Capítulo 9
—¿Cómo podéis estar seguro, sir Josse? —preguntó la abadesa, tal y como él había adivinado que haría.
—¡Por lo que había amenazado de hacer con la esposa del señor de High Weald! —gritó—. Os lo dije; quería flagelarla por la sencilla razón de que profesaba una fe distinta y, a los ojos del padre Micah, vivía fuera del santo matrimonio.
—¿Y qué tiene eso que ver con una mujer extranjera que ha venido aquí en busca de socorro? —Los ojos grises de la abadesa, clavados en él, eran más fríos que un témpano, como si pensara que estaba oyendo suposiciones gratuitas y no le pareciera bien.
—Bueno, podría haberse encontrado a la mujer y al resto del grupo por el camino. Tal vez entabló conversación con ellos, como sucede entre viajeros, y ellos le dijeron que no eran cristianos, y el padre pensó: Si no son cristianos y no están casados, haré flagelar a la mujer y la marcaré por sus pecados.
La abadesa ni siquiera intentaba esconder su escepticismo. Josse tampoco se lo tenía en cuenta; sus suposiciones eran bastante rocambolescas, incluso para él.
—Por otro lado, tal vez no fuera así —concluyó Josse sin convicción.
Ella le dedicó una sonrisa.
—Siempre es importante establecer una hipótesis, sir Josse —dijo con amabilidad—. A veces, de las ideas más descabelladas puede surgir la verdad.
«Ah —pensó él— qué mujer tan generosa».
—¿Puedo decir algo? —intervino sor Calixta.
La abadesa se volvió hacia ella.
—Por supuesto —asintió.
—Sor Eufemia me ha dicho que ya había visto a otra mujer marcada. Llevaba una «A» porque había sido la amante de un hombre casado. —La joven monja miró a Josse—. De modo que tal vez haya algo de verdad en lo que dice sir Josse. —Luego bajó la cabeza, como si estuviera avergonzada de estar apoyando una suposición que la abadesa acababa de rechazar.
Josse miró a Helewise. Después de una breve pausa, ella dijo:
—Gracias, sor Calixta. Así pues, tal vez debamos llegar a la conclusión de que la mujer que está en la enfermería…
—Se llama Aurelia —intervino sor Calixta.
—… que Aurelia podría haber sufrido la ira del padre Micah, pero por algún otro motivo, no por el hecho de habérselo encontrado durante su viaje y haberle confesado que profesaba una fe extranjera. ¿Es así? —La abadesa miró primero a Josse y luego a sor Calixta, quienes, después de mirarse entre sí rápidamente, asintieron con la cabeza.
La abadesa musitó algo entre dientes, a Josse le pareció que reflexionaba sobre los detalles más escabrosos. Seguidamente, con una radiante sonrisa que demostraba, para él, que tan bien la conocía, que le estaba costando mucho no perder la paciencia y no quería que se dieran cuenta, dijo:
—En ese caso, partamos de ese supuesto.
—¿Dónde, entonces? —preguntó sor Calixta tímidamente al cabo de un momento.
—¿Dónde? —dijo la abadesa mirándola.
—¿Dónde se cruzó el padre Micah con Aurelia? ¿Y cómo se enteró de que era una adúltera y tenía que ser castigada?
Josse reprimió una sonrisa. Eran preguntas razonables, y estaba seguro de que la abadesa también las habría considerado así de no estar tan irritada. Por otro lado, sabía que no tendría respuesta para ninguna de las dos; desde luego, a él no se le ocurría ninguna.
—Ahora mismo no tenemos modo de saberlo —respondió Helewise con elegancia—. Hay muchas más cosas que debemos indagar antes de poder comprender lo ocurrido. ¡Sir Josse!
Se había vuelto hacia él tan repentinamente que lo había pillado en las nubes.
—¿Mi señora?
