Capítulo 2

La abadía de Hawkenlye, serena y silenciosa bajo un cielo pálido y frío, no parecía a primera vista un lugar por el que las emociones fuertes y destructivas circularan libremente. Sus muros de piedra se levantaban macizos, protegiendo a sus habitantes como un fuerte abrazo; no obstante, al menos de día, sus portones de madera estaban siempre abiertos, y se admitía a todo aquel que iba a compartir sus cargas, sus enfermedades de la mente, del cuerpo o del alma, con los pacientes y bondadosos religiosos de la abadía.

Era pleno invierno y los árboles que protegían la abadía con sus ramas estaban ahora desnudos. La naturaleza parecía dormida, y nada en ella crecía; hasta las plantas que tan bien se desarrollaban en el jardín aromático, bajo las manos expertas de sor Tiphaine, eran ahora poco más que ramitas secas.

Detrás de la abadía, su perpetuo fondo oscuro, la perturbadora presencia del bosque de Wealden. Allí también los árboles estaban esqueléticos, con la mayoría de los especimenes caducifolios sin hojas, intercalados con una cantidad menor de tejos, enebros y acebos que rompían la uniformidad gris de las ramas desnudas con salpicaduras de verde oscuro. El bosque era el lugar prohibido, un mundo secreto de mitos y rumores; algunos decían que los senderos apenas perceptibles que lo recorrían, enroscándose por sus vericuetos, habían sido diseñados por los romanos, que buscaban minerales de hierro. Otros contaban que los habían trazado pueblos mucho más antiguos, pueblos que, se susurraba, fueron apenas humanos…

Aquellos que vivían entre los muros protectores de la abadía prácticamente no pensaban en su silencioso vecino. La vida de servicio y plegaria era dura, y las monjas, que empezaban su jornada antes del amanecer y la terminaban al cabo de muchas horas agotadoras con un bienvenido descanso sobre un colchón de heno, contaban con pocos ratos libres como para dedicarlos a reflexionar sobre la naturaleza de quién, o qué, podía esconderse en las profundidades del bosque. La mayor parte de las monjas y los frailes de Hawkenlye se conformaban con aceptar simplemente que el bosque estaba ahí.

La mayor parte…

Las escasas excepciones tenían el buen sentido de guardarse su opinión y sus dudas para sí mismos.

Totalmente identificada con el ambiente de serenidad de la abadía estaba la figura absorta de sor Phillipa. A pesar del frío permanecía en el escaso abrigo que le proporcionaba una esquina apartada del claustro en la que, con unos mitones, estaba enfrascada en la pintura de un manuscrito ilustrado.

Para ser precisos, estaba trabajando en un borrador. Había preparado un viejo recorte de pergamino, un trozo sobrante del trabajo anterior de alguien, en el que ese mismo alguien había probado distintos pigmentos y estilos de caligrafía. Sor Phillipa estaba haciendo su mejor esfuerzo, con letras muy marcadas, estilizadas y regulares, y con una diminuta ilustración —de una zarzamora, mostrando la hoja, el brote, la baya y la espina— delicada pero de colores vivos. Sabía que estaba a prueba, y que, si lo conseguía, era muy probable que le concedieran el honor de confeccionar un herbario.

Más que eso no le habían contado, y ella tampoco había osado preguntar. No estaba en posición (teniendo en cuenta que hacía tan sólo seis meses que había tomado sus votos perpetuos y, por tanto, era una de las más jóvenes de las monjas profesas) de cuestionar nada de lo que la abadesa Helewise dijera. O, en este caso, no dijera. De todos modos, ¿qué importancia tenía? Lo maravilloso para sor Phillipa era que, después de tanto tiempo —sólo tres años, tal vez, aunque le parecía una eternidad— estaba de nuevo enfrascada en el trabajo que le gustaba. Y para el cual —aunque asumirlo era jactancioso, orgulloso y debería confesarse y hacer penitencia—, tenía un talento especial.

Era consciente de su talento desde una edad temprana, o tal vez la habían hecho ser consciente de él, puesto que, al haberse criado sola, Phillipa asumía que todos los niños dibujaban y pintaban con la misma destreza que ella. Fue su padre —el delicado, culto y despistado Gwydo—, quien la sacó cariñosamente de su error:

—Eres una artista, Philly, sin lugar a dudas. Has heredado mis dones, pero a ellos has añadido algo muy especial que te pertenece sólo a ti.

