Capítulo 14

En el mundo de más allá del bosque, una de las compañeras de Utta ya estaba muerta. Frieda, que se había enamorado de un hombre que no profesaba su misma fe y que acabaría traicionándola a ella y a sus compañeros, yacía ahora en el suelo mugriento de una celda, violada y con el cráneo aplastado.

Otros dos de sus compañeros habían sido liberados de su celda. Empujado a aquella acción desesperada, su salvador había tenido que emplear la violencia contra el hombre que los vigilaba, pues creyó que sus vidas corrían un grave peligro. Y estaba en lo cierto. ¿Se habrían conformado las autoridades civiles con administrarles un castigo y luego soltarlos? ¿No prohibía la ley actual que nadie los acogiera en su casa? El fin era que los camorristas regresaran a su lugar de origen o que murieran. Pasara lo que pasase, así dejarían de ser un problema.

Pero las autoridades civiles no habían tenido en consideración a la Iglesia. O, para ser más exactos, a uno de los miembros de la Iglesia quien, creyendo con fanatismo que un hereje dejaba de ser peligroso sólo cuando estaba muerto, tenía una solución más permanente y segura en la cabeza. Quería verlos muertos, a todos los que pudieran ser capturados.

En el momento mismo en que Joanna y Utta se despertaban por la mañana en el refugio del tejo, la cacería empezaba.

La llegada de la luz del día significó para Joanna una nueva y larga dosis de duro trabajo físico. Volvió a su cabaña para buscar provisiones y llevó hasta el tejo todo el alimento seco del que disponía. Mientras vivieran allí arriba, en el refugio, deberían conformarse con una dieta monótona; no podía correr el riesgo de alumbrar un fuego para cocinar, de modo que no podrían tomar alimentos frescos. Llenó también todos los recipientes que pudo con agua corriente y los subió hasta el refugio. Cuando hubo acabado su último viaje hasta la cabaña —para llevar hierbas medicinales, puesto que todavía debía curar las heridas de Utta—, cerró bien la puerta con un trozo especial de cuerda que le había dado Meg, y la ató con el nudo más fuerte que le había enseñado.

Volvió a colocar el parapeto de verdor que disimulaba la cabaña y permaneció allí un momento, respirando serena y regularmente, hasta sentir que la fuerza que emanaba de la tierra bajo sus pies ascendía por su cuerpo.

Cerró los ojos para visualizar mejor la divinidad y luego pronunció una plegaria muy sentida para que su cabaña, su precioso hogar, permaneciera protegida y oculta.

Después se alejó sin mirar atrás.

Utta se dio cuenta de lo que intentaba hacer y se acercó a ayudarla. Aunque se sentía débil por la pérdida de sangre y la infección, seguía trabajando con las pocas fuerzas que le quedaban, echando cuerdas, ayudando a tirar de las cargas y siempre, aunque no estuviera enfrascada en ninguna tarea en particular, asintiendo, sonriendo y animando a Joanna en todos sus esfuerzos. Joanna estaba dándose cuenta de que era una buena mujer.

También era un encanto con Meggie. Uno de los problemas principales de Joanna y de su solitaria vida era contar solamente con un par de manos. Siempre que la pequeña Meggie necesitaba algo, Joanna tenía que dejar lo que estuviera haciendo para atenderla, o soportar las protestas de la niña hasta poder hacerlo. Ahora, cuando los berridos de un bebé era lo último que necesitaban en su escondite secreto, el problema podía llegar a convertirse en una dificultad mayor.

Hasta que, la primera vez que ocurrió, Utta intervino. Con una mirada rápida a Joanna como para pedirle permiso, recogió al bebé de su cálido nido. La acurrucó contra su pecho y empezó a cantarle una melodía suave acariciándole la espalda con un ritmo delicado y suave que Meggie pareció apreciar al instante. ¡Tiene buena mano!, pensó Joanna, observando desde dos ramas más abajo del árbol cómo su hija se relajaba en brazos de Utta. Aliviada, dio rápidamente las gracias a la Diosa por haberle enviado a alguien tan útil.

Cuando las dos mujeres se sentaron a comer juntas al mediodía, Joanna estaba agotada. Se había quedado en camisa y, mientras se bebía un buen trago de agua, se dio cuenta de algo: el tiempo había mejorado. Ni de lejos hacía el frío de antes, y el sol empezaba a calentar. Su misión más difícil —mantenerse las tres abrigadas y con el calor suficiente— empezaba a resultar mucho más fácil.

