5

La tarde y el anochecer transcurrieron con desesperante lentitud. Joan creyó preferible no salir hasta que el sol estuviera bajo en el horizonte; permanecería en el interior del parador; pero al cabo de una media hora aquella situación le pareció intolerable: no podía permanecer sentada en una silla sin hacer nada. Entonces, volvió a entrar en su habitación con el propósito de vaciar sus maletas y hacerlas de otra manera. «No había doblado los vestidos con suficiente cuidado», se dijo. Poner orden en todo aquello le llevaría bastante rato.

Lo arregló todo metódicamente. Cuando terminó eran las cinco. A esa hora ya quizá se podría salir sin peligro de coger una insolación. Permanecer encerrada entre aquellas cuatro paredes resultaba terriblemente depresivo. ¡Lástima que no tuviera a mano ningún libro para leer!

Salió, no sin contemplar con disgusto aquel montón de basura lleno de latas vacías de conserva, las gallinas escuálidas y las alambradas. ¡Aquel lugar era horrible! ¡Absolutamente horrible!

Para variar un poco, decidió dar el paseo a lo largo de la vía del tren, junto a la frontera turca. Aquel cambio le proporcionó una agradable sensación de novedad; pero al cabo de un cuarto de hora el paisaje volvió a parecerle igual de monótono. La vía férrea que serpenteaba a unos doscientos metros de donde ella estaba no le proporcionaba la más mínima compañía. Estaba sola ante el silencio y aquella inmensa capa de sol.

Joan pensó de pronto que tal vez resultaría divertido recitar algunos versos. En clase tenía fama de hacerlo muy bien. Sería interesante comprobar lo que era capaz de recordar después de tanto tiempo. Cuando era más joven había llegado a saberse gran cantidad de poesías de memoria:

La clemencia no depende del esfuerzo,

cae suavemente del Cielo, como la lluvia.

¿Cómo seguía? Resultaba estúpido, no conseguía recordar el final.

No temas ya más el calor del sol.

¡Resultaba animador por lo menos! Pero ¿cómo seguía?

Ni las tempestades furiosas del invierno.

Tú que has cumplido con tu deber en este mundo,

perderás tu hogar, te arrebatarán el salario.

Muchachos alegres y lindas muchachas acabarán, todos,

como los deshollinadores de las chimeneas, en ceniza.

No, recitado en su totalidad no resultaba nada animador. ¿Podría llegar a recordar los sonetos de Shakespeare? Los sabía de memoria, The marriage of true minds (El matrimonio de las almas hermanas) entre otros. Rodney, un día, le había rogado que se lo recitara.

Curioso el tono en que había dicho una noche, de repente:

«And thy eternal summer shall not fade. (Y tu eterno verano no se marchitará). Es de Shakespeare, ¿verdad?».

«Sí, de un soneto».

Le había pedido más detalles.

«Let me not unto the marriage of true mind admit impediment. ¿Es de ése?».

«No. De aquel que empieza diciendo: ¿Shall I compare thee to a summer’s day? (¿Te compararé a un día de verano?)».

Entonces ella le había recitado el soneto del principio al fin, de una manera realmente impecable, con la expresión adecuada y con el sentimiento que tales versos requerían. Al final, en lugar de felicitarla, Rodney había dicho con aire pensativo:

«Rough winds do shake the darling buds of May. (Sobre los capullos de mayo soplan los duros vendavales)».

«Sí, es así, pero estamos en octubre, ¿no?».

Aquella frase era tan extraña que Joan se había quedado mirando a Rodney parpadeando. Luego su marido había añadido:

«¿Conoces aquel que trata de la unión de las almas gemelas?».

«Sí».

Joan había reflexionado unos momentos, después había empezado a decir:

«Para las almas gemelas deseo el matrimonio.

No es amor el que cambia al percibir una mudanza.

Tan pronto como ha visto que huían delante de él,

o que bruscamente se distancia con un cambio.

¡No! El amor es un faro al abrigo de las tempestades,

que da a quien le implora seguro apoyo,

es la estrella que vigila, como ella a él,

el miserable barquito errante amenazado por el naufragio.