—Si es cierto que se trata de un asunto religioso, y el castigo fue ejecutado por orden del padre Micah, entonces es muy probable que el padre Gilbert sepa algo del asunto. —Miró a sor Calixta y prosiguió—. Si sor Calixta está en lo cierto en su sospecha de que ese Benedetto era el guardaespaldas de un grupo de viajeros, entonces debe de haber noticias de los demás. En cualquier caso, yo tenía intención de visitar al padre Gilbert, y propongo que lo hagamos cuanto antes. Todavía queda bastante para que oscurezca; podríamos ir hasta su casa y volver antes de que anochezca. —Vaciló unos instantes y luego dijo con un tono dócil que no era muy propio de ella—: Agradecería mucho vuestra compañía, si es que estáis dispuesto a cabalgar conmigo, sir Josse.
Ahora él sonreía abiertamente, contento de que se lo hubiera pedido.
—Sí, claro que lo haré, y encantado, además.
Salieron de Hawkenlye cabalgando en silencio. Josse se alegraba de que Horace hiciera un poco de ejercicio. La abadesa montaba una preciosa yegua de color castaño claro, un animal elegante cuyo pedigrí era visible por sus formas. Después de una fugaz mirada inicial, Josse desvió la vista y trató de pensar en otras cosas.
La yegua se llamaba Money y pertenecía a una joven llamada Joanna de Courtenay. Josse conoció a Joanna cuando ella escapaba de su primo, quien había decidido un futuro para el hijo de ésta que ella juzgaba intolerable. Joanna había buscado refugio en la casa de Mag Hobson, una mujer que la había cuidado cuando era niña y que vivía en las profundidades del bosque; se decía de ella que era bruja. Ahora Mag había muerto y Joanna, o al menos eso se creía, vivía en la cabaña de la bruja. Había también quien decía que ella desempeñaba ahora la labor de Mag.
Joanna había dejado a su espléndida yegua en Hawkenlye, donde, a cambio del cuidado del animal, las monjas podían utilizarlo cuando lo necesitaran. Como hacía hoy la abadesa. Josse había estado enamorado de Joanna, y no estaba del todo seguro, pero pensaba que posiblemente todavía lo estaba.
Por eso le dolía ver a la abadesa cabalgando en el caballo de ella.
Tenía muchas ganas de hablarle de Joanna, pero, a pesar de su buena amistad con Helewise, Joanna seguía siendo un tema del que ellos nunca hablaban.
Y tal vez fuera mejor así.
Interrumpiendo sus cábalas, la abadesa dijo de pronto:
—Olvidé decíroslo, sir Josse, con todo lo que ha sucedido hoy, pero ayer recibí la visita de un tal Gervase de Gifford, que dice ser el sheriff y que, al parecer, es un hombre de los De Clare.
—¿Ah, si? —Agradecido por haber sido arrancado de sus ensoñaciones, Josse preguntó—: ¿Qué ocurrió con Pelham?
—Eso es lo que yo pregunté. De Gifford, en realidad, no me contestó; tan sólo insinuó que Pelham había sido propuesto para un cargo que le iba demasiado grande.
—Eso ya lo sabíamos.
—Desde luego.
—¿Qué quería? —Josse estaba intrigado.
—Dijo que había venido por lo del padre Micah. Tiene intención de volver para hablar con vos.
—Para que le cuente lo que he averiguado…
—Sí, así es.
Josse soltó un bufido.
—La respuesta es nada. Nada que no supiéramos desde el principio.
—¡Vamos, sir Josse! —Lo animó ella—. ¡Tenéis la firme intuición de que el padre Micah estaba de alguna manera implicado en el castigo de esa pobre mujer de la enfermería!
—¡Intuición, mi señora! Utilizáis la palabra adecuada, puesto que no hay ninguna prueba de que la mano del padre estuviera detrás de todo esto.
—Pero ¿qué hay del cuento del señor de High Weald? —Helewise parecía decidida a sacarlo de su pesimismo—. Probablemente, es más que una casualidad que os enteraseis de la amenaza de un cura a una mujer a la que consideraba pecadora, y justo al día siguiente os encontrarais a una mujer herida que había sufrido exactamente el mismo castigo descrito.
