Capítulo 5

Durante la ausencia de Josse, Helewise recibió otra visita del padre Micah. El cura le informó de que no estaba satisfecho con el funcionamiento de la abadía y Helewise, controlando con dificultad su indignación, le pidió dócilmente que se explicara.

—Daremos una vuelta por los diversos departamentos de la abadía —le propuso él pomposamente—. Os señalaré las áreas que más me preocupan.

Con la rebelión hirviendo por debajo de su actitud pacífica, Helewise comenzó a seguirlo.

Al poco tiempo se había hecho una idea del tipo de cosas que molestaban al sacerdote. En la salita de detrás del refectorio, donde las monjas cocineras pasaban buena parte del tiempo preparando enormes cantidades de comida, el padre Micah se quejó de las cancioncillas que algunas de las hermanas canturreaban y de las ocasionales bromas que se gastaban para interrumpir con unas carcajadas la monotonía de la jornada. En la antesala de la enfermería, se quejó porque una joven monja que estaba cansada se había sentado para enrollar vendajes. El dolor en las piernas, que tenía hinchadas por haber estado casi toda la noche de pie, cuidando de un paciente muy enfermo, debía ser ofrecido a Dios, según el padre Micah, como penitencia por sus pecados. Por tanto, debía trabajar de pie.

Fuera, en el frío claustro, el cura estuvo un rato observando a sor Phillipa, que se sentaba ante su pupitre entretenida con la ilustración de una «A» mayúscula. Era una obra muy bella, pensó Helewise, pero el padre Micah se quejó del abuso del azul y el oro, impropios de una comunidad en la que se ha hecho voto de pobreza. Cuando estaba a punto de decirle que la mismísima reina había obsequiado con los medios para adquirir aquellos pigmentos, Helewise cambió de opinión. No pensaba darle ninguna explicación a aquel hombre.

Pasó frente a la habitación de sor Bernardina sin hacer comentarios. Sor Bernardina estaba al cuidado de la pequeña colección de manuscritos preciosos de la abadía. Había algo en la austeridad de sus maneras y en su aire de distanciamiento, como si se comunicara silenciosamente con los ángeles, que merecía la aprobación del padre Micah. Con un imperceptible gesto de la cabeza, hizo señas a la abadesa para continuar la visita y dejaron a sor Bernardina con sus pergaminos.

Sor Emmanuel, que cuidaba de los ancianos en la pequeña residencia de la abadía destinada a los hermanos y hermanas retirados, también se salvó al principio de sus críticas. Pero la residencia era un lugar tranquilo y rezumante de devoción, en el que hombres y mujeres en la edad anciana caminaban con calma y valentía hacia la muerte, con la esperanza de encontrar el cielo, y eso no daba pie a bromas ni a canturreos. Pero cuando sor Emmanuel explicó que también ayudaba a la abadesa con los libros de contabilidad cuando ella estaba muy ocupada, el padre Micah acribilló a ambas monjas con una mirada furibunda.

—Esta tarea —dijo— interfiere entonces con la devoción que debéis a vuestros pacientes, hermana.

Era una acusación totalmente infundada, y Helewise lo sabía bien. Estaba a punto de decirlo cuando, para su sorpresa, el cura se volvió hacia ella.

—Y, abadesa, no debéis buscar aligerar vuestras tareas aumentando las de los demás.

Helewise experimentó entonces toda la gama de emociones de los injustamente acusados. Furia, resentimiento, humillación y, sí, también cierta dosis de autocompasión: deseó gritar, como un niño herido y enfadado, «¡no es justo!».

Respiró hondo para calmarse —si había de protestar ante el padre Micah en defensa propia, hacerlo ante la atónita sor Emmanuel no era lo propio—, agachó la cabeza y salió de la residencia de ancianos para tomar un poco de aire fresco.

Y para su gran sorpresa, se dio cuenta de que el padre Micah la había seguido. ¿Tal vez contaba como una pequeña victoria que, en vez de dejar que fuera él quien decidiera cuándo era el momento de marcharse y encabezara la salida, ella lo hubiera precedido?