De nuevo, Joanna mandó su agradecimiento. Quienquiera que fuera que estuviera allí arriba en los cielos, vigilándolas, parecía estar totalmente de su lado.

Oyeron la cacería a primera hora de la mañana siguiente.

Al principio pensaron que tal vez se tratara de cazadores a caballo en busca de ciervos o jabalís; grupos así aparecían en el bosque de vez en cuando, como Joanna bien sabía, puesto que de vez en cuando se veía obligada a esconderse de ellos. Solían ser grupos de hombres ricos y con buenas monturas que tenían el permiso del rey para cazar en sus bosques.

Joanna recogió apresuradamente la escalerilla de cuerda y, mientras la sujetaba bien, encontró una posición estratégica; había un pequeño agujero en una de las planchas, en un lugar en el que la plataforma descansaba sobre ramas más delgadas y el vacío, en vez de hacerlo encima del tronco. Comprobó rápidamente que Utta y Meggie estuvieran bien; Utta estaba agachada sobre el tronco, con los ojos abiertos y llenos de terror, y Meggie dormía plácidamente en su cuco. Entonces, tumbada en el suelo, Joanna puso el ojo en el agujero y miró hacia abajo.

El tejo se levantaba en medio del sotobosque, pero había algunos leves senderos animales que llevaban por los alrededores. Un poco más lejos, una de esas pequeñas sendas conducía hasta un sendero más grande, que a su vez llevaba a un camino más ancho que llegaba a un claro. Si inclinaba la cabeza, Joanna podía distinguir el final de ese recorrido hasta el mismo principio del claro.

Ahora podía divisar a los hombres. Eran cinco, bien vestidos y sobre buenas monturas. Mientras los observaba, tres de ellos desmontaron y entregaron las riendas de sus caballos a los otros dos. Oyó el leve murmullo de la conversación, luego los tres hombres a pie se dirigieron hasta el lugar en el que el camino arrancaba desde el claro del bosque.

Era evidente que no eran un grupo de cazadores. Se oyeron unos crujidos en el sotobosque y luego un enorme jabalí, supuestamente alterado por la presencia de los hombres y los caballos, surgió de pronto casi de sus pies y echó a correr a través del claro, hasta los arbustos del otro lado.

Los hombres permanecieron allí. Alguien hizo un comentario, y otro se rió brevemente.

Entonces, los que iban a pie se marcharon por el sendero.

Joanna no se movió. Estaba petrificada, sin perder de vista a los hombres que se acercaban tan cautelosamente hacia ella. Ni se atrevía a levantar la cabeza para ver cómo estaba Utta; interpretó el silencio que había a su espalda como una buena señal. Tan sólo cruzaba los dedos por que Meggie no eligiera aquel preciso instante para decidir que tenía hambre…

A medida que los hombres se acercaban cada vez más, de vez en cuando era capaz de distinguir lo que decían. Parecían hablar de unos prisioneros fugados; uno de ellos dijo algo sobre un carcelero muerto. Luego —y Joanna miró, aterrorizada— uno de ellos miró directamente a las ramas del tejo.

Ella lo miró también. Era un hombre guapo, no pudo evitar advertirlo, aunque se reprochó tal irreverencia cuando aquel mismo hombre quizá estuviera a punto de hacer algo que podía llevarla a la muerte. Si detectaba el refugio, si lograba encaramarse por el tronco del tejo y subía a investigar…

Y entonces el hombre dijo con una voz benditamente normal:

—Qué árbol tan magnífico y anciano, ¿no Robert? Dicen que lleva aquí tres mil años. Debe de haber visto a los romanos desfilando por estos caminos.

Uno de los otros le respondió con un comentario alegre sobre la necesidad de las legiones de pasar por caminos bastante más anchos que aquéllos. El tercer hombre fue a colocarse justo debajo del árbol.

De pronto, el primero de los hombres gritó, dándole a Joanna un susto de muerte:

—¡Basta ya! —gruñó—. ¡Un poco de respeto, maldito seas, y ve a mearte a otro sitio!

El hombre de debajo del árbol, mascullando una protesta, se volvió, se alejó unos pasos hasta los helechos y entonces se levantó la túnica para expulsar un ruidoso caudal de orina encima del denso follaje.

Aunque el hombre que encabezara el grupo fuera su enemigo, pensó Joanna, tenía un punto a su favor.

