Epílogo

Rodney Scudamore, sentado en su pequeño sillón de respaldo bajo, miraba a su esposa que estaba sirviendo el té, haciendo tintinear las cucharillas y hablando sin parar. Se extasiaba sobre lo agradable que resultaba haber vuelto al hogar, se alegraba extraordinariamente de encontrarse de nuevo entre todo aquello que había dejado. Decía que él no podía llegarse a imaginar lo feliz que se sentía de haber vuelto a Inglaterra, a Crayminster y a su casa. Contra el cristal de la ventana, un moscardón negro, confundido por aquel calor anormal de principios de noviembre, runruneaba con insistencia recorriendo todo el cristal.

«Zzz-zzzz-zzz», hacía el moscardón.

—¡Fuera, fuera! —decía Joan Scudamore.

«Ruidos y nada más que ruidos», se dijo Rodney.

Algunos querían encontrarle extrañas explicaciones a cosas que no tenían ninguna.

Se había equivocado, a fin de cuentas, al pensar que Joan tenía una preocupación o una pena. Al verla de nuevo, de momento, le había producido aquella impresión, pero era imposible, Joan ignoraba las preocupaciones y las penas. Seguía siendo idéntica a la que había sido siempre. Todo seguía su ritmo habitual.

Al cabo de unos momentos Joan subió a deshacer sus maletas y Rodney atravesó el vestíbulo para ir a encerrarse en su despacho. Tenía allí un poco de trabajo para terminar.

Pero antes de dedicarse a ello abrió primero un cajón de mesa y sacó una carta de Bárbara. La que había llegado por correo aéreo, la había mandado por avión poco antes de que Joan saliera de Bagdad.

Era muy larga, escrita en apretadas líneas. Rodney se la había aprendido casi de memoria. Sin embargo, volvió a leerla de nuevo, sobre todo la última página.

… con eso ya lo sabes todo, papá querido. Supongo que ya lo debías haber adivinado. Ahora me doy cuenta de que fui una idiota y una insensata. Recuerda que mamá no sabe nada. No ha sido fácil ocultárselo, pero el doctor McQueen ha representado su papel a las mil maravillas y Willie ha estado magnífico. Verdaderamente, no sé lo que habría hecho sin él. No me ha dejado ni un momento y ha estado presto siempre a apartar a mamá cuando era preciso. ¡El telegrama en que me anunciaba que llegaba me había dejado literalmente aterrorizada! Me dije que tú posiblemente habías hecho todo lo posible para retenerla, ¡papá querido!, pero que ella no se había dejado persuadir. Desde luego, su idea desde ciertos puntos de vista me parece formidable, pero lo malo es que posiblemente venía con la idea de reorganizar toda nuestra existencia…

Era como para perder la cabeza, y yo estaba demasiado débil para sostener la lucha.

Estoy encantada con Mopsy. ¡Es adorable! Me gustaría tanto que la vieras… Me estoy preguntando, papá, si tú también nos querías ya a esa edad o empezaste a hacerlo cuando ya fuimos algo mayores. ¡Papá, estoy tan contenta de que seas mi padre!… No te preocupes por mí, ahora estoy perfectamente y me he serenado por completo.

Muchos abrazos de

BÁRBARA.

Rodney se quedó unos momentos perplejo ante el contenido de aquella carta. Para él era algo de valor inestimable. Aquella carta contenía una declaración de fe y de confianza en él de parte de su hija.

Pero en el ejercicio de su profesión había comprobado más de una vez el peligro que entrañaba conservar las cartas a veces. Si moría súbitamente, Joan miraría sus papeles, encontraría aquél y sufriría inútilmente. Había que evitarle aquella pena y aquella vejación. ¡Era mejor que siguiera manteniéndose feliz y tranquila en el sereno y fácil universo que ella se había creado!