Probablemente no, bajo el punto de vista de él. Pero bajo el de ella, así fue.

El padre Micah reservaba la mayor descarga de ira para el hogar de las mujeres en desgracia. Resultaba que ésa era la obra de su responsabilidad de la que Helewise se sentía más satisfecha: durante sus años como abadesa de Hawkenlye, la abadía había ido adquiriendo la reputación de una institución humana, instructiva y esperanzadora para aquellos que habían sido marginados por la sociedad. Sí, algunas de las mujeres de más edad de aquel lugar estaban demasiado hechas a sus vidas como para volver al buen camino. Pero hasta ellas, de las que las monjas sabían que volverían a los rincones oscuros donde comerciaban y se ganaban el pan, recibían ayuda cuando la pedían, y no se marchaban nunca de allí con el estómago vacío. Sus hijos no deseados recibían el mismo amor y cuidados que los cachorros legítimos de los nobles más ricos.

Las chicas más jóvenes, algunas de las cuales habían terminado prostituyéndose por desesperación, otras víctimas de una violación, otras engañadas por algún joven que les había prometido amor eterno a cambio de que cedieran un poco sólo aquella vez, llegaban avergonzadas a Hawkenlye y encontraban allí la respuesta a sus plegarias. Las monjas las cuidaban durante sus embarazos y, a cambio, hacían los trabajos que se les pedía, casi siempre sin rechistar. Se las animaba —un ánimo que tenía la misma fuerza que una orden— a asistir a los servicios de la iglesia de la abadía y a rezar por la fuerza para rectificar sus vidas. Sus hijos nacían bajo los ojos vigilantes de la enfermera o una de las comadronas, y luego, cuando madre e hijo estaban lo bastante fuertes, las monjas hacían todo lo que podían por encontrarles un hogar. A veces, con un poco de presión, un padre reticente podía ser convencido de aceptar a la madre de su hijo como esposa y darles un hogar. A veces, el bebé era adoptado por alguna pareja sin hijos de la zona. Otras, las propias monjas cuidaban del pequeño mientras la madre regresaba a su vida anterior.

Pocas mujeres volvían a presentarse en la abadía, lo que bastaba para hacer creer a Helewise que el método de Hawkenlye era el adecuado.

De inmediato fue evidente que el padre Micah no compartía el mismo criterio. En aquel preciso momento el hogar estaba bastante tranquilo y, justo entonces, cuando irrumpió en la sala, dividida en dos ambientes, uno para las mujeres embarazadas y otro para las que acababan de dar a luz, sólo cinco mujeres y dos bebés se volvieron a mirarlo.

—¿Venís a dirigir nuestras plegaria, padre? —preguntó alegremente una de las que acababan de dar a luz. Era una mujer de la calle, de Tonbridge, conocida por las monjas porque hacía poco tiempo había traído a una compañera más joven a la abadía. Se sorprendieron al verla llegar también para ponerse a su cuidado. Como comentó sor Tiphaine, llevaba tanto tiempo en su profesión sin sufrir ningún contratiempo que habían imaginado que era capaz de cuidarse sola.

Ahora, madre primeriza a la avanzada edad de veintinueve años, levantaba a su regordeta hijita para que el cura le diera su bendición.

Pero éste no hizo nada parecido. En vez de ello, apartó su sotana a un lado como si temiera que el contacto con una prostituta pudiera contaminarlo, y le dijo:

—¡Sal de mi vista, furcia! Y llévate a ese escupitajo de Satán contigo.

Luego dio media vuelta y salió de la sala a grandes zancadas.

Helewise oyó el llanto sonoro de la mujer, los gritos enfurecidos de sus compañeras y, como resultado inevitable, los lloros de los bebés, asustados y alterados. Por encima del griterío, una única voz femenina se levantó, con una sugerencia al padre Micah de lo que debía hacer consigo mismo.

Helewise apenas lo oyó. Corrió detrás del cura y lo alcanzó en el umbral.

—¡Padre Micah, debo protestar! —dijo con toda la serenidad de la que fue capaz—. En el nombre de Jesucristo y de su caridad, yo…

Él la miró hecho una furia.

