Capítulo 3

—Son una abominación a los ojos de Dios. Deberían echarlos a las llamas purificadoras, hasta el último hombre, mujer y niño.

Los ojitos del cura, que miraban a Josse fijamente, eran oscuros e impenetrables. Negros como la tela de su sotana, reflejaban la misma poca luz, la misma poca vida. Resultaba difícil creer que un corazón humano latía dentro de aquel pecho tan estrecho, que un cerebro humano pensaba dentro de aquel cráneo blanco y afeitado.

Josse, acogido en la abadía, esperó a ver si la abadesa decía algo. Pero, aunque su rostro enrojecido parecía reflejar cierta indignación, permaneció en silencio. Josse estaba ansioso por saber qué ocurría. Al ser acompañado por una apresurada sor Ursel a la habitación de la abadesa, descubrió que no estaba sola, como esperaba, sino que se mantenía rígida y tensa ante un cura enjuto y pálido que parecía haber ocupado para siempre su butaca.

Y, de alguna manera, la conversación había dado un giro hacia el tema de la herejía. Al parecer, el padre estaba en plena explosión cuando Josse entró en la estancia; Josse había oído algún comentario acerca de que aquellos que abandonan el camino de la corrección no merecen ser tenidos en cuenta, y al parecer el cura mencionaba a los herejes como ejemplo principal.

Con una mirada de disculpa a la abadesa, Josse intervino:

—¿No son los herejes también hijos de Dios, padre?

Los ojillos hundidos del padre Micah parecieron incendiarse de furia. Entonces declaró, con la rotundidad de quien pesa las almas el día del Juicio Final:

—Ellos renuncian a ese derecho bendito cuando ponen los pies en los senderos del pecado.

—Parece que no tenéis en cuenta el perdón —insistió Josse—. ¿No nos ordenó el Señor que perdonáramos a aquellos que pecan contra nosotros?

La expresión en el rostro de la abadesa debería haberlo prevenido; tenía el ceño tan arrugado que casi se le juntaban las cejas. Y con razón, reflexionó Josse: intentar mantener un debate sobre filosofía eclesiástica con un clérigo fanático era absurdo.

—Pero el pecado no es contra nosotros, ¿no, sir Josse? —Las mejillas hundidas y pálidas del padre Micah habían adquirido cierto rubor—. ¡El pecado es contra el propio Dios, de quien esos desdichados se alejan con su locura! —Hizo una pausa, respirando con esfuerzo, y pareció esperar a calmarse antes de proseguir—. Cualquier hombre, mujer o niño que se desvía de la única Iglesia verdadera y del conocimiento de Dios comete una traición —dijo finalmente, con voz templada y distante—. Y el castigo de la traición todos sabemos cuál es.

—La muerte —suspiró Josse.

—Exacto. —El padre Micah, cuya boca casi sin labios se había retorcido para dibujar una sonrisa sardónica, le dedicó un fugaz gesto de asentimiento, como si premiara a un pobre niño que finalmente y contra toda expectativa hubiera dado con la respuesta acertada—. La muerte en la hoguera.

Josse, paralizado momentáneamente ante el horror de esa imagen, se dio cuenta de que no tenía nada que decir. La abadesa intervino al instante, como si hubiera estado esperando su oportunidad.

—Padre Micah, os hemos entretenido demasiado —dijo en tono sereno mientras se levantaba para abrir la puerta—. Estoy segura de que desearéis retomar vuestros quehaceres, pues sabemos que sois un hombre muy ocupado.

Al principio, Josse creyó que estaba bromeando y esperó que el cura abandonara su furia y relajara su expresión con una sonrisa.

Pero no sucedió así. El padre Micah se levantó con un frufrú de la larga sotana oscura —que desprendía, advirtió Josse, un ligero hedor de pescado poco fresco—, y le hizo una cortés reverencia. Luego miró con cierto aire de desprecio a la abadesa y abandonó precipitadamente la estancia.

La abadesa cruzó la habitación y se hundió en su butaca. Después de cerrar la puerta con firmeza, Josse apoyó su ancha espalda contra ella, como si quisiera evitar que el padre volviera a entrar con un último sermón.