El Tiempo, que sabe marchitar los labios rojos,

contra el Amor nada igual puede intentar.

El Amor está por encima de las horas efímeras.

Siempre conservará su eterno encanto.

Si estoy en un error, y pueden probarlo,

jamás yo he escrito nada ni nadie ha amado jamás».

Joan había terminado dando a los últimos versos una profunda emoción, un fervor dramático.

«¿Te parece que recito bien a Shakespeare? —le había preguntado entonces—. En el colegio tenía fama de hacerlo muy bien. Decían que yo recitaba con gran sensibilidad».

Pero Rodney se había limitado a contestar con aire distraído:

«La sensibilidad del recitador no es necesaria en estos versos: basta con la del texto».

Joan había suspirado, después había dicho a media voz: «Shakespeare es un poeta maravilloso, ¿verdad?».

Rodney había replicado:

«Lo que resulta maravilloso es pensar que era un pobre sujeto como todos los demás».

«¡Qué idea tan tonta, Rodney!».

Entonces Rodney había sonreído como si acabara de despertar en aquel momento y había dicho simplemente:

«¿Sí?».

Después se había levantado y había empezado a andar por la habitación recitando a media voz:

Sobre los capullos de mayo soplan los duros vendavales

y el verano es excesivamente corto.

¿Por qué demonios habría añadido: «Pero ahora estamos en octubre»?

¿Qué habría tras aquellas palabras?

Recordaba perfectamente aquel mes de octubre, había sido extraordinariamente bueno.

Y ahora al recordarlo reparó en una curiosa coincidencia. Cuando Rodney le había hablado de los sonetos de Shakespeare, había sido en la noche de aquella misma tarde en que lo había visto en compañía de Mrs. Sherston en la colina de Asheldown. Tal vez Leslie habría hablado de Shakespeare, pero era poco probable… Joan se quedó reflexionando; Leslie Sherston no era una mujer cultivada.

Aquel mes de octubre había sido magnífico, desde luego.

Recordaba perfectamente que Rodney, unos días más tarde, le había mostrado con la mano un rododendro plantado entre otras flores y que le había dicho con voz alterada:

«¿No es normal que florezca en esta época, verdad?».

El rododendro pertenece a una especie más bien tardía y florece normalmente en marzo, o en febrero. Pero se veía cubierto de flores y capullos rojos como sangre.

«En efecto —le había contestado ella—. Florece en primavera, pero algunas veces lo hace también en otoño, si la estación es lo suficientemente cálida y suave».

Rodney había deshojado delicadamente uno de los capullos con la punta de los dedos; después había dicho a media voz:

«Sobre los capullos de mayo…».

«De marzo —había rectificado ella—. No de mayo».

«Parecen gotas de sangre… gotas de un corazón que sangra».

Joan se había quedado verdaderamente extrañada de ver que Rodney se tomaba tanto interés por las flores.

Aquel rododendro le gustaba extraordinariamente. Pocos años antes hasta había llevado una flor en el ojal. Pero aquella flor era demasiado pesada y había acabado cayéndosele de la chaqueta, tal como Joan había previsto. Por extraño que hubiera podido parecer, aquella escena había tenido lugar en el cementerio. Al pasar por detrás de la iglesia, Joan había visto a Rodney y había ido a su encuentro diciendo:

«¡Qué lugar tan raro has elegido para dar un paseo, Rodney!».

Él se había reído un poco antes de contestar:

«Estoy meditando sobre mi último fin y ya he escogido mi tumba. No quiero que me pongan losas suntuarias ni un ángel de la guarda de mármol, sería demasiado».

Habían ido a parar junto a una tumba recientemente abierta, una sepultura aún nueva en cuya losa se veía escrito el nombre de Leslie Sherston.

Viendo que Joan se había quedado mirando la inscripción, Rodney había murmurado lentamente:

Leslie Adeline Sherston, esposa tiernamente amada de Carlos Edward Sherston, descansó en la paz del Señor el 11 de mayo de 1930. Y Dios secará sus lágrimas.

