3

Joan se paró a mirar su reloj.

Eran las doce y cuarto.

Había escrito tres cartas. Su estilográfica estaba vacía. Se dio cuenta también que casi había terminado el papel del bloc. Era una contrariedad; si hubiera tenido más papel habría podido escribir a otras amigas.

De repente se quedó pensando que escribir cartas a la larga resultaba aburrido. El sol, la arena, el saber que tenía tanto tiempo para descansar y meditar, resultaban temas adecuados para escribir, pero tenía que hacer un esfuerzo para no repetir siempre lo mismo en una y otra carta.

Bostezó. El sol la había atontado un poco. Después del desayuno se tendería en la cama y haría una pequeña siesta. Se levantó y regresó al parador pausadamente. Empezó a preguntarse qué estaría haciendo Blanca a aquella hora. Ya debía haber llegado a Bagdad y se habría reunido con su marido. Debía de ser un tipo de un nivel social muy bajo. ¡Pobre Blanca! ¡Qué horror haber descendido tanto en la escala social! ¿Por qué se habría encaprichado por aquel Harry Masston, un hombre atractivo pero ya casado? ¿Por qué no se habría casado con un hombre honrado y normal como Rodney? Incluso Blanca había tenido que reconocer que Rodney era un tipo estupendo.

Sí, cierto, y hablando de Rodney, Blanca había dicho algo más… ¿Qué? Ah sí. ¿Por qué había dicho que tenía los ojos picarones? ¡Qué expresión tan vulgar! ¡Y falsa además! ¡Totalmente injustificada! Rodney nunca, nunca…

El mismo pensamiento que la víspera, pero esta vez menos fugitivo que el paso de una serpiente, acudió a su mente.

La hija de Randolph…

«Verdaderamente —pensó Joan con indignación, acelerando súbitamente el paso como para apartarse de una visión desagradable—, no comprendo por qué sigo pensando aún en la chica de Randolph. Rodney nunca… En realidad, no tengo ninguna prueba ni ninguna razón de pensar que…».

Lo que explicaba aquella obsesión era que Myrna Randolph era una de aquellas chicas de las que se podía esperar cualquier cosa. Era alta, morena, con un tipo muy provocativo, una chica que si se encaprichaba por un hombre parecía totalmente incapaz de atender a razones.

Para hablar claro había que decir que le había hecho asiduamente la corte a Rodney, no había dejado de cumplimentarle ni un momento, continuamente había procurado tenerlo como pareja en el tenis, y hasta en público lo devoraba con la mirada.

Naturalmente, Rodney se había sentido halagado. A cualquier hombre le habría pasado lo mismo. Incluso habría resultado ridículo que no se hubiera sentido halagado por las atenciones de una belleza como aquélla. La muchacha estaba considerada como una de las chicas más guapas de la región; además, era mucho más joven que él, claro. Joan se dijo entre sí: «En aquella ocasión, si no hubiera sabido manejarme a tiempo y con tacto…».

Empezó a pasar revista al procedimiento que había utilizado para resolver aquel caso y experimentó la reconfortante alegría de encontrar que lo había hecho todo a la perfección. Había sabido zanjar aquella cuestión estupendamente. No podía haber actuado más acertadamente.

«Querido, tu enamorada te espera. No la hagas esperar… Me refiero a Myrna Randolph, claro… Evidentemente, es una chica que no le teme lo más mínimo al ridículo…».

Un buen día, Rodney había dicho de mal humor: «¡No quiero tenerla más de pareja en el tenis! ¡Ponla en el otro campo!». Joan no había dudado en contestar:

«Rodney, muéstrate un poco más amable, podría molestarse».

Había seguido la línea de conducta más adecuada: había simulado tomarse las cosas a la ligera, fingiendo creer que todo era una simple broma, había demostrado claramente que estaba al corriente de aquel flirt, pero que lo consideraba completamente inocente.

El interés que demostraba la chica indudablemente había halagado la vanidad de Rodney, aunque no hubiera cesado de lanzar invectivas contra ella y de decir que le importunaba continuamente. Myrna Randolph era ese tipo de chica que todos los hombres encuentran seductora. Era caprichosa, coqueta, fingía despreciar a sus admiradores, los trataba casi con rudeza y de repente los colmaba de atenciones y sonrisas.

«Desde luego —pensó Joan (con una fogosidad desconocida en ella)—, ¡es una verdadera zorra! ¡Hizo cuanto pudo para acabar con nuestra dicha conyugal!».

No le echaba nada en cara a Rodney. (Era la chica la culpable, sólo ella). ¡Los hombres se dejan seducir tan fácilmente! Y en aquella época… llevaban ya diez u once años de casados. Diez años de matrimonio es lo que los novelistas denominan la curva peligrosa. Es el momento crítico en que uno de los cónyuges puede verse tentado a abandonar el buen camino. Prueba difícil de atravesar y que una vez superada consigue llevar el perfecto equilibrio.

No, no era Rodney el culpable. No le reprochaba siquiera aquel beso furtivo que había sorprendido entre él y Myrna.

La chica había dicho tranquilamente y muy sonriente cuando ella había entrado en el salón:

«Ha sido por culpa del muérdago, Mrs. Scudamore, lo estábamos bautizando; espero que eso no la va a escandalizar».