Tenía razón, supuso él. Pero, de todos modos, no era algo que tuviera ganas de discutir ante ese tal De Gifford.
—¿Cuándo dijo que volvería? —preguntó Josse.
—No lo dijo.
—Bueno, deberé asegurarme de tener algo más concreto para cuando venga. —Lleno de intención, le dio al tranquilo Horace una patada y dijo—: ¡Vamos! ¡Vamos a ver al padre Gilbert, a ver qué tiene que decirnos!
A Josse le pareció ver sonreír fugazmente a la abadesa. ¿Tal vez de satisfacción por haberse salido con la suya? Era bastante obvio que sí.
Ya en la casa del cura, Josse se dio cuenta de inmediato que la temperatura había subido considerablemente desde su última visita. Había una buena pila de troncos pulcramente cortados, arrinconados a una distancia prudente de la hoguera, y el padre Gilbert, sentado en la cama y con un aspecto bastante animado, llevaba ahora una gruesa y bonita tela de piel por encima y, por tanto, se había deshecho de varias capas de ropa.
—¡Mi señora! —exclamó al ver entrar a Helewise en su habitación precediendo a Josse—. ¡Y sir Josse, qué alegría verlos a los dos!
—Ha tenido otra visita —dijo Josse, señalando los leños y la manta—. Alguien que, yo diría, ha pasado algún tiempo con vos.
—Sí, desde luego. El hijo de lord Saxonbury, Moncar, ha venido esta mañana diciendo que había oído que necesitaba leña. También me ha traído esta espléndida piel, que ha calentado en el trébede, y una jarra de cerveza.
No era extraño, pues, pensó Josse, que el pálido rostro del cura estuviera ahora lleno de color.
—Qué gesto tan amable —señaló la abadesa—. Así, ¿son buena gente y cristianos en Saxonbury, padre?
—Cristianos, podría ser. Buenos, sin duda —respondió el padre Gilbert.
—Sabéis lo de su esposa, supongo —dijo Josse—. La última vez que estuve aquí, vos hicisteis alguna referencia a la mujer a quien el padre Micah llamaba la concubina del lord.
—Sí, sí, lo sé. —Las manos del padre Gilbert jugueteaban con las mantas, enredadas debajo de la piel—. El padre Micah no reconocía ningún matrimonio como legítimo ante Dios si no había sido celebrado por un cura. Un cura cristiano —añadió con firmeza—. Como la esposa del lord es musulmana y su matrimonio se celebró dentro de su fe, el padre Micah los consideraba fornicadores.
—Tenía intenciones de hacerla flagelar —dijo Josse en tono neutro.
El color de las mejillas del padre Gilbert se disipó.
—¿Ah, sí? —musitó.
—Sí.
Josse y la abadesa permanecían junto al lecho del cura. Al cabo de un momento, el padre Gilbert rompió el silencio acusador:
—Habría estado en su derecho —declaró—. La Iglesia dice que…
—¿Qué una mujer anciana y enferma puede ser sacada a rastras de su lecho y azotada? —lo interrumpió Josse. Sintió el tirón cauteloso de la abadesa en su manga, pero decidió ignorarlo—. Padre, el lord me preguntó qué habría hecho yo si hubiera sido mi madre quien hubiera estado a punto de ser azotada.
El padre Gilbert parecía desolado.
—Comprendo vuestros sentimientos, sir Josse. El padre Micah era… quiero decir, a veces, él… —Se encogió de hombros—. Todos tenemos nuestra manera de servir a Dios —concluyó débilmente.
—Padre, ¿os puedo preguntar algo? —dijo la abadesa en tono respetuoso.
Él la miró, agradecido.
—Por supuesto, mi señora.
—¿Creéis que el padre Micah era capaz de azotar a alguien? ¿De, digamos, propinarle a una mujer delicada y frágil veinticinco latigazos?