Al cabo de unos momentos de profundo silencio había añadido:

«Una fría losa de mármol sobre Leslie Sherston. ¡Qué monstruosa idiotez! Sherston tiene que ser el mayor de los imbéciles para haber escogido este versículo de la Escritura. No creo que Leslie haya llorado ni un solo día en su vida».

Aunque también ella estaba turbada decidió decir algo blasfemo, una broma tonta: «¿Y qué escogerías tú?».

«¿Para ella? No lo sé. Pero habría tratado de encontrar en los salmos un versículo más apropiado. En Tu presencia está la plenitud de la alegría, por ejemplo».

«No; quería decir para ti».

«¡Ah! ¿Para mí? —Se había quedado reflexionando unos instantes, luego había sonreído ligeramente—. El Señor es mi pastor. Él me conduce a las verdes praderas, es algo que me iría perfectamente».

«Pues a mí siempre me ha parecido que este versículo daba una idea bien prosaica del Paraíso».

«¿Cómo imaginas tú el Paraíso, Joan?».

«Bueno, sin duda falto de todas esas puertas de oro de las que tanto se habla, claro. Me lo imagino como un estado del alma que permitirá a cada uno desplegar sus facultades en condiciones maravillosas para hacer que este bajo mundo sea más bello quizá o tal vez más feliz. Socorrer a los vivientes, tal es el papel que creo que deberemos desempeñar en el Paraíso».

«¡Qué terrible presuntuosa eres, Joan! —había dicho Rodney riendo para que la frase no resultara tan dura. Después había añadido—: A mí me bastaría con un verde prado. Imagino al rebaño de carneros siguiendo al pastor para volver al redil, en el fresco atardecer… —Se detuvo unos momentos y prosiguió diciendo—: Es algo absurdo tal vez, Joan, pero te aseguro que al volver del despacho, cuando subo por la Gran Avenida, a menudo me da la impresión de que voy por la calle que lleva a Bell Walk y que en lugar de estar en esta avenida, estoy en un valle hermoso, lleno de hierba, de suave verdor. Me digo entonces que este valle ha estado allí en el centro de Crayminster desde toda la Eternidad. Y te aseguro que al dejar el tumulto de la Gran Avenida es delicioso empezar a pasear por allí. Un poco desorientado de repente, noto que empiezo a gritar: ¿Dónde estoy? Y entonces amablemente oigo que me dicen: estás muerto».

«¡Rodney! —había gritado Joan, verdaderamente consternada y horrorizada—. ¿Estás enfermo? ¡No estás normal; no eres el mismo de siempre!».

Aquél había sido el primer indicio de aquel desequilibrio nervioso que poco después le había obligado a recluirse en un sanatorio de Cornualles, donde había parecido dichoso de pasar dos meses tendido en una hamaca, sin hablar con nadie, ocupado únicamente en observar el vuelo de las gaviotas y en contemplar las dunas pálidas que le separaban del mar.

Había sido precisa aquella escena del cementerio para que ella se diera cuenta del exceso de trabajo que lo agobiaba. Al emprender el camino de regreso, tras haberlo cogido ella por el brazo para guiarlo, había visto cómo la flor de rododendro, demasiado pesada, caía sobre la tumba de Leslie.

«¡Oh! —había gritado ella entonces—. Tu rododendro».

Y se había agachado para recoger la flor roja. Pero él había dicho entre dientes:

«¡Déjala! Déjasela a Leslie Sherston. Es lo menos que podemos hacer por ella, era nuestra amiga».

Joan había aprobado inmediatamente aquella buena idea y había añadido que mañana mismo le llevaría ella un espléndido ramo de crisantemos amarillos. Recordaba perfectamente la súbita inquietud que había experimentado al ver la extraña sonrisa que se había dibujado en la boca de Rodney al oír sus palabras.

A partir de aquel momento había sido cuando ella se había dado perfecta cuenta de que Rodney presentaba síntomas verdaderamente alarmantes de depresión nerviosa. No podía adivinar lo cerca que estaba de producirse la crisis, pero aquella expresión extraña jamás se la había visto ella antes a su marido. Ansiosamente había procurado durante todo el camino irle preguntando hábilmente sobre las causas de su preocupación, pero él no había salido de su mutismo más que para murmurar: «Estoy cansado, Joan… Muy cansado…». Y de repente había dicho aquella enigmática frase: «No todo el mundo tiene tanto valor».

