CAPÍTULO 9

9 de enero de 2019

Enzo aparcó el coche en la calle principal de una de las urbanizaciones que circundaban el pueblo. Resopló y se frotó los ojos, demasiado sensibles a la luz del sol de aquella mañana. Aunque aquella noche había logrado dormir, se notaba más cansado de lo habitual y seguía sintiendo el peso de una gran responsabilidad sobre sus hombros. De él dependía atrapar a un loco que andaba suelto matando a jóvenes en Lagarza. Bajó del coche con calma y se sacudió el abrigo, a pesar de que estaba tan impoluto como siempre. Avanzó unos cuantos pasos y se detuvo frente a una casita unifamiliar bastante discreta con la fachada pintada de un color beige desteñido. Llamó al timbre casi a la misma vez que miraba su reloj de muñeca. Eran las ocho de la mañana. Dudaba si aún podría encontrar a Leticia en su casa, quizá ya hubiera partido hacia el balneario para comenzar su jornada laboral. Sin embargo, para su sorpresa y regocijo, una voz congestionada contestó a través del telefonillo.

—¿Quién es?

—Soy el inspector Barese.

Enzo casi pudo escuchar a Leticia chasquear la lengua al otro lado del interfono, pero le abrió al momento. Empujó la puerta, que rechinó ligeramente, y esperó en la entradita. Leticia apareció al cabo de unos segundos, enfundada en una vieja bata de lana. El cabello, que solía llevar recogido en un moño, caía suelto en mechones revueltos sobre sus hombros. Estaba más pálida de lo habitual y sus ojeras no eran nada halagüeñas. Enzo arqueó los ojos, sorprendido al verla así todavía.

—¿No va a trabajar hoy?

—¿Es que no me ha visto? —masculló la mujer con disgusto—. Estoy con gripe.

—Ah, sí, claro —repuso él, como si no se hubiera dado cuenta de que no estaba en sus mejores momentos.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Leticia—. No me encuentro bien y me gustaría volver a la cama cuanto antes.

—Seré breve. Supongo que ya se habrá percatado, pero las dos víctimas trabajaban en el balneario bajo su mando.

Leticia frunció los labios en una fina línea.

—Por supuesto que me he dado cuenta.

—Entonces, comprenderá que tenga que preguntarle dónde estuvo la noche en que murieron Lorena y Beatriz.

—¿Está insinuando algo, inspector?

—Usted solo responda a mi pregunta.

—En ambas ocasiones estaba trabajando en el balneario. Los trabajadores que se encargan de la limpieza y el mantenimiento pueden corroborarlo —contestó irritada.

—Hablaré con ellos. ¿Sospecha de alguien que quisiera hacerle daño a las chicas?

—Por supuesto que no. Si así fuera ya se lo habría dicho. Mire, inspector, lo crea o no, tengo tantas ganas de que cojan a ese asesino como usted. No es solo por hacer justicia para las pobrecillas. La gente no tardará en relacionar a las víctimas con el lugar en el que trabajaban, igual que hemos hecho nosotros. ¿Cree que entonces alguien va a querer ir a un balneario en el que están matando a gente?

—Entonces espero su plena colaboración de aquí en adelante.

—No recuerdo haberle puesto trabas, pero no se preocupe, tendrá toda mi colaboración. Solo dígame en qué puedo ayudarle.

—Beatriz me habló sobre las horas de más que Lorena solía pasar en el balneario.

—Ya le dije que no le habíamos encargado horas extras —lo interrumpió.

—Sé perfectamente lo que me dijo, y la creo. Lorena no se quedaba trabajando, sino investigando.

—¿Investigando? —preguntó con el ceño fruncido, ahora completamente desconcertada—. ¿Investigando el qué?

—No lo sé. Beatriz me confesó que Lorena había descubierto algo, pero nunca le llegó a contar el qué. Supongo que quería protegerla. ¿Sabe usted a qué podían referirse? —preguntó Enzo, estudiándola con atención. Estaba casi seguro de que no sacaría nada de Leticia, pero quería observar sus reacciones para descartar que estuviera implicada de algún modo. Por el rostro de la mujer, concluyó que aquello la había pillado desprevenida y estaba totalmente perdida.

—No —contestó finalmente, con los ojos entornados, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por recordar algo extraño—. No entiendo qué pudo haber descubierto allí. No hay más que saunas, piscinas y salas de masajes —añadió, encogiéndose de hombros.

Enzo la siguió mirando unos momentos. O Leticia estaba siendo sincera o era muy buena mentirosa.

—Gracias por su atención. La llamaré si necesito algo más.

Leticia asintió levemente y lo acompañó hasta la salida, que no estaba a más de dos pasos. El inspector no había llegado a pasar de la entradita.