—Y este hombre ¿quién es, exactamente? —preguntó.

La abadesa había apoyado la cabeza en el respaldo de la butaca con los ojos cerrados. Josse la observó con ansiedad, preocupado por la desesperación que reflejaba su rostro. Pero luego empezó a sonreír lentamente, abrió los ojos, miró a Josse y dijo:

—Ése, mi querido sir Josse, amigo y salvador, es el cura de nuestra parroquia, el sustituto del padre Gilbert.

—¿El padre Gilbert ha…? —Josse no se sintió capaz de acabar la pregunta.

—¡Oh, no, no, el padre Gilbert está bien! Bueno, se rompió el tobillo y se dio un buen golpe en la cabeza, pero se repondrá. ¡Y rezo por que lo haga de prisa!

—¿Así que os ha tocado este tipo tan desagradable? —susurró Josse—. Os compadezco, mi señora.

Hablaba con total sinceridad, pero, para su sorpresa, la abadesa se echó a reír.

Sir Josse, os ruego que me perdonéis —dijo, al cabo de un momento, con la alegría todavía reflejada en el rostro—, pero me divierte que, después de tan breve encuentro con ese tipo, os hayáis dado cuenta con tanta claridad de que él y yo no vamos a ser amigos.

—Por decirlo con suavidad —musitó Josse.

—¡Ah, me alegro de veros! —dijo ella, todavía con una amplia sonrisa.

—Eso veo. ¿Vuestro salvador, habéis dicho? ¿Qué queríais decir?

—Estaba deseando que alguien viniera a rescatarme antes de que el padre Micah me indujera al suicidio —bromeó Helewise. Luego intentó sin conseguirlo, ponerse seria—. Llevaba un buen rato sermoneándome sobre los pecados irredimibles cometidos por las mujeres en desgracia y, creedme, al pasar al pecado todavía mayor de la herejía, confieso que he dejado de escucharlo. Luego habéis llegado vos, y ¿qué mejor salvador podría haber que vos?

Estuvieron hablando largo rato. Eran muy buenos amigos y llevaban sin verse desde el otoño anterior, por lo que tenían muchas cosas que contarse. Una vez discutidas las minucias tanto de la abadía como del día a día de Josse —con profusión de detalles, puesto que cada uno conocía bien las particularidades del otro—, finalmente la conversación llegó al asunto que los había reunido.

Josse se sentía muy satisfecho por haber supuesto acertadamente que la reina Leonor encontraría el tiempo necesario para visitar la abadía de Hawkenlye. Escuchó con atención el relato de la abadesa sobre lo que había sucedido entre la reina Leonor y ella, y se alegró mucho, puesto que sabía que la reina había encontrado en Hawkenlye un corazón amable y generoso.

Cuando la abadesa le contó lo del regalo de Leonor y le dijo a lo que tenía pensado dedicarlo, reconoció que el concepto de un herbario de Hawkenlye era una excelente idea.

—¿Tenéis a alguien con el talento adecuado para hacer justicia a un libro así? —preguntó.

—Eso creo, sir Josse. Una monja joven, a quien me parece que no conocéis, me ha informado de que es artista. Está preparando una prueba de su trabajo para que pueda juzgarlo por mí misma. De hecho —se levantó mientras hablaba—, creo que ya habrá terminado. ¿Queréis acompañarme a verla?

—Encantado.

Josse siguió a la abadesa y ambos cruzaron el claustro, doblaron una esquina y llegaron a un rincón privado que él creía no haber visitado antes. Allí no había nadie, tan sólo un pupitre alto y un taburete indicaban dónde se había sentado la artista. Encima del pupitre se veían varios objetos cuidadosamente protegidos con un trapo. Bajo la mirada de Josse, la abadesa levantó el trapo para descubrir botes, pinturas, pinceles, tinta y un pequeño trozo de pergamino.

La abadesa cogió el pergamino. Josse esperó. Al cabo de un momento, Helewise dijo, antes de pasarle la prueba:

Sir Josse, creo que el éxito de mi proyecto está asegurado.