«Afortunadamente —pensó Joan—, conseguí conservar la serenidad y decir tranquilamente: ¡Suelta a mi marido, Myrna! Mejor será que emprendas la persecución de un hombre más joven con el que puedas casarte».

Y alegremente había empujado a Myrna por el hombro como si estuviera bromeando. Entonces Rodney le había dicho: «Te ruego que me disculpes, Joan, pero la mañana es espléndida ¡y estamos en Navidad!».

Rodney había seguido sonriendo y se había lanzado a dar un mar de excusas, pero no se le notaba ni preocupado ni nervioso, cosa que probaba que el daño no era grave.

Y no se había agravado. ¡Ya se había preocupado ella de que así fuera! Había procurado mantener a Rodney alejado de las garras de Myrna Randolph. Y para Pascua, Myrna se había prometido ya con el hijo de Arlington.

O sea que a fin de cuentas aquel incidente no había tenido ninguna importancia. Rodney se había distraído un poco con aquel pequeño flirt. Y quizá hasta se había divertido. ¡Pobre Rodney, trabajaba tanto que un poco de distracción hasta le habría venido bien!

Diez años de matrimonio eran una curva peligrosa, sí. También ella recordaba haber sentido soplar a su alrededor un viento de locura…

Aquel joven tan impetuoso, aquel artista… ¿Cómo se llamaba? No podía acordarse siquiera de su nombre. ¿Se habría dejado llevar también ella en algún momento por la exaltación?

Se confesó secretamente, casi con una sonrisa, que se había conducido algo torpemente con él. La asediaba tanto, la seguía continuamente con la mirada. Un buen día le había pedido que le sirviera de modelo para hacerle un retrato.

Era un simple pretexto, desde luego. Había hecho un par de croquis a toda prisa y luego los había roto. No conseguía dar con su expresión, le había dicho. Aquel retrato no le gustaba, ella era algo muy distinto.

Joan recordaba que se había sentido halagada por sus palabras. ¡Pobre muchacho!, se había dicho. Me asusta que esté tan locamente enamorado de mí.

Le había hecho pasar un mes muy agradable…

Y sin embargo, el final de aquel flirt había sido totalmente imprevisible y desconcertante. Aquel final le había demostrado que Michael Callaway, ése era su nombre, ahoya lo recordaba, era uno de esos seres insaciables que no saben dominar sus propias pasiones.

Aquel desagradable incidente había ocurrido un día cuando salieron a pasear juntos por el bosque de Haling. Iban bordeando el camino que rodeaba la granja y que descendía desde el alto de Asheldown… ¡Con qué tímida y enronquecida voz le había suplicado el muchacho que le permitiera acompañarla en aquel paseo!…

Joan había pensado incluso de antemano en lo que le iba a decir. Casi seguro que le diría que la amaba. Entonces, ella iba a mostrarse dulce y comprensiva, le hablaría serenamente, y a Michael, transcurridos los años, le gustaría recordar sus palabras.

Pero no era aquello lo que había sucedido precisamente.

Al contrario, nada de frases. Sin ninguna clase de preámbulo, Michael Callaway la había abrazado tan violentamente que Joan, durante unos instantes, había temido morir ahogada. Después, apartándose de ella, había dicho con voz triunfante: «¡Diablos! ¡Esto marcha!». Luego había llenado una pipa con gran naturalidad, sin hacer ningún caso de las furiosas miradas de desaprobación que ella le dirigía.

Se había contentado con volver a decir, mientras se desperezaba y bostezaba:

«Eso está bien; ahora va mejor».

Era lo mismo que habría dicho un hombre que se estuviera muriendo de sed tras haber soplado la espuma de un vaso de cerveza.

Habían vuelto del paseo en completo silencio, por lo menos en lo referente a ella. Michael Callaway cantaba por el solo placer de hacer un poco de ruido. Y cuando estuvieron en el lindero del bosque, en el cruce de la carretera nacional de Crayminster con Market Wopling, se había parado, la había mirado fríamente y le dijo convencido:

«Usted es una de esas mujeres a las que habría que violar; sería una buena lección».

Y al ver que ella se había quedado parada, muda de cólera y estupor, añadió alegremente:

«Y le aseguro que de buena gana me encargaría personalmente de darle esa lección. ¡A ver si le aprovechaba!».

Después había empezado a andar por la carretera y en lugar de cantar se puso a silbar con entusiasmo.

Como era de suponer, ella no le había vuelto a dirigir la palabra; algunos días más tarde, Callaway se fue de Crayminster.

Extraño y desagradable episodio aquél. Joan hubiera preferido no volverlo a recordar.

Aquella historia había sido algo horrible. Algo muy desagradable.

Convenía apartar inmediatamente aquel desagradable recuerdo de su memoria. No tenía que evocar escenas penosas durante aquella cura de reposo: aquella cura de desierto y de sol. Había muchos otros pensamientos que resultarían mucho más agradables; procuraría fijar su atención en ellos.

Ya debía de ser hora de la comida. Echó una mirada al reloj: sólo era la una menos cuarto.

