Capítulo 13

De vuelta en su hogar, su cabaña, Joanna recordó el Imbolc como si hubiera sido un sueño. Lo que había ocurrido en el festival estaba tan alejado de todo lo que había conformado hasta entonces su existencia que se sentía incapaz de hacer poco más.

Sin embargo, había una cosa que permanecía de manera prioritaria en su cabeza: tendría que enfrentarse —y superar— otra prueba.

A medida que transcurrían los días de febrero, inconscientemente se iba preparando.

Había salido a cazar. No obstante, su presa no había sido ningún ser vivo; le habían enseñado a matar solamente en caso de estricta necesidad, y ella prefería vivir de lo que cultivaba en su pequeño huerto. Había salido en busca de lana de cordero para cardarla y convertirla en tejido para las prendas de la pequeña Meggie, y los mejores lugares en los que encontrarla eran las suaves laderas y los valles del Weald, donde rebaños de ovejas dejaban sus abrigos de lana pegados en los zarzales y las ramas.

Le llevó mucho rato encontrar la lana suficiente para hacer una prenda de bebé, pero Joanna disponía de mucho tiempo. Aunque los días de febrero eran todavía cortos, durante el invierno había pocas cosas que hacer: en la tierra todavía no crecía nada, de modo que no había plantas tiernas que cuidar. Debía recoger leña para el fuego y prepararse su propia comida —Meggie empezaba a tomar algunos alimentos triturados, aunque todavía se alimentaba básicamente de leche materna—, pero esa tarea la hacía rápidamente porque era repetitiva.

Ese día había recogido una bolsa grande de lana. Mientras se dirigía a casa, con Meggie casi dormida en su mochilita, Joanna ya anticipaba la felicidad de sacar su cardador de lana después de la cena mientras meditaba tranquilamente a la luz de la chimenea mientras hilaba. Se apresuró a alejarse de los pastos, ansiosa por volver al refugio de los árboles protectores del bosque.

Siempre tomaba medidas para asegurarse que no era vista por ninguno de los forasteros. Y no era que aquel día hubiera mucha gente a la intemperie: podía haber llegado a creer que tenía todo el territorio de Inglaterra para ella sola. Pero entonces, cuando se acercaba a los límites del bosque, le pareció oír algo.

Alguien. El sonido era como un quejido leve, como si, quienquiera que fuese, ya no fuera capaz de contener su dolor.

Joanna se debatió entre dos impulsos. Uno era salir corriendo, marcharse de puntillas y ocultarse en las profundidades del bosque. Esa persona sería seguramente un forastero, y Joanna había cortado los vínculos con ellos.

Pero una parte de ella la impulsaba a acudir en su ayuda. Había alguien cerca que tenía problemas, y la compasión humana le dictaba que debía hacer lo que estuviera en sus manos para aliviar su dolor.

Estrechó a Meggie con más fuerza —el bebé soltó un leve quejido de protesta cuando Joanna lo abrazó—, y luego se volvió para andar en dirección al lugar de donde procedía el sonido.

Tumbada bajo un roble había una mujer envuelta en una fina capa manchada de sangre. Llevaba un velo que le cubría la cabeza y la cara, apretado contra su boca con las manos moradas de frío, y sollozaba en silencio.

—Te ayudaré, si quieres —le dijo Joanna.

La mujer se incorporó de pronto, dejó caer el velo y miró a Joanna con ojos llenos de pavor. Era unos diez años mayor que ella, de cara redonda, bajita y rechoncha. O lo había sido. Parecía haber perdido mucho peso recientemente, de modo que ahora su piel amarillenta se había quedado formando bolsas alrededor de la mandíbula, el cuello y los hombros.

Tenía una herida al rojo vivo, infectada, en medio de la frente. Intentó ponerse en pie, tropezó, cayó y gritó de dolor.

Joanna se acercó a ayudarla. Le puso un brazo alrededor de la cintura y la ayudó a incorporarse.

