Capítulo 10

Al día siguiente, por la mañana, Helewise se encontraba sentada a su mesa mientras contemplaba a Josse y a Gervase de Gifford midiendo sus fuerzas. Se le ocurrió, de una manera un tanto irreverente, que parecían dos perros guardianes que estuvieran acusándose el uno al otro de invadir el territorio ajeno.

Sin embargo, y a pesar de la desconfianza, percibía la similitud que había entre los dos hombres. No era física: Josse tenía los ojos castaños y era moreno, alto, de espalda ancha y, a pesar de su rostro de facciones duras, solía tener una expresión que sugería su predisposición a aceptar a la gente, más que a condenarla. En cambio, Gervase de Gifford era delgado y elegante, y sus ojos verdes tenían un aspecto despegado y levemente irónico. No. La similitud entre ellos consistía sencillamente en que compartían una especie de poder, un aura indefinible que ambos llevaban como si fuera una prenda más de vestir. Era como si los dos hubieran sido puestos a prueba, hubieran sobrevivido y, como consecuencia, creyeran en sí mismos y en su propia capacidad de enfrentarse a cualquier cosa que la vida pudiera depararles.

Helewise se dio cuenta de que De Gifford se estaba dirigiendo a ella.

—… gracias por haberme convocado, mi señora.

—Era mi deber —respondió la abadesa—. Además, os prometí que os informaríamos de cualquier dato que sir Josse lograra descubrir en referencia al difunto padre Micah.

—Desde luego, y lo habéis cumplido —dijo de Gifford, insulso—. Como sir Josse ha estado explicando, no es nada definitivo, pero cada pequeña pista puede resultar útil. ¿No es así, sir Josse?

—Cierto. —Josse, advirtió ella, todavía no estaba dispuesto a intercambiar más que las gentilezas de rigor con aquel desconocido.

—Resumiendo —dijo De Gifford, volviéndose hacia Helewise—, sospecháis que la mujer llamada Aurelia, que fue traída para ser atendida en la abadía de graves heridas, podría haber sido víctima del celo religioso del padre Micah. Lo pensáis porque sus heridas son similares a aquellas con las que el padre amenazó a otra mujer, la esposa del señor de High Weald. ¿Es así?

—Sí —asintió Helewise, para luego añadir—: Como acabáis de dar a entender, todo es más bien vago, y realmente todavía nos queda mucho para descubrir la verdad, pero…

—Mi señora —interrumpió De Gifford con una sonrisa de disculpa—, creo que os estáis acusando falsamente. Tenéis a una mujer aquí que podría haber sido flagelada por el padre Micah y, a través del buen hacer de sir Josse, os habéis enterado de la existencia de otra mujer que habría sido una posible futura candidata a recibir el mismo trato. Puede que os interese saber que yo sé de otros casos.

—¿De verdad? —Helewise se incorporó en su butaca. Josse, advirtió, miraba a De Gifford concentrado y con cara de pocos amigos.

—De verdad —repitió De Gifford—. No estoy seguro de dónde estaban los límites de la influencia del padre; sé que era el sustituto del padre Gilbert, y el padre Gilbert no nos hacía más que visitas muy esporádicas al valle de Medway. Tenía sus propias preocupaciones aquí arriba y, además, nuestras almas ya están muy bien atendidas por nuestro sacerdote, el padre Henry. Pero, fuera o no adecuado que el padre Micah desempeñara su misión de salvación en nuestras inmediaciones, el hecho es que lo hacía. —Escrutó unos instantes a Helewise, como si estuviera sopesando si procedía con lo que estaba a punto de decir. Decidido aparentemente a hacerlo, continuó—: El padre Henry comprende nuestra manera de actuar, el padre Micah no lo hacía. No nos gustaba su presencia, y creo que al padre Henry también le molestaba. Pero ninguna de estas actitudes lograba mantenerlo alejado.

Helewise no estaba segura de qué estaba tratando de insinuar De Gifford.

—¿Vuestra manera de actuar? —dijo—. Lo cierto es que sólo hay una manera para un hombre de Dios, ¿no creéis, sir Gervase? ¿No opina así vuestro padre Henry?

De Gifford le dedicó una sonrisa encantadora.

