CAPÍTULO 27

5 de mayo de 2019

Julieta escuchó unos ruidos fuera de la celda y no pudo evitar empezar a temblar en aquel rincón mugriento en el que se encontraba. Hacía unos días, quizá semanas, le habían quitado aquellas ásperas cuerdas de las muñecas y habían dejado de suministrarle somníferos. Se había despertado tirada en el suelo en la misma celda que había logrado atisbar unos días atrás, junto a una simple manta para protegerla de aquella humedad, una botella de agua y un plato. La única interacción que tenía con sus secuestradores se reducía a una mano que asomaba por la puerta un par de veces al día para dejarle algo de una comida con la que no hubiera alimentado ni a su peor enemigo. Pasaba las horas expectante, en medio de la oscuridad que reinaba en aquella habitación, temiendo que algo ocurriera. Sabía que no estaba allí por casualidad, querían algo de ella, y le aterrorizaba que llegara el momento de rendir cuentas ante la persona que la retenía allí. Trató de calmar su respiración. Quizá los ruidos que escuchaba fueran del verdugo que solía traerle la comida. Sin embargo, los sentía distintos, más ruidosos y en cantidad, como si se tratara de más de una persona. Escuchó un grito furioso que parecía increpar a alguien, pero no consiguió entender lo que decía. Se encogió aún más en aquella esquina, como si aquello pudiera protegerla de algo. Finalmente, la puerta se abrió de par en par y Julieta sintió que se le detenía el corazón. Ante ella se encontraban tres personas. Dos hombres con una bata blanca que podrían haber sido catalogados como científicos de laboratorio en otras circunstancias, y en el centro, una joven menuda que llevaban apresada entre los dos. Julieta observó en silencio cómo la muchacha se revolvía con fiereza en los brazos de sus captores, tratando de escapar. No tardó en comprender que los gritos sofocados que había escuchado eran suyos.

—¡Soltadme, sabandijas! —gruñó con una voz fina y dulce, que no correspondía para nada con la vehemencia de sus palabras. Julieta se percató de que la joven tenía un acento extraño y entonces reparó en sus rasgos asiáticos. Los dos científicos, hartos de sus quejas, la lanzaron dentro de la celda como si se tratara de un saco de patatas y cerraron la puerta. La joven aterrizó cerca de Julieta con un quejido y se incorporó rápidamente, para acercarse hasta la puerta y empezar a aporrearla con energía.

—¡Os arrepentiréis de esto! —gritó furiosa.

Pasaron unos minutos hasta que la chica comprendió que nadie iría a abrirle y se dio media vuelta, frustrada. Dio un brinco cuando sus ojos rasgados repararon en Julieta. No se había percatado de su presencia hasta entonces.

—Hola —murmuró Julieta tímidamente. La otra chica la estudió unos instantes y pareció entender que estaban en el mismo bando cuando vio las ropas sucias y rasgadas de Julieta, su cabello enmarañado y el aspecto desconcertado de su rostro.

—¿A ti también te han pillado? —A Julieta le resultó gracioso el tono informal de la desconocida. Parecía muy joven, quizá no llegara a los veinte años.

—Eso parece. ¿Dónde estamos? —preguntó, con la esperanza de que aquella chica pudiera darle algunas respuestas sobre su situación.

—No tengo ni idea, pero por lo que he podido ver, parece un laboratorio.

Julieta sintió que se le revolvía el estómago. ¿Quería eso decir que alguien había descubierto su secreto? ¿Querían hacer experimentos con ella?

—¿Y por qué nos han traído a un laboratorio? —indagó, con fingida inocencia. La chica la miró con una ceja arqueada y resopló con una sonrisa condescendiente.

—Vamos, no te hagas la tonta —replicó—. Las dos sabemos lo que somos.

Julieta la miró con la boca abierta, asimilando lo que se escondía detrás de esas palabras.

—¿Tú también? —susurró.

—Eso me temo. Me llamo Lang y nací en Indochina hace 120 años.

—¿Indochina?

—Oh, sí, ahora lo llamáis Vietnam —contestó, haciendo un gracioso gesto con la mano.

Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Julieta. ¿Por qué una muchacha de Vietnam había terminado en un pueblo como Lagarza? Eso si es que todavía estaban en Lagarza… ¿Cuántas más personas habían resucitado? ¿Y cómo? ¿Qué querían de ellas? ¿Por qué tenerlas retenidas ahí durante tanto tiempo?

