CAPÍTULO 1
1 de enero de 2019
A pesar de ser la una de la mañana, las calles estaban atestadas de gente, todavía felicitándose por el nuevo año que acababa de entrar, engalanados con guirnaldas y matasuegras. Parecían felices. Enzo Barese los miró por la ventana con una taza de café humeante entre las manos, sentado en uno de los cómodos sillones de su salón. Todavía no había logrado entender qué gracia le veía la gente a celebrar una noche como otra cualquiera como si fuera el fin del mundo. Prefería mil veces estar solo en casa, alejado del ruido y de las mundanales fiestas en las que nunca había encajado.
El sonido del teléfono móvil lo distrajo de sus pensamientos. Se giró hacia el aparato que descansaba sobre la mesita auxiliar y lo miró con cara de disgusto. Era de la comisaría.
—¿Diga?
—Perdone que le moleste en un día como hoy, inspector —se disculpó Mateo, el joven policía que se había quedado de guardia teniendo que rechazar planes que seguramente le apetecían mucho más que atender los robos y las peleas de una noche como aquella.
—¿Qué ha pasado? —preguntó bruscamente, no le gustaban las divagaciones, prefería ir directo al grano.
—Un asesinato en Lagarza —explicó.
—¿Lagarza? —preguntó en un susurro.
—Es un pueblo muy pequeño, ni siquiera tienen comisaría, por eso nos han pasado el caso a nosotros. —Enzo resopló—. Está a dos horas de aquí —añadió el joven.
—¿Ya habéis enviado a una patrulla?
—Sí. Cuando usted llegue ya estará todo señalizado. Yo también estoy de camino.
Enzo soltó un gruñido de aprobación y colgó. Si había pensado en una noche tranquila delante de la chimenea, cualquier esperanza se había evaporado con aquella llamada. Se vistió con su habitual traje oscuro y se colocó aquellas modernas gafas que había comprado algún tiempo atrás. Jamás admitiría que en realidad no las necesitaba tanto como decía y que las llevaba por meras apariencias. Sabía que le daban un aire profesional y analítico que le iba a la perfección para su trabajo. Se había visto obligado a ganarse el respeto de los otros inspectores cuando le ascendieron, siendo el más joven con diferencia, y aquella había sido una de las medidas que había adoptado, a parte de guardar las distancias y demostrar cada día que se había ganado su posición con esfuerzo y valía.
Antes de salir por la puerta, se colocó un elegante abrigo largo y una buena bufanda.
* * *
Trató de respirar, pero tan solo entró tierra en sus pulmones. Tosió y estiró las manos hacia arriba, intentando comprender qué estaba pasando. Entreabrió los ojos y logró ver un resquicio de luz sobre su cabeza antes de que el polvo le impidiera seguir mirando. Reunió todas sus fuerzas y golpeó el techo de tierra que se encontraba sobre ella. Al principio no logró moverla ni un ápice, pero después de varios golpes, la tierra mojada empezó a separarse. Al fin, logró hacer una apertura lo suficientemente grande como para que entrara oxígeno. Miró hacia el cielo estrellado y tomó una bocanada de aire fresco. Después de descansar unos segundos, consiguió abrirse paso por aquel hueco excavado en medio de la tierra. Se quedó de rodillas en el suelo, jadeando y sintiendo el frío sobre su piel. Tan solo llevaba un viejo vestido de verano, raído y sucio de barro. Miró a su alrededor sin comprender. Estaba rodeada de árboles, oscuridad y silencio. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquel bosque? ¿Por qué alguien la había enterrado? Se quedó hecha un ovillo, horrorizada al darse cuenta de que no recordaba nada. No entendía cómo había llegado hasta allí. Ni siquiera sabía quién era. No tuvo tiempo de pensar más. Escuchó un sonido de ramas secas a sus espaldas y se giró espantada. ¿Y si era la persona que la había enterrado? Se puso en pie como una exhalación y empezó a correr en la dirección opuesta al ruido. Cuando quiso darse cuenta, había llegado a un claro del bosque. Se detuvo, sintiendo que ya no había peligro. Entonces, reparó en algo abultado que se encontraba a unos cinco metros de distancia. Se acercó sigilosamente, intentando ver algo con la escasa luz que le proporcionaba una luna llena oculta entre nubarrones. Ahogó un grito al percatarse de lo que estaba viendo. Frente a ella se hallaba el cadáver de una mujer joven, que yacía boca arriba sobre un lecho de flores. Dio un paso atrás, sin poder apartar los ojos de aquella perturbadora imagen. Los labios pintados de rojo intenso, el cabello perfectamente planchado, las ropas impolutas. Echó a correr en busca de ayuda, intentando controlar el pánico que parecía querer apoderarse de ella. Pronto llegó a las afueras de aquel bosque y se encontró con una estrecha carretera que parecía dar acceso a un pueblo. Posó sus ojos sobre una vieja cabina telefónica y corrió hasta ella. Tecleó con nerviosismo el número de la policía.
