CAPÍTULO 4
3 de enero de 2019
Enzo estaba degustando el primer café del día cuando llamaron a la puerta de su despacho. Apenas acababa de llegar a la comisaría desde aquel remoto pueblo. No le gustaba que le molestaran tan temprano, era cuando mejor podía concentrarse y ordenar sus ideas sobre los casos que tenía abiertos.
—Adelante —dijo de mala gana. La cabecilla de Mateo apareció por la puerta entreabierta.
—Disculpe que le moleste, inspector, pero acaban de llegar los resultados de la autopsia de Lorena Ibáñez.
Enzo se levantó del escritorio y dejó el café a un lado. Se acercó hasta Mateo y prácticamente le arrebató el informe del forense de las manos. Se sentó de nuevo en su butaca y abrió el archivo con impaciencia. Ojeó aquellas palabras a toda velocidad. Cuando iba por el segundo folio, se percató de que Mateo seguía plantado en la puerta. Le dirigió una mirada molesta.
—Siéntate, hombre —ordenó. El joven obedeció y se acomodó en la silla que se situaba frente a él, estirando el cuello para intentar leer el informe que no había tenido tiempo siquiera de ojear. Pasaron algo más de media hora en silencio, hasta que Enzo se aclaró la garganta, decidiendo que ya había retenido toda aquella información.
—¿Qué dice el informe, inspector? —preguntó Mateo con interés.
—Tal y como sospechábamos, Lorena murió asfixiada.
—Por eso no había ni una gota de sangre en la escena del crimen —apuntó el joven policía.
—Me temo que no es lo único que escaseaba en la escena del crimen. Después de analizar el cuerpo y las pruebas con detenimiento, no han encontrado ningún rastro de huellas dactilares ni ADN. El asesino sabía lo que hacía. Me atrevería a decir que no es la primera vez que mata. Los novatos suelen ponerse nerviosos, no tienen en cuenta el tiempo u otros imprevistos y acaban cometiendo algún desliz que los delata. En cambio, este ha sido especialmente cuidadoso.
—¿Entonces el informe del forense no nos da ninguna pista? —preguntó Mateo abatido.
—Yo no he dicho eso. Se han encontrado rastros de flunitrazepam en el torrente sanguíneo de Lorena. Probablemente fue el propio asesino quien se lo suministró. Por eso no opuso resistencia ni se defendió cuando la atacaron.
—¿La forzaron? —preguntó Mateo horrorizado ante aquella idea.
—No.
—¿Y de todo lo que encontramos alrededor del cadáver?
—Han analizado las flores sobre las que se encontraba el cadáver de Lorena. No son originarias de esa zona del bosque, puede que salieran de alguna floristería o quizá de un jardín. La cuestión es que no eran unas flores cualquiera, Mateo.
—¿Qué quiere decir?
—Son flores de almendro.
—¿Y qué tienen de especial?
—Nuestro asesino es alguien metódico, que no deja nada al azar. Estoy seguro de que colocó esas flores alrededor del cuerpo por su significado. El almendro es el primer árbol que florece. Lo hace en enero, a diferencia del resto, que suele hacerlo en primavera. Por eso, históricamente se ha asociado con el despertar o el resurgir de las cosas. Es más, la palabra almendra tiene su origen en el idioma hebreo y significa literalmente «el que despierta».
—¿Pero qué cree que el asesino quería decirnos con eso? Justamente, por su crimen esa chica no va a volver a despertar.
—Eso es, Mateo. No despertará en esta vida, pero quizá en la próxima.
—¿Cree que forma parte de una especie de ritual macabro?
—No lo descarto. Lo único que está claro es que estamos ante la conducta típica de un psicópata.
—¿Y qué hacemos ahora, inspector?
Enzo lo miró como si fuera tonto y la respuesta fuera más que obvia.
—Pues buscar dónde hay flores almendro en ese maldito pueblo, qué si no.