Aun así prosiguió su camino hacia el parador; entró en la casa, fue a su habitación y sacó las cosas de la maleta para ver si tenía más papel. Le quedaba muy poco. Bueno, ¡qué más daba!, no tenía ninguna necesidad de escribir. Estaba cansada de escribir cartas, ya había contado todo lo que le había ocurrido. No podía decir continuamente lo mismo. ¿Qué libros se había traído? Lady Catherine, naturalmente. Y una novela policíaca que William le había comprado en el momento de partir. La intención era de agradecer, pero a Joan no le gustaban demasiado los relatos policíacos. Se había llevado también el The Power House, de Buchan, un libro muy viejo que había leído hacía años.

Decididamente tenía que comprar algo más en la estación de Alepo.

* * *

La comida consistió en una chuleta (excesivamente cocida), huevos al curry, salmón (en conserva), judías salteadas y melocotón en almíbar. Luego Joan subió a su habitación y se tendió en la cama. Durmió tres cuartos de hora; después despertó y leyó Lady Catherine Dysart hasta las cinco.

Con el té le sirvieron leche (en polvo) y bizcochos, luego volvió a su habitación y prosiguió su lectura de Lady Catherine Dysart. Para cenar le sirvieron otra chuleta al curry con guarnición de arroz, un plato de huevos, judías y una compota de albaricoque. Después de la cena cogió la novela policíaca y la leyó de arriba a abajo. Cuando la terminó ya era la hora de acostarse. El hindú le había dicho con ancha sonrisa: «¡Buenas noches, Memsahib! Mañana, el tren llega a las 8 horas 30, pero sale a las 20,30 de la noche».

Joan asintió con un movimiento de cabeza. Aquello quería decir que todavía le quedaba un día entero de estar allí. Afortunadamente, aún tenía The Power House para leer. ¡Lástima que aquel volumen fuera tan cortito!

Una idea acudió a su mente:

«El tren traería viajeros, pero seguramente continuarían su viaje hacia Mosul».

El hombre del turbante hizo un signo negativo cuando ella le dijo lo que estaba pensando.

—Mañana no creo. Hoy no llegar autocares. Creo carretera de Mosul en mal estado. Carretera cortada varios días.

Joan se alegró. Mañana el parador estaría lleno de viajeros. ¡Sería agradable! Estaba segura de que habría algunos con los que se podría hablar.

Se fue a acostar satisfecha, mucho más de lo que estaba diez minutos antes. «El ambiente de este lugar verdaderamente es… Bueno, debe ser a causa de este horrible olor a grasa rancia. Todo eso deprime».

Al día siguiente eran las ocho treinta cuando despertó. Se levantó en seguida, se vistió y después se fue al comedor. ¡Sólo había una mesa dispuesta! Joan llamó. El hombre del turbante apareció. Estaba fuera de sí:

—¡El tren no ha llegado, Memsahib!

—¡Que no ha llegado! ¿Por qué? ¿Viene con retraso?

—¡No! ¡No vendrá! Llover mucho en Nissibin. Y la línea estar cortada. El tren no venir en tres, cuatro, cinco, seis días tal vez.

Joan le echó una mirada desesperada.

—¿Y qué voy a hacer yo?

—Usted quedarse aquí, Memsahib. Aquí tener alimentos, cerveza y té en abundancia. Vida resuelta. Usted esperar, el tren llegar un día u otro.

«Santo Dios —pensó Joan—. ¡Esos orientales! El tiempo no cuenta para ellos».

Preguntó:

—¿Y no podría alquilar ningún coche?

El hindú se quedó asombradísimo.

—¿Un auto? ¿Dónde? Carretera de Mosul en mal estado. Todo cortado antes de los vados.

—¿Y no podría usted telefonear?

—¿Telefonear? Por la línea turca. Pero turcos gente difícil. No hacen nada. Sólo se preocupan del ferrocarril.

Joan se quedó reflexionando en las grandes ilusiones que se había hecho momentos antes.

Aquello verdaderamente era estar al margen de la civilización. ¡Ni teléfono, ni telégrafo, ni coches!

El hindú la consoló.

—Buen tiempo. Mucha comida. Todo confortable aquí.

«Sí —pensó Joan—, evidentemente el tiempo es bueno, es una suerte; qué horror si me hubiera tenido que quedar encerrada aquí de la mañana a la noche».

Como si el hombre del turbante hubiera adivinado sus pensamientos, le dijo:

—Buen clima aquí. Lluvia poca. Lluvia caer más cerca de Mosul, en la línea del tren frecuentemente.

Joan se sentó delante de su mesa y esperó a que le trajeran el desayuno. El peor momento ya había pasado. No había que desesperarse por un simple contratiempo, su buen sentido se lo impedía; al fin y al cabo no era una tragedia, lo único que ocurría era que todo aquello le hacía perder una cantidad de tiempo considerable, nada más. Sonrió un poco pensando: «Parece como si el destino me hubiera oído. Expresé un simple deseo al hablar con Blanca, y lo he visto cumplido. Le dije que me gustaría disponer de un momento de tranquilidad para distender mis nervios y… lo he logrado. Se me ha concedido lo que deseaba. Tengo que quedarme aquí y no tengo absolutamente nada que hacer. Ni siquiera me queda un libro para leer. Tengo que aprovechar bien estos días. En el desierto, verdaderamente, la cura de reposo es total».

Pero el recuerdo de Blanca venía asociado a otro que le produjo un ligero malestar y prefirió no ahondar en aquello. Además, ¿por qué pensar en Blanca?