Cruzó la habitación y echó la carta de Bárbara al fuego. «Sí —pensó Rodney—, ahora Bárbara se habrá convertido en una mujer equilibrada. El matrimonio vivirá feliz». Bárbara le había preocupado mucho, debido a su falta de madurez y a su naturaleza profundamente emotiva. Pero, afortunadamente, la crisis ya se había producido, y Bárbara, aunque había sufrido, había conseguido salir con bien de la prueba. Y ahora se sentía muy feliz de tener a Bill y a Mopsy. Era un gran muchacho Bill. ¡Ojalá no hubiera sufrido demasiado con Bárbara! Sí, su hija menor estaba en el buen camino. Y Tony también había encontrado su camino. Claro que aquella plantación de naranjos en Rodesia estaba muy lejos, pero aquel tipo de vida no cabía duda de que le convenía. Y la chica con la que se había casado parecía digna de él. Tony no era del tipo de los que sufren, pertenecía a la feliz categoría de los despreocupados.

Averil también había entrado en su elemento. Rodney siempre que pensaba en ella era más con orgullo que con piedad. Estaba orgulloso de aquella hija tan inteligente y con tanto sentido práctico, de temperamento bien equilibrado, que sabía hacer uso de una aguda ironía al hablar, difícil de influenciar e intransigente; en suma, algo completamente contrario a lo que sugería el nombre que ellos le habían escogido.

Había tenido que sostener una dura lucha con Averil, pero al final la había vencido, utilizando las únicas armas que aquella muchacha altanera era capaz de aceptar, unas armas que a él no le gustaba emplear: frías razones, llenas de tremenda lógica ante las que había tenido que sucumbir.

¿Le había perdonado ya? Posiblemente no. Pero no importaba. Si había perdido parte de la ternura que ella sentía por él, había consolidado y reforzado su respeto filial y, a fin de cuentas, para un alma como la de Averil el respeto era algo fundamental.

La víspera de la boda de Averil, a través del abismo que entonces les separaba, le había dicho a su hija: «Espero que seas feliz».

Y ella le había contestado con calma: «Lo intentaré».

¡Respuesta muy de Averil aquélla! Sin vanos heroísmos, sin derramar lágrimas por el pasado, sin apiadarse de sí misma, aceptando la existencia con disciplina, resolviendo siempre las situaciones por sí misma, sin ayuda de nadie.

«Los tres tienen trazado su camino en la vida. Ya no me necesitan…».

Apartó los papeles que tenía esparcidos sobre su despacho, tomó el contrato de Massingham y se fue a sentar junto a la chimenea, lanzando un pequeño suspiro.

Empezó a hojear aquellos papeles:

El arrendador da en arriendo al arrendatario, con plena voluntad por ambas partes, la totalidad de una granja con sus dependencias, tierras y amojonamiento, situada en…

Continuó leyendo, después volvió la página:

… con la condición de no cosechar consecutivamente más de dos cosechas de trigo en cualquier parte de tierra arable sin que se haya dejado barbecho durante un verano al menos.

Dejó de leer, su mirada se posó sobre el sillón vacío que tenía enfrente.

Era allí donde se había sentado Leslie, cuando los dos hablaron sobre lo que debía hacer con los niños, sobre si era oportuno hacerles reemprender la vida de familia con Sherston. Tenía que pensarlo bien, había dicho Rodney.

Leslie le había contestado que eso era lo que venía haciendo desde hacía largo tiempo y que pese a todo se había dicho que Charles seguía siendo el padre de los niños y que por lo tanto seguía teniendo todos los derechos.

Un padre que sale de la cárcel, le había dicho él. ¡Un estafador! Había que tener un poco en cuenta la opinión pública también, todo el mundo les volvería la cara. Sería imponer un inútil castigo a sus hijos, tenía que considerar todo aquello seriamente, eran argumentos que pesaban sobre el porvenir de sus hijos. ¡Había que proporcionarles buenas armas para enfrentarse con la vida!

Leslie había respondido: «Sí, pero Charles es su padre. Podría privarle a él de sus hijos, pero no a nuestros hijos de su padre. Desde luego, preferiría que hubieran tenido otro padre más ejemplar, pero el hecho es que el suyo es ése». Y había añadido: «¿Cómo podrían enfrentarse con la vida si empezaban por huir de la verdad?».

Rodney comprendía las razones de Leslie, pero no las aprobaba. Él siempre había procurado que sus hijos crecieran y se educaran en las mejores condiciones. Joan y él se habían esforzado en que así fuera (les habían dado las habitaciones más soleadas de la casa). Y no había retrocedido ante ningún sacrificio.

