Capítulo 19

Josse recordaría durante mucho tiempo aquella cabalgata a Saxonbury antes del amanecer. Y lo recordaría fundamentalmente por el coraje que demostró Aurelia.

Entró de puntillas en la enfermería mientras fuera estaba todavía oscuro, y se guió hasta su cama por la pálida luz de la vela que brillaba en un estante de la pared.

No conocía las rutinas nocturna y diurna de las enfermeras y, en cualquier caso, estaba demasiado preocupado por sacar a Aurelia de allí sin que los viera nadie que por saber si había alguna enfermera ocupándose de los enfermos.

Aurelia lo esperaba sentada en su cama, vestida con una túnica oscura y una gruesa capa de viaje junto a ella. «¿Llevas alguna bolsa?», le susurró él, y ella negó con la cabeza.

Josse la tomó del brazo y la mujer se levantó. Entonces, avanzando a pasos pequeños y apoyándose en su brazo, recorrió junto a él toda la enfermería y ambos salieron juntos por la puerta. Cuando estaba en el umbral, volvió la vista atrás; él la vio mover los labios, pero no pudo entender qué decía.

La apremió a seguir y la ayudó a llegar hasta el lugar en el que había dejado atado a Horace. Entonces la sintió estremecerse de dolor y la ayudó a montar en la silla. Deslizó el cerrojo y abrió un poco la puerta, luego guió el caballo hasta afuera y cerró la puerta tras de sí. A continuación, tratando con mucho cuidado de no empujarla, montó delante de ella. Le resultaba extraño, porque habría sido más seguro sostener a la mujer enferma delante de él, pero había que tener en cuenta las heridas de su espalda. Una vez acomodados, Josse llevó a Horace a un paso lento y regular.

Al cabo de un buen rato, sintió que la mujer empezaba a relajarse. Animó al caballo a avanzar un poco más de prisa, y ella no pareció quejarse. Y, mientras los primeros rayos del sol aparecían detrás de ellos y a su izquierda, avanzaron lentamente por la cuesta que conducía hasta Saxonbury.

El trayecto, relativamente corto, les llevó bastante tiempo. En algunos momentos, a Josse le costaba frenar su impaciencia; a medida que avanzaba tenía una sensación creciente de apremio, la impresión de que debía llevar pronto a Aurelia a Saxonbury —y al grupo entero hasta la costa— antes de… ¿antes de qué? No lo sabía. Sencillamente presentía, con un sentido de la fatalidad que era impropio de él, que algo malo estaba a punto de ocurrir.

Aurelia no le hablaba más que para contestar a sus escasas preguntas sobre si se encontraba bien. Cada vez ella respondía «sí», y cada vez, Josse estaba bastante convencido de ello, probablemente tenía ganas de responder «no». Aparte de esos breves intercambios de palabras, podía abandonarse a sus propias cavilaciones.

Rebuscó en su mente una y otra vez qué era lo que podía salir mal. Aurelia y él pronto llegarían a Saxonbury, ella se reuniría con sus compañeros y Josse los acompañaría hasta el mar. Conocía la zona lo bastante como para conducirlos a la costa por caminos poco frecuentados, y no dudaba de su capacidad para guiarlos. Y en el peor de los casos, aunque acabara perdiéndolos a todos, el camino desde Saxonbury hasta la costa era relativamente sencillo: lo único que había que hacer era avanzar hacia el sur, y tarde o temprano, dabas con el mar. Había varios puertos pesqueros a lo largo de la costa sur desde los que debería poder encontrar una nave que llevara al grupo hasta el otro lado del canal.

Tampoco le preocupaba su capacidad por proteger a los seis cátaros. Es cierto que habría preferido tener a Gervase de Gifford a su lado en caso de que surgieran problemas; no se fiaba demasiado de las habilidades de Arnulf, Alexius o Guiscard para ayudarlo en caso de pelea, aunque Benedetto sí podía resultarle útil. Pero ahora parecía que Josse tendría que apañárselas sin la compañía del sheriff. Podría haber esperado a que De Gifford acudiera a su cita en la abadía, pero la oportunidad de fugarse con Aurelia antes de que nadie más estuviera despierto le había parecido, sencillamente, demasiado buena como para dejarla escapar. «Sí —reflexionó Josse—, creo que me las arreglaré bien yo solo».

Trató de dilucidar si lo que lo inquietaba era la amenaza de la Iglesia. Era muy probable que a la comunidad de Hawkenlye se le asignara un sustituto del padre Micah, y si ese nuevo cura compartía las convicciones de su predecesor, posiblemente se dispusiera a seguir el rastro de los cátaros.

