CAPÍTULO 10

10 de enero de 2019

Julieta observó con detenimiento aquella vieja caja de fotos que Enzo le había entregado hacía un par de días. La había mirado en numerosas ocasiones, pero no se había atrevido a abrirla. Se había limitado a dejarla reposando sobre el alfeizar de la ventana, acumulando más polvo del que ya tenía. Temía lo que podía encontrarse dentro. No estaba segura de estar preparada para descubrir cómo había sido aquella vida de la que apenas recordaba nada. Sin embargo, aquella mañana se armó de valor. Se dirigió con lentitud hasta la caja y la tomó entre las manos. Se sentó en la cama y la apoyó sobre su falda. Llenó sus pulmones de aire y contuvo el aliento cuando la abrió. Primero no vio nada, tan solo montones de fotografías desordenadas, que no parecían obedecer ningún orden cronológico, como si alguien las hubiera apilado allí dentro de cualquier manera para no volver a verlas jamás. Tragó saliva y recogió unas cuantas de la parte superior de aquella montaña. Se reconoció a sí misma quizá con dieciocho o diecinueve años, junto a un César que debía rondar tan solo los veinte. Estaban abrazados y sonreían a la cámara. Las siguientes instantáneas eran similares. Fotos en el campo, en una masía, en un parque de atracciones, en un concierto. En todas parecían felices. Sin embargo, en su sueño sintió que ya no lo eran. Pasó sus dedos por encima del rostro de ojos oscuros y mandíbulas fuertes que le sonreía. ¿Qué les había pasado? Era incapaz de recordar más que aquella escena de la cocina en la que la había tratado con tanta frialdad. Quizá tan solo hubieran discutido la noche anterior y en realidad sí que disfrutaran de un matrimonio feliz, se dijo, tratando de convencerse. Amontonó las fotos a un lado de la cama y cogió otro puñado. Estas eran de la boda. Por detrás tenían pegotes de pegamento, como si en el pasado hubieran estado adheridas a algún álbum del que habían sido arrancadas con furia. Quizá realmente hubieran tenido problemas en su matrimonio, pensó mientras analizaba los restos de cola que se habían llevado consigo algunos trozos del papel satén del álbum. O puede que César simplemente no pudiera soportar ver aquellas imágenes llenas de amor después de su muerte. Las repasó con cierta nostalgia y las dejó a un lado. Recogió unas cuantas más de la caja y sintió que se le paraba el corazón al ver la fotografía de un bebé de mofletes sonrosados que miraba a la cámara con unos enormes ojos de color avellana. ¿Quién era? ¿Y por qué su naricilla redonda y sus manitas rechonchas le resultaban tan familiares? Pasó a la siguiente fotografía con el corazón martilleando en su pecho, deseosa de encontrar alguna pista más. Abrió los ojos como platos cuando se encontró a sí misma con un vientre abombado y la mano colocada sobre él en un gesto protector. En la siguiente salía ella en un viejo sillón de la casa, con ojeras y el pelo revuelto y un bebé recién nacido entre los brazos. Después, las fotografías se multiplicaban, con montones de ellas con esa preciosa niña como protagonista. Julieta observó fascinada cómo había ido creciendo mes a mes. Sin embargo, cuando debía de rondar el año de edad, las fotografías se detuvieron y ya no había nada más. Ni de ella, ni de César, ni de la niña.

Se quedó sentada en la cama un largo tiempo, con la mirada clavada en la ventana, tratando de asimilar la certeza que ya sentía en su pecho. Era madre de una niña. Se cubrió la boca con manos temblorosas, tratando de calmarse. A medida que aquella idea se iba alojando en su cerebro, un vacío inmenso iba apoderándose de ella. Se lo había perdido todo. Su infancia, su adolescencia, su vida entera. Ahora esa niña debía de tener por lo menos treinta y dos años, casi diez más que ella. ¿Dónde estaría ahora? ¿A qué se dedicaría? ¿Sería feliz? Tenía mil preguntas por hacerle, pero no sabía dónde encontrarla. No podía acercarse a César para preguntar. Probablemente el hombre enloquecería si reconociera a su mujer muerta llamando a la puerta de su casa. Todavía recordaba la palidez de su rostro cuando la había visto de refilón en el cementerio. Probablemente el pobre habría creído que se trataba de una jugarreta de su imaginación. No podía volver a arriesgarse así. Quizá su única alternativa fuera Enzo. Él, como investigador, podía hacer todo tipo de preguntas sin levantar sospechas.

