CAPÍTULO 8
8 de enero de 2019
Julieta entró en el balneario tratando de aparentar normalidad. El día anterior había sido incapaz de ir a trabajar después de descubrir que había regresado a la vida tras décadas muerta, así que había llamado a Leticia para inventarse un virus estomacal como excusa para quedarse encerrada en su habitación todo el día. La mujer, al contrario de lo que había supuesto que haría, no le puso ningún impedimento y le deseó una pronta recuperación.
Acudió al vestuario sin cruzarse con nadie y se colocó el uniforme azul con delicadeza, preguntándose qué haría el inspector ahora que sabía toda la verdad. ¿La habría creído? Había escuchado su historia en absoluto silencio y, cuando había terminado, se había marchado sin apenas despedirse. Tan solo había podido oír en la lejanía el rugido del motor de su coche alejándose de la posada. No había vuelto ni de día ni de noche. Había esperado su regreso escuchando a través de la puerta por si entraba en la habitación contigua, pero tan solo había escuchado vacío y silencio. Supuso que no resultaba fácil asimilar que alguien había resucitado sin motivo aparente después de tantos años, sin recordar nada más que su nombre. Aunque también le había explicado lo que había sucedido la noche de fin de año, sabía que, en realidad, no le había podido facilitar ningún dato útil para la investigación. Nunca había llegado a ver al asesino de Lorena, ni siquiera de lejos.
Julieta suspiró y se miró en el espejo fijamente, intentando identificarse con la joven que le devolvía el reflejo. No le costó entender por qué nadie la había reconocido. Probablemente ya nadie se acordaba del rostro de una muchacha muerta tanto tiempo atrás. Se había hecho montones de preguntas desde que había descubierto la verdad. ¿Seguiría vivo su marido? ¿Le quedaría familia en el pueblo o fuera de él? ¿Cómo había muerto en el 88? Enzo no le había llegado a explicar cómo había descubierto la verdad y sentía un enorme vacío en su interior, como si le faltara información imprescindible sobre su propia existencia.
Se apartó del espejo y se dirigió a una de las piscinas principales para reponer las toallas, dispuesta a olvidar sus problemas al menos por un rato.
* * *
Enzo entró en la comisaría con unas buenas ojeras. Mateo lo miró extrañado. Su jefe era un animal de costumbres. Sabía que por norma general se iba a dormir temprano y llegaba el primero a la oficina. Llevaba una vida sana y sin excesos, casi monástica. Cuidaba su alimentación y su aspecto pulcro de un modo que rozaba lo obsesivo. Por eso, le sorprendió verlo entrar por la puerta prácticamente a mediodía, con el cabello revuelto y el traje que generalmente llevaba impoluto ligeramente arrugado y descolocado.
—Buenos días, inspector —lo saludó, casi sin atreverse a preguntar qué le había pasado, pero se armó de valor—. ¿Está usted bien?
Enzo lo fulminó con la mirada y soltó un gruñido por toda respuesta, antes de encerrarse en su despacho dando un portazo. Había pasado el día anterior y toda la noche clausurado en su casa, memorizando y repasando todos los datos de ambos casos, sin pegar ojo. Era la única manera que tenía de no pensar en lo que había descubierto, de tratar de mantener el control sobre una situación que le había sobrepasado cuando aquella misteriosa joven le había contado la verdad. Lo peor de todo era que la creía. Sabía que lo que decía era cierto. Había demasiadas evidencias que respaldaban lo que él mismo había sospechado al ver las fotografías. Aún así, era consciente de que no podía contarle aquello a nadie. No quería que lo tomaran por loco y debía proteger a toda costa aquel secreto. Entre informe e informe, un montón de preguntas existencialistas se habían agolpado en su cabeza: ¿Cómo había logrado volver a la vida? Necesitaba encontrar respuestas. Si descubría cómo lo había hecho, quizá pudiera calmar un poco la ansiedad que sentía creciendo en su pecho.
Unos golpecitos en la puerta lo sacaron de sus pensamientos. Era Mateo, que venía a traerle un café como de costumbre. Enzo lo aceptó de buena gana, necesitaba un poco de cafeína para que su mente siguiera funcionando.