Después de haber desayunado salió en seguida fuera. Una vez más anduvo hasta alejarse una distancia razonable del parador y se sentó en el suelo. Permaneció unos momentos inmóvil con los ojos semicerrados. Resultaba maravilloso percibir aquella calma. Notaba un agradable bienestar. El aire era como un sedante, el sol calentaba con un agradable calorcito y una paz integral parecía envolverla.

Estuvo unos momentos bajo los efectos de aquella deliciosa impresión, después consultó su reloj: eran las diez y diez.

«La mañana pasa pronto», se dijo.

¿Le escribiría una carta a Bárbara? Resultaba extraño que hasta aquel momento no se le hubiera ocurrido escribirle. Lo habría podido hacer la víspera en lugar de haber escrito aquellas insípidas cartas a sus amigas de Inglaterra. Sacó su bloc de papel, casi agotado de la maleta, luego cogió la estilográfica.

Querida Bárbara —escribió—. No puedo decir que tenga mucha suerte en mi viaje. Perdí el tren el lunes por la noche y ahora estoy aquí detenida momentáneamente; quizá tendré que esperar varios días a poder coger otro. El lugar es muy tranquilo, hace un tiempo espléndido, me siento satisfecha.

Se detuvo. ¿Qué más iba a decirle? ¿Podía preguntar por el bebé y por William? ¿Por qué le había dicho Blanca aquello de «No te preocupes por Bárbara»? ¿Por eso quizá no le gustaba pensar en Blanca? Le había hablado de Bárbara de un modo tan extraño…

¿Acaso ella, su madre, no iba a saber todo lo que pudiera ocurrirle a su hija? «¡Estoy segura de que todo irá bien ahora!», le había dicho Blanca. ¿Qué había querido dar a entender con aquello? ¿Que las cosas no siempre habían andado bien? ¿Y a qué podía haberse referido? Blanca había insinuado que Bárbara se había casado excesivamente joven…

Joan notó un estremecimiento de inquietud. En el momento de la boda, Rodney se había expresado en términos muy parecidos. De repente y de un modo muy perentorio había dicho:

«No me gusta este matrimonio, Joan».

«¡Rodney! ¿Por qué? William es muy simpático y parece que se lleva muy bien con Bárbara».

«Es un gran muchacho, estoy de acuerdo, pero a Bárbara no le gusta».

Joan se había quedado aterrorizada.

«Pero Rodney, cariño, claro que está enamorada de él. Si no, ¿por qué iba a querer casarse?».

Rodney había contestado de una manera muy ambigua.

«Eso es lo que me inquieta».

«Rodney, ¿estás bromeando?».

Pero su marido, muy preocupado, había continuado diciendo:

«Si no lo quiere, debe dejarlo. Es demasiado joven para cometer esta tontería. Tiene demasiado carácter».

«Bueno, bueno, Rodney, ¿qué entiendes tú por demasiado carácter?».

Aquella conversación le interesaba.

Pero Rodney, sin ni siquiera sonreír, había dicho a media voz:

«Las chicas a veces se casan sólo para alejarse de su casa».

En aquel momento ella se había echado a reír estrepitosamente: «¡Te aseguro que éste no es el caso de Bárbara! ¡No hay muchacha que haya podido crecer en un ambiente familiar más feliz!».

—«¿Estás segura, Joan?».

«¡Completamente segura! Los niños han tenido cuanto han querido en casa».

«Pues no parece que hayan querido traer a sus amigos aquí precisamente…».

«¿Que no? ¡Recibo a menudo, ya lo sabes, y a los jóvenes también! ¡Le gusta mucho! Fue la misma Bárbara quien dijo que a ella no le gustaban demasiado las reuniones mundanas y que por eso no invitaba a sus amigas».

Rodney había movido la cabeza dubitativamente.

Un día por la noche, al entrar en el despacho, había sorprendido a Bárbara diciendo con impaciencia:

«Es inútil, papá. Tengo que marcharme. ¡No puedo más! Y no me aconsejes que coja algún empleo fuera, no me gusta».

«¿Qué pasa?», había preguntado Joan.

Tras un silencio, un largo silencio por cierto, Bárbara había dicho con aire un poco compungido y las mejillas terriblemente coloradas:

«Nada, mamá, que papá siempre cree saberlo todo y quiere que yo tenga un noviazgo largo. Y yo le estoy diciendo que no resisto eso, que quiero casarme con William e irme con él a Bagdad. ¡La vida debe de ser muy divertida allá!».

«Claro, querida —había contestado Joan—. ¡Lástima que esté tan lejos! ¡Me habría gustado poderte tener más tiempo bajo mis alas aún!».

«¡Oh mamá, yo ya no soy un bebé en pañales!».

«Ya lo sé, querida. Pero es que tú no te das cuenta de tu juventud y de tu inexperiencia. Yo te habría podido ayudar mucho si te hubieras quedado más cerca de mí».

Bárbara había dicho entonces, sonriendo también:

«¡Bueno, esperemos que sabré desenvolverme perfectamente sin el beneficio de tu experiencia personal, mamá!».

Entonces, viendo que Rodney salía lentamente de la habitación, Bárbara se había precipitado tras él; súbitamente le había echado los brazos al cuello diciendo: «¡Mi querido papá! Papá, te quiero, te quiero, te quiero…».