—¡No oséis mentar a Nuestro Señor en un contexto así! —le ordenó—. ¡Esa mujer es una sinvergüenza! ¡sinvergüenza! ¡Levantar a su bastardo para que reciba la bendición de un hombre de Dios, con todas sus compinches riéndose como estúpidas, mostrando sus carnes pútridas, contaminando el aire puro de Dios con el hedor de su podredumbre, con la fetidez de la asquerosa sustancia que sale de sus pechos hinchados! ¡Cómo se atreven! Deberían azotarlas, a todas ellas… ¡sí, y marcarlas a fuego con la señal de su vergüenza!

Su rostro delgado se había puesto casi morado de furia. Respiraba con mucha rapidez y en las cejas y el labio superior le brotaban gotitas de sudor.

Helewise, observándolo, temió por su salud, y de pronto se apiadó de él.

—Volvamos a mi estancia —le dijo con calma—. Os sentaría bien tomar un vaso de agua fresca, padre.

Él se volvió a mirarla.

—No si viene de vos —le contestó descortés—. Iré a visitar el santuario sagrado del valle.

—Como deseéis —dijo ella, manteniendo el tono de voz neutro.

—Espero que haya cambios. —Miraba hacia la iglesia de la abadía—. Quiero ver menos displicencia y despilfarro absurdo y más pruebas de devoción. —Se volvió a mirar a Helewise—. Y esas furcias asquerosas deben marcharse antes de que vuelva a visitaros.

«Está enfadado —pensó Helewise mientras lo miraba marchar a grandes zancadas—. Ésta es, de buen seguro, la única respuesta». Mientras volvía al precioso refugio de su habitación, se preguntaba qué debía hacer ahora.

Un poco más tarde alguien llamó tímidamente a su puerta y fray Fermín entró en la estancia. Estaba llorando. El padre Micah, explicó, le había ordenado que dejara de ser tan generoso con el agua bendita y que se asegurara de que sólo la administraba a aquellos que llevaban una vida devota y rezaban varias veces al día por el perdón.

—¿Y yo cómo he de saberlo, mi señora? —sollozaba el viejo fraile—. ¡Eso no se le ocurrió explicármelo!

Intentando consolarlo —lo que no resultaba fácil—, Helewise le dijo que siguiera haciendo lo que había hecho hasta ahora, y le prometió que hablaría del asunto con el padre Gilbert.

—Dijo que volvería —dijo fray Fermín, obediente—. Nos dijo que tenía que hacer otras visitas; mencionó a no sé qué señor noble al que hay que recordar la ley de Dios, y dijo algo sobre la eliminación de almas perdidas a través del fuego eterno. Pero va a volver, mi señora.

Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, miraron a Helewise, y el corazón de la abadesa se llenó de piedad.

—Intentad no preocuparos, fray Fermín —le dijo con ternura—. Regresad al valle a cuidar de vuestros peregrinos. Dejad que yo me ocupe del padre Micah.

Aliviada, se dio cuenta de que sus palabras parecían servir de algún consuelo a fray Fermín. Mientras lo observaba marcharse, deseó que lo mismo le sucediera a ella.

El regreso de Josse unas horas más tarde supuso una distracción muy bienvenida. Dejando de lado sus preocupaciones, Helewise le preguntó lo que había descubierto sobre el carcelero asesinado. Mientras escuchaba agradecida cómo su voz profunda le contaba las marcas en el cuello del cadáver, se sumió de lleno en el misterio.

—¿Hay alguna posibilidad, sir Josse, de que alguno de los prisioneros hubiera podido alcanzarlo a través de la trampilla de la que habláis, por donde les pasaban la comida?

—Creo que no, señora. Y, en cualquier caso, ninguno de ellos tenía las manos aparentemente tan grandes. Uno era un hombre adulto, pero bajo y delgado, y el otro no era más que un muchacho.

—¿Y la puerta de la celda no había sido forzada?

—No. La abrieron con llave.

—¿La llave del muerto?

—Sus colegas así lo creen. Pero, mi señora, son un grupillo bien triste y, me atrevería a afirmar, especialmente bobos y poco observadores.