Ocho días después, una mañana había dicho con voz apagada: «Hoy no puedo levantarme».

Y se había quedado en la cama, sin hablar, sin mirar a nadie, inmóvil, con una extraña sonrisa en los labios.

Entonces había empezado el desfile de médicos y enfermos. Los médicos al final se habían puesto de acuerdo para prescribirle una larga cura de reposo en Trevelyan, sin cartas, sin telegramas y sin visitas. ¡Ni siquiera a ella le habían permitido ir a verlo! ¡A ella, su mujer!

¡Qué época tan terrible había sido aquélla! Y más teniendo en cuenta que los niños le habían creado toda serie de dificultades. En lugar de apoyarla, los chiquillos habían reaccionado como si ella fuera la culpable de la enfermedad que sufría su padre.

«¡Es vergonzoso que le hayas dejado llevar esta vida de esclavo, que le hayas permitido que se encerrara continuamente en su despacho sin reposo, mamá! Sabías perfectamente que papá hacía ya años que estaba agotado de tanto trabajo».

«Claro, chiquillos, pero ¿qué podía hacer yo?».

«Tendrías que haberlo arrancado a la fuerza de su despacho hace ya tiempo. ¿No sabías acaso que odiaba este tipo de vida? ¿Es que no has sabido comprenderlo jamás?».

«Será mejor que no hagas preguntas tontas, Tony. Comprendo perfectamente a papá».

«¡No lo creo! A veces me pregunto si has sido capaz jamás de comprender a alguien».

«¡Tony! ¡Ya basta!».

«¡Cálmate, Tony! —había dicho Averil—; estás perdiendo el tiempo».

Aquella réplica era algo del estilo de Averil, de aquella muchacha de corazón duro e insensible, que se complacía en mostrar un cinismo y un despego hacia todos impropio de su edad. Averil, pensaba algunas veces Joan desesperadamente, no tenía ni un átomo de corazón. Evitaba la ternura y parecía totalmente inaccesible a los argumentos sentimentales.

«Querido papá… —había dicho sollozando Bárbara, la pequeñina, más impulsiva en sus manifestaciones—. Tú tienes la culpa, mamá. Fuiste cruel con papá… cruel… siempre lo has sido…».

«¡Bárbara! —Joan había acabado por perder la paciencia—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Tu padre ha sido siempre el dueño y señor de esta casa. ¿Cómo crees que habríais podido ser instruidos, vestidos y alimentados si vuestro padre no hubiera trabajado para vosotros? Se sacrificó por vosotros. Es el deber de todos los padres y lo hacen sabiendo que ningún provecho personal van a sacar con ello…».

«¡Aprovecho la ocasión para darte las gracias, mamá —dijo Averil—, por todos los sacrificios que has hecho por nosotros!».

Joan se había quedado mirando a su hija con aire incrédulo. Dudaba de que fuera sincera Averil al decir aquello. Pero su propia hija no podía ser impertinente hasta el punto de…

Tony había cambiado un poco el rumbo de la conversación preguntando con gravedad:

«¿Es verdad que papá por su gusto hubiera querido dedicarse a la agricultura?».

«¿A la agricultura? No, ¡claro que no! Bueno, es decir… creo que de joven… pero eran tonterías de juventud, nada más. En su casa todos han sido abogados. Recibió en herencia un acreditado despacho de abogados. Puedes sentirte orgulloso de ello, Tony, y alégrate de pensar que después tú también podrás ocupar este lugar».

«¡Yo no quiero ir a trabajar al despacho, mamá! ¡Quiero irme a África Oriental a cultivar la tierra!».

«¡Qué tontería, Tony! No pienses más en esta estúpida idea. Tú heredarás el despacho. Eres el único hijo varón de la familia».

«¡No seré abogado, mamá! Papá ya lo sabe y aprueba mi idea».

Joan, aterrorizada por aquellas palabras, se había quedado mirando a Tony incrédula y estupefacta.