—Naturalmente, señora abadesa, y nos recuerda a todos nuestros deberes siempre que tiene ocasión. Yo sólo quería dejar claro que los curas pueden emplear métodos distintos para mantener a sus ovejas en el redil.

—Hum… —Helewise no estaba convencida. Había observado algún intercambio de miradas ocasional entre De Gifford y Josse; o más bien, se corrigió a sí misma, miradas que De Gifford dirigía a Josse, como si el sheriff estuviera intentando convertir a Josse en un aliado. Dos laicos juntos frente a una religiosa.

—¿A quién más ordenó flagelar el padre? —preguntó Josse.

—No se limitaba a ordenarlo —lo corrigió De Gifford—. Para él era una norma ejecutar personalmente cualquier sentencia que imponía. Es una variante, supongo, de la máxima del buen comandante: nunca ordenes nada a tus tropas que no estás dispuesto a hacer tú mismo. En respuesta a vuestra pregunta, sir Josse, el padre Micah azotó a otra mujer, algo más joven que Aurelia. Había sido condenada por un tribunal eclesiástico y debía ser entregada a la justicia laica para recibir su castigo. No obstante, el padre Micah invalidó ese trámite y dijo que lo haría él mismo, y lo hizo. Luego permitió que un par de guardas se la llevaran y la encerraran en una mugrienta celda de la prisión.

—¿Qué fue de ella? —Para su consternación, Helewise oyó cómo su voz surgía como algo más que un susurro. Pero no creyó haber podido evitarlo; De Gifford había contado su conmovedora historia con sencillez y seguridad a la vez, de manera que, por un instante, pareció como si la pobre mujer flagelada y arrastrada hasta la prisión estuviera allí, en la misma estancia que ellos.

De Gifford la miraba con sus ojos fríos llenos ahora de piedad.

—Murió, mi señora. Su carcelero decidió culminar sus varias agonías con una violación. Parece ser que, mientras la violaba, ella se golpeó la cabeza contra el suelo de piedra de la celda, y el golpe fue lo bastante fuerte como para matarla.

—¿Y qué ha sido del carcelero? —su voz ahora temblaba.

De Gifford se encogió de hombros.

—¿Qué ha sido de él? Pues, sigue siendo carcelero —respondió.

—¡Pero atacó a su prisionera!

—La rea iba a morir de todas formas, mi señora —dijo De Gifford amablemente—. No creían en la sinceridad de su arrepentimiento, puesto que dijeron que tenía intención de volver a su perversidad tan pronto tuviera oportunidad.

Helewise estaba a punto de preguntar qué forma había adoptado la perversidad de la mujer —¿otra adúltera?; ¡esperaba que no!— cuando Josse declaró:

—He investigado el caso de dos hombres que escaparon de una celda. Mis pesquisas empezaron hace sólo tres días, aunque creo que los hombres huyeron algunos días antes. Una familia de peregrinos que vinieron a tomar las aguas curativas nos dijeron que alguien había atacado al guarda. Al parecer, sólo le habían golpeado una vez en la cara, o tal vez dos, pero en cambio estaba muerto. Cuando uno de los hermanos de la abadía y yo fuimos a examinar el cuerpo descubrimos marcas en su cuello que sugerían que había sido estrangulado.

—Sí, oí hablar de él —dijo De Gifford.

—¿Y qué hay de los hombres que escaparon? ¿Sabéis algo de ellos? —Helewise advirtió la ansiedad de Josse, que se acercaba cada vez más a De Gifford, como si esperara que las respuestas a todas sus preguntas se materializaran.

El sheriff lo miró un momento. Luego respondió:

—No.

«Estoy casi segura de que esta última respuesta es mentira», se dijo Helewise. Josse la miró fugazmente y se dio cuenta de que él pensaba lo mismo.

—Pregunté por la aldea en la que se encontraba la cárcel —comentó Josse, de manera intrascendente, como si fuera una mera anécdota—. Allí tampoco sabía nadie nada de los hombres. O al menos eso decían. —Miró a De Gifford—. Lo cual me pareció extraño, puesto que yo estaba casi seguro de que sí sabían. Tenían miedo, ¿sabéis? Apenas esperaban a escuchar la pregunta para empezar a negar cualquier conocimiento del asunto. Una anciana se echó a temblar mientras repetía una y otra vez que no quería problemas y que no había visto nada, que no sabía nada, y que Dios se la llevara si mentía. Me pareció que su declaración era muy insensata, puesto que acababa de hacer exactamente eso. Y un niño pequeño que la acompañaba (era un niño de apenas cinco años, demasiado joven como para ser capaz de guardar un secreto) dijo que tenía miedo de que volviera el hombre negro y se lo llevara mientras dormía.