Seguía mirando las ramas, pero Joanna ya no temía que hubiera descubierto su refugio secreto; su interés parecía estar puramente centrado en el viejo árbol. Dijo algo en voz baja —ella no fue capaz de distinguir las palabras—, y luego dio media vuelta, llevó a sus hombres en dirección contraria y regresaron al camino más ancho.

Aguardaron en silencio durante un rato que pareció eterno. De vez en cuando oían a los dos hombres que se habían quedado con los caballos hacer algún comentario. Ahora habían desmontado los dos, y uno de ellos no dejaba de agitar los brazos a su alrededor, dándose palmaditas en la chaqueta como para mantener el calor. Estaban sumidos en la penumbra, abajo en el claro del bosque, pensó Joanna, y no gozaban del calor de los rayos del sol, que ella recibía en la parte abierta de la plataforma. El otro hombre condujo a los caballos hasta un pequeño riachuelo que se desviaba de la corriente que discurría por su propio claro, y esperó a que bebieran.

Al cabo de un rato oyó a los otros tres que regresaban. Volvían por un camino distinto, proveniente de más allá del tejo.

Uno de los hombres que aguardaban en el claro les gritó:

—¿Habéis encontrado algo?

—Caminos de ciervos, caminos de jabalís, un montón de rastros de vida animal —respondió el que encabezaba el grupo de buscadores—. Pero no creo que haya signos de vida humana en cinco millas a la redonda.

Uno de sus compañeros se rió y dijo algo de la abadía de Hawkenlye, y el tipo contestó, riéndose a su vez:

—Ah, sí, Robert, pero lo que nosotros buscamos no son piadosas mujeres cristianas, y desde luego no son monjas.

Joanna se volvió, cerrando los ojos.

De modo que era cierto: buscaban a Utta y a su grupo.

Al cabo de un rato volvió a abrir los ojos y miró a Utta, quien la miró también a ella. Trató de sonreírle con tanta gallardía que el corazón de Joanna comenzó a latir de nuevo con una fuerza desbocada.

«No puedo proteger a sus amigos —pensó—. Pero juro que, si está en mis manos, mantendré a Utta alejada del peligro».

Pasaron el resto del día intentando recuperarse del miedo que les había provocado la presencia de los cazadores. Joanna intentó distraer a Utta manteniéndola ocupada. No resultaba fácil, en sus circunstancias —y nada en el mundo podría haber convencido a Utta de que bajara del tejo—, pero hizo todo lo que pudo. Primero estaban sus heridas, que había que vigilar. Estaba recuperándose bien, y Joanna se daba cuenta de que la forzada inactividad en el refugio era una bendición enmascarada. La marca de la frente de Utta seguía rabiosa e inflamada, pero Joanna estaba convencida de que la inflamación a su alrededor estaba disminuyendo. Animaba a Utta con gestos amables y sonrisas, a los que Utta respondía con patética gratitud.

—¿Tengo… marca? —preguntó con timidez, señalándose la frente.

—Sí, Utta; llevas una marca.

—Dejará… —Utta hizo una pausa, obviamente pensando cuál era la mejor forma de preguntar lo que quería saber—. ¿Marca quedará?

«Ah, claro —pensó Joanna—. Me pregunta si le va a quedar cicatriz. ¿Qué mujer no querría saberlo?».

Sopesó las palabras con cuidado para no parecer demasiado optimista ni demasiado pesimista, y le respondió lentamente:

—Normalmente, la marca de un hierro candente deja señal. Pero tu herida está cicatrizando muy bien, y creo que las hierbas que he utilizado te ayudarán a que, al final, sólo te quede una marca muy leve. —Se inclinó hacia delante, cogió la punta del velo de Utta y le pidió—: ¿Me permites?

Utta asintió, con sus ojos azules llenos de asombro. Joanna recogió el velo de manera que cubriera hasta las cejas de Utta, tapando la marca de la frente.

—Si llevas el velo un poco más bajo —dijo—, así, creo que nadie verá la marca.

Utta pareció aliviada. Tomó las manos de Joanna entre las suyas y las apretó con cariño.

—Tú… mujer buena —dijo—. Salvas vida de Utta, también salvas cara de Utta.

Algo en la manera en que la mujer compuso su frase de gratitud hizo reír a Joanna. Utta se sumó a sus risas y, a medida que el miedo daba paso a las risas, se miraron, ambas conscientes de que algo nuevo empezaba a nacer en su relación.

»Ojalá pudiera preguntarle por qué la han marcado como hereje —pensó Joanna—. ¿Qué fe profesa? ¿En qué creen sus gentes?». Pero dado el dominio limitado de Utta de su idioma, se daba cuenta de que su deseo debería permanecer sin cumplir.