Después se había sentado en un sillón y se había echado a llorar. Era horrible que todos se pusieran contra ella de aquella manera.

«Me pregunto qué os ocurre para que todos estéis contra mí en ausencia de papá. ¡Sois muy crueles conmigo!».

Tony había murmurado algo entre dientes y había salido de la habitación sigilosamente.

Con voz sin inflexiones ni matices, Averil había tomado la palabra y dicho:

«Tony está decidido, mamá. Quiere ingresar en una escuela agrícola. A mí me parece una estupidez, desde luego. Si yo fuera un chico, de buena gana me metería en el despacho. Hay muchos casos legales que me apasionan…».

«¡Nunca hubiera creído —seguía diciendo Joan sollozando— que mis hijos pudieran ser tan ingratos!».

Averil se había limitado a suspirar, pero Bárbara, que también lloraba en un rincón, había dicho:

«¡Estoy segura de que papá se morirá! ¡Estoy segura! ¡Y entonces nos quedaremos solos y será horrible! ¡Sí, será algo espantoso!».

Averil había vuelto a suspirar. Su despreciativa mirada se había posado tan pronto en su hermana, que lloraba desesperadamente, como en su madre, que trataba inútilmente de disimular las lágrimas.

«Ya que nada puedo hacer…», había dicho entonces.

Y con gran calma se había encaminado hacia la puerta y se había marchado, cosa muy propia de ella.

En resumen, terrible y penosa escena de la que Joan había procurado no acordarse nunca más.

Y sin embargo, todo aquello resultaba comprensible. La enfermedad de Rodney había sido un duro golpe para todos que explicaba sobradamente el extraño modo de comportarse de los niños. Los chiquillos siempre procuran echarle la culpa de sus contrariedades a alguien. Y en su caso los suyos habían culpado a la madre porque era la que se encontraba más cerca. Después Tony y Bárbara le habían pedido perdón. Averil no creía nunca que tuviera que excusarse por nada, y tal vez en el interior de su alma, en conciencia, creía incluso tener razón. Ella no tenía la culpa de ser tan dura de corazón. ¡Pobre pequeña!

Desde luego, el tiempo que Rodney estuvo ausente fue un período triste, incluso penoso. Los niños se habían portado muy mal, se habían encerrado en sí mismos, la habían mantenido a distancia y ella se había sentido terriblemente sola. Posiblemente también, dado su estado de inquietud, había exagerado las faltas de los niños, pues no cabía duda de que los tres la querían tiernamente. Otra cosa que podía decirse igualmente en descargo de los niños era que se encontraban en edades difíciles: Bárbara todavía estaba en edad escolar y Averil estaba en plena adolescencia; en aquella época tenía un carácter brusco y desconfiado… Tony se pasaba casi todo el tiempo en una granja vecina. Resultaba verdaderamente desagradable que se le hubiera metido en la cabeza aquella estúpida idea de dedicarse a la agricultura y Rodney había cometido una gran equivocación animándole en tal sentido. «¡Es horrible —había pensado Joan— que siempre sea a mí a quien toque resolver todas las cosas desagradables!». Como aquella riña que había tenido con Bárbara, por ejemplo: El Colegio de Miss Harley estaba lleno de alumnas estupendas y en cambio la niña siempre se hacía amiga de las peores chicas, cosa que le había producido más de un quebradero de cabeza.

«Tendré que hacerle entender de una vez para siempre —se había dicho Joan—, que sólo quiero que traiga a casa muchachas finas y bien educadas. Es muy posible que esta nueva recomendación mía provoque otra crisis de lágrimas y discusiones, eso de momento es todo lo que puede esperarse de Bárbara. Vive completamente aparte del resto de los habitantes de esta casa y no me gusta nada ese tono despreciativo que usa al hablar. ¡Lamentaría profundamente que empezara a crearse fama de antipática! ¡Sería deplorable!».