—Ha llegado el informe de la autopsia de Beatriz Montes —dijo el joven oficial.
—¿Hay algo nuevo? —preguntó con la voz ronca y cansada.
—Es exactamente el mismo modus operandi que con la otra víctima, inspector. Casi como un calco. Encontraron el mismo tipo de flores de almendro y la droga en el torrente sanguíneo de la chica —le resumió.
—Está bien, déjame el informe para leerlo con detenimiento después —le dijo, deseando quedarse solo cuanto antes.
—Esto… ¿Qué hay de Julieta Abellán?
Enzo levantó la mirada del papel y miró al oficial fijamente, tratando de disimular el nerviosismo en sus ojos verdes.
—¿Qué hay de qué? —espetó, ocultando su inseguridad bajo una fachada de antipatía.
—Fue ella quién informó sobre el asesinato de Lorena la noche del uno de enero —le recordó, haciendo memoria de su llamada temprana el día anterior. Enzo disimuló una sonrisa irónica.
—¿Ahora los muertos llaman por teléfono? —inquirió, desviando la atención.
—No, claro que no —se apresuró en aclarar el chico, sintiéndose estúpido.
—Julieta Abellán fue asesinada en el 88. Obviamente no fue ella quien llamó a la comisaria, sino que probablemente lo hizo el mismo asesino —mintió. Debía proteger a Julieta de todo aquello y mantener en silencio su secreto.
—Pero quien lo denunció era una voz femenina, ¿cree el asesino es una mujer?
—No podemos descartarlo, aunque hay programas de distorsión de voz bastante logrados hoy en día.
—¿Pero por qué haría eso? ¿Exponerse así?
—Los asesinos en serie juegan con la policía, en el fondo quieren ser descubiertos. Por eso, van dejándonos pistas para que relacionemos los crímenes. Esa fue su particular forma de llevarnos a relacionar los crímenes de Lorena y Beatriz con los de Annie y Julieta hace treinta y un años.
—¿Pero por qué hacerse pasar por Julieta y no por Annie?
Enzo frunció los labios, arrepintiéndose por un instante de haberle enseñado tan bien a indagar hasta el fondo de la cuestión a su joven ayudante.
—Supongo que porque fue su primera víctima —sostuvo—. Bueno, ya está bien de tanta cháchara —cortó finalmente, cansado de buscarle explicaciones a una mentira. Sabía perfectamente que había sido la verdadera Julieta quien había llamado a la policía aquella noche—. Quiero que busques dónde diablos hay flores de almendro en Lagarza. Te lo pedí hace un par de días y todavía no tengo nada al respecto sobre mi mesa.
—Sí, claro, lo siento, con lo del otro asesinato yo…
—No quiero oír excusas, Mateo. También necesito que averigües quién en ese pueblo tiene acceso a estupefacientes como los que se le suministraron a las víctimas. Mientras tanto yo volveré al pueblo e investigaré qué relación tienen las cuatro chicas. El asesino las debió elegir a ellas por algún motivo.
—Muy bien, señor.
—Otra cosa, Mateo —dijo antes de que el chico pudiera escapar de sus garras—. ¿Encontraste las noticias que aparecieron en la prensa en el 88?
—Sí, eso sí pude hacerlo. Las he recopilado —murmuró el joven, todavía avergonzado por que le hubiera llamado la atención como a un niño pequeño. Enzo puso los ojos en blanco.
—¿Y no me las piensas dar o qué? —increpó.
—Sí, sí, claro —balbuceó, saliendo a toda prisa del despacho para volver un instante después con un portafolios repleto de recortes de prensa que depositó sobre la mesa del inspector. Mateo se marchó sin decir nada más.
El inspector resopló. A veces se preguntaba si era demasiado duro con Mateo, pero sabía que aquella era la manera más eficaz de que se endureciera y algún día pudiera llegar a ser inspector también. Con su actitud, además, pretendía establecer una distancia entre los dos. Enzo no era mucho mayor que Mateo y temía que se le subiera a la chepa si se mostraba blando.