Aquella noche, ambas durmieron más profundamente. Joanna le dio a Utta un poco más de sedante para asegurarle un buen descanso, y ella se sintió libre de relajarse un poco más. Aunque sabía perfectamente que haber recibido una visita de los hombres que buscaban a Utta no significaba necesariamente que no fueran a volver.

El sueño profundo no tardó en aparecer, pero estuvo plagado de pesadillas que Joanna se esforzó por ahuyentar al despertarse.

Llegó a última hora de la tarde del día siguiente.

Joanna no supo nunca cómo había encontrado el camino hasta aquel lugar concreto del Gran Bosque; llegó a la conclusión de que no había sido más que mala suerte.

Acababa de dar de mamar a Meggie y de ponerla en su moisés de pieles. La pequeña se durmió rápidamente, con uno de sus diminutos puños abriéndose bajo el mentón a medida que se relajaba; Joanna le metió la mano debajo de las mantas para que estuviera más calentita.

Utta estaba envuelta en sus propias mantas, apoyada en el tronco esponjoso del tejo. Le dio unas palmaditas al árbol y comentó lo cómodo que era apoyarse en él cuando, de pronto, Joanna oyó un ruido.

Levantó una mano pidiendo silencio y Utta obedeció al instante. A Joanna le dolía ver el terror reflejado en los ojos de la mujer; en aquel instante fugaz había pasado de ser una persona feliz y relajada, que anticipaba pasar una velada agradable con una amiga, a alguien que esperaba morir en un futuro inmediato.

Tratando de serenarla, Joanna acercó los labios al oído de Utta y murmuró:

—Ayer no nos encontraron, así que tampoco lo harán ahora. Y de todos modos, puede que sólo sea un animal del bosque.

Pero Utta no parecía tranquila. Moviéndose con tanta cautela que una polilla hubiera hecho más ruido, reptó lentamente hasta la parte trasera del refugio, se cubrió con sus pieles y las de Joanna y se agachó hasta que no aparentaba más que un bulto indefinido en la penumbra. Joanna no podía ver más que sus ojos aterrorizados.

Sabía que no tenía ninguna necesidad de pedirle que guardara silencio. Le dio la espalda y se tumbó sobre la plataforma para espiar de nuevo por el agujero. Al principio no veía nada. No estaba del todo segura de dónde había procedido el ruido, de modo que esperó, conteniendo el aliento, a ver si volvía a oírlo. Al cabo de un rato lo oyó.

Sonó como si alguien, o algo, estuviera avanzando por el sendero. No por el sendero principal, el que llevaba hasta el claro en que los jinetes habían esperado a los cazadores, sino por el más estrecho, que se desviaba hacia el tejo. Vigilante, con todos los sentidos alerta, Joanna permaneció atenta a cualquier movimiento. Estaba a punto de anochecer y la luz se estaba apagando rápidamente bajo los árboles. «Si lo que nos ha asustado así no es nada más amenazador que un jabalí —pensó Joanna mientras vigilaba el camino— puede que no llegue ni siquiera a ver a esa criatura…».

Pero luego hubo otro ruido, todavía más fuerte, seguido rápidamente por una exclamación. Quienquiera que estuviera allí abajo acababa de tropezar con algo. Y no era un jabalí, sino un hombre.

Joanna se movió ligeramente para tener una mejor visión. El sonido procedía del sendero, del punto en que la pequeña pista salía hacia el punto donde se encontraba el tejo. Se estiró un poco más para ver y miró hacia la penumbra, más abajo.

Mientras observaba, él salió del sotobosque y permaneció inmóvil en el sendero. Parecía probable que hubiera estado avanzando bajo los matorrales que crecían por debajo de los árboles, casi como si supiera que alguien lo vigilaba y hubiera querido asegurarse que permanecía oculto. Pero, como se había hecho daño al tropezar —ahora se agachaba a inspeccionarse el tobillo—, había decidido salir hasta la vía más fácil que le ofrecía el sendero.

Joanna no le veía más que la coronilla —parecía calvo— y los hombros poco prominentes. Iba vestido con alguna prenda oscura que tal vez hubiera elegido deliberadamente para pasar desapercibido en la oscuridad. Mientras lo observaba, el hombre se incorporó y empezó a avanzar sigilosamente camino abajo.