Cerró la caja y la volvió a dejar en la ventana. Se dio una ducha y se vistió, dispuesta a bajar a desayunar. Sentía que sus piernas apenas soportaban su peso. Un buen café le haría ver la situación con un poco más de aplomo.

Cuando entró en el comedor en el que servían el desayuno, se encontró con una pareja que debía de estar en el pueblo visitando a algún familiar. También había un par de hombres de negocios desayunando solos en mesas demasiado grandes para ellos. Finalmente, reconoció la nuca de Enzo, que estaba sentado junto a una ventana. Julieta se regaló unos segundos para observarle sin que él se percatara. Le parecía increíble que alguien como él pudiera ser de carne y hueso. Tan alto, de hombros rectos y movimientos elegantes. Con aquellos ojos verdes que parecían encerrar innumerables misterios. Esa nariz recta, ni muy grande ni demasiado pequeña. Y sus labios, que tan solo parecían invitar a una cosa cuando le sonreían sin sonreír del todo. Justo entonces, Enzo se giró y la vio. Julieta sintió que le daba un vuelco el corazón cuando él le hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo, invitándola a sentarse con él. Julieta cogió un café de la máquina por el camino y se acercó hasta él.

—Buenos días, Julieta. —Hasta su voz era atractiva.

—Hola —contestó ella con una sonrisa tímida, aposentándose en la silla del frente.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, frunciendo el ceño—. Estás muy pálida.

—Solo un poco más de lo normal —contestó tratando de dedicarle una sonrisa.

—¿Ha pasado algo? —insistió. Julieta lo escrutó con sus enormes ojos, insegura sobre cómo tratar aquel asunto. Enzo lo interpretó como falta de confianza—. Sabes que puedes contarme lo que sea.

—He estado mirando las fotos que me diste. —Soltó el aire que había estado conteniendo desde que había abierto aquella caja. Enzo no contestó, esperó a que ella siguiera hablando. Julieta se humedeció los labios y el hombre no pudo evitar que se le desviara la vista hasta ellos un segundo—. Necesito tu ayuda.

—¿Con qué?

—Parece que… —se interrumpió, sin saber cómo soltar aquello—. Parece que tenía una hija.

Enzo la miró genuinamente sorprendido.

—¿Una hija?

—Sí. He encontrado un puñado de fotos con un bebé.

—¿Pero estás segura de que eres su madre? Podría ser tu sobrina o… —Enzo no pudo evitar que su instinto policial empezara a barajar montones de hipótesis.

—No. Era mi hija —cortó—. Estoy segura. —Enzo asintió.

—Está bien.

—Necesito que le preguntes a César sobre ella. Por favor —dijo con un tono que sonó demasiado suplicante para su gusto. A Enzo no pareció molestarle, sino más bien al contrario. Le dedicó una sonrisa tierna y Julieta se relajó un poco.

—No te preocupes por eso. Está hecho. ¿Qué quieres saber?

—Ya sé que no puedo decirle quién soy a mi hija —contestó Julieta, comprendiendo que no podía acercarse a una desconocida y decirle que era su madre muerta—, pero me gustaría saber qué ha sido de ella, si es feliz, dónde vive y qué hace. Si… tiene familia.

—Hoy voy a ir al entierro de Beatriz. Aprovecharé para acercarme a César y preguntarle.

—Yo también iré.

—No creo que sea muy buena idea exponerte tan en público en tu viejo entorno —dijo él.

