerra. Estallará dentro de uno o dos años.

—Sinceramente —dijo Joan—, creo que se equivoca.

—No, no. Tengo amigos que están muy bien informados, me lo han dicho con toda seguridad. Es algo cierto, fatalmente seguro.

—¿La guerra? ¿Dónde? ¿Y contra quién?

—La guerra mundial. Todas las naciones se verán arrastradas a ella. Según mis amigos, ganará Alemania, pero yo no lo creo, a no ser que gane la guerra con una rapidez sorprendente. Conozco muy bien a los ingleses y a los americanos, y estoy segura de que ellos dirán la última palabra.

—Nadie puede desear la guerra —dijo Joan.

—¿No? ¿Para qué han sido creadas pues las Juventudes Hitlerianas?

Joan respondió con convicción:

—Yo tengo muchos amigos que van a menudo a Alemania. Y según ellos, el régimen nazi en muchos aspectos es excelente.

—Bueno, bueno —exclamó Sasha—. ¡Ya veremos lo que dirán dentro de tres años!

Una parada del tren la proyectó hacia delante.

—¡Ah! Estamos entrando en Cilicia. Es magnífico el paisaje, ¿verdad? Vamos a contemplarlo un poco.

Ambas se asomaron y se quedaron admirando a través de una larga brecha que hendía la cadena de montañas, la llanura azulada que se perdía entre las brumas.

Caía la noche, el aire resultaba deliciosamente fresco y agradable.

«¡Qué fantástico!», pensó Joan.

Lamentó que Rodney no estuviera a su lado para poder admirar aquel crepúsculo.