Él comprobó de inmediato que tenía razón. La hermana desconocida había capturado la esencia misma de su objeto; las moras parecían tan llenas de vida que casi lograron abrirle el apetito. Y el texto estaba escrito con una caligrafía firme y fluida que era a la vez atractiva y fácil de leer, aunque Josse, que no era muy ducho en el arte de la lectura, tuvo que esforzarse un poco con algunas palabras.

—Me parece exquisito, mi señora —dijo mientras le devolvía el pergamino.

—¿Creéis que sería correcto encargarlo y pedir los materiales? —Lo miró con ansiedad—. Es mucho dinero.

—Sí, creo que vale la pena —dijo él con firmeza—. La reina Leonor, decíais, ¿desea un homenaje permanente al rey?

—Sí, eso es lo que dijo. Al rey y a su madre, como reconocimiento de su angustia y su dolor en estos terribles momentos de confinamiento del rey.

—Cierto —suspiró. Las condiciones en las que se encontraba el rey en el presente eran un hecho que parecía haberse instalado en su mente en todo momento, a veces a un lado, y otras veces, como ahora, en el centro. Volviendo no sin esfuerzo, al tema que los ocupaba, Josse dijo—: Bueno, en vuestra propuesta de herbario, al parecer, tenéis algo a la vez útil y decorativo, ¿qué mejor que esto?

La abadesa parecía estar madurando la idea. Luego, con expresión más relajada, respondió:

—Gracias. Entonces haré que el pedido se envíe sin más demora.

—Eh… ¿Puedo pedir que se me permita conocer a la artista? —aventuró.

—¡Sir Josse, por supuesto! Mandaré a buscarla, y estaréis presente cuando le comunique el papel que desempeñará en nuestro gran proyecto. Pero la reunión deberá esperar hasta después de la hora nona… ¿vendréis a rezar con la comunidad?

Josse contestó que no había nada que deseara más en ese momento, y la acompañó, a través del claustro, hasta la iglesia de la abadía.

De regreso en su habitación, Josse se apoyó en la pared mientras ella se acomodaba en su butaca. Le había pedido a una novicia que fuera a buscar a sor Phillipa y le dijera que deseaban verla en la estancia de la abadesa; al cabo de una breve espera se oyeron unos suaves golpecitos en la puerta.

En respuesta al sereno «adelante» de la abadesa, una joven monja con el velo y el hábito negros de las hermanas profesas abrió la puerta y se adentró en la habitación. Josse advirtió que estaba muy nerviosa; su rostro ovalado de pómulos prominentes mostraba cierto rubor, y los ojos azules le brillaban con fuerza. Hasta con el severo y almidonado griñón que le cubría la mandíbula y el cuello, y la toca en la frente que le tapaba el pelo, era evidente que aquella muchacha era una belleza. A Josse le complació observar sus movimientos gráciles cuando, después de dedicar una profunda reverencia a la abadesa, con la cabeza gacha y las manos unidas delante, esperaba que su superiora hablara.

—Sor Phillipa, éste es sir Josse d’Acquin, un buen hombre y un buen amigo de nuestra comunidad. —La abadesa se volvió hacia Josse, y sor Phillipa se volvió también y le dedicó una sonrisa radiante. Fugazmente vencido por tanta intensidad, Josse decidió rápidamente que aquello era más fruto de los nervios de la joven que de ningún repentino ataque de emoción hacia él. Al fin y al cabo, eran unos absolutos desconocidos—. Hemos estado viendo el ejemplo de vuestro trabajo —prosiguió la abadesa—, y estamos de acuerdo en que nos parece bien que se os asigne el proyecto que tengo en mente. —Hizo una pausa y Josse adivinó que estaba mesurando sus palabras—. Como a otras instituciones, a la abadía de Hawkenlye se nos ha pedido que recemos por nuestro gran rey Ricardo, pues necesita nuestras plegarias. Su señora madre, la reina Leonor, ha sido muy generosa y nos ha hecho un obsequio como muestra de agradecimiento por nuestra intercesión por el rey y por ella misma. Con este regalo, Hawkenlye preparará un herbario con los nombres del rey y de su madre.

Josse advirtió que sor Phillipa temblaba. Enternecido por el hecho de que la elaboración del herbario significara tanto para ella, deseó ver su expresión. Pero ella estaba de espaldas, mirando a la abadesa.