«Sí —pensó Joan—, ¡la educación de los hijos es una difícil e ingrata tarea! ¡Nadie parece darse cuenta del extraordinario tacto que hay que desplegar! ¡Y qué habilidad es preciso tener para hacer uso tan pronto de la autoridad como para soltar las riendas a tiempo! ¡Nadie, nadie —pensó Joan— puede llegar a imaginar la serie de dificultades que yo me vi obligada a superar durante la enfermedad de Rodney!».

Aquel pensamiento le produjo una ligera sensación de malestar, acababa de venirle a la memoria unas palabras dichas en tono poco cáustico por el doctor Mac Queen: había dicho que siempre que se encontraban reunidas varias personas tarde o temprano acababa diciendo alguna de ellas:

«¡Nadie puede llegar a saber lo que tuve que soportar yo entonces!».

Todos los asistentes se habían echado a reír ruidosamente y habían reconocido que efectivamente era cierto.

«Y sin embargo, es una gran verdad —se dijo Joan moviendo los dedos de los pies dentro de sus zapatos que tenía llenos de arena—. Nadie puede llegar a imaginar cuánto sufrí en este tiempo, ni siquiera Rodney».

Tan pronto como había vuelto Rodney, en medio de la general alegría, todo había quedado arreglado: los niños habían vuelto a ser cariñosos y amables como de costumbre. Inmediatamente había vuelto a reinar la armonía.

«Lo que probaba —pensó Joan— que aquellas anomalías se debían simplemente a la inquietud». La inquietud le había hecho perder a ella su serenidad habitual. La inquietud había sido la causa de que los niños se hubieran mostrado agresivos y nerviosos. Sin embargo, a fin de cuentas, aquel difícil período había sido muy corto, gracias a Dios. Joan se estaba preguntando por qué permitía que aquellos pasajeros enojos ensombrecieran su memoria, en el momento en que más habría deseado precisamente recordar cosas agradables para evitar la tristeza.

«Y todo aquello ¿a qué venía?… Ah sí: Todo había empezado con los poemas. Verdaderamente, ¿qué podía haber de más ridículo —pensó Joan— que andar paseándose por un desierto recitando versos? Menos mal que no podía ni verla ni oírla nadie… Nadie… ¡Nadie!».

«¡No! —dijo entre sí imperiosamente Joan—. No debo dejarme arrastrar por el pánico. No debo permitir que me fallen los nervios…».

Bruscamente dio media vuelta y decidió volver al parador, pero se dio cuenta de que tenía que hacer un gran esfuerzo para no echar a correr…

No había nada aterrorizador en el hecho de estar sola. Acaso sería ella una de esas personas que padecen… ¿Cómo se llamaba aquello técnicamente? Era lo contrario de la claustrofobia, que quería decir miedo a los espacios cerrados. La palabra empezaba con una A. Y era tener miedo a los grandes espacios abiertos.

Su malestar podía explicarse psicológicamente.

Pero aunque así fuera, aquello, en aquel momento, no mejoraba su situación ni le servía de ningún consuelo.

Es fácil decir que el desespero en que se encuentra uno es algo perfectamente lógico y racional, pero es más difícil impedir que las ideas incoherentes y desagradables que surgen no se sabe dónde como lagartos, salgan de su escondrijo.

La imagen de Myrna Randolph había surgido ante ella como una serpiente y las demás como lagartos.

Debía ser por efecto del contraste: se encontraba de repente en un desierto sin límites, en pleno aire, ella que se había pasado toda la vida dentro de un vaso, por así decirlo, o mejor aún, en una caja. Eso, en una caja, con unos niños de juguete, unas criadas de juguete, un marido de juguete…

Joan, ¿qué estás diciendo? ¿Cómo puedes ser tan estúpida? ¡Tus niños son unos seres completamente reales!

¡Si! ¡Y Rodney y las chicas del servicio también!

«Entonces —pensó Joan—, tal vez soy yo la que no soy un ser real. Tal vez yo soy sólo una mujer-fantoche ¡una madre-fantoche!».

¡Oh! ¡Dios mío! Era terrible… ¡Se le iba la cabeza! Tendría que empezar a recitar poemas otra vez. Debía procurar recordar algunos.