Dejó sus preocupaciones a un lado y se puso a revisar la documentación que el oficial le había facilitado. La mayoría de noticias pertenecían al periódico local del pueblo, en el que actualmente escribía aquella tal Raquel que había expuesto el crimen de Beatriz demasiado pronto para su gusto. Al contrario que esa periodista entrometida, el reportero que había cubierto los asesinatos del 88 escribía artículos superficiales que se limitaban a contar la versión oficial de la policía que, por lo que había visto Enzo en los archivos policiales, era escasa y poco exhaustiva. Pensó que un buen modo de averiguar quién había llevado el caso sería hablar con el periodista que había escrito aquellos artículos que, con toda seguridad, ya se habría jubilado si es que todavía seguía vivo.
Entonces, entre los papeles vio un artículo de un periódico internacional. Dio gracias por haber aprendido inglés en la universidad y poder entender lo que decía. Era un texto mucho más extenso que el del periódico de Lagarza y entraba al detalle del asesinato de Julieta Abellán. Miró la fecha y descubrió que había sido publicado el 3 de agosto, apenas un par de días después de su muerte. Tragó saliva al ver a Julieta sonriéndole desde la fotografía en blanco y negro que se situaba al lado del texto.
Macabro asesinato en un pueblecito de España
El día 1 de agosto un grupo de niños encontró el cadáver de una joven en medio del bosque. Julieta Abellán, una vecina del pueblo que trabajaba en el balneario local, era una chica amable y querida por todos que no parecía tener problemas con nadie. Entonces, ¿quién le arrebató la vida de una manera tan cruel? ¿Y por qué? El asesino abandonó su cuerpo sobre un lecho de flores y la maquilló y peinó a sangre fría, de modo que tan solo parecía una princesa dormida.
Fuentes policiales no descartan que se trate de un crimen pasional, aunque César Dábalos, su marido, tiene coartada para el momento en el que se produjo el asesinato. Ahora investigan la posibilidad de que algún amante despechado hubiera terminado con la vida de la chica a modo de venganza. Tampoco pueden descartar un ajuste de cuentas o algún otro asunto escabroso que pudiera estar relacionado con su trabajo o su entorno, aunque los investigadores no parecen respaldar esta teoría.
Enzo dejó el recorte sobre la mesa y se llevó la mano a la barbilla, pensativo. Aquel pequeño artículo arrojaba más luz sobre el caso que el inútil expediente policial del 88 que había encontrado en los viejos archivos. Levantó el teléfono que descansaba sobre su escritorio y tecleó la extensión de Mateo.
—Dígame, inspector —contestó el muchacho rápidamente.
—Ven a mi despacho. Creo que he encontrado un hilo del que empezar tirar.
El joven oficial entró en la sala al momento, casi tan ansioso como él por descubrir algo nuevo. Enzo miró a Mateo por encima de las gafas.
—¿Has leído los artículos? —inquirió levantando una ceja. Sabía que no. Si Mateo hubiera leído lo mismo que él, no hubiera esperado a que le preguntara por aquellos viejos recortes antes de dárselos.
—Eh… —Mateo se rascó la cabeza nerviosamente, sabiendo que iba a decepcionar a su jefe una vez más—. No, no he tenido tiempo…
Enzo frunció los labios, pero no le reprendió esta vez. No tenía tiempo que perder martirizando más al pobre Mateo.
—Julieta Abellán también trabajaba en el balneario cuando murió —anunció, viendo cómo aquel dato impactaba en la mente de Mateo.
—Entonces, tres de las cuatro víctimas trabajaban allí…
—Exacto y, después del testimonio de Beatriz Montes, no me cabe duda de que sus muertes están relacionadas con ese sitio.
—¿Pero y Annie Willson? ¿Quién es ella?
—No lo sé. Tendremos que averiguar si ella también había sido trabajadora del Balneario Fontaine. De todas formas, antes de dejarnos llevar tan solo por la intuición, deberíamos descartar otras hipótesis.
—¿A qué se refiere?
—Julieta estaba casada con un tal César Dábalos —comentó, intentando aparentar más indiferencia de la que sentía. Sin saber muy bien por qué, aquello le molestaba.