Eso, obviamente, si llegaba a enterarse de su existencia.

¿Lo haría?

¿Sería la abadesa Helewise tan racional como para seguir lo que le dictaba su cabeza, sometiéndose a su voto de obediencia? Si así lo hacía, entonces ese nuevo sacerdote se vería obligado a actuar. Era posible que la abadesa lo convenciera de que habían cuidado a Aurelia ignorando qué y quién era, para evitar las represalias hacia sus monjas y hacia sí misma. Pero el cura no podría hacer menos que intentar localizar al grupo e imponerles cualquier castigo que considerara necesario.

Sin embargo, si Helewise decidía seguir su corazón, Josse estaba prácticamente seguro de que el grupo no corría ningún riesgo proveniente de la Iglesia.

¿Qué haría la abadesa?

Mientras atacaban la última y larga cuesta hacia Saxonbury, Josse se volvió y le dijo a Aurelia que ya estaban muy cerca de su destino. Ella no le respondió, pero su sonrisa dolorida fue lo bastante expresiva.

Otra vez, el guarda parecía haberlos visto acercarse. Mientras apartaba la puerta hacia un lado, les dio la bienvenida con una expresión de cordialidad inusitada.

—Todos os esperan —le musitó a Josse—. Parecían saber que vendríais con mucha antelación.

Josse bajó de su montura y condujo a Horace hasta el patio. Y, como el guarda ya le había anticipado, allí estaban todos, formando una fila en cuyo centro se hallaba Utta, Arnulf y Alexius a la derecha, Guiscard y Benedetto a la izquierda. Detrás de los cátaros estaban el señor de High Weald y su hijo Morcar, con otros dos hombres de aspecto similar a su lado. Cuando Josse acercó a Horace y a su amazona para que los vieran, todos estallaron en una fuerte ovación.

El primero en romper filas fue Guiscard. Corrió hacia Horace y, levantando los brazos, abrazó a su esposa con ternura. Observándolos mientras Aurelia desmontaba con cuidado y caía en los brazos de Guiscard, Josse pensó que tal vez habían hecho una promesa de castidad pero, sin embargo, eso no parecía haber reducido el amor que se profesaban, sino más bien al contrario.

Ahora los demás se acercaron a ellos, rodearon a Aurelia, la acariciaron con manos amorosas y la interrogaron con ansiedad. Al quedar frente a Utta, Aurelia soltó una exclamación repentina y le tocó con cuidado la frente. Le preguntó algo rápidamente y Utta, riéndose, le respondió, buscó en un bolsillo de su túnica y sacó un botecito. Se lo mostró a Aurelia y luego lo abrió y le extendió un poco del ungüento por la herida de la frente.

«Estaría dispuesto a apostar —pensó Josse, sonriente— a que Utta tiene algún remedio mágico que le dio la gente del bosque. La habrán tratado con él, y por eso su herida ha cicatrizado tan bien; seguro que ahora lo compartirá con su amiga».

Y así fue. Por muy expertas que fueran las monjas de la abadía, la gente del bosque todavía conservaba unos cuantos secretos antiguos que no conocía nadie más.

Al cabo de unos instantes, el lord llamó la atención de Josse y le hizo un gesto. Josse abandonó al grupo para dejarlos que saborearan la felicidad de su reencuentro y lo siguió al interior de la casa.

Lord Saxonbury se acercó al fuego, se frotó las manos y luego abrió las palmas mientras las acercaba a las llamas.

—El sol brilla, pero todavía no ofrece el calor suficiente como para permanecer quieto en el exterior —observó. Luego añadió—: Sir Josse, hemos estado considerando el viaje de los cátaros hasta la costa y creemos que lo mejor es que se vayan de inmediato. ¿Los querréis llevar? Mi hijo Morcar se ha ofrecido a acompañaros, y yo os prestaré mis caballos.

—Sí, por supuesto, y agradeceré mucho la compañía de Morcar. —Josse valoraba al primogénito del lord como a un hombre útil de tener cerca—. Pero hay un problema.

—¿Sí? —Los ojos azules del lord se pusieron alerta.

—Sí; la mujer llamada Aurelia está todavía muy débil y sufre muchos dolores, por mucho que se comporte con valentía y no se queje demasiado.

Para sorpresa de Josse, lord Saxonbury sonreía.