Se hizo una larga pausa mientras el cura sopesaba la pregunta. A Josse le pareció que estaba debatiéndose entre salvar la reputación de un difunto colega o decir la verdad. Al final dijo, en voz tan baja que Josse apenas pudo oírlo:
—Sí, sé que lo era. Sé que lo hizo.
—Tenemos a una mujer así en Hawkenlye —dijo Helewise—. ¿Pensáis que podría haber sido víctima del padre Micah?
El padre Gilbert levantó sus ojos húmedos hacia ella.
—No puedo asegurarlo, mi señora, pero me temo que podría serlo —respondió.
—Por la misericordia de Dios —explotó Josse— ¿qué había hecho? También lleva una marca en la frente que parece una letra «A». ¿Se trata de otra mujer cuyo matrimonio el padre Micah se negó a reconocer, que se acostó con un hombre sin el consentimiento de la Iglesia?
El padre Gilbert se frotó los ojos.
—El padre Micah creía que trabajaba para Dios de esa manera —dijo cansinamente—. Los pecadores están destinados al fuego eterno, sir Josse. —Sacó las manos de debajo de las mantas y miró con furia a Josse, como si de pronto el cura desplazara al hombre compasivo y dominado por la culpabilidad—. ¡No lo olvidéis! ¿No es mejor sufrir un pequeño dolor temporal aquí, en la tierra, mientras se purga el pecado, que estar condenado a la maldición eterna?
—¿Un pequeño dolor temporal? —empezó Josse, con la voz estridente de rabia.
Pero la abadesa volvía a tirarle de la manga, y ahora con más firmeza; su puño se aferraba a la tela como una grapa metálica. Tiró de él hacia la puerta y dijo:
—Sir Josse me esperará fuera. —Se volvió hacia él y vio la comprensión en sus ojos; entonces le musitó entre dientes—: Está enfermo y dolorido, sir Josse. No le gritéis por algo que no es culpa suya.
—Pero…
—¡Josse!
No era casual que la abadesa estuviera al mando de la comunidad más numerosa del sur de Inglaterra; tenía capacidad de mando, y él obedeció mansamente su orden.
Fuera, el aire gélido lo golpeó como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Cuando su respiración empezó a apaciguarse, se esforzó por escuchar lo que se decía dentro. Pero, aparte del tono suave y tranquilizador de la abadesa y el ocasional estruendo de las interjecciones del cura, no era capaz de oír nada.
Al cabo de un rato salió Helewise y cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Se puso de inmediato a su lado y le dijo:
—Sir Josse, perdonadme por haberos ordenado salir de la habitación. No tengo más derecho a daros órdenes del que tenéis vos a dármelas a mí. Pero estaba seriamente preocupada por él, enfermo como está, y además pensé que conmigo hablaría con mayor franqueza.
Él aceptó su disculpa con un gruñido.
—¿Y lo ha hecho?
—En realidad, no —respondió, al tiempo que le daba una patada a una piedra helada del sendero—. Pero sí ha dicho algo que puede resultarnos útil. Ha dicho que el padre Micah andaba últimamente muy preocupado con el problema de cómo hacer volver a la fe a ciertas almas. Él…
—¡Fray Fermín! —exclamó sir Josse—. Dijo que el padre Micah había mencionado dos misiones que tenía pendientes: una afectaba a un lord que se había olvidado de las normas de Dios, el cual, podemos estar casi seguros, debía de ser lord Saxonbury. La otra implicaba a ciertas almas perdidas que estaban destinadas a arder en la hoguera.
—Almas perdidas —repitió Helewise distraídamente. Luego, con los ojos bien abiertos, añadió—: Sir Josse, ¡qué descripción tan espantosa e inquietante! Oh, fuera como fuese, ¿no tenía derecho el padre Micah a intentar devolver a los descarriados al amor de Dios?
—¡Mi señora, pensad en esa pobre mujer que yace en la enfermería! ¿Acaso fue correcto lo que le hizo a ella?
—¡No podemos estar seguros de que fuese él!