—Aquí no puedes quedarte —le dijo con cautela, intentando adoptar un tono cálido para inspirarle confianza—, has cogido mucho frío, y si te quedas aquí toda la noche, morirás congelada. Te llevaré a mi cabaña y me ocuparé de ti.

La mujer abandonó su leve resistencia. Mirando al rostro de Joanna, pronunció algunas palabras, pero Joanna no las comprendió.

—No voy a hacerte daño —le dijo de corazón—. Soy tu amiga, te lo prometo.

Una palabra parecía haber cruzado su entendimiento; la mujer repitió, lentamente:

—Amig…, amiga. —Luego, apoyándose en Joanna, dejó que la sacara de allí.

El camino de regreso a la cabaña les llevó un buen rato. La mujer intentaba ser valiente, pero no siempre lograba contenerse, y aunque no gritara, los instintos de sanadora de Joanna le decían que sufría gravemente; era evidente por la manera en que se sostenía, por la cautela con la que se movía como para evitarse más dolor.

Y Joanna debía pensar también en Meggie. Le resultaba difícil llevar a un bebé en la mochilita al mismo tiempo que trataba de servir de punto de apoyo a una mujer adulta.

Cuando llegaron por fin a la cabaña, Joanna sudaba y tenía la espalda dolorida. Colocó rápidamente a Meggie en su cuna e, ignorando los lloros de hambre de la criatura —«Deberás esperar un ratito, cariño. Hay alguien aquí que necesita más cuidados que tú»—, tumbó cuidadosamente a la mujer en el suelo, frente a la chimenea. Los rescoldos del fuego de la mañana todavía brillaban apagadamente y sólo la llevaría un rato avivar un buen fuego.

A su luz, se volvió a examinar a su paciente.

Una vez entregada a los cuidados de Joanna, la resistencia de la mujer se había esfumado por completo. Se sentó desplomada hacia delante, con los brazos cruzados y las manos en el hombro opuesto, mostrando las heridas que alguien le había hecho en la espalda.

Había sido flagelada.

Joanna calentó agua y le añadió un poco de su valiosa reserva de sal; Mag le había demostrado años atrás que el agua ligeramente salada dolía menos en las heridas abiertas porque se parecía más a los fluidos del propio cuerpo. Entonces empapó un trozo de algodón limpio y, con toda la delicadeza de la que era capaz, empezó a humedecer los restos de la túnica de la mujer hasta que los despegó totalmente de su piel herida. La mujer sollozaba en silencio. Como se daba cuenta de que hasta ese cuidado tan leve le provocaba un dolor intenso, Joanna cogió una selección de las cajitas de madera que tenía bien guardadas en un estante alto.

Le dio a la mujer una dosis del sedante más fuerte que tenía. Eso la haría dormir, tal vez durante un día, tal vez un día y una noche, pero no le causaría ningún daño. Joanna la cuidaría.

Cuando el mejunje le hizo efecto, Joanna tumbó a su paciente en el suelo, sobre sus propias pieles. A medida que la mujer se sumía en la inconsciencia, Joanna era capaz de trabajar más de prisa. Pronto tuvo todas las heridas de la flagelación bien limpias, ungidas y vendadas, y entonces dirigió su atención a la frente de la mujer.

Una vez lavada la herida, pudo reconocer lo que era. Alguien había marcado a la mujer con la letra «H».

Joanna, que sabía perfectamente lo que eso significaba, sintió un escalofrío de miedo que le recorrió el espinazo. Si había gente cazando a herejes, entonces ella misma estaba en peligro. Oh, y encima había llevado a aquella mujer hasta allí, a su casa, ¡su propio lugar secreto! ¿Y si quién la había castigado las hubiera visto? ¿Las estuviera siguiendo sigilosamente por el bosque y hubiera ordenado a sus hombres rodear la cabaña, cazarlas, matar a la mujer y a Joanna…?

Santo Dios, ¿y qué sería de Meggie?