—Vaya, no lo sabía, en el expediente no hablaba sobre…
—Ese informe del 88 no vale para nada —afirmó el inspector irritado—, supongo que ya te habrás dado cuenta. —Mateo asintió y Enzo siguió hablando—. Según el artículo, César tenía una coartada para el momento del asesinato de su esposa, pero no dice cuál es.
—Podríamos buscar si existen datos en el registro policial bajo su nombre —sugirió Mateo. Enzo ladeó ligeramente la cabeza y asintió.
—Siéntate —le ordenó, viendo que aquella conversación sería un poco más larga de lo que había creído en un principio. Mateo se acomodó en la silla frente a él y se quedó en silencio mientras el inspector tecleaba el nombre del marido de Julieta en el ordenador. Para su sorpresa, aparecieron bastantes resultados en la pantalla.
—Así que su marido tenía antecedentes… —murmuró Enzo entornando los ojos.
Clicó sobre el archivo y le apareció la fotografía de un hombre joven de ojos negros y profundos. Era guapo, pensó con disgusto. Se le atribuían varios robos en joyerías y tiendas cuando tenía entre dieciocho y veinte años.
—Era un buen perla —le dijo a Mateo. El chico se acercó ligeramente para mirar lo que le mostraba el inspector en el monitor.
—Aunque lleva más de treinta y cinco años sin cometer ningún delito menor —comentó el chico—, parece que finalmente sentó un poco la cabeza.
Enzo le dedicó una mueca de disgusto y miró la fecha de nacimiento en el expediente. César Dábalos ahora debía de ser un hombre de mediana edad que rondaba los sesenta años. Buscó su dirección actualizada entre los datos y se sorprendió gratamente al comprobar que seguía viviendo en Lagarza.
—Todavía vive en el pueblo. Sin duda, le haré una visita esta misma tarde.
—¿No debería descansar un poco, inspector? —preguntó el chico, preocupado por las ojeras que cada vez se acentuaban más bajo sus ojos. Enzo lo fulminó con la mirada, pero no contestó.
—Hay otra cosa que no para de darme vueltas en la cabeza —comentó cambiando de tema a propósito—. El artículo de esa gaceta extranjera menciona unos testigos de los que el expediente policial del 88 ni siquiera dice nada.
—¿Unos testigos?
—Sí. Parece que el cuerpo de Julieta lo encontraron unos niños. Sería interesante poder hablar con ellos también, por si hubieran visto algo más aquel día, pero lamentablemente en el artículo no se mencionan los nombres de los menores.
—Podríamos intentar hablar con el autor de este artículo —propuso Mateo, señalando el recorte que Enzo tenía sobre la mesa.
—Seguramente ya estará jubilado, o algo peor —contestó desanimado—. Han pasado treinta años.
—¿Me deja verlo?
El inspector le tendió el trozo de papel y se reclinó hacia atrás para estirarse en la silla a la vez que soltaba un resoplido de indignación. Aquel periódico extranjero parecía haber obtenido mucha más información que la policía de entonces. ¿Cómo era posible? Quizá Mateo tuviera razón. Si lograba encontrar al periodista que lo había escrito, podría darle más pistas.
—Inspector… —susurró Mateo con un hilo de voz. Enzo levantó la mirada hasta el chico, cuyo rostro había perdido de repente cualquier rastro de color.
—¿Qué pasa?
—Mire quién escribió el artículo.
Enzo se apresuró en retomar el artículo entre sus dedos, dispuesto a encontrar la firma del redactor al final de la noticia y esbozó una ligera sonrisa de triunfo cuando vio el pequeño nombre en una esquina. Sin embargo, el gesto se congeló en sus labios cuando leyó el nombre. Annie Willson. Soltó el trozo de papel como si de repente se hubiera quemado. Había tenido la identidad de la segunda víctima delante de sus narices todo aquel tiempo y no se había dado cuenta. Desde luego, necesitaba dormir como era debido de una vez.
—Annie era la periodista extranjera que había cubierto la noticia del asesinato de Julieta. Por eso estaba en Lagarza —dijo con la voz más débil de lo que pretendía.