Enzo subió al coche, exasperado. En el fondo, su visita no había servido de nada. Leticia no le había dado ninguna información útil y estaba en el mismo punto de partida. Apretó el acelerador con furia contenida, dispuesto a llegar a la comisaría cuanto antes para continuar con su investigación.

* * *

Mateo estaba absorto en el informe de la investigación de los asesinatos de Annie y Julieta en 1988. Se frotaba el rostro imberbe, intentando sacar algo de jugo a aquella información insustancial. Justo en ese momento, el inspector Barese entró por la puerta dando grandes zancadas. Mateo se sintió estúpido al sentir que se le encogía el estómago de miedo. ¿Cómo podía asustarle tanto un hombre que apenas debía sacarle diez años?

—Buenos días, Mateo —dijo con unos centelleantes ojos verdes. El chico lo conocía lo suficiente como para saber que estaba de mal humor.

—¿Va todo bien? —osó preguntarle, arrepintiéndose al momento de su larga lengua, que no sabía cuando callar. Enzo lo miró arqueando las cejas, sorprendido por que se hubiera dado cuenta de su estado inquieto.

—He ido a ver a César y a Leticia —contestó—, ninguno sabe nada.

—Me han informado de que mañana es el entierro de la otra chica, de Beatriz. Quizá en el entierro podamos averiguar algo —sugirió.

—No lo creo. No vimos nada sospechoso en el de Lorena, pero iremos igualmente. Esperemos que el asesino sea un poco más descuidado esta vez.

—Estaba repasando el expediente del 88 y tiene razón, la información es muy superficial.

—Al menos en eso sí que he podido avanzar. César me dijo que el policía que estuvo investigando el asesinato de Julieta se llamaba Castro.

—¿Castro? Buscaré en los archivos.

Enzo asintió y se encerró en su despacho, a repasar todos los datos una y otra vez. Debía haber algo que se le estaba pasando por alto. Pasó horas enfrascado en los informes de los forenses de los cuatro asesinatos y tan solo paró cinco minutos a mediodía para comerse un sándwich. Después, retomó su repaso exhaustivo de las pistas y, cuando quiso darse cuenta, se descubrió mirando más de lo necesario aquella antigua foto de Julieta en la que le sonreía tímidamente a la cámara. Paseó el dedo índice sobre su rostro con cuidado. Todavía le costaba creer que aquella muchacha frágil hubiera vuelto a la vida sin motivo aparente y de un modo que rozaba lo milagroso. Le resultaba curioso que el momento hubiera coincidido con la nueva ola de crímenes, pero no se explicaba de qué modo podía relacionarse una cosa con la otra.

Unos golpecitos en la puerta le obligaron a soltar la foto como si estuviera haciendo algo malo y mirar hacia arriba. Se encontró con el rostro sofocado de Mateo, que tenía pinta de haber estado enterrado bajo un montón de archivos durante horas.

—Lo he encontrado. He encontrado a Castro —soltó.

Enzo sonrió, un gesto que no era habitual en él.

—Genial. ¿Dónde está?

—Eh… me temo que está muerto.

Enzo enterró su cara entre las manos y ahogó un gruñido de frustración. ¿Es que nada le iba a salir bien?

* * *

Julieta se dirigió a la recepción del balneario enfundada en su uniforme azul. Aunque trataba de disimularlo, no podía evitar girar cada esquina con miedo, temiendo encontrarse con su asesino, listo para volver a terminar con su vida y abandonar su cuerpo en el bosque. Sin embargo, tan solo se fue topando con las sonrisas amables de sus compañeras del turno de la tarde. Nada fuera de lugar. Llegó a la entradita y saludó a las recepcionistas.

—¿Sabéis dónde está Leticia? No he encontrado la lista de tareas —preguntó extrañada. La supervisora solía dejarles anotados los trabajos que debían realizar durante su jornada en una tabla colgada en el corcho de la pared principal del vestuario, pero aquel día no había encontrado nada allí. Noelia, la más avispada de las dos, le dedicó una mueca.

—Leticia tiene la gripe. Se ha quedado en casa.

—¿Y quién va a asignarnos las tareas hoy? —preguntó sorprendida.

—Yo misma lo haré —dijo una voz femenina a sus espaldas. Julieta dio un brinco y se volvió. Se topó con una mujer joven que la observaba con una ceja arqueada. Sus ojos azul claro se le antojaron fríos como el hielo y contrastaban con el color oscuro de la larga melena que caía por su espalda, perfectamente dispuesta—. Creo que no nos habíamos conocido aún. Soy la directora del balneario —se presentó. Julieta tragó saliva y le dedicó una sonrisa nerviosa.

—Encantada de conocerla.