De Gifford parecía estar a punto de decir algo. Luego aparentó haber cambiado de idea y sacudió la cabeza ligeramente.

—Os voy a decir otra cosa —prosiguió Josse—. Los guardas de la cárcel creían que los hombres que escaparon eran extranjeros. Uno de ellos había protestado de no entender nada de lo que los prisioneros decían. También es posible que los prisioneros fueran gente muy culta cuyo lenguaje escapara a la comprensión de los rufianes que empleamos como carceleros, o que el guarda fuera un poco duro de oído, o tonto de remate. Pero yo creo que es mucho más probable que el guarda no entendiera nada porque los hombres le gritaban en un idioma extranjero. ¿Qué creéis, De Gifford? ¿Os parece acertado mi razonamiento?

De nuevo, el sheriff parecía estar sometiéndose al mismo proceso de no saber si decir en voz alta lo que estaba pensando. Pero esta vez tomó una decisión distinta. Echó los hombros hacia atrás y afirmó:

—Mi señora abadesa, sir Josse, hay un límite en lo que puedo contar. Pero tenéis razón, tengo algunos datos sobre esos prisioneros y sobre la mujer que murió en la celda. Y, desde luego, de la que yace ahora mismo en vuestra enfermería. O eso creo.

—¡No os la podéis llevar! —gritó Helewise—. Está bajo nuestra protección, y si tratáis de arrestarla, haré que la trasladen a la iglesia de la abadía, donde puede alegar que se encuentra en un santuario.

De Gifford volvió sus ojos claros hacia ella.

—Mi señora, no lo entendéis —declaró—, y no puedo culparos de ello cuando he sido tan poco explícito. —Frunció el ceño—. Por mi honor, me alegro de que Aurelia esté aquí. Lo que le hicieron fue una vil crueldad, y yo la habría traído personalmente a Hawkenlye si hubiera sabido dónde encontrarla. Tal como están las cosas, me aseguraré de que nadie que le desee ningún mal se entere de su paradero. Cuidadla, ayudadla a recuperarse. Cuando esté lista para partir, entonces… pero no, todavía no es el momento de hablar de eso.

Helewise, que se sentía debilitar a medida que la intensidad de las emociones iba disminuyendo, se reclinó en el respaldo de su butaca.

—De Gifford, habéis dicho que conocéis la identidad de los dos prisioneros fugados —señaló Josse.

—No puedo estar seguro, puesto que estamos hablando de cuatro personas; la mujer que murió en la celda, Aurelia y los dos fugitivos, mientras que el grupo del que he oído hablar eran siete.

«No cuatro, sino cinco —pensó Helewise—. Los dos hombres, Aurelia, la pobre mujer que murió y Benedetto». Pero si De Gifford no sabía nada de Benedetto, no sería ella quien se lo contara. Tampoco iba a hacerlo Josse, a juzgar por la mirada que le dedicó. Al parecer, el sheriff había asumido que a Aurelia la había llevado hasta la abadía algún buen samaritano que se la había encontrado por el camino.

—¿Cuatro personas? —dijo ahora Josse—. ¿Extranjeros?

—Eh… sí. Algunos de los Países Bajos, otros de más al sur. Eso creo.

—¿Y qué hacen en Inglaterra? —preguntó Josse—. ¿Se dirigían a Hawkenlye?

—No; por lo que yo sé, no. —De Gifford hizo una mueca de angustia fingida—. Sir Josse, por favor, no me presionéis tanto. Os estoy contando todo lo que puedo, y hasta eso es más de lo que debería. No puedo revelar nada más sobre los viajeros, y no voy a hacerlo, por mucho que me miréis mal. Lo que sí os diré es que estoy al tanto de que el padre Micah les seguía la pista. Como os he dicho, él fue el responsable de la flagelación y el confinamiento de Frieda.