—Y terminó muerta —concluyó Mateo—. ¿Qué debió averiguar para que el asesino acabara también con ella?
Enzo frunció el ceño, sin querer admitir que aquello le había descolocado. Esperaba que Annie fuera otra trabajadora del balneario, pero no había sido así.
Decidió dejar de darle vueltas a aquellos artículos y los guardó en el portafolio que le había facilitado Mateo, depositándolos en el primer cajón de su mesa. Odiaba el desorden.
Se puso el abrigo dispuesto a salir del despacho, tratando de ignorar la mirada escrutadora de Mateo.
—¿Vuelve al pueblo, inspector? —preguntó con desaprobación.
—Sí, debo encontrar a César Dábalos e investigar todo esto. Volveré mañana.
Mateo se mordió la lengua. Quería preguntarle si estaba en condiciones de conducir dos horas seguidas. Parecía agotado, incluso más que cuando había entrado por la puerta de la comisaría. Sin embargo, sabía que si exponía sus pensamientos en voz alta tan solo se ganaría una respuesta desagradable, así que calló y lo vio alejarse lentamente.
* * *
La luz del día empezaba a difuminarse en el horizonte de aquella carretera de curvas solitaria. Enzo trató de contener un nuevo bostezo y se desperezó zarandeando la cabeza. Sin embargo, tan solo unos minutos después, sintió cómo sus ojos, por lo general avispados y rápidos tras sus gafas, se adormecían al volante de su coche oscuro y elegante. No perdió el control del vehículo porque justo en el momento en el que sus ojos se cerraron sonó el teléfono móvil con un ruido estridente que lo despertó de golpe. Aceptó la llamada sin pensar y activó el manos libres del coche.
—¿Diga?
—Buenas tardes, Enzo —dijo una voz femenina al otro lado. Las mandíbulas del inspector se tensaron al reconocer la voz.
—Buenas tardes, directora —contestó aclarándose la garganta, intentando que su voz no sonara tan insegura. No se esperaba una llamada de su supervisora a esas horas y, aunque jamás lo admitiría, aquella mujer era una de las pocas personas sobre la faz de la Tierra que le imponía respeto.
—Los de arriba se están poniendo nerviosos con el Asesino de Blancanieves —soltó la mujer sin más dilación.
«¿Usted también?», quiso preguntarle. Odiaba aquel nombre morboso con el que la prensa había bautizado al psicópata de Lagarza, pero no se lo dijo.
—Estamos avanzando lo más deprisa que podemos, directora —declaró.
—No me cabe duda, Enzo, pero ya sabes cómo son las cosas aquí. Quieren resultados. Está muriendo gente y no tenemos ni la más remota idea de quién es el asesino. Y para colmo, la prensa se está haciendo cada vez más eco de la situación y eso no nos favorece.
—Hemos encontrado varias líneas de investigación que podrían llevarnos hasta el culpable pronto —explicó él, lamentando que aquello sonara más como una excusa que como un avance.
Enzo escuchó un suspiro de resignación al otro lado de la línea.
—Lamento decirte esto, pero han empezado a cuestionar la capacidad de un inspector tan joven y con poca experiencia para resolver este caso.
—¿Van a quitármelo? —preguntó intentando ocultar el temblor de su voz. Estaba convencido de que había realizado su trabajo eficientemente, pero en el fondo se preguntaba si otra persona lo hubiera podido hacer mejor. Un inspector veterano quizá hubiera sido capaz de proteger a Beatriz Montes como era debido y ahora no estaría muerta, se dijo a sí mismo en un momento de flaqueza.
—No te quitarán del caso mientras yo pueda evitarlo —contestó ella con voz conciliadora—. Sé lo que es que te infravaloren por ser más joven, o por ser una mujer, y no voy a permitirlo en mi comisaría. Me consta que eres uno de los inspectores más eficientes del departamento y te he conseguido algo más de tiempo para demostrárselo, pero no te encantes. Parece que estén deseosos de desacreditarnos a los dos.
—Gracias, directora —alcanzó a decir, tratando de deshacer el nudo que se le había formado en la garganta. Sabía lo que aquella mujer había tenido que luchar para conseguir llegar a un puesto tan alto, igual que sabía que sin su confianza y apoyo probablemente él nunca habría logrado ser inspector. No quería decepcionarla.