Josse se golpeó la frente con exasperación.
—¡Estáis pensando con el corazón, no con la cabeza, abadesa Helewise! —exclamó—. Primero sugerís que el padre Micah tenía derecho a flagelar a una mujer veinticinco veces, y luego decís, oh, pero tal vez no fue él el responsable. ¿Lo aprobáis o no, mi señora?
Ella volvió a dar una patada a la piedra, esta vez con más fuerza para arrancarla y mandarla a rodar. Luego la siguió y le propinó otra patada.
—No —respondió al cabo de unos instantes en voz baja.
Josse no era tan simple como para reaccionar mostrando su triunfo. En vez de ello, dijo:
—Ya va siendo hora de volver. Iré a buscar los caballos.
La acompañó hasta su puerta y allí le deseó buenas noches; pronto sería la hora de vísperas y no esperaba volver a verla hasta el día siguiente. Cuando se volvía para marcharse, ella dijo:
—¿Sir Josse?
—¿Mi señora?
—Creo que debería avisar a Gervase de Gifford. Es muy probable que el padre Micah fuera el responsable de la flagelación de la mujer de la enfermería, aunque él no empuñara personalmente el látigo. Si es así, y también es cierto que la mujer iba con sus compañeros, entonces uno de ellos tuvo motivos para hacerle daño al padre. Creo que deberíamos compartir esta información con De Gifford.
—Sí, estoy de acuerdo. —Hizo una pausa; se resistía a decir lo que tenía en mente.
—¿Qué ocurre?
—Estaba pensando que lo que acabáis de decir afecta de la misma manera a nuestro amigo Benedetto. Me preguntaba si al menos deberíamos interrogarlo.
Ella asintió lentamente.
—Sí, ya veo. ¿Y tal vez encontrar alguna manera de retenerlo hasta que llegue De Gifford? Si Benedetto es inocente, no le hará ningún daño, y si es culpable, lo habremos retenido para que la justicia se encargue de él.
Pensando que estaba confiando demasiado en la capacidad de ese tal De Gifford por discernir entre culpabilidad e inocencia, Josse dijo:
—¿Puedo hablar con él antes de que haya ninguna cuestión de confinamiento? Simplemente, no me gustaría pensar que podemos estar mandando juzgar a un hombre que es culpable solamente de devoción a su amada.
—Y no tenéis ninguna prueba de la eficiencia de De Gifford como oficial de la ley —añadió ella—. Sí, sir Josse. Por favor, id a hablar con Benedetto ahora. Me guiaré por vuestra decisión sobre si debemos o no entregarlo al sheriff.
—Gracias, mi señora. ¿Deseáis que vuelva a informaros después del oficio?
—Sí, por favor.
Pero Josse regresó antes de que ella hubiera acudido a la iglesia de la abadía. Había ido a la enfermería, esperando encontrar a Benedetto sentado, velando a la mujer, pero no estaba. Sor Calixta, preocupada en atender a la enferma, intentaba vendar la herida de la frente mientras la semiconsciente Aurelia se retorcía y gemía de dolor; le dijo que pensaba que tal vez el hombre había salido a rezar por ella. Pero Benedetto no estaba en la iglesia, ni tampoco, cuando Josse corrió a comprobarlo, en el santuario del valle.
Ahora, corriendo y con el corazón latiéndole con fuerza, Josse recorrió la abadía entera. Con la excepción de la pequeña leprosería —era un pabellón separado, aislado dentro de la institución, y en el que no entraba nadie que tuviera esperanzas de volver a salir—, miró por todas partes. Hasta miró en los cubículos separados por cortinas del largo dormitorio de las monjas. Aparte de las camas sencillas y unos pocos efectos personales, allí no había nada.
A menos que Benedetto se hubiera hecho tan pequeño como para colarse en una esquina pequeña y oculta, lo cual parecía poco probable, sólo cabía una conclusión: se había marchado.
Con la sensación de ser el portador de una mala noticia, Josse fue a buscar a la abadesa.