—Frieda —repitió Helewise a media voz—. La mujer que fue violada y asesinada…

—Así es, mi señora. —De Gifford la miró—. Es mejor darle un nombre, ¿no? Así podemos recordarla como una mujer real, y no meramente como una prisionera sin cara y sin identidad.

—Estoy de acuerdo —dijo Helewise—. Diremos una misa por su alma.

—No creo que… —empezó De Gifford. Luego, interrumpiéndose abruptamente, inclinó levemente la cabeza y murmuró—: Una idea muy caritativa.

—Proseguid —lo apremió Josse—. El padre Micah provocó la desgracia de esa Frieda. ¿Qué más?

—También era responsable del encarcelamiento de los dos hombres, y se puso como una furia cuando se enteró de que se habían fugado. Se paseó por la aldea con la fuerza de una epidemia de peste, maldiciéndolos a todos por sus maneras malvadas, diciéndoles que eran de la piel de Barrabás, y que estaban de lado del diablo; que deberían haber mantenido sus ojos acusatorios bien abiertos y evitar que aquellos dos cómplices del demonio escaparan.

—Si los aldeanos eran de la piel de Satán y los dos fugados eran sus cómplices, entonces estaban del mismo lado, y no es extraño que se les permitiera huir —observó Josse.

—Desde luego —asintió De Gifford—. Pero también es cierto que el pensamiento lógico nunca fue el fuerte del padre Micah, en especial cuando sufría ataques de ira y se creía desempeñando misiones divinas.

—Estáis hablando de un sacerdote —le recordó Helewise fríamente—. Fueran cuales fuesen sus faltas, el padre Micah cumplió con su deber bajo su propio punto de vista. Sus métodos no deben estar abiertos a las críticas de la gente común.

—¿Ah, no? —repuso De Gifford en un tono suave—. Mi señora, tendréis que disculparme, pero debo discrepar de vos. Los métodos del padre incluían el incendio de los hogares de aquellos de los que sospechaba que contravenían los edictos de la Iglesia, y no le importaba si sus habitantes estaban dentro o no. También confiscaba la escasa comida de los pobres para asegurarse de que ayunaban cuando él se lo ordenaba, y se sabe que apaleó a un hombre con tanta saña que el pobre tipo nunca más pudo volver a trabajar. Y resulta que tenía cinco hijos.

Helewise abrió la boca, se dio cuenta de que no tenía nada que decir y volvió a cerrarla.

De Gifford se volvió hacia Josse.

—Hace un momento habéis hablado de un niño de la aldea que estaba aterrorizado del hombre negro —dijo—. ¿No os imagináis a quién se refería?

—Me preguntaba si algún compañero de los prisioneros los habría liberado —respondió Josse— y pensé que tal vez fuera extranjero, como ellos: quizá de alguna lejana tierra del sur y de tez negra.

De Gifford sonrió, al tiempo que sacudía la cabeza.

—Imaginativo pero inexacto —repuso—. El hombre negro es ya conocido por mucha gente de estas tierras. Era temido allá donde iba por su temperamento violento, y arremetía contra los pobres y los débiles con una furia frente a la que estaban indefensos.

Miró primero a Josse y luego a Helewise, para asegurarse de que ambos lo escuchaban con atención. Luego, dirigiéndose de nuevo a Josse, dijo:

—Al padre Micah lo llamaban «el hombre negro».

Mientras la abadesa, De Gifford y Josse se preocupaban del drama narrado por el sheriff, sor Phillipa permanecía sentada a solas en la pequeña y plácida estancia en la que se guardaban los manuscritos. Llevaba tres días consultando los valiosos documentos, una y otra vez, volviendo a su agradable y cómoda tarea siempre que no se la necesitaba para otros asuntos. Al principio la ayudó sor Bernardina, pero las dos mujeres se dieron cuenta de que comprobar cada original con el inventario e inspeccionar si se había deteriorado era una tarea que podía hacer perfectamente una sola persona. A sor Bernardina parecía estresarla mucho aquel trabajo; sor Phillipa pensó que era por el miedo constante a descubrir que algo de valor había sido robado, y del castigo que pudiera sufrir por su descuido si eso ocurría. La monja más joven tuvo entonces la amabilidad de ofrecerse a concluir el inventario sola, y sor Bernardina lo aceptó agradecida.