El pánico la paralizó durante unos momentos. Pero pensar en el peligro que corría su hija la sacó de su trance.

Sabía lo que tenía que hacer. Se había preparado para ello y no quería permanecer cruzada de brazos mientras ellos —fueran quienes fuesen— venían a buscar a la mujer. A ella. Recogió a Meggie, le dio de mamar, la limpió y luego volvió a colgársela de la mochila. Empezaba a anochecer y no había tiempo que perder. No había mucho que pudiera hacer antes del anochecer, pero lo poco que podía, debía hacerlo.

Comprobó que la mujer estuviera bien: dormía profundamente y estaba bien abrigada, y luego recogió su bastón de fresno de un rincón y salió de la cabaña. Su primera misión sería borrar cualquier huella que hubiera dejado al llevar a la mujer hasta el claro del bosque. Encontró su escoba y se pasó un rato barriendo vigorosamente hasta que no hubo rastro de hojas revueltas o huellas que denunciaran su paso. Luego recogió ramas y helechos y levantó una especie de parapeto frente a la cabaña. No era perfecto —estuvo un rato evaluándolo—, pero tendría que quedarse así. Ahora, la noche que se avecinaba estaba ya de su lado; pronto estaría totalmente oscuro y la cabaña resultaría tan invisible como si jamás hubiera existido. Había aislado bien el fuego en la chimenea antes de marcharse, de manera que ahora apenas soltaba humo. El que había era absorbido por la tupida capa de ramas del techo de la cabaña.

Permaneció a unos cuantos pasos de la casa, tras el parapeto, y recordó algo que le había enseñado Lora. Era una forma de hacerse invisible dentro de una muchedumbre. Joanna se rió la primera vez que lo oyó, y le dijo que era una técnica que no creía que fuera a utilizar jamás. Lora la miró entonces con tristeza y le respondió:

—Nunca se sabe, hija. No desprecies nunca el conocimiento.

La manera en que uno conseguía volverse invisible era lograr que la gente viera a través de uno. Tenías que fundirte, le había dicho Lora, tenías que convertirte en tu entorno. Como muchos de los conocimientos antiguos, era una cuestión de fe; en este caso, de creer que tú mismo te has fundido con el entorno. La intención seguía a la idea, y ahí estabas, invisible.

Joanna se preguntó si eso también servía para objetos grandes como una cabaña. Se tomó un tiempo para recuperar el aliento y concentrar la mente, y luego empezó a dibujar una imagen en su cabeza. Imaginó que los contornos de la cabaña se desdibujaban, que las largas hebras de enredaderas, hojas y ramas amables y útiles iban cubriéndola lentamente, ocultándola, protegiéndola de los ojos que no debían mirarla.

Cuando recuperó su estado de normalidad mental le costó mucho poder ver la cabaña.

Sonriente, recogió su bastón, dio media vuelta y salió decidida del claro.

Su destino no estaba muy lejos de allí. Sabía que debía apresurarse —la luz empezaba a menguar—, pero ella avanzaba ligera, cuidando de no dejar ningún rastro de sus pasos. Al cabo de un rato llegó a los pies de un enorme y anciano tejo. Levantó la vista hacia su denso follaje verde oscuro y escrutó su grueso tronco. Habrían hecho falta tres personas con los brazos abiertos para rodearlo; decía la leyenda que el tejo tenía mil años de edad.

Joanna levantó el bastón y, de puntillas, golpeó el punto en el que una de las ramas más bajas se unía con el tronco, tal vez a unos tres metros por encima del suelo. Al cabo de varios intentos, la cuerda oculta que se guardaba allí enrollada bajó a trompicones. Comprobó que Meggie estaba bien sujeta en la mochila y trepó por la cuerda. Una vez a salvo encima de la rama, recogió la cuerda tras ella y volvió a guardarla en su escondite. Ahora hizo lo mismo con una segunda cuerda que estaba atada a una rama de más arriba, y una vez encaramada en aquella segunda rama, ya fue todo más fácil: allí había una tosca escalera de cuerda que colgaba permanentemente porque resultaba imposible de ver desde el suelo.