Entonces, en voz alta, con excesivo entusiasmo, empezó a recitar: ¡From you have I been absent in the Spring! (¡No he sabido vivir esta primavera cerca de ti!). No logró recordar lo que seguía, y tampoco lo intentó. Aquel verso resultaba ya lo suficientemente explícito. Lo explicaba.

«¡Rodney! —pensó— Rodney… ¡No he sabido vivir esta primavera cerca de ti! Con la diferencia —precisó Joan—, que en lugar de primavera, estamos ya en noviembre».

Y con gran estupor pensó: «¡Pero si estoy repitiendo lo que dijo él aquella noche en que…!».

Había en aquello una analogía, un indicio, el indicio de un descubrimiento lleno de silencio que había estado esperando que se produjera, un descubrimiento sobre el que ella empezaba a comprender que había estado cerrando los ojos…

Pero ¿cómo podía seguir cerrando los ojos cuando las serpientes y los lagartos la asaltaban por todas partes?

¡Había tantas cosas sobre las que se podía reflexionar y que ella no quería hacerlo! Bárbara, Bagdad, Blanca… Todas sus preocupaciones empezaban por B. ¡Curiosa coincidencia! Bueno, todas no, también había mucho que pensar sobre Rodney andando por el andén de la estación Victoria. Y sobre el poco cariño de que habían dado pruebas los niños hacia ella.

Joan se exasperó contra sí misma: ¿porqué, pero por qué no trataba de recordar cosas agradables? Podía recordar cosas estupendas. ¡Oh sí, verdaderamente deliciosas!

Su vestido de boda de precioso satén blanco… Averil en la cuna adornada toda con muselina y cintas de color rosa. ¡Era tan mona Averil! Verdaderamente, fue una chiquilla preciosa, tan bonita y tan simpática: «¡Su pequeña es formidable, Mrs. Scudamore!». Sí, era cierto; Averil era una niña preciosa y simpática, en público por lo menos. En familia era bastante desagradable, se le quedaba mirando a uno con sus grandes ojos abiertos de un modo verdaderamente desconcertante como si tratara de pedirle cuentas del sentido de las palabras que estaba diciendo. Un modo de comportarse nada corriente entre una niña y su madre. Además, no era niña nada cariñosa en casa. Con Tony ocurría lo mismo, poco más o menos; en sus relaciones resultaba un niño extraordinariamente brillante, en casa se mostraba distraído y evasivo en muchas ocasiones. Con Bárbara de pequeña había tenido dificultades. También aquellas crisis de lágrimas eran horribles.

Pero en conjunto los tres habían sido unos niños preciosos, afectuosos, bien educados… ¡Qué pena que los niños crezcan tan pronto y empiecen a crearle a uno dificultades!

Pero no quería pensar en aquello. Debía tratar de pensar en las alegrías que le habían proporcionado sus hijos en su infancia. Averil en la escuela de baile, con su lindo vestido de seda rosa. Bárbara vestidita con su gracioso jersey de casa Liberty y Tony con su modelito de pantalón bombacho, que Nunú sabía hacer siempre tan bien ajustado… ¡Bueno! ¿Pero no iba a poder encontrar otros temas de reflexión más interesantes que los vestiditos de sus hijos? Podía tratar de recordar las palabras dulces y afectuosas que le habían dicho entonces, o bien en algunos momentos de agradable intimidad familiar…

Cuando se piensa en los sacrificios que hace uno por los niños y en la manera como hay que preocuparse por ellos…

Otra vez uno de aquellos lagartos venía a torturar su mente: Averil preguntando con su habitual calma y tono glacial, con aquel cinismo que Joan tanto temía:

«¿Qué haces tú por nosotros, mamá? No nos bañas tú, ¿verdad?».

«No».

«Ni nos das la comida ni nos peinas, ¿verdad? Es Nunú quien lo hace todo. Es ella quien nos acuesta y quien nos levanta. Y nuestros vestidos tampoco nos los haces tú, ¿verdad, mamá? Y es Nunú quien nos lleva de paseo…».

«Sí, pequeña, es cierto. Tengo empleada a Nunú para que cuide de vosotros, por eso la pago».

«Pero es papá quien le da el sueldo, ¿no? Y también es él siempre el que trae el dinero a esta casa, ¿no?».