«Esta pequeña —había pensado Joan—, tiene un carácter muy exaltado». En realidad, aquello probaba más que nada cuan equivocada era la opinión de Rodney. Bárbara deseaba marchar hacia Oriente lo más pronto posible con William. ¡Resultaba encantador ver a dos jóvenes enamorados encaminarse hacia el porvenir con tal confianza!

¡Qué idea tan descabellada! ¿Por qué el hecho de haberse ido Bárbara a Bagdad tenía que pensar la gente que se había casado porque era desgraciada en casa de sus padres? En Bagdad, el comadreo estaba, desde luego, tan a la orden del día, que no se atrevía uno ni a citar ciertos nombres: tal ocurría con el del mayor Reíd por ejemplo.

Joan no conocía al mayor Reíd, pero Bárbara a menudo había hecho alusión a él en sus cartas: «el mayor Reíd ha venido a cenar… hemos ido de caza con el mayor Reíd…». Bárbara había ido a pasar el verano a las montañas de Arkandus en compañía de otra joven también casada, ambas habían alquilado un bungalow y el mayor Reíd había ido a verlas… habían jugado mucho al tenis… Bárbara y él habían ganado el campeonato de doble-mixto, en el Club…

Nada más natural que al llegar a Bagdad Joan hubiera preguntado con interés por el mayor Reíd. Había oído hablar tanto de él, que estaba deseando conocerlo. El apuro que tal pregunta había causado en todos había resultado verdaderamente ridículo: Bárbara había palidecido, William se había puesto terriblemente colorado y al cabo de unos momentos ambos habían dicho con voz verdaderamente extraña:

«No queremos verle más».

La respuesta había sido tan tajante, que ella no había sentido el menor deseo de insistir. Pero después, cuando Bárbara había ido a acostarse, había vuelto a insistir sobre el tema con William, diciéndole, con amable sonrisa, que le había parecido que al decir aquello había metido la pata. Ella había creído entender que el mayor Reíd era un amigo íntimo del matrimonio.

William se había levantado al oír aquello y había golpeado ligeramente la pipa contra la chimenea. Luego había dicho algo nerviosamente: «¡Oh no, por Dios! Habíamos ido de caza alguna vez juntos, pero hace ya tiempo que no nos vemos».

Joan había sonreído para sus adentros. ¡Qué ingenuidad la de los dos jóvenes! Aquella reticencia puritana de William la había divertido. Estaba claro que la debía considerar como una mujer llena de escrúpulos, pudibunda e inflexible, ¡en fin, como una suegra de las de antes!

«Ya sé, hizo un poco de escándalo, ¿no?».

«¿En qué está usted pensando?», había contestado William, furioso.

«¡Hijo! —Joan había sonreído—. Qué mal ocultáis el juego. Lo adivino todo aunque habléis con medias palabras: habéis descubierto en él algo que no os ha gustado y habéis dejado de frecuentar su compañía. ¡Oh! No os pido ninguna explicación. Esto resulta siempre muy penoso, ya lo sé».

William había repetido lentamente sus palabras entonces: «Sí, tiene usted razón: resulta muy penoso».

«Juzga uno a sus amigos por sí mismo —había dicho Joan—. Y cuando nos damos cuenta de que algo falla en ellos, se siente una dolorosa impresión».

«Ha dejado el país. Era lo mejor que podía hacer. Se ha marchado a África oriental».

De repente, Joan recordó algunas frases sueltas que había oído, cierto día, en el Club de Alwyah. Hablaban de la partida de Nobby Reíd a Uganda.

Una señora había dicho: «¡Pobre Nobby! ¡Qué culpa tiene el chico de que todas esas cursis vayan tras él!».

Y otro de un poco más de edad había lanzado una risita irónica al decir: «¡Se ha visto metido en cada lío por culpa de esas cosas! Las almas cándidas y puras de las flores inundadas de rocío y sin complicaciones siempre le atraen. ¡Y he de confesar que posee una técnica maravillosa! ¡Es un seductor irresistible! La pequeña infeliz de turno cree que está totalmente enamorado de ella. Y es precisamente en ese momento cuando suele estar preparando planes ya para sustituirla por la siguiente».

«Cosa que no impide que todas las mujeres de la ciudad lamenten su marcha. ¡Era un tipo tan divertido!».

La otra se había echado a reír.

«Pues yo conozco ciertos maridos que se quedarán muy tranquilos sabiéndole lejos. Hay que reconocer que entre los hombres no gozaba de excesivas simpatías».

«Claro, ha encendido tantas pasiones en la ciudad que su posición aquí había acabado por resultar insostenible».

Entonces había dicho la otra: «¡Chis!», y habían bajado la voz para que ella no oyera el resto. Al principio, Joan no había dado ninguna importancia a tales comentarios, pero ahora volvían insistentemente a su memoria y la intrigaban.

«Si William había eludido la cuestión, tal vez Bárbara se atrevería a contárselo todo con más detalle», había pensado en aquel momento.

Pero, al contrario, Bárbara había dicho claramente y en un tono francamente desagradable: «No hablemos más de eso, mamá».