Sir Josse, no malinterpretéis lo que voy a deciros. —Se acercó un poco a Josse y le dio una palmada en el hombro con su enorme mano—. Sé que tenéis una muy buena opinión de la habilidad de la enfermera de Hawkenlye, y que esa mujer ha hecho todo lo que ha podido por curar a Aurelia. Pero Utta tiene una fórmula contra el dolor que creo que es más fuerte que cualquier cosa que tengan en los confines sagrados de la abadía. Le dará un poco a Aurelia y así hará que tolere mejor el viaje.

—Entiendo. —Estaba en lo cierto, pensó Josse, respecto a que Utta había sido cuidada por la gente del bosque—. Eh… ¿Ha dicho Utta de dónde ha sacado el ungüento?

Durante un momento, el lord no le respondió. Luego dijo:

Sir Josse, he vivido toda mi vida pegado al Gran Bosque. Y aprendí que, cuando alguien sale de él y se muestra reticente a hablar de lo que ha vivido allí dentro, lo más sabio es no hacer preguntas.

—Limitémonos a dar gracias, entonces —dijo Josse—, por que Utta encontrara la compañía adecuada.

—Demos las gracias —murmuró el lord. Luego, dirigiéndose a grandes zancadas hacia la puerta, dijo—: Y ahora deberíamos preparar a nuestros huéspedes para el viaje.

Se encontraron monturas para todo el grupo. Guiscard y Aurelia decidieron compartir caballo; ella era una mujer pequeñita y la fuerte yegua que el lord les había prestado no sufría por llevar juntos a marido y mujer. Josse la miró y dedujo que ya había tomado el mejunje analgésico, puesto que tenía las pupilas dilatadas y una expresión vaga y soñolienta en la mirada. Guiscard la colocó delante de él sobre la yegua, de modo que podía apoyarse en él; la había abrigado cuidadosamente con una gruesa capa, para que estuviera calentita y para que le sirviera de almohada para la espalda. Esperaban, pensó Josse, que pasara buena parte del trayecto dormida.

Arnulf y Alexius cabalgaban sobre unos fuertes ponis, y Benedetto, en un caballo más grande. Josse se estaba preguntando cómo iría Utta, cuando ella se le acercó y le preguntó tímidamente si podía cabalgar con él. Al parecer, no estaba demasiado familiarizada con los caballos.

Así que, de nuevo, volvió a ayudarla a montar sobre el lomo de Horace. Luego, con Morcar en cabeza en su propia cabalgadura de pelo castaño, y el propio Josse cerrando la expedición, el grupo se dispuso a marcharse de Saxonbury. El lord y su familia salieron a despedirlos y, por primera vez, Josse pudo ver fugazmente a la esposa del señor de High Weald. Era muy pequeña y estaba encorvada por la inflamación de los huesos que tantos ancianos sufrían. Pero sus ojos oscuros, tras el velo transparente que llevaba, brillaban con fuerza, y su cara estaba llena de afecto mientras agitaba la mano, despidiendo a sus visitantes.

El grupo bajaba en silencio por el largo sendero que descendía de la colina. Luego Arnulf dijo algo y, al unísono, todos se pusieron a rezar. Josse oyó a Utta, sentada justo detrás de él, incorporarse a la oración y, para su sorpresa, reconoció las palabras del padrenuestro.

Cuando hubieron acabado —pareció durar mucho—, comentó, tentativamente:

—Habéis dicho Paternoster.

—¡Claro! —respondió ella. Y entonces, antes de que él pudiera seguir interrogándola, le explicó—. Rezábamos por un viaje seguro.

Con más fervor del que creía tener, Josse exclamó:

—Amén.

Teniendo en cuenta que la mayoría de ellos no estaban acostumbrados a cabalgar muchas horas seguidas, hacían buenos progresos. Morcar parecía conocer el camino con precisión, y los guiaba por senderos secretos con una seguridad silenciosa. Parecía ser consciente de la fragilidad de las mujeres y hacía frecuentes paradas breves. Preguntaba a menudo si todos estaban bien y, cuando le respondían afirmativamente, retomaba la marcha.

En algún momento, a primera hora de la tarde, se detuvieron a comer y a beber un poco. Josse calculó que llevaban recorridas unas nueve o diez millas, lo que consideraba una buena media. Se acercó a Morcar, que se entretenía hincando sus blancos dientes en un pedazo de carne seca, y le preguntó:

—¿Cuánto falta para llegar a la costa?

Morcar entrecerró los ojos, se protegió los ojos y miró el sol brevemente.