—Hum. Mi conclusión, sir Josse, y seguro que vos opináis lo mismo, es que el asaltante vino de fuera, derribó al guarda, le robó la llave y liberó a los prisioneros.

—Eso parece.

—Pero ¿por qué? ¿Quiénes eran, sir Josse? ¿Pudisteis averiguarlo?

—Los otros guardas tenían poco que decir sobre el tema. —Suspiró, y ella notó que se sentía frustrado—. Los dignifico con el título de guardas, pero, de hecho, dos de ellos parece que fueron reclutados tan sólo para hacer de portadores del féretro; estaban a punto de sacar el cuerpo cuando Augusto y yo llegamos. Es un buen chico, Augusto —añadió—: Utiliza la cabeza.

—Estoy de acuerdo —dijo ella, a media voz. Luego añadió—: ¿Decíais, sir Josse, que los guardas tenían poco que contar?

—Sí, sí. —Volvió a suspirar—. Uno de ellos me informó de que los prisioneros eran forasteros. Extranjeros, dijo. Su amigo, el muerto, se había quejado de que no paraban de gritar y que no podía entender lo que querían. Tampoco habría significado ninguna diferencia, imagino, puesto que estoy seguro de que no les habría dado lo que le pedían ni siquiera entendiéndolos.

Helewise advirtió que tenía un aspecto raramente desalentado.

—¿Qué ocurre, amigo? —le preguntó con ternura—. ¿Qué es lo que os preocupa?

—Oh, tal vez sea un blando —dijo él, esbozando una breve sonrisa—. Es perfectamente posible que los prisioneros estuvieran encarcelados justamente, que fueran culpables de algún crimen que mereciera un castigo duro. Pero, mi señora, vos y yo no tendríamos ni a un animal en las condiciones que pude ver en aquellas mazmorras.

—No creo que vuestra compasión merezca que seáis tachado de blando —dijo ella—. Si es que se trata de una acusación. Pero, sir Josse, ¿no pudisteis obtener ninguna pista sobre la naturaleza de su delito?

—No. Los carceleros no parecían saberlo y, cuando Gus y yo intentamos hacer averiguaciones entre los aldeanos, nadie quiso hablar con nosotros. Parecían tener miedo.

—¿De los carceleros?

—Es curioso que lo preguntéis, pero no, no creo que fuera de ellos. Había alguien más a quien temían. Una mujer a la que se dirigió Gus no dejó de mirar hacia atrás por encima del hombro, como si temiera que el propio diablo pudiera saltarle encima. Y un niño pequeño se echó a llorar y dijo algo sobre el hombre negro.

—¿El hombre negro? ¿De piel negra, creéis que decía?

—Sí, puede ser.

—¿Es posible que aquellos prisioneros extranjeros fueran negros? —Animada, ahora profundizó en la idea—. ¡Tal vez un hombre muy alto, ancho y negro fue a rescatar a sus amigos, mató al carcelero con su mano enorme y asustó a toda la aldea simplemente con su tamaño!

Josse la miró, indulgente.

—No lo sé, señora. Pero es una suposición tan buena como cualquiera de las que han podido ocurrírseme a mí.

Por la mañana, Helewise acudió a la oración de la hora prima con el corazón encogido. Había dormido mal, abrumada por la ansiedad que le producía el asunto con el padre Micah. De rodillas, dio gracias a Dios por el don de apiadarse del cura, sin el que estaría en el camino de sentir odio hacia él.

«Necesita ayuda, Dios mío —susurró— pues estoy segura de que tiene algún problema».

Al empezar el oficio se entregó a sus devociones. La paz fue instalándose a su alrededor, como siempre hacía, y sintió la ayuda inestimable de una fuerte energía que la apoyaba. Un poco más tarde, animada, salió a enfrentarse al nuevo día.

El primer drama llegó a media mañana, mientras Helewise se sentaba a su ancha mesa de roble a estudiar una lista de las rentas pendientes de algunos de los arrendatarios que cultivaban las tierras de la abadía. El ligero rumor de alguien que merodeaba al otro lado de la puerta interrumpió su concentración. No hubo ninguna llamada, pero Helewise oyó una ligera tos reprimida y el sonido de unos suaves pasos, como si alguien anduviera arriba y abajo del claustro.