«Bárbara —pensó Joan— siempre había sido reservada, se había mostrado increíblemente evasiva y susceptible a propósito de su enfermedad y de la causa de la misma. Había sido una intoxicación, y, naturalmente, Joan había echado la culpa a la alimentación. En los climas cálidos los alimentos a menudo se estropean y provocan ese tipo de dolencias. Sin embargo, resultaba curioso que tanto William como Bárbara se hubieran mostrado tan extraordinariamente reservados a la hora de dar explicaciones; incluso el mismo médico, a quien ella, dejando aparte todo escrúpulo como madre de Bárbara que era, había pedido detalles, se había atrincherado en un cerrado mutismo. Sólo había insistido en que era muy importante evitar a la joven Mrs. Wray toda alusión a aquella enfermedad. Había que evitar hacerle preguntas y todos debían procurar que olvidara aquel incidente».

«Necesita cuidados y descanso. Cualquier pregunta sobre ese tema más bien podría perjudicarle. Es un consejo que me parece oportuno darle, Mrs. Scudamore», había añadido.

Después de aquellas palabras la opinión que le había merecido aquel médico no fue precisamente buena. ¡Qué corazón tan duro! Tendría que haberle conmovido el hecho de ver que una madre había abandonado precipitadamente su casa para correr en ayuda de su hija.

¡Menos mal que Bárbara se lo había agradecido tanto! Por lo menos eso era lo que ella suponía… Le había dado las gracias efusivamente. Y William también había comprendido el esfuerzo que había hecho.

Cuando Joan les había dicho cuánto le gustaría prolongar su estancia allí con ellos, William había asegurado que les daría una gran alegría. Había sido ella quien les había rogado que no insistieran porque la tentación era demasiado fuerte. De buena gana habría pasado todo el invierno en Bagdad, pero tenía que pensar en el padre de Bárbara. Prolongar tanto su ausencia habría sido demostrar poca consideración hacia él.

Bárbara, cuando ella había dicho eso, había murmurado con voz emocionada «¡Querido papá!». Y después, tras un pequeño silencio, había añadido: «Bueno, mamá, ¿por qué no te quedas más con nosotros? Al fin y al cabo puedes hacerlo».

«¡Piensa un poco en tu padre, cariño!».

Bárbara había contestado secamente entonces que en él estaba pensando precisamente. Pero Joan no se había dejado convencer por sus hijos; no, no podía dejar a su marido Rodney al cuidado del servicio.

Sin embargo, pocos días antes de su marcha estuvo a punto de pensarlo mejor y quedarse más días. Podía quedarse un mes perfectamente, Rodney gozaba de perfecta salud. Pero William, cuando le oyó cambiar de propósito, hizo una exposición tan apasionada de los peligros que entrañaba cruzar el desierto fuera de época, que le había hecho coger miedo y de nuevo había decidido partir inmediatamente. A partir de aquel momento William y Bárbara se habían mostrado tan afectuosos que más de una vez sintió deseos de quedarse con ellos más tiempo, pero al final decidió no hacerlo.

Y sin embargo, por muy tardíamente que hubiera emprendido el viaje, no le habría podido ir peor de lo que le iba.

Volvió a mirar su reloj. Las once menos cinco. ¿Cómo había podido recordar todo aquello en tan poco tiempo? Lamentó no haberse llevado The Power House. Pero no; mejor era así, era el único libro que le quedaba para leer y era preferible reservarlo.

Todavía tenía que esperar dos horas antes de que le sirvieran la comida, había pedido que se la tuvieran preparada a la una. ¿Daría otra vuelta? Le parecía estúpido andar sólo por andar, sin rumbo fijo, y sin nada que hacer. Y el sol era muy fuerte, además. Y sin embargo, ella había querido unos días antes disponer de algún tiempo para reflexionar. ¡Y aquélla era la ocasión: o entonces o nunca!

Joan volvió a pasar revista a sus pensamientos; estaba segura de que no encontraría en ellos nada extraordinario: recordar dónde había colocado ciertos objetos en su casa, decidir la nueva disposición de la biblioteca, hablar con las criadas de cuándo tenían que tomarse las vacaciones, etcétera.

Pero todo aquello tenía un interés mínimo. En noviembre era demasiado pronto para fijar los días de vacaciones del servicio y además le habría sido necesario tener un calendario a la vista del año próximo para ver exactamente en qué días caía la Pascua. Lo que sí podía hacer era empezar a pensar cómo pintaría la biblioteca. ¿Iría bien el ocre? ¿Y para las cortinas un tono dorado de trigo maduro con algunos almohadones haciendo juego? Si, quedaría bien, desde luego.

Eran las once y diez. El pensar en la decoración de aquella estancia le había llevado muy poco tiempo.

Joan pensó de un modo vago: «Si hubiera podido prever esto, me habría traído un libro serio de esos que hablan de la ciencia moderna y de los actuales descubrimientos; algo que pudiera instruirme, por ejemplo, sobre la teoría de la desintegración del átomo». Entonces trató de averiguar por qué rara asociación de ideas estaba pensando en la teoría de la desintegración del átomo y de pronto se dijo: «¡Claro que sí… la tapicería y… Mrs. Sherston!».

Recordaba perfectamente el día en que se había planteado aquella espinosa cuestión: ¿batista o terciopelo para el salón? Estaba con Mrs. Sherston, la mujer del banquero. En plena conversación, Mrs. Sherston de repente había dicho casi gritando: «Quisiera ser lo suficientemente inteligente para comprender la teoría de la desintegración del átomo. Resulta fantástico de verdad pensar que la energía puede dividirse en infinitas moléculas».