Le enseñó todo lo que sabía. Viudo —la madre de Phillipa había muerto a causa de las temibles fiebres puerperales un mes después de dar a luz a su única hija—, la niña había sido el único destinatario de su amor. Habían vivido juntos en su pequeña cabaña, padre e hija, ambos contentos de su compañía y dedicados al trabajo para el que tenían tanto talento. Gwydo, artista y visionario, intentaba plasmar sus ensoñaciones diurnas y sus pesadillas nocturnas en sus pinturas. Cuando el pigmento y el pergamino se demostraban demasiado escasos para contener su desbordante imaginación, a veces sufría ataques de furia que lo dejaban temporalmente fuera de órbita. Cuando la angustia lo desbordaba así, Phillipa sufría sólo por él, puesto que, consciente del profundo amor que le profesaba, lo sabía incapaz de hacerle ningún daño.

Con creciente preocupación, Phillipa observó cómo la salud de Gwydo empezaba a deteriorarse. Una existencia de pobreza —sus obras eran de una belleza extrema, pero ¿de qué servían si nadie las conocía ni nadie se las cambiaba por bolsas llenas de oro?— y tantos años de permanecer encorvado y pasando frío sobre su obra, mientras el estómago se le retorcía de hambre, habían acabado perjudicándole la salud. Cuando la enfermedad llegó a su aldea, Gwydo cuidó de su hija enfebrecida con una ternura que reflejaba su profundo amor por ella. Pero él sucumbió justo cuando la muchacha empezaba a recuperar la fuerza y la salud, y entonces ya le quedaban muy pocas reservas con las que combatir la enfermedad.

Murió al cabo de dos días.

Phillipa, conmocionada, llorosa y temblorosa, no tenía a nadie más en el mundo que la protegiera. Gwydo había sido su vida y, siempre que había pensado en el futuro, se había imaginado trabajando a su lado y ocupándose de sus obras cuando él ya no pudiera seguir. Ahora se había ido, no había ni dinero ni nada, aparte de sus materiales de pintura, para vender. Puesto que en la aldea no había nadie que tuviera interés en usarlos, parecía que Phillipa estaba condenada a morir de hambre.

Le dijeron que fuera a Hawkenlye. Y, poseída todavía por una profunda tristeza, obedeció. Al principio, las monjas la recibieron solamente como paciente, y con perseverancia hicieron que recuperara su cordura mientras curaban su débil y hambriento cuerpo. El impulso de convertirse en una de ellas, de entrar en la abadía de Hawkenlye como postulante, empezó a aflorar en Phillipa. Al principio no quiso tomarlo en serio, puesto que consideraba que era una respuesta emocional fruto de la gratitud que sentía. Pero luego, a medida que empezó a rezar con las hermanas, viendo el amor y los cuidados que día a día le ofrecían, empezó a pensar que tal vez fuera algo más. Comprendió, o creyó comprender, que la devoción sin límites de aquellas mujeres, que no parecían agotar nunca, provenía de una fuente: manaba de Dios. Al cabo de seis meses había tomado una decisión, y a la semana siguiente ingresó en el convento.

A las postulantes y a las novicias no se les permitía hacer trabajos especializados; antes de plantearse tales actividades, debían aprender lo que era ser monja. Phillipa hacía las tareas que le encomendaban: fregar cacharros, lavar vendajes, hacer la colada, recoger plantas aromáticas, arrancar las malas hierbas, lavar las verduras y cocinar. También rezaba, con mayor frecuencia y durante más rato que antes, y a medida que lo hacía aprendió a gozar de la paz de la iglesia de la abadía y de la presencia del Señor en ella.

Tomó el primero de sus votos al cabo de un año, y los votos perpetuos dos años después de éste. Luego, en la entrevista con la abadesa Helewise que todos los recién profesados debían mantener, se le hizo la sorprendente pregunta:

—¿Qué es lo mejor que sabéis hacer, sor Phillipa? ¿Dónde diríais que reside vuestro talento?

Phillipa cerró la boca, tragó saliva, respiró hondo y decidió decir la verdad:

—Me encantan la pintura y la caligrafía. Sé que suena poco modesto por mi parte, pero mi padre era un gran artista y me enseñó bien. —Luego cruzó las manos sobre su regazo, bajó la vista y aguardó.

—Una pintora —murmuró la abadesa Helewise. Luego añadió, o a Phillipa le pareció oír—: Qué original.