—Sor Phillipa, ¿haréis el herbario? —le pidió la abadesa, amablemente.

Y con lo que parecía un sollozo, la monja respondió:

—Sí. ¡Oh, claro que sí!

La breve luz del día de febrero estaba a punto de marchitarse cuando Josse abandonó la abadía. Helewise y él habían compartido un rato feliz después de que la extasiada sor Phillipa se hubo marchado; como la abadesa le comentó, era un placer excepcional encargar a alguien de su comunidad algo que la llenara de tanta felicidad.

Josse se dio cuenta de que se le había hecho demasiado tarde para volver a Nuevo Winnowlands, de modo que, después de comprobar con sor Marta que su caballo estaría bien atendido —no era necesario hacerlo, pero le gustaba hablar con aquella monja robusta que se ocupaba de los establos—, tomó el sendero que salía de la parte trasera de la abadía y conducía hasta el valle.

En el valle se ubicaba el manantial milagroso del Agua Bendita, que había sido la razón inicial por la cual la abadía se había construido donde estaba. El manantial estaba dentro de un sencillo santuario, dos de cuyas paredes eran de la misma roca por la que bajaba el agua curativa. Junto al santuario se levantaba un refugio construido apresuradamente donde los peregrinos que acudían a tomar las aguas podían comer y, si era necesario, pasar la noche. Un poco más abajo del camino se hallaba la morada de los monjes y hermanos legos de Hawkenlye. Era también una construcción rudimentaria, con pocas comodidades aparte de un techo, cuatro paredes más bien básicas y unas cuantas mantas y colchones más bien finos.

La escasa comodidad era compensada con la calidez con que los monjes daban la bienvenida a los visitantes. En especial, los dos hermanos legos, fray Saúl y el joven fray Augusto, que eran amigos de Josse. Cuando Josse asomó la cabeza por la puerta abierta, fray Saúl lo vio, se levantó y se acercó a darle un abrazo, mientras exclamaba:

—¡Sir Josse! ¡Qué alegría veros! Entrad, entrad y acercad los pies al fuego.

—¡Un fuego! ¡Santo cielo, Saúl, con la edad os estáis volviendo comodón!

Saúl no tenía más de treinta años, como mucho.

—Pues sí, estamos de suerte, sir Josse, y es cierto que es un lujo especial. Pero es que ha hecho tanto frío estas últimas noches, y… —bajó la voz con diplomacia— algunos de los hermanos más ancianos sufren, así que la abadesa, Dios la bendiga, dijo que podíamos encender la chimenea al caer la noche.

Josse sonrió y le dio a fray Saúl una palmada amistosa en el hombro.

—¡Es un lujo que voy a disfrutar al máximo! —declaró.

Se dejó guiar hasta un banco junto al fuego, saludó a los monjes que conocía e intercambió unas palabras también con Augusto y con el viejo fray Fermín. En seguida le ofrecieron un cuenco de caldo y un trozo de pan, lo cual se zampó con ganas. El suave rumor de voces masculinas conversando a su alrededor lo sumió de inmediato en una especie de modorra y, antes de que la noche fuera demasiado avanzada, Saúl le preparó una cama en un rincón, en la que se acostó y pronto se quedó dormido.

Se despertó con un martilleo.

Se levantó —parecía ser el único que quedaba durmiendo en la casa—, y salió a ver qué ocurría.

En seguida advirtió que hacía bastante más frío que el día anterior. El cielo tenía un aspecto… como diluido, pensó, y el viento ya no soplaba. Sin embargo, el aire era gélido.

Un grupo de monjes formaban un semicírculo frente a la puerta del refugio de los peregrinos. Una rama muy grande de uno de los castaños del bosquecillo que albergaba las edificaciones del valle había caído encima de una esquina del tejado del refugio. La endeble construcción no estaba diseñada para soportar el impacto de ramas tan pesadas y el techo se había hundido parcialmente.

Saúl y Augusto intentaban quitar la rama de encima del tejado antes de que provocara daños mayores. Fray Erse, el carpintero de Hawkenlye, tenía un buen puñado de clavos y un martillo en la mano, y parecía tratar de levantar con un soporte de refuerzo el tejado hundido. Era obvio que ninguno de los tres lograba mejorar la situación.