Joan se la había quedado mirando asustada, incapaz de establecer una conexión entre las teorías científicas y las batistas; tal cara debió poner, que Mrs. Sherston, enrojeciendo un poco, había balbuceado:

«Soy una estúpida. No sabe una cómo vienen las ideas a la cabeza así de pronto, cosa que resulta apasionante, ¿verdad?».

A Joan aquella idea no le parecía especialmente apasionante, por lo que había preferido desviar la conversación… Lo que sí recordaba perfectamente, en cambio, era la tela que había escogido Mrs. Sherston: una tela tejida a mano de hilo puro, con un dibujo de hojas en diferentes tonos de marrón, gris y rojo. Joan había dicho: «Es una tela muy original, desde luego, pero debe de ser cara». Mrs. Sherston había contestado afirmativamente: «Sí, muy cara». Y había añadido que le gustaba mucho aquel tejido porque le recordaba los bosques y los árboles, el sueño de su vida, había dicho, era llegar a conocer lugares como Birmania o Malasia, países donde las plantas crecían rápidamente, muy rápidamente, había añadido con voz atormentada haciendo un gesto violento con la mano que revelaba claramente su temperamento impetuoso.

Aquella tela, Joan estaba calculando ahora que debía de costar al menos unos dieciocho chelines y seis peniques la yarda (una libra el metro), ¡un precio escandaloso para aquellos tiempos! Calculando lo que tal dispendio representaba y el tren de vida que había que llevar para estar acorde con aquello, resultaba que Sherston tenía que darle a su mujer para mantener el rumbo de la casa unas cantidades tan astronómicas que no era de extrañar que las cosas anduvieran mal en aquella casa, como se venía diciendo insistentemente desde hacía algún tiempo. Personalmente, Joan nunca había experimentado simpatía por Sherston. Le pareció estar viéndose de nuevo ella misma en el banco estudiando las posibles inversiones frente a aquel hombre sentado tras su despacho. Era un tipo alto y apuesto pero un poco inconsecuente, exageradamente bien educado, que caía en el amaneramiento. Parecía estar diciendo continuamente con la mirada: «Yo soy un hombre de mundo, mi querida señora. Por mi gusto me pasaría la vida jugando al tenis, al golf, al bridge o bailando. El verdadero Sherston es el que ve usted en las reuniones mundanas, no el hombre de negocios que dice: no más créditos».

«Era un tipo desagradable y falso —pensó Joan con indignación—. Un estafador». En aquella época ya debía haber empezado a falsificar los libros de cuentas. Se comprobó que, en efecto, fue él el autor de aquella estafa. Y sin embargo, era un tipo que solía gustar mucho a la gente. Todo el mundo hablaba bien de él, cosa rara tratándose de un banquero.

Y sin embargo, los banqueros de quienes se habla mal habitualmente no se gastan los fondos que se les han confiado.

El caso era que Leslie Sherston había conseguido comprarse aquellas cortinas tejidas a mano. Y nadie se había dicho que las malversaciones de Sherston tuvieran por motivo cubrir los gustos dispendiosos de su mujer. A primera vista, la verdad era que Leslie Sherston no parecía ser el tipo de mujer dilapidadora. Llevaba siempre los mismos trajes chaquetas en «tweed» de color verdoso, le gustaba cuidar personalmente de su jardín y parecía feliz dando largos paseos por el campo. Y los gastos del vestido y calzado de sus hijos no la arrastraban tampoco a hacer grandes gastos. Precisamente Joan recordaba perfectamente una tarde en que Leslie la había invitado a merendar. Ella misma había traído la bandeja al salón con un poco de pan tostado, mantequilla en un recipiente de cristal sencillo, confitura hecha en casa, el té en una tetera de cocina corriente y unas tazas también de lo más tosco. Era una mujer que no se daba ninguna importancia, siempre despreocupada, jovial, con la sonrisa en los labios, una sonrisa que le hacía torcer la boca incluso… Y sin embargo, aquella torpe sonrisa tenía cierta gracia, no cabía duda de que resultaba una mujer simpática.

¡Pobre Mrs. Sherston! Había tenido una vida triste, muy triste, sí.

Joan se estremeció nerviosamente. ¿Por qué se le había ocurrido pensar en que Leslie había tenido una vida triste? Aquellas palabras le recordaban a Blanca Haggard (¡aunque la vida triste de ésta hubiera sido algo muy distinto!). Al pensar en Blanca, por asociación de ideas pensó también en Bárbara y en su misteriosa enfermedad. Pero ¿qué le ocurría? ¿Es que no se podía pensar en nada en aquel lugar sin que adquiriera inmediatamente un matiz profundamente doloroso?

Miró de nuevo su reloj. El caso era que las desgracias de Mrs. Sherston y sus cortinas tejidas a mano le habían hecho pasar media hora. ¿Hacia dónde podría orientar sus pensamientos ahora? Procuraría pensar en alguien que no pudiera causarle la más leve pena.

Rodney sería la persona más adecuada para pensar en él. Ningún dolor enturbiaría aquel recuerdo. ¡Rodney querido! Joan empezó a pensar alegremente en su marido y evocó su silueta tal y como la había visto por última vez en el andén de la estación Victoria en el momento en que le deseaba buen viaje, momentos antes de la salida del tren.