La escalera llevaba hasta una plataforma en medio del lugar en que el enorme tronco del tejo se dividía en cuatro. La plataforma era muy antigua; estaba hecha de placas de roble, bellamente aserradas y pulidas hasta adquirir un acabado brillante. Sus junturas estaban perfectamente encajadas, tan sólidas y seguras como el primer día remoto en que fueron fabricadas.

Lora le había contado a Joanna el secreto del viejo tejo.

—Es un refugio, ¿ves? —le había dicho—. Ha habido momentos en los que nuestros escondites habituales no han sido lo bastante seguros, o al menos eso nos hemos temido. Nuestros antepasados, con su sabiduría, construyeron los refugios secretos, donde podía acudir nuestra gente en momentos de peligro y donde podían permanecer hasta que éste hubiera pasado.

Llevó a Joanna hasta el tejo y le explicó cómo colocar nuevas cuerdas, puesto que las antiguas se habían podrido y ya casi no existían. Fue idea de Joanna hacer una escalera de cuerda para acceder al nivel superior. Durante su embarazo se había pasado muchas veladas cortando trozos de roble y alisando los peldaños. Los trozos de cuerda los había conseguido de la casa que le habían dejado los parientes de su madre.

No era recomendable, decidió, trabajar en la plataforma mientras estaba embarazada. Sin embargo, al poco tiempo de nacer Meggie empezó a hacerlo. Primero limpió varias décadas de residuos pegajosos de color verde oscuro, aparentemente hechos de hojas, bayas y tronquitos, y examinó las planchas para ver si tenían desperfectos. Eran bien sólidas. Luego se puso a construir el refugio. Si alguna vez se veía obligada a usar la plataforma con mal tiempo, era posible que Meggie, tan pequeña y vulnerable, no sobreviviera si Joanna no conseguía aislar bien las paredes y el techo contra la lluvia y el frío.

Era un trabajo tan arduo que estuvo a punto de abandonarlo. Tuvo que colocar postes para hacer vigas para las paredes, entramar ramas entre los postes y luego forrarlo todo de adobe y cañizo para rellenar los poros y los agujeros. Luego tuvo que reunir ramas y juncos para hacer el techo. Y ya había trepado un par de veces al árbol cuando se le ocurrió que podía hacerse una polea con las cuerdas.

Después de esto, la obra progresó a un ritmo mucho más rápido. Hasta Lora, implacable a la hora de juzgar cualquier trabajo que tuviera que ver con la seguridad, la alabó por su presteza. Y por su rigor. Se arrodilló sobre la plataforma —el techo era demasiado bajo como para permitir a nadie, excepto a los niños, estar de pie—, botó unas cuantas veces, se apoyó en una de las paredes externas y asintió.

—Perfecto —dijo—. Así está muy bien.

A continuación inspeccionó el refugio. Abrió la puerta de madera y echó un vistazo en el interior. Estaba demasiado oscuro como para ver mucho, pero el lugar desprendía un aroma acogedor. Bajó la mano y tocó la plataforma: levemente húmeda, pero no empapada. Parecía que el techo había aguantado bien las lluvias.

«Mañana —pensó Joanna— traeré colchones, pieles, mantas… todo lo que tengo. De alguna manera, tendré que calentar el refugio, puesto que de poco servirá salvarnos de los que podrían capturarnos, si luego nos morimos de frío».

Estuvo tentada de tumbarse en el refugio y pasar la noche en él. Estaba protegido, y en aquellos momentos ésa era su principal preocupación. Pero empezaba a tener frío; se le había humedecido la ropa interior con el sudor de antes, cuando había ayudado a la mujer herida a llegar hasta la cabaña, y el esfuerzo de trepar al refugio del árbol con Meggie en la mochila la hizo volver a sudar. Ahora que estaba quieta, el sudor se le estaba enfriando rápidamente, y sabía que pronto empezaría a temblar. Además, a pesar de que Meggie estaba con ella, durmiendo calentita y tranquila en su bolsa, la mujer estaba sola.