«Mantente en ese camino —lo animó secretamente Joanna—, síguelo allá donde te lleve y no te desvíes nunca».

Parecía que la iba a obedecer, pero de pronto volvió la cabeza de izquierda a derecha y se detuvo para mirar la pista de animales que salía en dirección al tejo —Joanna notó el corazón en la garganta—, pero luego, como si de pronto hubiera perdido el interés, el tipo hizo ademán de seguir adelante.

Justo en ese momento, Meggie se agitó, soltó un pequeño hipo que la hizo regurgitar un poco de leche y emitió un leve suspiro.

«No puede haberlo oído —se dijo Joanna—; está demasiado lejos».

Pero el hombre se había detenido. Se volvió con una lentitud infinita hacia el tejo, levantó la cabeza y miró hacia arriba, hacia la plataforma oculta entre el denso ramaje del árbol. Sólo entonces, cuando el peligro la acechaba realmente, Joanna apreció realmente la sabiduría de su gente, que la había hecho construir el refugio en un árbol de hoja perenne.

¡No te muevas!, se ordenó a sí misma. Y, desobedeciendo al instante su propia orden, alargó una mano hacia Meggie. La pequeña, ignorando el terrible drama que se avecinaba, percibió simplemente el olor particular de su madre. Y, como siempre hacía cuando se acercaba ella, gorjeó de felicidad.

Mientras Joanna observaba al hombre lanzándose por la pista, pensó: Qué ironía, ser delatado por el gemido de felicidad de un bebé.

Todavía había una esperanza. Se volvió para dirigirle a Utta una mirada furiosa de «¡No te muevas!» y volvió a espiar por el agujero.

Ahora el hombre estaba muy cerca, de pie, justo al lado del anillo protector que formaban las ramas externas del tejo. Parecía casi como si se mostrara reacio a penetrar bajo su denso follaje verde. Concentrando toda la energía en su pensamiento, Joanna le ordenó: «¡No te atrevas a entrar!».

Fue casi como si la hubiera oído. Soltó una leve risa —un sonido realmente horrible—, se agachó y, avanzando inclinado, volvió a incorporarse justo al lado del tronco.

Pero no podía subir hasta ellas, pensó Joanna, frenética, ¡no sin una cuerda! Y si iba a buscar una —a buscar más hombres, también, con toda probabilidad—, entonces ella y Utta podrían escapar cuando no estuviera.

Se hizo un silencio tan largo que Joanna pensó que ya se había marchado. Pero entonces, terriblemente cerca, se oyó su voz:

—Sé que estás ahí, mi hermosa doncella —dijo—. Y, por lo que oigo, tienes a alguno de tus malditos cachorros contigo, aunque no me dijeron que habías parido. De todos modos, los fuegos que te consumen aceptarán a tus vástagos, no temas.

Luego se oyó un susurro, repetido una, dos, varias veces; el tipo llevaba una cuerda consigo e intentaba engancharla en la rama más baja y así auparse.

Joanna oyó un sonido sordo detrás de ella: era Utta, que ahogaba su agonía con una esquina de la manta. Por un instante, las dos mujeres se miraron a los ojos. Luego Joanna miró a Meggie, que sonreía tranquilamente desde su cunita.

Aquello era la prueba de Joanna. De pronto lo supo, sin ninguna duda. Oyó las palabras de la Dómina en su cabeza: «Cuando llegue el momento, recuerda que lo que has hecho una vez puedes volver a hacerlo».

Entonces, sintiendo que el miedo la abandonaba al tiempo que tomaba la decisión, descendió de la plataforma en silencio y empezó a bajar por la escalera de cuerda. Mientras sus pies descalzos iban localizando los toscos peldaños, pensaba en aquella otra vez, en aquella ocasión —que la Dómina debía conocer— en la que ya había actuado movida por el amor al otro. «Lo que has hecho una vez puedes volver a hacerlo».

Sí, la Dómina tenía razón. Y si ésa era la misión, y la Dómina lo sabía y había preparado a Joanna para llevarla a cabo, entonces debía de ser lo más apropiado.

Los últimos resquicios de dudas la abandonaron. De pie sobre la rama de la que solían colgar sus dos cuerdas de más arriba, desenrolló toda su longitud y se dejó caer hasta la rama de abajo. Se deslizó por la cuerda con demasiada rapidez y se quemó las palmas de las manos, pero la velocidad resultaba ahora esencial: él había logrado pasar su propia cuerda por la rama más baja, y ahora ya estaba empezando a atarla.

Entonces empezó a trepar.