—Pero tengo que saber si descubrís… si descubrís… —había incapaz de verbalizar la causa de su inquietud.

—Si descubro que hay cualquier cosa que falta o que se ha deteriorado, os informaré a vos en primer lugar —le prometió sor Phillipa.

Ante su sorpresa, los ojos de sor Bernardina se llenaron de lágrimas mientras musitaba algo sobre lo buena persona que era sor Phillipa, y se marchaba apresuradamente.

Ahora, el único inconveniente de ese trabajo era que mantenía a sor Phillipa alejada de su herbario. Al principio se moría por volver a su pintura y a su caligrafía; eran dos tareas muy absorbentes por sí mismas pero, además, estaba la emoción de adquirir los nuevos conocimientos sobre las hierbas y sus aplicaciones, que estaba aprendiendo de sor Tiphaine y sor Eufemia. Ambas monjas mostraban un talento innato para la enseñanza e, incluso cuando andaban muy ocupadas en sus respectivas tareas, siempre se las arreglaban para asegurarse de que sor Phillipa había entendido a la perfección sus explicaciones y de que no habría ningún error en el resultado. Sin embargo, sus lamentos por el tiempo perdido de su herbario fueron desvaneciéndose, y a medida que se entregaba totalmente al minucioso examen de los valiosos manuscritos de la abadía, pronto se dio cuenta de que esa labor le proporcionaba una ocasión perfecta para estudiar las obras de algunos de los mejores artistas y artesanos de Inglaterra.

Aquella mañana estaba tan contenta que canturreaba suavemente mientras trabajaba.

Lo encontró justo antes de que la convocatoria a la hora sexta la alejara de allí.

Había estado contemplando con atención una página de una Biblia esmaltada; la página contenía un extracto de Levíticos, y la caligrafía era tan bella, tan regular, que sor Phillipa estaba boquiabierta. Cuando se disponía a volver a dejarla en su sitio («Tengo trabajo que hacer —se recordó a sí misma—, y no debo perder tiempo extasiándome ante la belleza del trabajo de otros»), advirtió algo brillante al fondo del estante.

Fue pura casualidad que la pequeña mancha de color le llamara la atención. Si no hubiera tenido que apartar dos manuscritos para hacer sitio para las páginas de la Biblia, habría permanecido oculta. Sacó varios manuscritos y los depositó en el suelo con cuidado. Ahora, en el hueco mucho más ancho que había dejado, pudo ver que otro documento había sido guardado en el fondo del armario. Una vez los demás documentos habían sido repuestos verticalmente encima de éste, había quedado perfectamente oculto.

«¿Qué hace esto aquí?», se preguntó mientras sacaba el manuscrito.

Lo estudió. Las letras parecían formar palabras, pero no sabía qué decían. No estaban en latín, ni tampoco en griego, pensó. Dejando de lado los textos un momento, miró la primera parte de las ilustraciones.

Se dio cuenta de inmediato de que eran distintas de todo lo que había visto hasta entonces. Había una pequeña pintura magníficamente vívida y conmovedora de un grupo de personas con las manos arriba y los rostros extáticos levantados hacia un cielo en el que brillaba un sol furioso de rayos amarillos y naranjas. Había animales extraños retozando alrededor del grupo, dispuestos como una especie de friso vivo. Sor Phillipa no reconoció a ninguna de las bestias; se preguntó si podían ser simbólicas, como el león alado que representa a san Marcos, y el águila, que era la imagen de san Juan, pero de quién o qué no supo decirlo.

La segunda ilustración era de una cruz de oro con joyas engastadas, aunque no era como la cruz que sor Phillipa conocía y amaba; ésta era algo extraña, desconocida. Se levantó y fue a comprobar en el inventario dónde se encontraba ese documento tan raro.

Pro allí no había ninguna referencia.

Volvió a leer todo el inventario de nuevo, pero el extraño manuscrito no figuraba en él.

En un arranque de perspicacia, sor Phillipa se dio cuenta de lo que había ocurrido. Recordó por qué estaba llevando a cabo aquella minuciosa tarea: tenía la misión de comprobar si faltaba algo en el estante o en el arcón. De momento —y le faltaba poco para acabar— no faltaba nada. Ninguno de los manuscritos había sido retirado.