Una vez detectado el ruido, le pareció imposible ignorarlo. Parecía probable que, si lograba hacerlo y volvía al trabajo, quienquiera que fuese se decidiría finalmente a verla y llamaría a la puerta.

La abadesa se levantó, se acercó a la puerta y la abrió. Fuera, con la mano levantada como si estuviera a punto de llamar, estaba sor Bernardina.

—¡Sor Bernardina! —exclamó Helewise—. ¿Deseabais verme?

—Sí, mi señora. Es decir, no estoy segura. Probablemente no sea nada, tan sólo mi imaginación, pero aunque no paro de decírmelo, estoy todavía muy inquieta.

Había sido un discurso muy largo, para lo callada que era habitualmente sor Bernardina.

—Pasad —dijo Helewise, y contadme qué es lo que os preocupa.

Sor Bernardina estaba pálida, pensó Helewise; todavía más de lo habitual. Y las manos de piel fina que solía llevar guardadas en las mangas del hábito de monja estaban ahora temblorosas.

Helewise guió a la monja hasta su propia silla.

—Desde luego parecéis inquieta —le dijo—. Venid, tomad un poco de agua.

Le acercó una copa a los labios. Sor Bernardina dirigió los ojos, abiertos de par en par y subrayados por la fatiga, hacia su superiora. Como no era una mujer de palabras vanas, ni siquiera cuando estaba alterada, procedió a hablar:

—Después de la hora tercia, fui a la sala de los manuscritos. Ayer, cuando estábamos allí con el padre Micah, advertí que había marcas de dedos en la puerta del arcón de los libros. Me alivió ver que el padre no se daba cuenta, porque me habría avergonzado y le habría dado la oportunidad de regañarme.

—Desde luego —murmuró Helewise. El padre, pensó, ya había soltado bastantes regañinas sin necesidad de darle motivo.

—Cuando me arrodillé en el suelo y me puse a pulir la puerta del arcón, algo me llamó la atención. Cogí la llave de donde la tenemos colgada, en la jamba de la ventana, y abrí el aparador. Y, oh, abadesa, no puedo afirmarlo, pero juraría que alguien ha estado revolviendo los preciosos manuscritos.

Helewise conservó la calma.

—¿Falta algo, hermana? —preguntó.

—No lo sé. Después de mi primer vistazo rápido, diría que están todos, pero no me detuve a mirarlo con detalle. Pensé que era mejor venir primero a contároslo, señora.

—Muy acertado, sor Bernardina —dijo Helewise con firmeza—. Ahora iremos las dos y lo miraréis con más detalle.

—Pero… Sor Bernardina, todavía muy pálida, cerró los ojos.

—Pero ¿qué?

La monja abrió los ojos y miró a la abadesa.

—Supongamos que el ladrón, quiero decir, si es cierto que hay un ladrón… que sigue ahí, escondido tras la puerta, esperando para asaltarnos.

—No es muy probable, ¿no creéis? —dijo Helewise con decisión—. Aun suponiendo que ese hipotético ladrón estuviera cuando vos entrasteis en la sala —sor Bernardina emitió un gemido sólo de pensarlo—, no creo que se quedara allí, esperando a ser descubierto.

—Pero…

—Acompañadme —pidió Helewise con tono decidido—. Cuanto antes echemos un vistazo, antes sabremos a qué nos enfrentamos.

Y las dos religiosas salieron de la habitación. Rodearon el claustro hasta la pequeña sala que constituía los dominios de sor Bernardina y, en silencio, la pálida monja señaló el armario de madera, una estructura ancha y poco profunda que se levantaba sobre seis sólidas patas. Su panel frontal estaba decorado con una serie de arcos.

Helewise se arrodilló delante del mueble. No miraba a menudo dentro del arcón de los libros y nunca se había detenido a inspeccionar cada manuscrito en detalle, de modo que tenía poca idea de lo que en realidad buscaba. Estaba a punto de hacer un comentario a este respecto cuando sor Bernardina soltó un grito:

—¡Oh, no he mirado si el misal seguía aquí! —dijo, apresurándose a adelantarse. Se arrodilló junto a la abadesa y se inclinó hacia los estantes—. ¡Oh, ojalá siga aquí!