—Llegaremos a Pevensey al caer la noche, siempre y cuando no surja ningún imprevisto. Debemos de estar a medio camino, tal vez un poco menos.

—Bien. —Josse contemplaba el grupo, estudiando cada uno de sus rostros con atención. Vio cómo Utta rodeaba a Aurelia con un brazo, sujetándola mientras ella bebía algo de su frasco. Se preguntó si las reservas de Utta le durarían hasta llegar al Mediodía galo y la relativa seguridad del Languedoc—. ¿Creéis que podremos conseguirles un barco? —le preguntó a Morcar.

—Deberíamos poder dijo, mientras se tocaba una bolsita de piel que colgaba de su cinturón. —Si se les paga lo bastante, muchos hombres están dispuestos a llevar a gente de un lado a otro del canal sin hacer demasiadas preguntas.

Descansaron un rato más. Luego, cuando Benedetto y Alexius recogían los restos de comida y de bebida, Morcar les pidió que volvieran a montar sus caballos y se pusieron de nuevo en marcha.

Sucedió mientras cruzaban el valle del Cuckmere.

La corriente del South Downs subía delante de ellos, y Morcar había tomado un sendero que llevaba al sureste, bordeando el final del Downs y hasta el mar. Los cátaros estaban animados; sabían que ya no se hallaban lejos de la costa y que pronto estarían cruzando el canal.

Gracias al buen conocimiento de los atajos de Morcar, no se habían cruzado con nadie durante todo el trayecto. Pero ahora, en el valle largo y verde, estaban mucho más expuestos. Cualquiera que los buscara sería capaz de verlos desde varias millas de distancia.

Josse se sintió otra vez inquieto, pero ahora la sensación era mucho más intensa; puso una mano en la empuñadura de su espada y luego comprobó que llevaba el puñal en el cinturón.

El Downs había crecido muchísimo, y estaba justo delante de ellos. A Josse le pareció que era capaz de distinguir el antiguo faro de encima del Caburn, lejos, a su derecha. «Por favor —rezó para sus adentros—, por favor, cuida de ellos, sólo un poco más…».

Entonces oyó galopar a un caballo.

Todavía se oía de muy lejos, pero, cuando se detuvo a escuchar, el volumen del sonido aumentó rápidamente. Los demás también lo habían advertido. Morcar había tirado de las riendas y ahora se volvía encima de su montura, con una mueca de preocupación en el rostro.

Los cátaros, todos ellos, habían empalidecido de pavor. Benedetto ya se había apeado de su caballo y estaba de pie, con los brazos extendidos, frente a Arnulf, Guiscard y la mareada Aurelia, como dispuesto a defenderlos.

Josse había hecho girar a Horace y miraba hacia el final del camino que procedía del norte. De la abadía de Hawkenlye.

¿Habría revelado el secreto? ¿Había ganado en la abadesa el deber religioso a la compasión?

Apretó los ojos y observó al jinete solitario que se les acercaba. Un hombre… pero no iba ataviado de negro como un religioso, sino de color Burdeos. Y se reía, al tiempo que gritaba:

—¡Sir Josse! ¡Sir Josse! ¡Por fin os he atrapado!

Era Gervase de Gifford.

Josse bajó de su montura y esperó a que De Gifford alcanzara al grupo. Se sentía tan aliviado al verlo que no pensó en cómo reaccionarían los demás. De Gifford, tirando de las riendas de su sudorosa montura —era evidente que había estado cabalgando a un buen ritmo—, se apeó del lomo del animal y corrió hacia Josse.

Éste notó de pronto un movimiento a su espalda, y apenas empezaba a volverse para mirar cuando vio a alguien que pasaba corriendo por su lado. Era Benedetto, que, gritando, se abalanzaba sobre De Gifford antes de que el sheriff hubiera tenido siquiera oportunidad de levantar una mano para defenderse.

«¡Cree que ha venido a darnos caza!», pensó Josse, angustiado. Con su pobre dominio del idioma, Benedetto debía de haber entendido sólo la palabra «atrapado», y creía que su grupo acababa de toparse con el desastre. Y, como era tan simple, no había percibido el significado de la sonrisa de De Gifford, ni de la bienvenida que le daba Josse.

Josse se abalanzó sobre la espalda de Benedetto. El hombretón ya había atacado a De Gifford y tenía las manos alrededor de la garganta del sheriff. Josse sujetó sus muñecas y tiró de él con todas sus fuerzas. Consiguió apartar la mano derecha de Benedetto con la suya, pero no pudo soltar la izquierda. Y, en una imagen sacada del pasado reciente, vio la garganta del carcelero muerto y la marca que le había dejado la mano de Benedetto. La mano izquierda de Benedetto.