—Mi nombre es Julieta y soy de Lagarza.

—Oh, ese pueblo maldito… —musitó.

—¿Maldito? ¿Por qué dices eso?

—Es una larga historia —respondió con una sonrisa críptica que le dio a entender que no pensaba contársela ahora.

—¿Para qué nos retienen aquí?

—¿Acaso no está claro? Somos bichos raros. Quieren saber de qué estamos hechas exactamente. Investigan la composición de nuestra sangre, nuestra capacidad de resistencia. Incluso miden cuánto dolor aguantamos o si podemos volver a morir.

Julieta sintió que el temblor se apoderaba de nuevo de su cuerpo. Todo aquello era horrible. No podía estar pasando. ¿Había logrado escapar de César para caer en manos de una organización criminal que investigaba con ellas como conejillos de indias?

—¿Te han hecho daño? —logró preguntarle a Lang con un hilo de voz.

La joven desvió la mirada, incómoda, y Julieta supo que sí, pero no se atrevió a insistir. Pasaron unos minutos hasta que Lang volvió a hablar.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó.

—No estoy segura —contestó Julieta—. Me tuvieron dormida durante días. Después me dejaron aquí encerrada.

—Nos lo hacen a todos.

—¿Por qué?

—Lo hacen para comprobar nuestra capacidad de adaptación y supervivencia. Son las fases iniciales… —Julieta tragó saliva al escuchar sus palabras.

—Has dicho que nos lo hacen a todos. ¿Quieres decir que no somos las únicas?

—No. Hay más.

—¿Y dónde los tienen?

—No lo sé, pero los he visto en las salas.

—¿Qué salas?

—Las de experimentos —contestó con voz queda. Julieta sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

—¿Me llevarán a una de esas salas?

—Supongo que sí. Pronto.

Después de unos segundos asimilando lo que eso significaba, Julieta pudo volver a hablar.

—¿Por qué ahora nos ponen juntas, de repente?

—Para que te prepare —contestó con una mueca.

—¿Cómo? No te estoy entendiendo.

—Te encierran aquí sin ninguna información, pero quieren que estés preparada mentalmente para cuando empiecen a experimentar contigo. Para eso envían al paciente senior, como ellos lo llaman —explicó con disgusto.

—¿Y qué se supone que hace ese paciente senior? —preguntó inquieta, sin estar segura de querer escuchar la respuesta.

—Te explica dónde estás y para qué estás aquí, para que te mentalices —explicó—. Si es que se puede conseguir tal cosa… —añadió entre dientes.

Julieta sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y no pudo evitar que sus pensamientos vagaran hasta Enzo. Si él estuviera allí, no permitiría nada de eso. Deseaba volver a sentir sus brazos protectores alrededor de ella, la calma de su respiración en el pecho. Pero no. Probablemente nunca volvería a verlo, se dijo lastimeramente. Y quizá tampoco pudiera perdonarle nunca.

—Escucha, tengo un plan —dijo Lang con voz dulce, cuando vio que estaba entrando en aquel estado de pánico.

—¿Un plan para qué? —cuestionó con voz trémula.

—Pues para salir de aquí —repuso, como si fuera obvio.

—¿De una habitación sin ventanas custodiada por guardias las 24 horas del día?

—No pienso quedarme aquí toda mi existencia —protestó enfurruñada.

—Yo no soy tan valiente, Lang —repuso—. Tengo miedo.

—¿Y crees que yo no? Pero será peor que nos quedemos aquí, créeme.

Julieta se quedó en silencio, intentando reunir las pocas fuerzas que le quedaban. Se sentía débil. En aquella celda le costaba estirar las piernas o caminar. La comida era escasa y apenas le llegaba para sobrevivir. Llevaba demasiado tiempo sin ver la luz del sol. Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas, dejando un reguero a través de la mugre que las recubría.

—Todo irá bien —la consoló Lang, poniendo una de sus delicadas manos en su brazo—. Intenta actuar con calma.

—¿Cómo vamos a escapar? —terminó preguntándole, algo más convencida de que aquella sería probablemente su única oportunidad de salir de allí.

—Mi plan todavía tiene muchas lagunas y necesitaremos algo de tiempo para elaborarlo mejor, pero, por desgracia, aquí dentro no tenemos otra cosa que hacer que pensar en ello —dijo—. Aun así, creo que nuestra mejor opción sería aprovechar un momento de distracción cuando nos lleven a la sala de experimentos.