Cierto que en su familia nunca había existido ningún problema de tipo moral. No habían tenido que soportar ningún deshonor, ni pasar por ningún período turbio. Ningún fracaso, ninguna decepción, ninguna angustia, ni ninguna dificultad les había llevado a preguntarse si sería mejor disimular o revelar cualquier cosa que pudiera haber ocurrido a los niños.

Se daba cuenta de que en el caso de Leslie había que decirles a los niños claramente lo que había ocurrido en la familia, debían conocer la tara familiar… A pesar de su amor maternal, Leslie había decidido, sin un titubeo, poner parte de su carga sobre sus débiles hombros. No por egoísmo, no para aligerar su propia carga, sino porque no quería ocultarles ni un átomo de la realidad.

Rodney estaba convencido de que Leslie se equivocaba. Admiraba una vez más su valor, pero en ese caso sobrepasaba todos los límites: les exigía demasiado a sus hijos.

Se acordó de que Joan le había dicho un día de otoño en el despacho:

«Tiene valor, sí, pero el valor no lo es todo».

A lo que él había contestado: «¿No?».

Le pareció volver a ver a Leslie sentada delante de él, levantando un poco la ceja izquierda y bajando un poco la derecha, sonriendo ligeramente de lado y apoyando su cabeza en aquel ajado almohadón azul que daba a su cabello un reflejo casi… verde.

Recordaba, ligeramente asombrado, que le había dicho:

«Creía que sus cabellos eran de color castaño, ¡pero son verdes!».

Nunca le había dicho nada tan personal. Nunca se había fijado de un modo detallado en sus rasgos. La encontraba fatigada, enferma y, sin embargo, a pesar de todo se la veía robusta, sí, con una gran resistencia física. Cierto día se había dicho irrespetuosamente que debía ser muy capaz de poder llevar un saco de patatas a la espalda como un hombre.

No era muy romántico aquel pensamiento, y no había nada de romántico en el recuerdo que conservaba de ella, en la imagen de aquella mujer que tenía un hombro más alto que el otro, una ceja siempre ladeada, al igual que su sonrisa, y unos cabellos que parecían verdes cuando se apoyaba sobre un almohadón azul.

Todo aquello no parecía muy apto para suscitar el amor, desde luego. Pero ¿qué era el amor? ¿Cómo se podía llegar a conocer? ¿Era la paz, el contento que había experimentado al verla sentada allí, en aquel sillón cuyo almohadón ponía reflejos verdes en sus cabellos? ¿O lo que le gustaba era la manera como había dicho de repente, por ejemplo… «Imagínese usted en qué estoy pensando: En Copérnico»?

¿En Copérnico? ¿Por qué, válgame Dios, en Copérnico? Aquel monje que había concebido el mundo bajo otro aspecto y que había sido lo bastante astuto para conciliar los poderes del mundo y expresar sus convicciones de una forma inmortal.

¿Por qué Leslie, con el marido en la cárcel, teniendo que ganarse la vida y preocuparse por sus hijos, por qué sentada en aquel sillón se había puesto una mano sobre el cabello diciendo: «Imagínese usted en qué estoy pensando: En Copérnico»?

A partir de aquel momento el solo nombre de Copérnico le producía palpitaciones. En la pared, encima de aquel sillón, había colgado un antiguo retrato del monje que siempre le hacía pensar en Leslie.

Tendría que haberle dicho que la amaba. Se lo tenía que haber dicho aquel día.

Pero ¿resultaba verdaderamente necesario? Volvió a acordarse ce aquella tarde en que habían estado sentados en la cumbre de Asheldown: habían hecho un alto en el camino bajo el sol de octubre, los dos juntos, solos, torturados por un amor sin esperanza a cuatro pasos el uno del otro como exigía la prudencia. Ella se había dado cuenta de que él la amaba. Lo había adivinado.

Pensó no sin cierta confusión: «Aquel espacio entre nosotros… una pila eléctrica… cargada de deseo».