«Claro, pequeña, pero eso es igual, todo es de todos en casa».

«Pero no eres tú la que va al despacho cada mañana. Sólo trabaja papá. ¿Por qué no vas a trabajar con él tú también?».

«Porque yo tengo que llevar la casa».

«Pero y Kate y la cocinera entonces…».

«¡Ya basta, Averil!».

En justicia había que reconocer que Averil se callaba a la primera advertencia, sin rebelarse y sin ponerse tonta.

Un día Rodney se había reído y había dicho que para Averil, el veredicto era siempre: «Inocente por falta de pruebas».

«Creo que no haces bien en reírte, Rodney. En mi opinión, una niña de la edad de Averil no debe tener un sentido crítico tan agudizado».

«¿Crees que es demasiado joven para distinguir entre la verdad y el error?».

«¡Oh! No te pongas en plan jurídico, Rodney».

Su marido entonces había contestado con maliciosa sonrisa:

«¿Y quién hizo de mí un hombre de leyes, Joan?».

«Mira, es en serio, esa pequeña encuentro que se vuelve demasiado irrespetuosa».

«Pues a mí, Averil me parece muy bien educada para su edad. Nunca insulta cuando la riñen, cosa que no ocurre con Babs, por ejemplo».

Era cierto, Joan tuvo que aceptarlo. Cuando Bárbara se enfadaba se ponía imposible. Empezaba a gritar: «¡Eres mala! ¡Eres horrible! ¡Te detesto! ¡Me gustaría morirme aunque sólo fuera por molestaros!».

Pero Joan le había contestado:

«Bárbara es una caprichosa. Dice eso, pero inmediatamente viene luego a pedir perdón».

«Sí, pobre pequeña, no se da ni cuenta de lo que dice. En cambio, Averil tiene un olfato magnífico para descubrir las mentiras que se le quieren hacer tragar».

Joan casi se había enfurecido:

«¿Las mentiras? No comprendo qué quieres decir con eso».

«¡Vamos, Joan! Quiero decir todas esas cosas que pretendemos meterle en la cabeza: nuestros aires de saberlo todo, la obligación constante de parecer ejemplares en todo momento, nuestros pretendidos dones de discernimiento infalible… y todo cuanto pretendemos inculcar a esas criaturas que son sus hermanos y que están a nuestra merced…».

«Alguien que te oyera diría que no se trata de niños bien cuidados sino de esclavos».

«¿Y no son esclavos acaso? Les hacemos comer lo que nosotros ordenamos, los vestimos como queremos y hasta les hacemos hablar a nuestro gusto con palabras que les enseñamos nosotros. Es a este precio como compran nuestra protección, pero cuanto más crecen más se acercan a la libertad».

«¡La libertad! —dijo Joan con desprecio—. ¿Crees que existe acaso?».

Rodney había contestado con voz grave:

«No, no lo creo. ¡Tienes razón, Joan!».

Tras decir aquello, había salido lentamente, con los hombros inclinados hacia delante. Con súbita emoción Joan había pensado: «Así será Rodney en su vejez…». Rodney en el andén de la estación Victoria… La luz cegadora poniendo sus arrugas al descubierto e iluminando excesivamente sus rasgos cansados… Rodney diciéndole que se cuidara en el viaje…

Después, un minuto después, Rodney visto de espaldas…

Pero ¿por qué continuamente volvía a acordarse de aquel detalle sin importancia? ¡Era estúpido del todo! Rodney le debía echar mucho de menos, estaba segura. ¡La vida le debía parecer triste y aburrida solo en casa con el servicio! Y posiblemente ni siquiera se le había ocurrido invitar a cenar a unos amigos… O si lo había hecho habría invitado a aquel inocentón de Hargrave Taylor, aquel hombre tan aburrido. Nunca había comprendido por qué Rodney gustaba tanto de la compañía de aquel latoso. O tal vez habría invitado a aquel pelmazo del Mayor Mills, que sólo sabía hablar de métodos de cría de ganado.

¡Seguro que Rodney la echaba mucho de menos! Seguro.