Julieta le dedicó una mueca al pensar en tener que entrar en una de aquellas salas, que su imaginación se aventuraba a dibujar como lugares de tortura horribles.

—Pero no nos llevarán a la vez, ¿no? —murmuró dudosa.

—Sí. Normalmente hacen los experimentos con varios individuos a la vez. Por eso sé que no estamos solas.

—De acuerdo, pero ¿cómo los vamos a despistar?

—Amiga, eso es lo que vamos a tener que pensar.

* * *

El molesto ruido del timbre despertó a Enzo, que entreabrió un ojo para cerrarlo de nuevo con fuerza un momento después. La luz que entraba por la ventana le resultó cegadora. Se incorporó con dificultad y observó unos instantes el desastre en el que se había convertido su ático, lleno de cartones con restos de pizza, botellas de alcohol vacías y suciedad acumulada por los rincones. Suspiró. Un segundo después volvió a sonar el timbre con una estridencia dolorosa que golpeó su cabeza como un martillo.

—¡Ya va! —gruñó, poniéndose en pie. Cuando vio quién estaba al otro lado de la puerta, quiso esconderse detrás de una cortina, avergonzado. Pero se resignó a abrir—. Directora. ¿Qué hace aquí? —musitó, tratando de recuperarse de la inesperada visita.

La mujer lo estudió con una ceja arqueada. Miró su cabello revuelto, su barba descuidada, sus ojos verdes obnubilados por el alcohol.

—Podría decirse que he venido a buscar lo que queda de mi mejor hombre —contestó con desaprobación. Enzo le dedicó una mueca.

—Me pedí estos días libres —se quejó. La mujer arrugó los labios.

—¿Y para qué? ¿Para auto compadecerte? No puedes seguir así, Enzo. Desde que desapareció esa chica no duermes, no vives. Te limitas a… —hizo un gesto señalando el caos de su casa para completar la frase.

—No necesito que nadie me diga lo que tengo que hacer —farfulló enfadado.

—Tienes razón. No soy nadie para sermonearte, pero me preocupa tu salud.

Enzo rio, sabiendo que su salud jamás se resentiría por muy mal que lo hiciera. Al fin y al cabo, era parte de su maldición. No morir. Pero tampoco vivir.

—Tan solo necesito estar solo y…

—Entiendo cómo te sientes. No soy tonta. Sé que sientes algo por esa mujer y te parte el alma no saber dónde ni cómo está. Pero encerrándote aquí y bebiendo como si no hubiera un mañana no solucionarás nada.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —preguntó desesperado—. He seguido cada rastro, cada pista, y todo me ha llevado a un callejón sin salida. ¡Lo más cerca que estuve de encontrarla fue entrando en aquel subterráneo, y resultó que no había nadie! —añadió exasperado.

—Quizá tengamos una nueva pista —dijo entonces la mujer. Enzo la miró fijamente y contuvo la respiración.

—Si es una treta para sacarme de aquí, será peor —advirtió Enzo, sin poder creer que fuera cierto.

—No seas estúpido, ¿por qué iba a mentirte? Venga, si quieres que te diga de qué se trata, haz el favor de adecentarte y acompañarme a la comisaría.

Enzo estudió su propuesta unos instantes y, finalmente, asintió, perdiéndose en el pasillo hasta llegar a su habitación. Dudó antes de entrar. La sola imagen de su cama le traía recuerdos dolorosos cada vez que entraba en su cuarto. Allí había dormido Julieta, en sus brazos, y él había respirado el aroma de sus cabellos sin saber que el destino le negaría aquel dulce olor tan solo unas horas más tarde. Y que no volvería a verla en mucho tiempo. Dos meses, se repetía una y otra vez. Habían pasado dos meses y no había sido capaz de encontrarla. Se sentía un completo fracaso, un fraude que no había sido capaz de proteger siquiera a la mujer que amaba. Intentó retirar aquellos pensamientos amargos con el agua fría de una ducha. Ya llevaba demasiadas horas sin beber. Tan solo el alcohol era capaz de silenciar aquel tormento que se fraguaba en su mente cada vez que pensaba en ella y en dónde estaría. Mientras el agua eliminaba los restos de culpabilidad de su piel, se dijo que tenía que ser fuerte. Tenía que volver a intentarlo. Si la directora había encontrado una pista, la seguiría hasta el fin del mundo si hacía falta. Todo con tal de salvar a Julieta.

Cuando se puso algo de ropa limpia, volvió hasta el salón en el que lo esperaba la directora.