De Gifford, sintiendo de inmediato que se aflojaba la presión en su tráquea, giró la cabeza y subió el hombro izquierdo. Al pillar desprevenido a Benedetto, consiguió desequilibrarlo un poco. Josse intentó sujetar al fortachón, pero fue alejado con la facilidad con la que un campesino lanza una bala de heno, cayó ruidosamente y se golpeó la cabeza contra el suelo. Logró ponerse de rodillas, medio mareado, sacudió la cabeza para aclararse la vista, y levantó la cabeza hacia los hombres que seguían luchando…

… y entonces vio a Benedetto de rodillas junto a un De Gifford postrado, que lo mantenía a raya con sus fuertes muslos. Benedetto se había sacado un puñal largo y afilado de debajo de la túnica y estaba a punto de clavarlo en el pecho de De Gifford.

Josse gritó «¡¡¡No!!!» y se abalanzó sobre Benedetto. Seguía aturdido, actuaba guiado por sus instintos de lucha, y se sacó el puñal sin pensar. Lanzó el brazo izquierdo alrededor del cuello de Benedetto y lo empujó hacia atrás. Con un gruñido, Benedetto levantó la mano derecha y agarró a Josse por la muñeca, con un puño que parecía tener la fuerza de una grapa de hierro.

En la otra mano de Benedetto, el afilado puñal seguía suspendido sobre el pecho de De Gifford. Bajo la mirada de Josse, su filo se metió en el rico brocado de su túnica Burdeos. El hombre estaba a punto de morir.

Josse se sacó el puñal y lo clavó en el hombro de Benedetto. Con un gruñido de dolor, el gigante cayó de lado, mientras trataba de palpar el punto de su agonía con la mano derecha. Al caer se encogió de tal manera que cayó sobre su propio puñal.

Benedetto cayó al suelo y se quedó inmóvil.

Bajo la mirada de Josse, con los ojos horrorizados abiertos de par en par, vio un gran charco de sangre que empezaba a manar de la espalda del hombre, con el intenso brillo de su color destacando sobre la tierra del camino.

La daga de Benedetto se le había clavado en el pecho y le había alcanzado el corazón. Cuando Josse se agachó para retirar el puñal del hombro de Benedetto y buscarle el pulso, ya sabía que no serviría de nada.

Benedetto estaba muerto.

Lo envolvieron en su capa y lo tumbaron junto al camino. Todos los cátaros, hombres y mujeres, tenían los ojos llenos de lágrimas; Arnulf, hablando por boca de todos, dijo que el hombretón los había amado demasiado y que su amor lo había encegado.

—No podemos dejarlo aquí, sin enterrar —señaló Alexius, con el rostro humedecido por el llanto.

Josse puso una mano sobre el brazo del joven:

—Nos encargaremos de él a la vuelta —le dijo, con delicadeza—. Te lo prometo. Pero ahora no hay tiempo: pronto oscurecerá, y hemos de llevar a las mujeres a algún refugio antes del anochecer. Es evidente que Aurelia no está lo bastante fuerte como para resistir una noche a la intemperie, sin un fuego y sin comida caliente.

Alexius hizo ademán de protestar, pero luego, con un breve gesto de asentimiento, se dio la vuelta. Josse lo vio reunirse con los demás, que ya habían iniciado sus plegarias por el alma de Benedetto.

Sintió que alguien lo tocaba en el brazo. De Gifford, todavía lívido y con rasguños en la garganta, le dijo, con la voz quebrada:

Sir Josse, os debo la vida. —Le hizo una profunda reverencia—. Acabáis de ganaros un amigo para toda la vida.

—No habría matado a ese pobre hombre por menos motivo que salvar otra vida —respondió Josse, al tiempo que le devolvía la reverencia—. Él no lo comprendía. Pensó que habíais venido a arrestarlos y creo que no podría haber soportado ver a sus seres queridos sufrir más.

De Gifford inclinó la cabeza.

—Creo que tenéis razón. Si sólo me hubiera dado la oportunidad de explicarme, le habría dicho que venía a ayudar, no a obstaculizar su huida. Pero, tal y como ha sucedido… —concluyó, encogiéndose de hombros.

Morcar se acercó a ellos; Josse se dio cuenta de que parecía no haberse inmutado por el incidente. «El señor de High Weald los cría fuertes», pensó.