—Policía, ¿en qué puedo ayudarle? —respondió un joven al otro lado.
—Hay alguien… muerto —balbuceó con un hilo de voz—. Está muerta, hay flores por todos lados… En… en el bosque —explicó atropelladamente.
—Cálmese —dijo el chico al detectar su nerviosismo—. ¿Dónde está?
La joven miró a su alrededor en busca de alguna pista que le indicara su ubicación. Encontró el cartel de bienvenida de aquel pueblo.
—En Lagarza.
—Muy bien. ¿Me puede decir su nombre, por favor?
—Julieta Abellán —contestó automáticamente, para su propia sorpresa.
—Vaya al ayuntamiento, Julieta. Allí le tomarán declaración cuando llegue la policía. ¿Puede darme su número de teléfono móvil, por favor?
Julieta escuchó de nuevo extraños sonidos provenientes del bosque. Soltó el teléfono aterrorizada y echó a correr.
—¿Julieta? ¿Me escucha?
Sin embargo, la joven estaba ya muy lejos de aquella cabina telefónica.
* * *
No le costó encontrar el lugar del crimen. La carretera que daba acceso a aquel pueblo de mala muerte estaba cortada por un par de patrullas. Enzo bajó del coche y posó sus impolutos zapatos negros sobre el barro. Miró al suelo con disgusto, pero no se detuvo. Caminó hasta un oficial que estaba apoyado sobre el capó anotando algunos datos en una libreta.
—Buenas noches, Mateo —lo saludó Enzo, llamando su atención.
—Oh, ya ha llegado —dijo el joven, preguntándose a qué velocidad habría puesto el coche el inspector para llegar tan pronto.
—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó sin más dilación.
—Sí, claro, sígame —dijo el chico, guardando la libreta en la guantera.
Enzo siguió al joven policía a través del bosque y pronto llegaron a una zona en la que los árboles eran menos espesos. Los cordones policiales y las luces de los focos que acababan de instalar le indicaron dónde debía empezar a buscar. Cruzó la cinta y saludó fugazmente a un par de oficiales que estaban trabajando en la escena del crimen.
Enzo estudió con minuciosidad el cuerpo de la joven. No debía tener más de veintidós o veintitrés años. Le resultó inquietante la belleza que el asesino había querido otorgar a su crimen. No había ni una sola gota de sangre en aquel lugar y el cadáver estaba rodeado de flores. Saltaba a la vista que el cabello de la joven estaba cuidadosamente peinado y sus rasgos remarcados con un exquisito maquillaje que por su aspecto fresco dedujo que habían aplicado después de su muerte.
—¿Habéis identificado a la víctima?
—Sí, llevaba el monedero encima, parece que el asesino no se llevó nada. Se llama Lorena Ibáñez. Vivía aquí con sus padres desde que tenía cinco años. Actualmente trabajaba en el balneario.
—¿Este sitio tiene un balneario? —preguntó el inspector arqueando las cejas.
—Eso parece. En realidad, es la empresa más grande de la zona. Casi todos los habitantes del pueblo trabajan allí o en empresas relacionadas de algún modo con el balneario. Está cerca del cementerio, no sé si lo ha visto al entrar.
—Pues no —apuntó el inspector, entornando los ojos ante aquella información—. ¿Habéis informado ya a los padres? ¿Dónde están?