En cambio, habían añadido uno.

Josse acompañó a De Gifford hasta el lugar en donde sor Marta estaba cuidando del caballo del sheriff. Habían permanecido sólo un rato más con la abadesa. Josse había percibido su dilema entre defender al padre Micah porque era un hombre de la Iglesia o sumarse a su condena porque también era un tipo cruel, depravado, estrecho de miras y se aprovechaba de los débiles y los desposeídos, de modo que optó por despedirse de ella rápidamente para no prolongar su sufrimiento.

—Es una mujer buena —dijo Josse cuando ya ninguna de las personas que rondaban por la abadía aquella fría mañana podía oírlos—. Ella…

De Gifford levantó una mano delgada, en la que acababa de ponerse un precioso guante color crema bordado con piedras marrón rojizo, a juego con la greca de su túnica.

—Por favor, sir Josse, no tenéis por qué darme explicaciones —repuso—. Aunque sólo he mantenido un par de reuniones breves con la abadesa y no tengo la ventaja de una larga amistad con ella como vos, tengo la sensación de que empiezo a conocer un poco a la dama. Y, desde luego, me pregunto cómo actuaría yo, de estar en su lugar. Ser llamado a defender lo indefendible es una prueba dura para cualquiera de nosotros, y más para una mujer a quien es obvio que preocupa tanto la verdad.

—Le gusta ver las cosas como realmente son —corroboró Josse—, y siempre lucha por dilucidar las actitudes de autoengaño que la mayoría de nosotros utilizamos para disfrazar los hechos desagradables.

—Y ahora tiene que enfrentarse con el día después del padre Micah —murmuró De Gifford—. Pobre señora, no la envidio.

—Es… —Josse hizo una pausa, con delicadeza—. Creo, De Gifford, que para nosotros es más fácil. Al fin y al cabo, somos civiles, y podemos criticar; quiero decir, podemos…

—Somos libres de decir que el padre Micah era un insulto para la sotana que vestía, si es eso lo que pensamos —concluyó el sheriff serenamente—. Como de hecho pensamos. Al menos, yo.

—Y yo —admitió Josse. Volvió a comprobar que nadie los escuchaba y luego añadió en voz baja—: Me pregunto, entonces, puesto que estamos de acuerdo en este punto, si creéis que podéis ser más franco conmigo que con la abadesa. Y no me malinterpretéis: no pretendo sonsacaros información que no podéis divulgar.

—Sí lo pretendéis —dijo De Gifford con naturalidad—. Eso es exactamente lo que estáis haciendo, pero no os culpo por ello.

—¿Hay algún aspecto más que podáis revelar a alguien que no está inclinado profesionalmente a defender al cura muerto? —le imploró Josse.

De Gifford lo observó.

—Es verdad que parte de mi reticencia proviene del hecho de que la abadesa de Hawkenlye es más propensa a justificar la actitud del padre Micah. Hablamos de un asunto muy delicado, sir Josse —exclamó cuando vio que Josse estaba a punto de protestar—, en relación con el cual yo, y sospecho que tampoco vos, no podemos predecir cómo reaccionará la a abadesa.

—A menos que mi silencio comprometa a terceros, respetaré cualquier confidencia que me hagáis —aseguró Josse—. De eso, os doy mi palabra.

De Gifford, que todavía miraba a Josse fijamente a los ojos, frunció el ceño y luego dijo:

—Os creo. Y, dejadme que os diga, sería un alivio poder hablar con franqueza. —Miró a su alrededor, detectó un rincón desierto donde la pared del fondo del establo se levantaba por encima del jardín de las hierbas aromáticas y dijo—: Vayamos hacia allá, en el pequeño refugio que nos da el muro, y os contaré todo lo que pueda.

Anduvieron rápidamente hacia el rincón, donde daba el sol y hacía una temperatura muy agradable. De nuevo, De Gifford comprobó que estaban solos, y luego dijo:

—El grupo del que os hable busca un lugar de asilo. Su cabecilla, llamado Arnulf, procede de los Países Bajos y lleva un grupo de distintas nacionalidades. Uno de ellos es un paisano de Arnulf llamado Alexius, y estos dos son los que escaparon de la cárcel. Llevan a un hombre muy grande consigo que es del sur, de Verona, creo. Pienso que es posible que fuera él quien mató al carcelero; dicen que tiene una fuerza excepcional, y sin duda es capaz de estrangular a un hombre con una sola mano.