No, no podía plantearse el traslado al refugio hasta el día siguiente. Decidida, cerró bien la puerta tras de sí e inició el descenso del árbol.

Se pasó la noche vigilando a Meggie y a la mujer. Se durmió algunos ratos, pero cada vez se despertaba alertada por algún sueño espantoso en el que aparecían manos negras con dedos largos como garras que se extendían para abrir la puerta de la choza. Sintió un gran alivio cuando amaneció y empezó el nuevo día.

Pasó la primera parte de él esperando con impaciencia que la mujer mostrara algún síntoma de volver a la consciencia. «Es culpa mía —se decía Joanna—, pobrecita, no debería haberle dado una pócima tan fuerte».

Cuando el sol alcanzaba el cenit, la mujer se agitó, pero luego volvió a dormirse. Animada, Joanna empezó entonces a desarrollar su plan, concebido la noche anterior, de acondicionar y calentar el refugio del tejo. Ya se había llevado todas las mantas y los abrigos que había podido; ahora cogió un cubo pesado hecho de cuero y lo forró con una espesa capa de paja. Luego apartó la primera de una serie de piedras que había puesto a calentar al fuego. Costaba mucho de recoger —debía tener mucho cuidado de no quemarse las manos y quedar incapacitada—, y probó varias maneras antes de dar con la ideal, que fue utilizar dos palos cortos con los que levantarla y llevarla junto al resto de las piedras de la chimenea. Desde allí era relativamente fácil girar la piedra caliente y meterla en el cubo.

Luego cubrió la piedra con más paja y la llevó hasta el tejo, encaramándose con ella y envolviéndola luego, todavía dentro de su capa de paja aislante, con una manta bien gruesa. Repitió el mismo proceso siete veces. Como llevaba una carga potencialmente tan peligrosa, no osaba llevarse a Meggie arriba y abajo del árbol cada vez, así que cada vez la dejaba cuidadosamente entre sus raíces, abrigada con sus pieles. Fue un alivio, en todos los aspectos, cuando hubo acabado su tarea.

La mujer se despertó a media tarde. Su mirada parecía aturdida y vaga, y cuando Joanna le preguntó si sentía dolor, ella negó lentamente con la cabeza. Joanna le dio agua y le ofreció de comer, pero la mujer lo rechazó. A Joanna no le sorprendió: el fuerte sedante que le había dado solía suprimir el apetito.

Joanna examinó rápidamente sus heridas. Ni en la espalda ni en la frente había rastros del desagradable olor que acostumbraba a indicar que la carne estaba corrupta y, desde luego, le pareció que aquella inflamación roja y brillante había disminuido un poco.

—¡Está bien! ¡Empiezas a curarte! —la animó Joanna.

Y, por primera vez, la mujer le respondió con una tímida sonrisa.

—Me llamo Joanna —dijo, señalándose a sí misma con el dedo—. Mi bebé se llama Meggie.

La mujer asentía con la cabeza mientras Joanna hablaba.

—Yo, Utta. —Se señaló el pecho con un dedo—. No, no hablo bien. Sólo un poco.

—¿De dónde vienes? —le dijo Joanna, lenta y claramente.

—Mi casa es Lieja.

¿Lieja? ¿Dónde estaba eso?, pensó Joanna. ¿En los Países Bajos? Eso creía.

—¿Por qué has venido a Inglaterra? —le preguntó.

—Amigos me han traído. Hombre dijo venir, contar la palabra.

—¿Te trajeron unos amigos? ¿Qué ha sido de ellos?

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

—Amigos… amigos… llevados. Látigo, hierro caliente. Cárcel. Muertos.