¡Querido Rodney! De nuevo lo estaba viendo inmóvil, mirándola fijamente. La fuerte luz del día hacía resaltar casi cruelmente las arrugas que le cercaban los ojos. ¡Qué ojos tan cansados! Sí, verdaderamente cansados y llenos de una profunda tristeza. «Rodney —pensó Joan— no es que esté triste, es que el aspecto de su cara es así. Los animales a veces también tienen los ojos tristes y, sin embargo, eso no significa nada». Y además, él acostumbraba a llevar gafas y tras de ellas ya no se veía la tristeza de sus ojos. Pero no cabía duda de que tenía aspecto de hombre terriblemente cansado: nada de extraño tratándose de un hombre agobiado por el exceso de trabajo. En realidad, nunca se tomaba un día de vacaciones. («Eso voy a cambiarlo yo tan pronto llegue —pensó Joan—. Es preciso que se distraiga más y que descanse más: habría tenido que pensar en esto antes ya»).

Sí, Joan había encontrado que, visto a plena luz, daba la impresión de tener la edad que en realidad tenía o quizá incluso más. Joan no apartaba la mirada de él ni él de ella; de esta manera habían intercambiado las últimas frases rituales antes de partir, unas frases llenas de fórmulas estúpidas.

«No creo que tengas que pasar por la aduana en Calais».

«No; creo que se va directamente al Simplon-Express».

«Pon mucha atención al coger el coche para Brindisi. Espero que el Mediterráneo esté en calma».

«De buena gana me habría detenido uno o dos días El Cairo».

«¿Y por qué no lo haces?».

«Cariño, es preciso que llegue lo antes posible junto a Bárbara. Sólo sale un avión a la semana».

«Es verdad. Lo había olvidado».

El tren arrancó bruscamente. Joan, debido a la fuerza del impulso, se vio obligada a retroceder unos pasos. Rodney le hizo una señal de despedida con la mano y le volvió la espalda. Instintivamente, ella se inclinó para verlo de nuevo. Rodney había empezado a andar ya por el andén.

De repente Joan sintió un extraño sobresalto al ver aquella espalda que tan familiar le era. ¡Rodney de pronto parecía un hombre rejuvenecido! Andaba sin encorvar la espalda y con la cabeza muy alta… Aquella visión la hizo estremecerse… Aquel hombre que andaba entre la multitud, de repente se había convertido en un hombre joven y satisfecho… Habríase dicho que volvía a ser aquel muchacho que ella había conocido un día, ya muy lejano, en que se lo habían presentado para que formaran pareja en el tenis. La partida había empezado en seguida.

Él le había preguntado:

«¿Quiere que yo me ponga cerca de la red?».

Había sido entonces cuando ella lo había visto por detrás. Y había quedado impresionada al ver su espalda, extraordinariamente bien formada. No había podido olvidar ya nunca más el porte de aquel chico ni el aspecto de su cabeza y de su cuello.

Sin saber por qué, ella se había puesto nerviosa. Continuamente había cometido faltas en el servicio, el calor era terrible, estaba nerviosa. Entonces Rodney había vuelto la cabeza y, con una sonrisa, le había dado ánimos con una de aquellas sonrisas de hombre bueno y honrado que constituían su mayor atractivo. Joan se había dejado cautivar inmediatamente por aquellas sonrisas; Rodney le había parecido un muchacho verdaderamente irresistible. Casi inmediatamente se había dado cuenta de que se había enamorado de él.

Viéndole alejarse desde el tren, le pareció estar viendo de nuevo a aquel jugador de tenis de aquel día de verano ya tan lejano. Rodney daba la impresión en aquel momento de tener muchos años menos, parecía un hombre joven, alegre y feliz de vivir.

Joan se estremeció, cosa inexplicable, bajo el sol ardiente del desierto.

«¡No, no! —pensó—. No quiero entristecerme otra vez… ¡Hay que pensar en algo distinto!».

Rodney andando rápidamente por el andén con la cabeza muy erguida, sin aquella sensación de fatiga que le hacía encorvar la espalda, daba la impresión de un hombre que acababa de aligerarse de una pesada carga…

«Pero ¿qué me está ocurriendo?», se dijo Joan. Estaba figurándose cosas erróneas, se dejaba llevar por un exceso de imaginación melodramática. En el momento de su marcha de Londres sus ojos no se habían apartado ni un momento de ella. Pero ¿por qué no había esperado a marcharse a que el tren hubiera salido de la estación?

¿Y por qué tendría que haber esperado? Tenía prisa, debía resolver una serie de casos en Londres. Y además, hay muchas personas a las que no les gusta ver salir un tren en el que se marcha una persona querida.

Verdaderamente, ¡qué idiotez! ¿Por qué evocaba con tanta insistencia el aspecto de la espalda de Rodney en el andén de una estación?

Se había convertido en víctima de su propia imaginación.

Tal descubrimiento no le sirvió de mucho. Cuando la imaginación hace fijar continuamente en la memoria la misma idea, es porque esa idea se ha convertido en una obsesión.

Pero tal cosa no podía ser verdad. La deducción que acababa de hacer era insostenible.

Se estaba diciendo (¿era exactamente aquello?) que Rodney se sentía feliz viéndola marchar…

Y aquello no era verdad. ¡No podía ser verdad!