—El hombre que mató al guarda lo estranguló con la mano izquierda —declaró Josse.

—¿Es así? No sé si el hombre del que hablamos es diestro o zurdo.

—Hablasteis de siete personas —lo apremió Josse.

—Sí. En un principio había cuatro hombres y tres mujeres. El cuarto hombre es un tal Guiscard y proviene del Mediodía francés. De Toulouse, o Albi, no estoy seguro. En el grupo también estaba Frieda, que fue asesinada por su carcelero; Aurelia, quien creo que está a salvo aquí, en Hawkenlye, y la otra, que se llama Utta.

—¿Y dónde está?

—No tengo ni idea.

Josse, sorprendido por la predisposición de De Gifford a hablar, sintió que tenía que devolverle la confianza con una confidencia propia.

—El fortachón se llama Benedetto —dijo—. Fue él quien trajo a Aurelia hasta aquí.

—¿Él? —Sus ojos brillantes miraron rápidamente a Josse—. Imagino que ya no está aquí, ¿no?

—No.

—¿Y nadie conoce su paradero?

—No.

—El paradero de cinco, entonces, es o ha sido conocido —prosiguió De Gifford, más para sí mismo que para Josse—. Arnulf y Alexius fueron encarcelados pero escaparon, probablemente ayudados por Benedetto. Frieda también fue encarcelada, pero ha muerto. Aurelia fue flagelada, pero, presumiblemente, Benedetto la salvó antes de que acabara en una mazmorra como Frieda. De Guiscard y Utta no sabemos nada. —Frunció el ceño.

De Gifford podía estar diciendo la verdad sobre el grupo, pensó Josse, pero su franqueza revelaba muy poco en sí misma.

—¿Por orden de quién fueron flageladas y encarceladas las mujeres? —preguntó—. ¿Del padre Micah?

De Gifford se volvió hacia él.

—Fueron capturados por el camino, al norte de Tonbridge, y entregados a la autoridad eclesiástica, quien los juzgó y les impuso un castigo. Como os he dicho antes, es habitual que nosotros, en el poder civil, tomemos entonces las riendas y administremos las medidas, sean cuales sean, que la Iglesia considera necesarias, y que luego nos encarguemos del confinamiento de los prisioneros, a menos que vayan a ser ejecutados. En ese caso, las autoridades civiles se encargan de ejecutar también la sentencia. Pero, como he dicho, al padre Micah le gustaba llevar su implicación un poco más allá.

Una vez asimilada toda esa información, Josse dijo:

—Supongo que alguien descubrió lo que sucedía dentro del grupo, pero debo decir que me cuesta entender cómo; debieron de ser muy indiscretos. Uno pensaría que es el tipo de asunto que se lleva en secreto, ¿no creéis?

De Gifford lo miraba con curiosidad.

—Bueno, no, en realidad no —repuso—. Quiero decir, el motivo real por el que están aquí es seguramente porque quieren ganar adeptos para su causa. Al fin y al cabo, cuantos más seguidores, más fuerza tendrán.

—¿Su causa? —Josse parecía incrédulo—. ¿Qué causa? ¡Fueron castigados por adulterio!

—¿Adulterio? —De Gifford soltó una carcajada breve y ronca, que reprimió rápidamente—. Sir Josse, qué imagen tan pintoresca: los siete fornicando entre sí, con los maridos y las esposas de los demás… De hecho, ninguno de ellos está casado, estoy casi seguro, o al menos, no en el sentido en el que entendemos el matrimonio; ¡y vuestra imagen se completaba con el padre Micah pillándolos en plena orgía y arrestándolos por ello!

—Pero Aurelia lleva una letra marcada en la frente —insistió Josse—. Parece una «A», ¡lo que significa que fue castigada por adulterio!

De Gifford sacudía la cabeza.

—Quienquiera que le hizo la marca tenía el pulso tembloroso —dijo seriamente—. No es una letra «A», sir Josse. Es una «H».

—¿Una «H»?

—Sí. Son herejes.