Joanna empezaba a comprender. Si estaba en lo cierto y aquella «H» significaba en verdad «hereje», parecía como si Utta hubiera formado parte de una secta que había venido a Inglaterra desde los Países Bajos para captar conversos. Tal vez para buscar asilo, aunque si tuvieron esa esperanza, entonces parecía que se habían llevado una buena decepción. Estaba claro que los habían capturado y castigado.

Joanna sabía lo que les hacían a los herejes en Inglaterra. Eran pocos en número, o eso es lo que le habían dicho, de modo que la ley era relativamente desconocida en lo referente a su tratamiento. Pero una vez declarados culpables, se los condenaba a un castigo y luego al exilio; a cualquiera que fuese hallado protegiéndolos o ayudándolos de cualquier otra manera, le quemaban la casa.

Una cosa era, pensó ahora, saber un hecho, y otra totalmente distinta era tener sus consecuencias delante de los propios ojos.

—¿Te han flagelado y luego te han dejado tirada a la intemperie? —le preguntó con la voz llena de misericordia.

Utta asintió.

—Me dicen: Vete y no vuelvas. Yo voy, pero no tengo casa para proteger del río.

—¿Y cómo que no fuiste con tus amigos?

Utta se echó de nuevo a llorar y luego dijo:

—Mis amigos en cárcel. Frieda, Arnulf, Alexius, Guiscard también. No lo sé. Frieda tiene… hombre. Pero él no la quería, contaba cosas a los hombres, de ella, de nosotros. Aurelia y Benedetto… —Se encogió débilmente de hombros y fue incapaz de seguir.

—Erais siete —murmuró Joanna—. Y una de vosotros conoció a un hombre, un extraño, quien, al traicionarla, también traicionó al resto del grupo. Fuisteis castigados y luego os llevaron a la cárcel u os dejaron abandonados en el frío. —Había algo que tenía que preguntar. Miró con atención a los ojos azules de Utta y le dijo—: ¿Sabes si todavía te buscan?

Utta volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé. Creo, hombres dijeron que me soltaran. Pero no el hombre negro, él dijo no, todos debemos morir.

Hundió la cara entre las manos y los hombros le temblaron con el llanto. Joanna le puso la mano en el hombro mientras le murmuraba palabras de consuelo. Con la mente acelerada, trató de ordenar las ideas. El hombre negro.

¿Qué había querido decir Utta?

Luego pensó que no importaba quién fuera. «Utta dice que todavía puede estar buscándola. Si es así, y si la siguió hasta el límite del bosque donde yo la encontré, entonces es posible que pronto empiece a buscarla en el bosque. Y puede que venga con más hombres».

No había tiempo que perder.

Hablando pausada y serenamente, Joanna dijo:

—Utta, tengo un escondite. Podemos trasladarnos allí, tú, yo y Meggie. Te costará llegar porque estás herida, pero te daré un poco más de hierbas calmantes que te ayudarán. Eso sí, debemos marcharnos ahora mismo.

Utta la miró. Por un momento pareció que iba a decirle que no, y Joanna apenas podía culparla por ello; cuando sientes dolor, lo último que quieres es ponerte en pie y emprender un viaje. Y todavía no le había dicho nada a Utta del tejo. Pero entonces Utta asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. Yo a salvo, vosotras a salvo.

«¡Buena chica! —pensó Joanna—. Has entendido que si tú estás a salvo, yo también lo estoy. Yo y Meggie».

—¡Vamos! —le dijo entonces, decidida.

Utta ya trataba de ponerse en pie, y Joanna la sostuvo para ayudarla.

Ese día, el recorrido era ligeramente mejor que el del día anterior. Utta incluso se ofreció a llevar algunas mantas, así que Joanna dobló bien un par de las más ligeras, de lana, y se las colocó en los brazos. Joanna acarreó las pieles y a Meggie en su mochila.

Cuando llegaron al tejo, Utta miró hacia arriba, asombrada. Joanna, que empezaba a ser consciente de la tarea que se había propuesto para ambas, decidió que no era el momento de hacer las cosas a medias. Tiró de la cuerda y dijo:

—Arriba, Utta. Dejaré a Meggie un rato en el suelo, ¿ves? Aquí, entre las raíces, está protegida, y te ayudaré a subir.