—¿El misal, hermana?

Sor Bernardina estaba revisando cuidadosamente los manuscritos a un extremo del mueble.

—El misal de St. Albans, mi señora, uno de nuestros documentos más valiosos, obsequio de su señoría el obispo… ¡Oh, gracias a Dios! ¡Aquí está! —Levantó unas cuantas hojas de pergamino, encuadernadas, con una sonrisa de alivio.

Helewise se fijó en una página de caligrafía cuidadosamente ilustrada con tres grandes letras capitulares de colores muy vivos antes de que, con el cuidado de una madre arropando a su hijo, sor Bernardina devolviera el misal a su estante.

Helewise miró a su alrededor y al cabo de un rato dijo:

—No creo que pueda ayudaros, sor Bernardina. Como no conocía el orden habitual de los manuscritos, no puedo decir si falta alguno. ¿Es este arcón el único mueble en el que guardamos manuscritos?

—No, también está el aparador de aquella pared —señaló sor Bernardina. Luego se levantó y fue a inspeccionar la puerta de madera del mueble—. Puede que la hayan abierto, no lo sé. —Miró dentro del armario y, con un suspiro, declaró—. Creo que todo está en orden. Pero, como en el otro armario, hay algo que parece no estar bien. —Frunció el ceño y se mordió el labio con ansiedad—. Lo siento, señora, pero no puedo ser más explícita. Simplemente, sé el aspecto que tienen normalmente el arcón y el aparador, pero hoy, hoy…

—Parecen distintos —concluyó Helewise por ella. Sor Bernardina la miró, agradecida.

—Exacto.

—¿Y no podéis decir si falta algo?

Sor Bernardina hizo un gesto de resignación.

—No, señora. Lo lamento, pero no.

—Está bien —dijo Helewise, decidida—. Os sugiero que reviséis todo el contenido del arcón y el aparador y lo clasifiquéis. Os mandaré a sor Phillipa para que os ayude; entre las dos podéis elaborar una lista de lo que hay y compararla con el inventario. Tomaos el tiempo necesario, no os presionaré. Y venid a verme cuando podáis afirmar si ha habido robo o si, sencillamente, se trata de una travesura.

Sor Bernardina, absorta ya en su labor, musitó:

—Sí, mi señora, por supuesto. —Y le hizo una reverencia a la abadesa. Luego comenzó a sacar los manuscritos uno a uno del arcón, examinándolos y quitándoles el polvo con su blanca mano, como si la posible indignidad que habían sufrido, de alguien que no tenía derecho a hacerlo interfiriendo con ellos, pudiera ser expulsada de un manotazo.

Y Helewise la dejó en su ensimismamiento y salió despacio en dirección a su habitación.

Había decidido que le haría una visita al padre Gilbert para hablar del padre Micah. Como primer paso, puesto que el padre Gilbert debía de saber cosas de su sustituto que podrían ayudar a Helewise a tratar con él. También podría intentar averiguar cuánto tiempo faltaba para que el padre Gilbert volviera a su antigua actividad.

Si el padre Gilbert no pudiera ayudarla, entonces Helewise debería recurrir a una autoridad superior. Primero al superior del padre Micah y, si todo esto fallaba, a la mismísima reina Leonor.

Costara lo que costase, Helewise se prometió que no tenía ninguna intención de doblegarse ante las intenciones del padre Micah y expulsar a sus mujeres en desgracia para dejarlas expuestas a la dudosa caridad del mundo.

Costara lo que costase.

Cuando regresó a la abadía para el oficio de vísperas, Helewise había recuperado buena parte de su optimismo. Como siempre, su humor había mejorado a base de asumir sus problemas y de dar los primeros pasos hacia su resolución. La solución final podía estar todavía lejos —sor Bernardina y sor Phillipa estaban aún empezando su tarea, y el difícil escollo del padre Micah parecía todavía casi insuperable—, pero, al menos, sabía lo que tenía intención de hacer. Cerró los ojos, bajó la cabeza y pidió a Dios humildemente que tuviera al cura en consideración: «Os lo ruego, Señor —imploró— ayudadlo a salir de su aflicción. Ayudadme a mí también. Proteged a la comunidad de Hawkenlye y a aquellos que la servimos de su ira y estrechez mental».