No habían cruzado ni una mirada. Él se había quedado contemplando los trabajos de la granja, escuchando el lejano runruneo del tractor, y había admirado el rojo frescor de la tierra recién removida. Leslie había permanecido con la mirada fija más allá de los campos, hacia el bosque que se recortaba en el horizonte.

¡Dos seres contemplando la tierra prometida a la que no podrían llegar!

«Le tenía que haber dicho en aquel momento que la amaba».

Pero no habían hablando ni uno ni otro.

Aquel silencio sólo había sido interrumpido por Leslie, que había murmurado:

And thy eternal summer shall not fade.

(Y tu eterno verano no se marchitará).

Aquello había sido todo. Un verso, nada más. Él no sabía siquiera qué doble significado podía tener.

O quizá sí lo sabía.

El almohadón estaba ajado, el rostro de Leslie también. No veía bien sus rasgos, sólo el perfil de sus labios.

Durante seis semanas Leslie se había sentado allí cada día y habían hablando con toda sinceridad, de corazón a corazón. Simple juego de su fantasía, desde luego. Había ideado una seudoLeslie, la había hecho sentarse en aquel sillón y había imaginado lo que diría. Le había hecho decir todo lo que él quería que dijera y ella le había obedecido en todo sonriente.

Aquellas seis semanas habían sido seis semanas de felicidad. Había podido invitar a Watkins y Mills, pasar una agradable velada con Hargrave Taylor y recibir a los amigos que eran de su gusto. Un domingo había dado un largo paseo por la montaña. Las criadas le habían servido muy bien y hasta le habían preparado las comidas que sabían que más le apetecían y él había comido como le gustaba hacerlo, lentamente, teniendo delante un libro apoyado contra un sifón. Después de cenar había trabajado un poco y se había fumado tranquilamente una pipa. Si la soledad le resultaba molesta, la seudoLeslie se instalaba en el sillón de enfrente y le hacía compañía.

La falsa Leslie, sí. ¿Pero acaso en el fondo para él no era la verdadera?

And thy eternal summer shall not fade.

(Y tu eterno verano no se marchitará).

Posó de nuevo los ojos en aquel contrato:

… y el arrendador deberá actuar siempre con el cuidado y prudencia de un buen padre de familia conformándose a las obligaciones impuestas por la ley y a los reglamentos locales.

Se dijo satisfecho: «Verdaderamente, hago bien mi trabajo».

Después sin falsa admiración, pensó: «He hecho una buena carrera. La agricultura me habría sido más difícil y tal vez no habría sacado tanto provecho».

Sin embargo, ¡Dios mío, qué cansado estoy!

Desde hacía largo tiempo no se había sentido tan cansado.

Se abrió la puerta y entró Joan.

—¡Oh, Rodney! ¿Cómo puedes leer sin luz?

Se colocó detrás de él y le encendió la luz de la lámpara de pie. Rodney le sonrió dándole las gracias.

—Querido, no tienes que leer sin luz, basta con darle a la llave de la lámpara.

Añadió cariñosamente al sentarse:

—Me pregunto cómo te las has podido arreglar sin mí esas semanas.

—¡Oh! He adquirido un montón de malas costumbres, ya verás.

—¿Te acuerdas —le dijo Joan de pronto— de cuando te cogió la manía de rechazar la proposición de tío Henry y de dedicarte a la agricultura?

—Sí, me acuerdo perfectamente.

—¿Y no te alegra pensar que yo te impedí que cometieras tal locura?

Rodney se la quedó mirando, admirando su alegría de vivir, la línea joven de su cuello y su tez lisa y tersa. Había sido siempre hermosa, fiel, afectuosa. «Una excelente esposa», pensó Rodney.

Y contestó sin titubear:

—Sí, te estoy muy reconocido.

—A veces a todos se nos ocurren ideas raras.

—¿También a ti?

Decía aquello como una broma, pero le extrañó ver que Joan fruncía las cejas. Una expresión de tristeza empañó por un momento el brillo de sus ojos.

—Los nervios a veces no resisten y son capaces de desequilibrar a cualquiera…

La sorpresa de Rodney se acrecentó. No podía llegar a imaginar a Joan nerviosa y mucho menos presa de un desequilibrio. Le dijo, para cambiar de tema:

—Te envidio ese viaje que has hecho a Oriente, ¿sabes?