—Me mantendré alejada. Tan solo quiero verle.

—¿A quién? ¿A César?

—Sí.

Enzo apretó las mandíbulas. ¿Y si Julieta seguía enamorada de su marido? Aquella idea lo irritó. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Por qué se sentía así por una mujer casada que, para colmo, era una de las víctimas del caso que estaba investigando? Esos sentimientos no eran nada profesionales.

Se levantó, dando por terminado el desayuno y la conversación.

—Esta noche te contaré lo que haya averiguado. —Julieta asintió y lo vio marcharse con el semblante atormentado.

* * *

Julieta volvió a su habitación y se puso la ropa más oscura que tenía. Su armario estaba bastante vacío y tuvo que conformarse con un jersey azul marino y los tejanos. Se colocó el abrigo negro sobre el conjunto y fue hasta la parada de autobús. Vio que el coche de Enzo no estaba en el aparcamiento. Probablemente ya se habría marchado al cementerio.

El autobús no se hizo esperar demasiado. Vio que iba bastante lleno y que la mayoría llevaba ropa negra, así que dedujo que probablemente iban al mismo sitio que ella. Suspiró, pensando en la pobre Beatriz. No era justo. ¿Quién era el asesino despiadado que no había tenido suficiente con matarla a ella y a aquella periodista treinta años atrás que ahora había decidido volver a actuar?

Se apeó del autobús junto al resto de la gente y caminó en silencio hasta un rincón discreto del cementerio, ocultando su rostro con la capucha del abrigo. Se apoyó en un árbol y esperó a que empezara el funeral. Entonces, lo vio. Aunque estaba lejos, pudo reconocer sus ojos oscuros. César ya no era el hombre joven y atractivo de las fotos. Su cuerpo alto había sucumbido al paso de los años y empezaba a doblegarse por la zona de la espalda. Se preguntó cómo hubiera sido su vida si no la hubieran asesinado. Habría visto crecer a su hija y probablemente seguiría casada con aquel hombre de aspecto triste y melancólico. Quizá él no siempre había sido así. En las fotografías parecía alegre y descarado. No pudo evitar que sus ojos se deslizaran desde su marido hasta Enzo, que estaba relativamente cerca de él. El inspector tenía el semblante más serio de lo habitual y parecía realmente afectado por la muerte de Beatriz. Quizá se sintiera culpable por no haber cazado antes al asesino. Enzo, como si hubiera sentido su escrutinio, levantó los ojos del suelo y los posó sobre ella. Se quedaron mirando unos segundos más de los necesarios, hasta que el inspector decidió que alguien podría darse cuenta y volvió a bajar la vista.

Cuando el sacerdote terminó el sermón y enterraron el ataúd de Beatriz, Julieta vio cómo Enzo se acercaba a César. Hubiera dado su insustancial fortuna por escuchar lo que estaban diciendo.

* * *

—Buenos días, señor Dábalos.

—Oh, usted otra vez —dijo César con cara de fastidio. Enzo lo miró fríamente. No le gustaba aquel hombre, pero fue incapaz de distinguir si era algo personal por tratarse del marido de Julieta y el padre de su hija o simplemente una silenciosa intuición que le decía que César escondía algo.

—Me gustaría hacerle unas preguntas.

—Creí que no teníamos nada más que hablar.

—He cambiado de opinión después de ver las fotografías.

César resopló, seguramente arrepintiéndose de haberle dado aquella caja.

—¿Y qué quiere?

—He visto que usted y Julieta tuvieron una hija.

—Sí.

—¿Podría hablar con ella?

—¿Para qué? Solo era un bebé cuando su madre murió.

—No puedo decirle el motivo. Se trata de un asunto policial.

César arqueó las cejas y cruzó los brazos frente a su pecho, dando a entender que no se creía la mentira del inspector.

—Eso no va a ser posible —acabó diciendo el enterrador.

—¿Y por qué no?

—No sé qué ha sido de nuestra hija.