Las voces de las hermanas se levantaron en la quietud del aire, y Helewise se entregó al dulce sonido de sus salmodias.

Al día siguiente, la alarma se disparó antes del amanecer.

Un vendedor con una carga muy pesada había emprendido muy pronto el camino hacia el mercado de Tonbridge, a sabiendas de que su carga le impediría avanzar al paso habitual, pero sin querer llegar tarde, por el riesgo de perder su lugar habitual en el mercado.

En un tramo oscuro de la senda que se encaramaba hacia Castle Hill, donde el Gran Bosque proyectaba sombras todavía más oscuras en la penumbra de la noche, el vendedor advirtió lo que creyó ser un saco grande tirado en el camino, medio caído en la acequia. Pensando que había podido caer del carro de otro vendedor que se dirigía también al mercado —Tonbridge quedaba ahora a tan sólo unas cinco millas de distancia—, el hombre dejó su propia carga y se dispuso a ver si encontraba algo que pudiera aprovechar.

Colocó las manos alrededor de lo que creyó ser el cuello del saco; ciertamente, a oscuras, parecía ser el punto más estrecho del bulto. Y, de hecho, sí que era un cuello, pero de otro tipo: un cuello humano, roto, del que colgaba una cabeza rapada.

El vendedor no esperó a investigar más. Abandonó su paquete —sólo el terror extremo podría haberle hecho hacer eso— y corrió todo lo de prisa que pudo camino abajo, hasta el punto en que se bifurcaba, por un lado en dirección a Tonbridge, y por el otro, vadeando el bosque y hacia Hawkenlye.

Una vez allí, golpeó con fuerza las puertas de madera de la abadía mientras gritaba hasta quedar afónico, con lo que atrajo la atención de la comunidad, que justo se disponía a levantarse para maitines. Las monjas fueron al valle a avisar a dos de los hermanos legos, fray Saúl y fray Michael, y Josse fue con ellos. Los tres hombres acompañaron al vendedor hasta su truculento hallazgo.

El vendedor tenía razón, determinó Josse al instante: el hombre estaba absolutamente muerto.

Y, aunque a oscuras resultaba difícil estar del todo seguro, le pareció que tenía una idea bastante clara de su identidad.

Aceptando el repetido argumento del vendedor de que ya había hecho todo lo que estaba en sus manos, todo lo que se podía pedir a un hombre corriente que hiciera, Josse le dijo que podía seguir andando hasta el mercado; a esas alturas, el vendedor ya se había repuesto del susto y volvía a estar preocupado por sus ventas del día. Cuando fray Michael preguntó con un susurro si era prudente dejar que se marchara, Josse respondió que el vendedor apenas podía considerarse sospechoso de asesinato, puesto que sólo un tonto mataría a un hombre sin ser visto, a media noche y lejos de cualquier comunidad humana, para luego ir a confesarlo a una abadía, como había hecho.

—Ah —exclamó fray Michael—, bueno, supongo que tenéis razón.

Entre los dos enrollaron el cuerpo como en un hatillo y, después de cubrirle la cabeza y la cara con un retal de saco que medio a regañadientes les había dado el vendedor, lo trasladaron a Hawkenlye.

La abadesa los esperaba.

Acompañó a los tres hombres a la enfermería. Bajo las órdenes de sor Eufemia, llevaron el cuerpo hasta un cubículo protegido por unas cortinas y colocaron el bulto sobre una camilla. Luego, sor Eufemia, sujetando una luz, apartó el trozo de saco e inspeccionó el rostro del muerto.

Se incorporó, con los ojos abiertos por el asombro, y miró a la abadesa, que también había reconocido la identidad del muerto.

—Dios mío, es el padre Micah —exclamó Helewise con voz temblorosa.