—Sí, ya lo saben, pero ahora mismo no creo que sea un buen momento para hablar con ellos… —musitó Mateo, recordando que el inspector no era particularmente conocido por su empatía. Enzo lo fulminó con la mirada, pero acabó asintiendo.
—Está bien, pero quiero verlos por la mañana —sentenció—. También quiero visitar ese balneario. ¿Tenía novio?
—No lo sabemos con certeza. Por sus redes sociales sabemos que tenía muchos amigos en el pueblo, pero no podemos estar seguros de si mantenía una relación con alguno de ellos.
—Haz una lista con los nombres de sus amigos. Hablaremos con ellos, quizá sepan algo. ¿Sabemos qué hizo anoche?
—Nos han confirmado que estuvo trabajando en el balneario —informó Mateo.
—¿Y después? ¿Quedó con alguien para celebrar la noche de fin de año?
—No lo sabemos, los informáticos forenses todavía están desencriptando su teléfono móvil.
—¿Tenemos causa y hora de la muerte? —preguntó, tratando de ocultar su fastidio por la lentitud de sus compañeros.
—Creemos que murió por asfixia alrededor de las doce de la noche.
—¿Cuándo se la vio con vida por última vez?
—Una compañera del balneario nos ha confirmado que estuvo con Lorena hasta el final de su jornada laboral.
—¿Y eso cuándo fue?
—A las once de la noche.
—Es decir, que el asesino actuó entre las once y las doce de la noche —apuntó.
—Exactamente —afirmó Mateo.
—¿Han encontrado en el cuerpo algún indicio de violación?
—No.
—¿Sabemos si la víctima se defendió de su atacante?
—El forense que ha analizado el cuerpo dice que no hay signos aparentes de resistencia. No se defendió.
—Ese dato nos genera varias hipótesis —murmuró Enzo, llevándose la mano a la barbilla, pensativo—. Probablemente Lorena conocía a su agresor, por eso no estaba a la defensiva y dejó que se acercara a ella. También cabe la posibilidad de que estuviera dormida o drogada cuando la asesinaron. Supongo que tendremos que esperar a ver los resultados de los análisis de sangre y de la autopsia para saberlo con certeza.
Enzo se quedó en silencio unos minutos, dando una vuelta por la escena del crimen en busca de nuevas pistas. Se agachó y tomó una de las hojas que se encontraban en el suelo. Casi todas estaban intactas.
—Este no es un lugar muy frecuentado —afirmó, poniéndose en pie de nuevo—. ¿Quién ha encontrado el cuerpo?
—Una mujer llamó por teléfono informando del crimen.
—¿Quién atendió la llamada?
—Yo mismo.
—Quiero hablar con ella también.
—Esto… será un poco complicado —balbuceó Mateo, sabiendo que lo que iba a decir no le gustaría nada a su jefe.
—¿Y eso por qué?
—Resulta que colgó antes de que pudiera recoger ningún dato.
—¡Mierda! —gruñó Enzo—. ¿Ni siquiera has podido localizar la llamada?
—Me temo que llamó desde una cabina de teléfono.
—¿Desde una cabina? —preguntó irritado—. ¿Pero todavía quedan de esas?
—Lo siento, tan solo tenemos su nombre.
—¿Y cómo se llamaba esa dichosa mujer? —preguntó molesto.
—Julieta Abellán.
—Averigua dónde vive y le haremos una visita —espetó, preguntándose si siempre tenía que pensar él en todo.
—Verá, señor, ya… ya he hecho la búsqueda. Parece que no vive ninguna Julieta Abellán en este pueblo.
* * *
Julieta observaba todo aquel despliegue policial escondida tras un árbol. Las luces de las patrullas y de los enormes focos que llevaban aquellos hombres le parecieron cegadoras en medio de la oscuridad. Observó con curiosidad al que parecía el jefe, un inspector joven que rezumaba arrogancia y atractivo a partes iguales. No paraba de hacerle preguntas a un policía algo enclenque al que parecía tener atormentado. La joven trató de concentrarse en lo que estaban diciendo, intentando olvidar el frío, el hambre y el miedo que sentía. Después de aquello, no podía ir a la policía. ¿Y si la acusaban de estar relacionada con el crimen? Lo mejor que podía hacer era alejarse de aquel bosque y buscarse otra identidad.