—Deberíamos irnos —dijo el chico—. Aunque no es probable, puede que alguien nos haya visto. Cuanto antes los llevemos al mar, mejor.

Con la delicadeza y el respeto debidos ante un incidente tan dramático, Josse y De Gifford convencieron al grupo de que era hora de ponerse de nuevo en marcha. Entonces, en silencio, cabalgaron, alejándose de su compañero muerto en dirección al mar.

Encontraron una nave que se dirigía a Harfleur, cuyo capitán se mostró dispuesto a tomar a cinco pasajeros a cambio de la bolsita de oro del señor de High Weald. Arnulf, que de alguna manera había recuperado su papel de mando después del golpe de la muerte de Benedetto, dijo que Harfleur era un buen destino. Desde allí podrían viajar por Normandía y Aquitania, cruzar el Loira y el Dordoña y, luego, proseguir hasta Albi.

—¿Es ése vuestro destino final? —preguntó Josse.

Arnulf le dedicó una pálida sonrisa.

—Allí es donde nos reunimos —contestó—, Aurelia y Guiscard tienen amigos y familia allí; es su hogar.

—¿Y dónde está tu hogar, Arnulf? —Josse lo miraba con compasión—. ¿El tuyo, el de Alexius y Utta?

Arnulf soltó un pequeño suspiro.

—No creo que ninguno de nosotros pueda volver a ver su hogar —respondió—. Pero nos haremos uno nuevo —dijo, en un esfuerzo obvio por animarse—. Nuestra gente es ahora nuestra familia y permaneceremos juntos, todos los cátaros de todos los lugares. Nos reuniremos en el Languedoc y viviremos en paz.

Josse, que lo dudaba bastante, no dijo nada. En vez de ello, tomó las manos de Arnulf y se limitó a desearle mucha suerte.

Entonces, cuando Arnulf se volvía para despedirse de Morcar y de De Gifford, Josse se dirigió al lugar donde estaba el resto del grupo, esperando a que Arnulf se los llevara al barco.

Puso las manos delicadamente sobre los hombros estrechos de Aurelia y le deseó un buen viaje. Con una sonrisa tierna, ella acercó dulcemente el rostro al suyo y le dio un cariñoso beso.

—Gracias —le susurró.

Luego, Utta también lo besó, con un poco más de pasión. Mirándolo a los ojos, parecía a punto de decirle algo, pero, sin embargo, sacudiendo la cabeza con una sonrisa, permaneció en silencio. Más tarde, ya a bordo de la nave, se volvió y le dijo adiós con la mano.

Él le dedicó una plegaria. A todos ellos. Luego se dio la vuelta y, caminando detrás de Morcar y De Gifford, abandonó el muelle.

Morcar se marchó a casa tan pronto como hubieron despedido a los cátaros. Parecía tan fresco como cuando habían emprendido el viaje esa mañana, y al parecer no temía volver a hacer el viaje de veinte millas en la oscuridad creciente. Antes de marcharse, se despidió de Josse con solemnidad: le tomó la mano derecha con la suya y se la rodeó hasta que sus antebrazos se tocaron uno con otro.

—Mi padre os aprecia mucho, sir Josse d’Acquin, y yo también —declaró—. Siempre seréis bienvenido en Saxonbury.

Luego saludó a De Gifford, montó su cabalgadura y, guiando a los caballos que su padre había puesto a disposición de los cátaros, se marchó.

De Gifford lo observó alejarse. Luego, mientras le daba una palmada en el hombro a Josse, dijo:

—No sé qué pensáis hacer, Josse, pero yo tengo frío, estoy cansado y un poco triste. Os propongo que encontremos la mejor taberna de este puerto y pidamos la mejor cena de la casa y una buena jarra de cerveza, ¿qué os parece?

Josse, que luchaba con sus emociones, demasiado profundas para ser racionalizadas, pensó que era lo mejor que había oído en mucho tiempo.

El pequeño puerto estaba tranquilo, pero había una lucecita que brillaba sobre las ramas de un abeto. Cuando Josse y De Gifford se acercaron, oyeron las voces y las risas de su interior. Abrieron la puerta de un empujón y fueron recibidos con calidez, una chimenea encendida y lo que parecía ser un grupo alegre, aunque escaso, de gente.

De Gifford miró a Josse.

—Creo que esto es lo mejor que vamos a encontrar —comentó.

—Pues a mí me parece perfecto —respondió Josse—. Entremos.