* * *
Beatriz guardó su uniforme en la mochila en la que solía llevarlo prácticamente todo. Cuando aún vivía, Lorena solía bromear diciéndole que parecía un caracol, siempre con la casa a cuestas. Una sonrisa triste asomó a sus labios al recordar a su amiga. Sin ella, sentía que el balneario era un lugar más grande, más silencioso, más vacío. Aún no podía creer que al día siguiente fuera a darle su último adiós. Lucas la había llamado para decirle que la policía había terminado de analizar las pruebas y que por fin podrían darle la sepultura que merecía. Aún así, Beatriz no se sentía aliviada, sino más bien al contrario. Acudir a su funeral significaría aceptar que su amiga realmente nunca volvería, que estaba muerta de verdad. Sintió un escalofrío tan solo de pensar en aquel momento y decidió marcharse de una vez del balneario. Había sido un día largo y complicado. Tenía ganas de llegar a casa y descansar. Dio un último sorbo al té que se había servido del termo que siempre había en los vestuarios y tiró el vaso a la basura. Después, se enfundó un grueso abrigo y salió a la calle. Se sintió atontada al recibir aquella bofetada de aire frío. Notó que su visión no acababa de ser del todo nítida, quizá hubiera pasado demasiadas horas delante de la pantalla del ordenador programando visitas de clientes. Se frotó los ojos, pero fue peor. Tenía la visión cada vez más nublada. Miró a su alrededor en la calle en busca de ayuda, pero no vio a nadie. Estaba todo desierto y oscuro, tan solo la solitaria farola que alumbraba la parada del autobús habitaba aquella estampa. Beatriz caminó torpemente hasta el asiento de la parada y se dejó caer con un suspiro. Colocó la mochila a su lado y bostezó. De repente, sentía que todo el cansancio y las noches en vela por la muerte de su amiga hacían mella en su cuerpo. Cuando pensó que iba a quedarse dormida allí mismo, sintió una presencia a su lado. Hizo un esfuerzo por intentar enfocar la silueta, pero fue en balde.
—Señorita, ¿necesita ayuda?
* * *
Julieta tuvo un extraño sueño aquella noche. Se encontraba en una pequeña casa en lo que parecía una zona campestre, cocinando algo en unos humildes fogones. Se secó las manos en un delantal de cuadros y sonrió satisfecha. Siempre le había gustado cocinar y aquel día había puesto especial esmero en ello. Salió un momento por la portezuela que daba al exterior y recogió algunas plantas aromáticas del pequeño huertecillo que tenía en el patio trasero para terminar de condimentar el guiso. Respiró el aroma fresco de la planta recién recogida y sonrió. Después, volvió a entrar a la cocina, ignorando deliberadamente el desconchado del murete exterior de la casa. Hacía tiempo que tendrían que haber hecho reformas, pero el dinero les escaseaba últimamente y trataba de no pensar demasiado en ello. Cuando supo que su plato ya estaba listo para ser servido, se dirigió al salón en busca de alguien.
—Ya tenemos la comida lista —anunció con una sonrisa.
Un hombre atractivo la miró desde la butaca en la que estaba sentado, viendo la televisión hasta hacía un momento.
—¿Qué hay?
—Lentejas.
—Detesto las lentejas —respondió él fríamente, desviando de nuevo la mirada hacia el televisor.
Julieta se quedó en el umbral de la puerta y su sonrisa se fue desdibujando.
—No lo sabía. Puedo prepararte otra cosa… —musitó desilusionada.
—Pues que sea rápido.
Julieta abrió los ojos desconcertada ante aquel sueño, convencida de que se trataba de otro retazo de su pasado, otro recuerdo que no sabía cuándo ni dónde ubicar. ¿Dónde estaba aquella vieja casita de piedra y madera que se asemejaba más a una vieja cabaña que a un hogar propiamente dicho? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué clase de relación tenían? Al principio, le había dado la sensación de que ella estaba ilusionada al verle, pero su indiferencia le había resultado devastadora. Se sorprendió con una lágrima deslizándose por su mejilla. Se incorporó y salió de la cama, convencida de que no podría volver a conciliar el sueño tan fácilmente. Se dio una ducha de agua caliente para quitarse aquella sensación de vacío de encima y, cuando terminó, se sintió mucho mejor. Volvió a arrebujarse entre las mantas y consiguió quedarse dormida de nuevo.