—Leticia estaba indispuesta y yo misma he preparado esta tabla de tareas para hoy —dijo, mostrándole un papel que casi llegaba al tamaño de un póster. Julieta vio que le había asignado muchas más tareas de lo habitual y supo al momento que no tendría tiempo de cumplir con ellas en el horario estipulado, pero no dijo nada y se limitó a asentir. Algo le decía que era mejor no jugar con aquella mujer. Leticia parecía severa y disciplinada, pero sospechó que la directora era más peligrosa. Estaba convencida de que si protestaba no dudaría en despedirla.

—Me pongo con ello enseguida, directora.

—Puedes llamarme Magda —respondió con una sonrisa falsa antes de girar sobre sus talones y marcharse por donde había venido.

Julieta cruzó una mirada de circunstancias con las dos chicas de recepción, que parecían tan disgustadas con aquel repentino cambio de mando como ella.

La chica pasó toda la tarde corriendo de un lado a otro, intentando terminar las tareas en tiempo récord. Sin embargo, cuando llegó el final de su jornada, apenas había completado dos tercios de su asignación. El resto de compañeras también habían ido estresadas durante todo el día, pero la mayoría tenía menos tareas que ella. Era como si la directora la estuviera poniendo a prueba explícitamente a ella saturándola de trabajo, probablemente por ser más nueva, o quizá simplemente quería saber dónde estaba su límite. Resopló y se dejó caer sobre el asiento del vestuario, agotada. Ya eran más de las diez de la noche y sabía que si quería terminar su trabajo necesitaría quedarse un par de horas más. Sus compañeras ya se habían ido hacía tiempo y tan solo quedaba ella en aquella enorme instalación. Pensó en marcharse a la posada y dejar su lista de tareas a medias, quizá Magda no se diera cuenta. Sin embargo, estaba segura de que aquella mujer la estudiaría con lupa. ¿Por qué si no le había encargado un número imposible de faenas? Se frotó los ojos y decidió continuar con su trabajo, aunque sabía de sobra que no le pagarían aquellas horas extra.

Salió al pasillo y el balneario que siempre estaba repleto de gente y vida, le pareció de repente un lugar tenebroso, con largos pasadizos de luces más bien tenues. De nuevo sintió el miedo irracional de toparse con alguien peligroso que supiera quién era en realidad. Empezó a fregar la sala principal que todos los huéspedes habían abandonado hacía ya más de una hora y se concentró en eliminar todas las manchas del suelo, tanto, que casi se le pasaron por alto los susurros en la lejanía. Julieta levantó la vista para tratar de ubicar la procedencia de aquellas voces. Por un segundo, temió que fuera la voz de un fantasma que, como ella, había vuelto del más allá. Sin embargo, al concentrarse, pudo reconocer que era la voz de una mujer hablando por teléfono. Le pareció que venía del despacho de Leticia. Frunció el ceño, extrañada. Hasta donde sabía, la gobernanta de la Fontaine estaba enferma. Entonces, ¿quién estaba hablando? Se acercó sigilosamente a la recepción y contuvo la respiración mientras se apoyaba en la pared para distinguir mejor la conversación. Cuando logró reconocer la voz de la directora que había conocido tan solo unas horas atrás, tuvo el impulso de alejarse de allí como alma que lleva el diablo. Sin embargo, pensó en su misión. Tenía que averiguar si estaba pasando algo turbio en el balneario y una llamada a aquellas horas de la noche le resultó extraña. Así que volvió a pegar el oído a la pared y se concentró.

—No me cuentes historias —soltó Magda. Parecía irritada—. Necesitamos otro, el último fue un desastre. —¿De qué estaría hablando? La directora se mantuvo unos minutos callada, escuchando lo que su interlocutor tenía que decir al otro lado de la línea—. Me da igual la policía —soltó la mujer de repente—. Haz tu trabajo como has hecho hasta ahora y te seguirá yendo bien —añadió con tono amenazante un instante antes de colgar con más fuerza de la que era necesaria. Julieta escuchó que se levantaba de la silla y la chica corrió hasta el otro rincón de la sala, en la que simuló seguir fregando el suelo con ahínco.

—¿Qué haces aquí todavía? —le preguntó la directora al verla, sin poder ocultar el enfado que sentía.

—Me quedaban algunas tareas por hacer… —murmuró con voz temblorosa, tratando de calmar los latidos de su corazón. Estaba segura de que la mujer podría oírlos desde la otra punta de la sala.

—Márchate ya, es tarde —espetó con desdén—. Ya sabes que no se pagan las horas extras a no ser que se acuerde expresamente con el trabajador. Y no recuerdo haber tenido esa conversación contigo.

Julieta bajó la cabeza y notó que un rubor le subía por las mejillas. No era por que se sintiera avergonzada, sino furiosa por no poder decirle cuatro cosas. No quería comprometer su situación.

—De acuerdo —murmuró y dio media vuelta en dirección a los vestuarios sin despedirse de la directora.