Mirando atrás, seguramente lo había entendido mal. La abadesa no era del tipo de personas que hacían un comentario como ése, expresando una especie de alivio por tener a alguien con talento artístico en la comunidad. El arte no era ni de lejos tan valioso como, por ejemplo, ser capaz de limpiar las heridas de los enfermos, o poseer la amabilidad infinita de tratar a los ancianos que han perdido el raciocinio, o la paciencia de enseñar a niños mugrientos y mocosos que no deben beber agua sucia, ni hurgarse las narices, ni darse de bastonazos los unos a los otros. No, Phillipa debía haberlo entendido mal.

Volvió a la labor en la que estaba enfrascada: ayudar a una de las enfermeras a limpiar una zona de la enfermería tapada con cortinas en la que había muerto hacía poco un enfermo aquejado de forúnculos llenos de pus y de sangre. Con esto apartó por completo de su mente la conversación con la abadesa.

Pero luego, unas semanas después de Navidad, la abadesa Helewise mandó a buscarla. Y, maravilla de las maravillas, le encargó una obra: una pintura con unas frases. Cuando Phillipa le preguntó, dubitativa, qué debía pintar, la abadesa le contestó: «Algo que uno pueda encontrar en las páginas de un herbario».

Y ahora, sin saber ni importarle el porqué, eso era precisamente lo que sor Phillipa estaba haciendo.

Se incorporó ligeramente y, contemplando su obra y tratando de ver qué aspecto tendría para otro, leyó lo que había escrito:

La flor de la zarzamora es beneficiosa para las heridas abiertas.

Aplicar directamente sobre la herida y las flores la harán cicatrizar.

Mojó el pincel en el pigmento y añadió un matiz rosado al pétalo blanco de la flor de zarzamora. Entonces, al oír en su cabeza la voz de Gwydo, que le repetía su cantinela de siempre acerca de que un buen artista ha de saber cuándo dar por terminada su obra, limpió el pincel y lo guardó. «Lo he hecho lo mejor que sé —se dijo—. Ahora es la abadesa quien debe decidir cómo utiliza mis conocimientos. Si es que quiere utilizarlos», añadió, cruzando los dedos supersticiosamente contra la desagradable posibilidad de que la abadesa Helewise declinara hacerlo.

Allí sentada, en aquella fría esquina, se le ocurrió una idea. Cruzó los dedos lentamente y musitó una rápida disculpa a Dios. Luego se levantó, cubrió su trabajo cuidadosamente y se dirigió a la iglesia de la abadía. Sabía que pasar un rato de rodillas era una forma mucho más adecuada de pedir lo que quería que cruzar los dedos muchas veces.

Mientras, en otra parte de la abadía, la abadesa Helewise le estaba mostrando a su visitante un comportamiento tan sereno como el de sor Phillipa mientras acababa su obra. Sin embargo, en el caso de Helewise, la sonrisa y las manos cruzadas tranquilamente sobre el regazo ocultaban una irritación que estaba convirtiéndose rápidamente en ira.

Había estado de rodillas en la salita reservada para su uso exclusivo, desde la que dirigía buena parte de los asuntos cotidianos de la abadía, sumida en sus pensamientos y a punto de iniciar una fervorosa plegaria. El objeto de sus pensamientos había sido una visita previa, la visita de alguien que era siempre bienvenido y que Helewise deseaba que dedicara más tiempo de su atareada vida a descansar en la paz de Hawkenlye.

La reina Leonor estaba, y había estado siempre, muy involucrada en la vida de la abadía. Su fundación tuvo lugar en un momento en el que Leonor, recién casada con Enrique, tenía el poder de influir sobre el diseño de su construcción, y apremió para que se inspirara en el modelo de su amada Fontevraud, la gran abadía de la región del Loira en la que monjas y frailes servían en la misma comunidad bajo la dirección de una abadesa. Leonor había visto cómo Hawkenlye crecía, había contratado a constructores y a un arquitecto franceses para levantarla, y se rumoreaba que había regalado a la abadía la pieza más preciada de su tesoro: una talla inglesa de Jesús muerto, sujetado por José de Arimatea, hecha en marfil de morsa. Su relación no cesó una vez la abadía estuvo en pleno funcionamiento. Como mínimo, trataba de estar presente cada vez que se elegía una nueva abadesa, y procuraba pasar una noche o dos en la abadía, o al menos unas cuantas horas, siempre que tenía ocasión.