—Ha sido muy interesante, pero te aseguro que no me gustaría nada verme obligada a vivir en un sitio como Bagdad.

Rodney se quedó pensativo.

—Me gustaría conseguir imaginarme el desierto. ¡Debe de ser algo maravilloso, aquel inmenso vacío, aquella potente luz! Lo que más me gustaría es la luz, contemplar la luz ¡y ver claro!…

Joan le interrumpió y dijo vehemente:

—¡Es atroz, atroz! Aquellas grandes extensiones desérticas, aquella aridez, y la nada…

Su mirada era penetrante, febril, daba la impresión de un animal herido que tratara de huir…

Pero de pronto, su rostro cambió totalmente de expresión y dijo:

—Este almohadón está deshilachado, tengo que comprar otro.

Rodney estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo a tiempo.

A fin de cuentas, ¿por qué no? El almohadón estaba muy viejo, Leslie Sherston yacía bajo una losa de mármol. La Compañía Alderman, Scudamore y Witney cada vez era más importante, el granjero Hoddesdon había hipotecado otro trozo de tierra…

Joan iba de un lado a otro del despacho, pasando el dedo por encima de los muebles para comprobar la cantidad de polvo que habían dejado acumular sobre ellos, ponía bien un libro de la biblioteca y colocaba de nuevo las figurillas en su lugar habitual. ¡En seis semanas había que ver cómo había quedado aquello!

Rodney murmuró para sí:

«Se me han terminado las vacaciones».

—¿Cómo? —Joan se volvió hacia él—. ¿Qué has dicho?

Rodney parpadeó un poco antes de contestar.

—¿He dicho algo?

—Sí, me ha parecido oírte decir: Se me han terminado las vacaciones. Debías de estar soñando y has creído que estábamos otra vez en la época en que los niños volvían de vacaciones para ir a la escuela.

—Sí —dijo Rodney—, eso debe haber ocurrido. He debido de soñar.

Joan se lo quedó mirando perpleja, después puso bien un cuadro que estaba ladeado.

—¡Vaya! ¿Es una nueva adquisición?

—Sí. Lo compré en Hartley.

—¡Ah! —Se quedó examinando el cuadro, con aire de sorpresa—. ¿Copérnico? ¿Es un cuadro de valor?

—No lo sé —y añadió, soñador—: No tengo ni la menor idea…

«¿Qué es lo que tiene valor? ¿Qué es lo que no lo tiene? ¿Qué podía tener más valor que un recuerdo?».

«Imagínese en qué estoy pensando: En Copérnico…».

«Leslie, casada con un borracho, con un estafador; Leslie, símbolo de la pobreza, de la enfermedad y de la muerte…».

«¡Pobre Mrs. Sherston! ¡Qué vida tan triste!», solía decir Joan.

«Pero Leslie —pensó Rodney— no estaba triste. Había proseguido su camino a través de la decepción, la miseria y el dolor, como un hombre avanza a través de la maleza, los campos y los bosques, con ardor y perseverancia para conseguir llegar a alcanzar su fin».

Con sus ojos cansados y bondadosos se quedó contemplando a su mujer y reflexionó.

Era tan animada, dispuesta y activa, tan dichosa siempre. «Apenas si representa veinticinco años», pensó.

Súbitamente una oleada de inmensa piedad inundó su corazón. Exclamó emocionado:

—¡Pobre pequeña Joan!

Joan se lo quedó mirando:

—¿Por qué pobre? Y ya no soy pequeña.

Rodney contestó maliciosamente:

—Sí, eres la alegre y pequeña Joan. Y si te dejan sola, te sientes desamparada.

Joan se acercó precipitadamente a él, con voz entrecortada por la emoción y dijo:

—No, no estoy sola. ¡No estoy sola! ¡Te tengo a ti!

—Sí —contestó Rodney—. Me tienes a mí.

Pero, al decir aquellas palabras, Rodney sabía que eran completamente ilusorias. Pensó:

«Estás sola, y lo estarás siempre, pero, gracias a Dios, no lo sabrás jamás».