Lo que necesitaban era otro par de manos. Josse se apresuró a ayudarlos y añadió su fuerza a la de Saúl y Augusto. Con los tres empujando, la rama cedió un poco. Luego un poco más. Al final consiguieron que bajara rodando del tejado y cayera al suelo helado con un fuerte crujido.

Los monjes comenzaron a aplaudir. Josse al volverse, sonriente, se dio cuenta de lo helados que parecían. Con compasión, advirtió que la mayoría eran mayores, flacos y temblorosos. Fray Fermín llevaba los delgados pies prácticamente descalzos, embutidos en unas sandalias rotas, y estaban empezando a ponérseles azules.

Entonces se volvió hacia fray Saúl, a quien siempre había considerado el más razonable y sabio de los hermanos de Hawkenlye.

—¿No deberían estar dentro los chicos mayores? —le susurró.

—¡Llevo diciéndoselo toda la mañana, sir Josse! —protestó Saúl—. Pero fray Fermín, bendito sea, dijo que querían ayudar. —Se rió con simpatía—. ¡Ayudar! Tiene gracia, ¿no?

—¿Queréis que lo intente yo? —sugirió Josse.

—Oh, sir Josse, ¡os ruego que lo hagáis!

El poder de persuasión de Josse era claramente superior al de fray Saúl, o tal vez los viejos monjes estaban ya demasiado helados como para protestar; fuera como fuese, obedecieron sin rechistar, y entraron en la morada mansamente.

Saúl los observó con una sonrisa, luego se volvió otra vez hacia el refugio de los peregrinos y, abriendo los ojos de par en par, exclamó:

—Oh, Dios mío, ¡pero si está destrozado!

Desde dentro, fray Erse llamó:

—No está tan mal, Saúl. No tanto.

Y Augusto, desde el tejado, gritó:

—¡Bastante mal!

Los cuatro se reunieron frente a la pequeña edificación. El tejado se había hundido por una esquina, donde había cedido una viga. Las tablas de madera de una de las paredes presentaban grietas profundas; otra de las paredes se había curvado peligrosamente hacia fuera.

Al cabo de un rato, fray Erse declaró, lúgubre:

—Me temo que habrá que reconstruirlo de nuevo. De lo contrario, no será un lugar seguro. No queremos arriesgarnos a que se hunda sobre un grupo de peregrinos. —Con una sonrisa pícara, añadió—: Los pobres llegan con la intención de curar sus heridas, y no de marcharse con unas cuantas más añadidas.

—Gracias a Dios, anoche no había nadie —suspiró Saúl.

Y todos añadieron:

—Amen.

—¿Cuánto tiempo creéis que hará falta? —preguntó Josse. Pensaba en los visitantes de Hawkenlye, los enfermos, los heridos y los necesitados que acudían a tomar las aguas y a rezar con los monjes por el alivio de sus aflicciones. ¿Qué iban a hacer esos desdichados si llegaban con un tiempo tan frío y no encontraban refugio, ninguna comodidad más que el suelo duro y frío?

Fray Erse estudiaba el refugio hundido como si se tratara de un animal peligroso, frotándose la barbilla distraídamente con una mano y balanceando el martillo con la otra.

—No va a ser tarea fácil —apuntó—. Y tampoco podemos pedirles a los frailes ancianos que nos ayuden. Serían más un estorbo que una ayuda. Calculo una semana, tal vez más, entre los tres.

A Josse se le ocurrieron varias cosas. Se imaginó a una familia pobre con un hijo enfermo que acababa de hacer el difícil viaje hasta Hawkenlye, sin encontrar un lugar en el que refugiarse. Pensó en la bienvenida que los frailes y las monjas siempre daban a todo el mundo, él incluido. Y pensó también en el tiempo que hacía que no se había dedicado a una agradable tarea de trabajo manual.

Tomó la decisión —no le llevó mucho rato— y declaró:

—No seréis tres, Erse. Si estáis dispuestos a acogerme un poco más de tiempo, me quedaré a ayudaros.