Tenía un vínculo muy estrecho con la abadesa Helewise. No era raro que la reina comentara con ella asuntos de índole sentimental, de modo que Helewise se quedó encantada, aunque en absoluto sorprendida, cuando vio llegar a Leonor, algunas semanas después de Año Nuevo, y en la intimidad de la pequeña estancia de Helewise le confesó sus angustias por la cautividad de su hijo.

Helewise ya había oído rumores sobre la suerte de Ricardo. Hawkenlye quedaba cerca de la ruta que unía Londres con la costa, y los viajeros que visitaban la abadía solían llevar noticias de la capital. Pero nunca habría escuchado una versión detallada del asunto de no ser por la visita de la reina.

Leonor regresaba a Westminster desde Robertsbridge. Agotada y con evidentes signos de cansancio en el rostro, por primera vez la reina aparentaba los setenta años que tenía. Helewise pidió comida y bebida y, mientras Leonor se tomaba el refrigerio, la abadesa permaneció sentada a sus pies y escuchó lo que contaba.

—Helewise, sabía que algo ocurría —suspiró Leonor—. Debería haber tenido noticias, ¿sabéis…? Sabíamos que zarpó en octubre pasado, y había informes de que el Franche-Nef había llegado a Chipre y a Corfú. La nave fue vista cerca de Brindisi y entendimos que navegaba rumbo a Marsella. Parecía que su regreso era sólo cuestión de semanas… de hecho, toda Normandía se preparaba para darle la bienvenida. Pero luego, nada. —Tomó su vasito de vino y dio un buen trago. Luego añadió—: Temo por su reinado. —No necesitaba ser más explícita; Helewise sabía perfectamente de lo que le hablaba—. He ordenado que se refuercen las fronteras de Normandía; nunca se es demasiado precavido.

—No, mi señora —musitó Helewise.

—Luego recibí la carta. —La voz de Leonor sonaba apagada, casi sin expresión—. El bueno de Walter de Coutances cumplió su misión, con creces, debo decir, y logró obtener una copia de la carta del emperador Enrique a ese vil cobarde, Felipe de Francia. Según la carta, el 21 de diciembre, el rey de Inglaterra (¡oh, Helewise, cómo lo menospreciaban, llamándolo «enemigo de nuestro imperio y agitador de vuestro reino»!) fue capturado por el duque Leopoldo de Austria. Walter sabía perfectamente cómo me iba a afectar esa horrible noticia, puesto que incluyó una carta de su puño y letra exhortándome a aguantar y a ser valiente.

—Es un hombre —dijo Helewise—, y no sabe cómo sufre una madre.

Sintió la breve presión de la mano de la reina en su hombro. Aunque Leonor no dijo nada, Helewise sabía que, en aquel momento, ambas estaban pensando lo mismo.

—¿Qué ocurrirá ahora, mi señora? —preguntó Helewise después de un momento.

—He mandado al abad de Robertsbridge a buscar al rey; irá acompañado del abad de Boxley. Son hombres responsables y sé que harán todo lo que puedan. Pero… ¡oh, cómo me gustaría poder acompañarlos! ¡Yo lo encontraría, lo sé, y luego dejaría al mísero duque Leopoldo y a su insidioso amo, el emperador, cuidando de sus defensas! ¡No comprenderían a qué enemigo se enfrentaban hasta que me vieran llegar!

La estancia retumbaba con los gritos de la reina. Luego guardó unos instantes de silencio y acto seguido añadió:

—En fin, soy una mujer anciana y puedo hacer más bien aquí en Inglaterra.

—Nos animáis, como siempre, con vuestra presencia y vuestro valiente ejemplo —declaró Helewise. Sus palabras no eran halagos vacíos, hablaba con el corazón en la mano.

La reina, al parecer, lo sabía.

—Gracias —dijo.

—¿Qué podemos hacer, mi señora? —preguntó Helewise—. Cualquier cosa que esté en nuestras manos, sólo tenéis que ordenarlo y lo haremos.

—¿Rezaréis por nosotros, por mi pobre cautivo y su triste madre?

—¡Claro! ¡Sí, por supuesto que lo haremos!

La reina sonrió.

—Si ponéis tanto fervor en vuestras plegarias, abadesa Helewise, entonces estoy segura de que Dios no podrá evitar escucharos.

Helewise le devolvió la sonrisa. Luego le preguntó:

—¿Os gustaría rezar con nosotras antes de marcharos, mi señora?

—Sí, me gustaría mucho.

La reina rezó aquella noche, y de nuevo por la mañana. Antes de marcharse, acompañada de sus ayudantes y ansiosa por volver a Westminster por si había noticias, llevó a Helewise a un lado.