—¿Cómo dice? ¿Cómo puede no saberlo?

César resopló y lo miró de nuevo con el semblante contrariado. Parecía que cada vez se sentía más incómodo en la presencia del inspector.

—Después de la muerte de Julieta, no podía hacerme cargo de la niña. Asuntos sociales se metió por medio y la terminaron asignando a una familia de adopción.

—¿Qué? —exclamó sin poder contener su tono de voz. ¿Aquel desgraciado había abandonado a su hija de un año sin apenas pestañear?

—No me mire así. No se gana mucho como enterrador y tengo que trabajar muchas horas. Sin el sueldo de Julieta apenas podía sostenerme a mí mismo y qué decir de una cría que necesita todo tipo de cuidados. Fue lo mejor para todos.

Enzo lo continuó mirando con desdén, preguntándose cómo demonios iba a contarle eso a Julieta.

—¿Y no sabe a qué familia se la dieron?

—No. Es un modo de protegerlos para que no vayamos a reclamarlos más tarde.

—¿Puede decirme al menos cómo se llamaba su hija?

—Valentina Dábalos Abellán.

—¿Nunca pensó en lo que diría Julieta si supiera lo que hizo? —escupió, incapaz de contenerse.

—Por si no se ha dado cuenta, inspector, mi mujer está muerta. Ya no puede opinar nada.

Enzo le dedicó una sonrisa llena de desprecio y negó con la cabeza.

—Voy a ahorrarle lo que pienso sobre usted, señor Dábalos —concluyó, recalcando con ironía la palabra «señor».

—Tenga un buen día, inspector Barese —respondió él sin achantarse, haciendo un gesto con la cabeza a modo de despedida y dejándole a solas junto a la tumba de Beatriz.

* * *

—¿La… la dio en adopción? —susurró Julieta dejándose caer en la cama. Se sentía demasiado débil para seguir en pie. Enzo se acercó hasta ella y puso una mano sobre su hombro, tratando de apoyarla.

—Lo siento mucho.

Julieta se cubrió la cara con las manos para tratar de detener el llanto y la frustración. Se sentía culpable por haber dejado a aquella criaturita indefensa sola en el mundo. Era absurdo. Ella no había decidido que la asesinaran. Pero sí había decidido con quién se casaba y, desde luego, César Dábalos jamás había estado a la altura de la situación. Sintió el deseo de salir de la posada y presentarse en su casa para gritarle y descargar sobre él toda su furia.

—¿Cómo pudo? —masculló—. Era tan pequeña…

—No sé qué decir —contestó Enzo sinceramente.

—¿Y ahora qué voy a hacer? Si César no sabe adónde la llevaron, ¿cómo la voy a encontrar?

—No te preocupes por eso. Seguro que desde mi posición puedo averiguar algunas cosas.

—¿Harías eso por mí?

—Por supuesto —dijo, sintiendo por primera vez que posiblemente sería capaz de eso y mucho más por Julieta.

Ella lo pilló desprevenido. De repente, lo abrazó y Enzo se tensó al sentir su cuerpo pequeño y frágil entre sus brazos. Cerró los ojos y no pudo evitar que el suave perfume a lavanda de Julieta invadiera sus fosas nasales.

—Gracias —susurró la joven en su cuello un instante antes de separarse de él. Enzo se perdió en sus enormes ojos de color avellana, que lo miraban confiados. Sin querer, su vista se desvió hasta sus labios carnosos, que estaban ligeramente entreabiertos. Supo que estaba a punto de hacer una locura, así que dio un paso atrás y se aclaró la garganta.

—Será mejor que me marche a mi habitación. Mañana será un día largo.

Julieta asintió ligeramente decepcionada por su partida. Sin embargo, agradeció quedarse sola para poder llorar en paz por toda aquella situación en la que se había visto inmersa de repente. Y no pudo evitar pensar que quizá hubiera sido mejor seguir muerta. Así jamás habría descubierto que su marido había abandonado a su única hija a su suerte.