—Mucho mejor —concluyó satisfecha—. ¿Vamos?

* * *

Julieta no escuchó los ruidos esta vez. Después de mucho pensar sin dar con ninguna solución para escapar, tanto ella como Lang habían caído rendidas en los brazos de Morfeo. Y estaba completamente dormida cuando aquellos hombres de blanco entraron en la celda. Abrió los ojos espantada cuando sintió que la apresaban por los brazos. Su primer impulso fue gritar y entonces Lang despertó también. Otro par de hombres atrapó a la joven asiática, que empezó a revolverse. Julieta empezó a balbucear, incapaz de controlar su miedo.

—¿Adónde nos lleváis?

Sin embargo, tan solo obtuvo silencio por respuesta. Las condujeron a través del largo pasillo de piedra que había vislumbrado desde su celda y pronto abandonaron lo que parecían las viejas mazmorras de un castillo para adentrarse por una puerta que los llevó a un edificio completamente nuevo, blanco e impoluto. El cambio de ambiente, en vez de tranquilizarla, la inquietó. Aquello parecía un hospital con las últimas tecnologías y no tenía ni idea de para qué las iban a usar. Pronto las metieron en una sala diáfana, en la que había tres personas más con el mismo gesto aterrado que ellas. Julieta analizó a sus nuevos compañeros de pesadilla con detenimiento y observó que no respondían a ningún patrón. Uno era un chico joven, mucho más alto que el resto. También había un hombre de mediana edad con aspecto robusto y una mujer con bastantes curvas que debía rondar los cuarenta. Cuando los hombres que los habían llevado hasta allí cerraron la puerta tras ellos, se miraron unos a otros con el miedo en los ojos. Los habían dejado solos. De repente, las ventanas y la puerta hicieron un sonido hermético.

—¿Qué nos van a hacer? —musitó Julieta, acercándose hasta Lang. Sin darse cuenta, los cinco se apiñaron muy juntos en el centro de la habitación, en un vano intento de sentirse más seguros.

—No lo sé —susurró Lang, agarrándola con fuerza de la mano.

—No me sueltes —suplicó. Lang asintió y apretó los labios, tensa. También tenía miedo, pero llevaba meses aguantando situaciones parecidas y se sentía más preparada.

Julieta empezó a notar que le costaba respirar. ¿Estaba teniendo un ataque de pánico? Miró a sus compañeros aterrada, intentando comunicar con la mirada su problema. Sin embargo, se encontró con gestos similares al suyo. El hombre mayor empezó a boquear, como si intentara apresar con los labios un aire que estaba abandonando sus pulmones poco a poco.

—No… puedo… respirar —logró decir Julieta. Lang negó con la cabeza, dándole a entender que ella tampoco. Su rostro oliváceo empezó a enrojecerse y Julieta temió que su nueva amiga fuera a estallar.

El chico alto fue el primero en perder la consciencia. Lo siguieron el hombre mayor y la mujer curvilínea. Lang y Julieta se miraban abrazadas, mientras luchaban por respirar un oxígeno que había abandonado por completo aquella sala. Un segundo antes de desmayarse, Julieta vio como Lang se desplomaba a su lado.

* * *

Enzo se sentó frente a la mesa de la directora y esperó impaciente a que esta empezara a hablarle de aquella misteriosa pista. La mujer sacó una fotografía de una carpeta y la deslizó por la mesa hasta él. Se trataba de una instantánea de bastante mala calidad en blanco y negro, probablemente fruto de la captura de algún cajero o cámara de seguridad pública. En ella se veía a una mujer morena con el pelo anudado en un moño y unas enormes gafas de sol que trataban de ocultar su identidad. Sin embargo, él la reconoció.

—Magda —escupió su nombre entre dientes. Odiaba a aquella mujer con cada célula de su cuerpo.

—Las cámaras tomaron esta imagen anoche, en Ginebra —informó la directora.

—¿Qué diablos hace en Suiza?

—Huir de la justicia.

—¿Cómo es posible que haya salido del país sin que nos diéramos cuenta? —preguntó irritado.

—Esa mujer es rica, Enzo. Probablemente tenga un avión privado con el que hayan logrado escapar, ella y su marido.

—¿Crees que Julieta está con ellos?

—Es una posibilidad.

Enzo se puso en pie de un brinco.

—¿Adónde vas? —preguntó la mujer arqueando las cejas.

—A comprar un billete de avión.