—También les he pedido a mis monjas de Fontevraud y Amesbury que recen por nosotros —dijo en voz baja—. Al igual que vos, han prometido cumplirlo.

—Estoy segura… —empezó a decir Helewise.

La reina levantó una mano.

—Lo sé. Lo que quiero deciros, abadesa Helewise, es que la reina Leonor no pide nunca un favor sin dar algo a cambio.

—Pero no hay ninguna necesidad…

De nuevo, la reina la hizo callar con un gesto imperativo.

—Tengo una bolsa de oro para Hawkenlye —dijo—. Haced lo que os parezca más adecuado con ella. Lo único que os pido es que, hagáis lo que hagáis, sea en nombre del rey y de su madre.

Helewise hizo una profunda reverencia.

—Como siempre, nos hacéis un honor demasiado grande —dijo.

Leonor puso las manos sobre los hombros de Helewise y la instó para que se alzara.

—No es cierto. En Hawkenlye me ofrecéis apoyo y un alivio que no es fácil de encontrar. ¿Por qué no debería entregar a la comunidad un poco de lo que yo tengo en abundancia?

Entonces, para sorpresa de Helewise, la reina se inclinó hacia delante y le dio un abrazo y un beso.

Mientras veía alejarse al séquito real, con la bolsa de oro en las manos, Helewise tenía lágrimas en los ojos.

Hacía ya varios días de aquella visita y Helewise ya había dado los primeros pasos para utilizar el inesperado obsequio de la reina. «Un herbario de Hawkenlye —pensó—, qué mejor, puesto que serviría tanto como tributo permanente al rey Ricardo y a su madre como también, por su contenido, para beneficiar a los sanadores que actualmente trabajaban en la enfermería y a los que vendrían en un futuro». Además, sor Phillipa estaba enfrascada en la preparación de una prueba de sus habilidades, y Helewise había pedido ya por escrito pigmentos, tinta, pinceles y plumas.

Se retiró a su habitación para repasar mentalmente la reciente entrevista con la reina y para rezar por ella. Justo cuando acababa de arrodillarse, sonó la llamada en la puerta. Y sor Ursel, la portera, le anunció que el padre Micah estaba fuera y deseaba hablar con ella.

—Le he dicho que tal vez no os iba bien, pero…

—Pero yo he insistido —interrumpió el padre Micah mientras apartaba a un lado a sor Ursel y entraba en la estancia—. Vuestras plegarias deben esperar, mi señora, puesto que necesito hablaros con urgencia.

Helewise se levantó, tragándose la contrariedad y, con una sonrisa, invitó al padre Micah a sentarse.

De pie frente a él —el padre ignoró el taburete que tenía Helewise para las visitas y se sentó en la butaca de la abadesa, tipo trono—, escuchó con creciente incredulidad cómo el padre Micah divulgaba la naturaleza de su asunto urgente. Ahora, disimulando su enojo, cada vez más intenso, a Helewise le costaba más esfuerzo mantener la sonrisa en los labios, puesto que la descortés interrupción del padre Micah había sido, nada más y nada menos, que para informarla de que necesitaba una limpiadora.

—Una de vuestras monjas me servirá —dijo, gesticulando con su mano larga y huesuda—. Que acuda una o dos veces al día. Hay limpieza por hacer y, aunque mi aspecto llame a engaño, soy un hombre de buen apetito y necesito una mujer que sea buena cocinera.

Helewise se quedó muda. Mordiéndose la lengua —respondió, cortés, que todas sus hermanas tenían cosas que hacer, y que era cosa del padre Micah ocuparse de sus asuntos domésticos—, pensó lo mucho que la entristecía que el pobre padre Gilbert se hubiera roto el tobillo y hubiera mandado a aquel terrible sustituto a la comunidad de Hawkenlye. Por un momento, la amable expresión del padre Gilbert le vino a la cabeza: se había metido en el pequeño estanque que había junto a su casa para romper el hielo y que los pájaros pudieran así beber. Luego, al volver para entrar en casa, resbaló y cayó en el suelo de piedra, y no sólo se rompió el tobillo, sino que también sufrió una grave conmoción.

Su imagen bondadosa la ayudó a responder educadamente:

—Mis monjas están muy ocupadas, padre Micah, pero tal vez podamos encontrar a alguien en el vecindario que pueda limpiar y cocinar para vos.

—¡No voy a conformarme con cualquier fulana de uña sucias y corazón vicioso!