Julieta se colocó unos tejanos y un sencillo jersey que quedaron casi completamente tapados por aquel abrigo que la tendera le había regalado tan amablemente el día en que había despertado en el bosque. No era exactamente su talla y le quedaba un poco grande, pero era de lana de buena calidad. Anudó una gruesa bufanda a su cuello y salió por la puerta del servicio, situada en la parte trasera del balneario. Era noche cerrada y las farolas que circundaban el edificio no eran suficientes para iluminar sus pasos, así que tuvo que ir con mucho cuidado para no tropezar con nada a la salida. Cuando logró llegar afuera, vio la solitaria parada de autobús a unos metros y avanzó hasta ella. Se sentó en el pequeño asiento de metal y esperó pacientemente, con el vaho escapándose de entre sus labios. Miró la hora. Eran las once de la noche. Quizá ya no pasaran autobuses, pensó con miedo. No quería quedarse allí toda la noche. Estaba oscuro y no había nadie. De repente, recordó que un criminal había aprovechado aquellas mismas circunstancias para asesinar a sus compañeras. Miró a su alrededor asustada y entonces descubrió un par de enormes luces que se acercaban hacia ella y la iluminaban sin piedad. Se quedó paralizada al ver aquel coche oscuro deteniéndose justo al lado de la parada. Barajó la idea de salir corriendo hacia el bosque, pero sabía que sería inútil. Al menos, a Lorena y a Beatriz no les había servido de nada. Quiso al menos ponerse en pie para defenderse, pero su cuerpo no la obedeció. Tan solo temblaba sin remedio. ¿El asesino la había encontrado? ¿Iba a volver a matarla?

Las luces se apagaron y el conductor bajó, exponiéndose al aire frío de la noche. Estaba demasiado oscuro para verle el rostro, pero pudo ver que era un hombre alto y corpulento. Supo entonces que no podría hacer nada contra él.

—¿Julieta? —preguntó una voz que le resultó familiar. Sus músculos le respondieron entonces y consiguió levantarse del asiento. Se acercó hasta él con prudencia y entonces lo reconoció. Un suspiro de alivio se escapó de entre sus labios y se entremezcló con la niebla que los rodeaba.

—Enzo.

—Llevo rato aquí afuera —espetó, molesto—. ¿Por qué has salido tan tarde?

—¿Me estabas esperando? —preguntó sorprendida, olvidándose del pánico que la había poseído hacía tan solo unos instantes. Sentía que si él estaba cerca nada podría pasarle.

—En realidad he venido a hablar con los trabajadores de limpieza y mantenimiento, pero la directora me ha indicado muy amablemente que ya se habían marchado a sus casas. —Julieta pudo detectar que había remarcado con ironía la palabra «amablemente» y sonrió ligeramente. Parecía que aquella mujer tampoco le había caído demasiado bien al inspector.

—¿Y cómo has sabido que yo sí que seguía aquí?

Enzo agradeció la oscuridad para que no le viera ruborizarse como un adolescente al que acababan de pillar mintiendo. No pensaba confesarle que presentarse a aquellas horas para confirmar la coartada de Leticia con el personal de mantenimiento había sido tan solo una excusa para recogerla a la salida. No pensaba permitir que le pasara nada por su culpa. Él había aceptado que Julieta se metiera en todo aquel lío de espionaje en el balneario, así que se encargaría de mantenerla a salvo.

—No te he visto salir, así que he asumido que estabas dentro.

—¿Y me has estado esperando hasta ahora? —preguntó incapaz de ocultar una sonrisa.

—Sí. Creo que lo más prudente será que te recoja cada día a la salida —contestó—. Por seguridad —añadió, para que no sonara tan intrusivo.

La chica asintió y se volvió un instante hacia atrás, echando un último vistazo al balneario.

—Pues será mejor que nos marchemos ya. Tengo algo que contarte y prefiero hacerlo en la posada.

* * *

—¿Estás segura de que ha dicho eso? —preguntó Enzo, apoyándose sobre la pared de su habitación con los brazos cruzados.

—Completamente —contestó Julieta—. La directora no quería que la policía se enterara de algo, pero no llegó a decir qué.

—Lo sabía. Sabía que estaban ocultando algo —dijo Enzo chasqueando la lengua.

—No le quitaré los ojos de encima.

—Ten cuidado. Esa mujer puede ser peligrosa —le advirtió el inspector.

—No te preocupes por mí.

Enzo frunció los labios y estuvo a punto de decirle que ya era demasiado tarde para eso. De algún modo, se sentía responsable de ella.

—Será mejor que me vaya a dormir —dijo la joven—. Gracias por venir a buscarme.

No le dio tiempo a contestar, aquella joven se esfumó de su habitación como una suave brisa y él se dejó caer en el colchón, sin querer admitir que la velocidad a la que latía su corazón en su presencia era mayor de la habitual.