Utta agarró la cuerda con las manos, pero Joanna pudo ver de inmediato que no tenía fuerza en los brazos. Rápidamente, hizo un bucle con la cuerda y le enseñó a Utta que debía meter un pie dentro. Luego pasó la parte media de la cuerda por encima de la rama y, sin darle tiempo a Utta a protestar, empezó a tirar del otro lado. Utta se levantó del suelo; se aferraba a la cuerda con una mano y se impulsaba con el tronco del tejo con la otra. Al cabo de unos instantes alcanzó la primera rama.

Sudando profusamente y jadeando por el esfuerzo, Joanna volvió a tirar de la cuerda y rápidamente se encaramó al árbol. Subió a Utta por el segundo tramo usando el mismo método y luego le mostró la escalera de cuerda para que acabara de subir ella sola, mientras ella la vigilaba de cerca por si se caía.

Finalmente, alcanzaron la plataforma y Joanna ayudó a Utta a entrar en el refugio.

Volviéndose hacia su salvadora, Utta le sonrió de nuevo con agradecimiento y le dijo, sencillamente:

—A salvo.

Sonriendo, Joanna musitó:

—Eso espero.

Volvió a bajar hasta el suelo y subió a Meggie. Preparó para ella un pequeño nido en un rincón en el que el tronco del tejo se doblaba, haciendo un espacio triangular ideal para colocar un bebé y sus mantitas. Dos viajes más con la comida, el agua y los remedios para Utta y Joanna habría terminado. Utta, dándole la bienvenida al refugio con una mirada de agradecimiento, la ayudó a cerrar bien la puerta.

Luego Joanna destapó las piedras calientes que había llevado antes. El aislamiento parecía haber funcionado; las piedras seguían desprendiendo bastante calor. La simple presencia de seres humanos en el interior del refugio parecía haber elevado la temperatura unos cuantos grados, y Joanna esperó que tuvieran bastante para superar aquella noche.

Sabiendo que cuando cayera la noche se quedarían sin luz —sería una locura encender ningún tipo de lumbre—, Joanna comenzó a hacer las muchas tareas que había que completar. Preparó una especie de cama para Utta, colocando una de las piedras calientes a sus pies, debajo de una capa de mantas y pieles, y luego se hizo una similar para ella. Volvió a su cabaña del claro del bosque y recogió la comida que había preparado de antemano —comida caliente, una especie de gachas hechas de tubérculos que subió hasta la plataforma del tejo en otro recipiente de cuero—, y se aseguró de que tenían agua potable. Antes de abandonar la cabaña, aisló bien el fuego y puso unas cuantas piedras más a calentar en él. Tenía mucho miedo de que pronto fueran a necesitarlas, y empezaba a preguntarse cómo se las arreglaría para subir y bajar del tejo a oscuras.

Justo antes de acostarse, Joanna le dio a Utta otra dosis de la pócima de hierbas. La ayudaría de nuevo a vencer el dolor y a dormir tranquila. Tuvo la tentación de tomar ella también un poco. No es que tuviera dolor, aparte de la musculatura dolorida por la intensa actividad de los últimos días, pero la idea de un largo sueño reparador la tentaba.

«No —se dijo—. No me atrevo. Alguien tiene que estar alerta, y no podré hacerlo si me induzco el sueño a base de hierbas». Sabía que si sucedía algo sería capaz de despertarse de un sueño normal; estaba tan familiarizada con los ruidos nocturnos habituales en el bosque que era capaz de reconocer al instante cualquier cosa extraña a aquel entorno.

Finalmente, ya no había otra cosa que hacer más que tratar de dormir. Cerró los ojos, extendió la mano para tocar a Meggie, sumida a su lado en sus sueños infantiles, y pronunció una plegaria rápida y sentida a los poderes protectores antes de dormirse.