—No recomendaría a una chica así, aunque la conociera —Helewise mantuvo el tono templado.

El padre Micah la miraba con desconfianza.

—Tampoco quiero a ninguna de esas rameras que mantenéis en vuestro hogar de mujeres en desgracia —prosiguió, como si no la hubiera oído.

Helewise estuvo a punto de echarse a reír.

—Cierto, padre Micah —murmuró—, eso no sería en absoluto apropiado.

—Son diablos ante los ojos de Dios —declamó el cura—, y con su comportamiento asqueroso y contra natura inducen a los hombres a pecar.

Helewise, que siempre había considerado que era más bien al contrario, tuvo el acierto de guardar silencio. No era momento de recordarle al padre que muchas mujeres acababan prostituyéndose para no morir de hambre. Lo cual, aunque podía llegar a ser aceptable para una mujer sola, desde luego no era una opción cuando tenían uno o dos hijos que alimentar.

Y, de todos modos, ¿no se enseñaba a la humanidad que su dios era un dios bondadoso que perdonaba a todos los que se arrepentían de sus pecados?

Mientras escuchaba al padre Micah —que se había enfrascado en una desagradable diatriba contra las mujeres que hacen desviar las miradas y los corazones de los hombres de su supuesto lugar, la contemplación del Señor—, Helewise no pudo evitar pensar lo mucho que le desagradaba aquel hombre.

Y sabía bien que eso iba a ser un problema, puesto que, durante todo el tiempo que el padre Gilbert permaneciera inmovilizado en la cama, el padre Micah iba a ser su confesor.

«Oh, querido padre Gilbert —suplicó en silencio—, ¡volved pronto! ¿Cómo me las arreglaré con este frío sustituto, que me mira como si me odiara y que parece tan incapaz de comprender mis problemas como el gato del establo?».

Con los años, Helewise y el padre Gilbert habían establecido una relación excelente. Era evidente que se apreciaban el uno al otro y que eran buenos amigos. Aunque el padre Gilbert se tomaba su responsabilidad sobre el alma de Helewise con excesiva seriedad como para que surgiera ninguna sospecha de indulgencia hacia ella, sin embargo, una vez escuchada su confesión y asignada la penitencia, a menudo intentaba dar un giro a la conversación posterior para tratar los asuntos que le provocaban ansiedad. En una ocasión, por ejemplo, sor Eufemia, la enfermera, informó a Helewise de que la hija de un rico e influyente comerciante no sufría, como el padre creía, un trastorno en el estómago, sino que en realidad estaba embarazada. La chica perdió el hijo sin decir nada, y Helewise no quiso corregir al padre cuando éste afirmó sentirse muy aliviado al ver que su hija se había recuperado de su enfermedad sin sufrir secuelas.

Cuando el padre Gilbert la oyó confesar aquella mentira y le asignó su penitencia, le apuntó amablemente que es razonable plantearse, antes de responder a una pregunta difícil: ¿Es verdad mi respuesta?, ¿es necesaria?, ¿es bondadosa?

—¿Y qué hay que hacer si sólo algunas de estas respuestas son afirmativas? —le preguntó Helewise.

El padre Gilbert le sonrió con ternura.

—Abadesa Helewise, yo suelo aplicar el principio siguiente: tres de tres, doy la respuesta, por muy difícil que sea; dos de tres, puedo o no darla, según las circunstancias; una de tres, mantengo la boca cerrada.

«Imagina —pensó ahora Helewise— la misma conversación con este hombre tan enjuto». Se preguntó distraídamente cuánto tiempo pensaba seguir sermoneándola el padre Micah; parecía que llevaba horas así. Entonces se puso a rezar silenciosamente para que hubiera alguna interrupción.

Y su plegaria fue respondida bastante pronto. Alguien volvió a llamar a la puerta y, tan pronto como Helewise hubo dicho «¡adelante!», sor Ursel anunció que sir Josse d’Acquin acababa de cruzar cabalgando las puertas de la abadía y había solicitado, si no era mucha molestia, ver a la abadesa.

«¡Sir Josse, sir Josse, cuánto os quiero!», pensó la abadesa. Y con una cortés inclinación ante el padre Micah, dijo:

—Es una lástima que no podamos continuar nuestra conversación, padre, pero sé lo atareado que estáis y no quiero entreteneros más. —Luego se volvió hacia la portera y añadió—: Por favor, sor Ursel, haced pasar a sir Josse.