La mujer se despidió y Enzo escuchó el tono de línea muerta al otro lado. Vio el cartel de bienvenida a Lagarza y suspiró aliviado. Por lo menos había logrado llegar a su destino sin quedarse dormido al volante.
Sacó el GPS y tecleó la dirección de César Dábalos que había encontrado en el registro policial. A pesar de que era un poco tarde, le haría una visita. No podía esperar. La directora le había dejado muy claro que cada minuto contaba en aquella investigación. Enzo condujo por las calles del pueblo algo más despierto ante la expectativa del interrogatorio y siguió por la avenida principal hasta que llegó al cementerio. Ya había anochecido por completo cuando aparcó el vehículo en el parking exterior del camposanto. Se preguntó si el GPS se habría equivocado. ¿Quién diablos vive en un cementerio? Revisó la dirección y arqueó las cejas extrañado al comprobar que era correcto. Todo apuntaba a que el marido de Julieta vivía ahí. No vio ningún edificio, casa, ni nada que se le pareciera en las afueras del cementerio, así que decidió echar un vistazo dentro del recinto por si encontraba alguna otra construcción. La entrada de aquel lugar le pareció tétrica, apenas iluminada por un par de farolillos a cada lado de la puerta, que soltó un quejido metálico cuando se abrió. Entornó los ojos para lograr ver el horario de visitas en la penumbra y se dio cuenta de que estaban a punto de cerrar. Se adentró entre las tumbas en silencio y sintió un escalofrío recorrer su espalda al comprobar que estaba completamente solo. Él siempre se reía de los que creían en fantasmas, diciendo que le daban más miedo los vivos que los muertos. Sin embargo, en aquel recóndito lugar, solo, en medio de la noche, sintió el repentino deseo de salir corriendo. Suspiró aliviado al encontrar una casa con luz al final del camino. Cuando se acercó, pensó que llamarle casa a aquella destartalada cabaña había sido un atrevimiento. El murete que la rodeaba estaba totalmente desconchado y no había visto una capa de pintura por lo menos en cuarenta años. Vio un timbre al lado de la puerta principal y llamó sin pensarlo más. Cuanto antes hablara con aquel hombre, antes podría volver a la posada para descansar un poco. Sentía que su cuerpo y su mente estaban agotados por el sobreesfuerzo de dos días enteros investigando casi sin parar para comer.
—¿Quién es? —gruñó una voz en la lejanía.
—Abra la puerta, señor Dábalos. Soy el inspector Barese.
Casi pudo escuchar la maldición entre dientes que soltó César.
—¿Qué quiere? —preguntó cuando le abrió la puerta. Enzo estudió al hombre que tenía frente a él. Los años no le habían tratado bien. De joven había sido guapo, pero el paso del tiempo había hecho que su espalda, antes ancha y fuerte, se encorvara ligeramente. Aquellos ojos negros que le habían parecido descarados en la ficha policial, ahora estaban casi ocultos bajo unas ojeras permanentes. Los pómulos altos que había lucido orgulloso en su juventud resaltaban ahora demasiado en un rostro demacrado.
—Quería hablarle sobre Julieta —soltó a bocajarro. Disimuló una sonrisa al ver que César palidecía al nombrarla. No se esperaba aquella visita.
—Mi mujer murió hace treinta años. No sé de qué quiere hablar ahora.
—¿Puedo pasar? —inquirió Enzo con seguridad en la voz. César frunció los labios y pareció meditar la respuesta. Tanto, que se preguntó si debía amenazarle con pedir una orden del juez para entrar en su casa. Pero, finalmente, César le hizo un gesto con la mano para que pasara.
El inspector analizó la casa a toda velocidad. Los muebles viejos cubiertos de polvo y con las bisagras flojas. Los cuadros torcidos. Las humedades que se agolpaban amenazantes en el techo.
—Supongo que ya se habrá enterado de los asesinatos que han tenido lugar en este pueblo —dijo, sin sentarse en aquel sofá repleto de manchas viejas y no tan viejas.
—¿Cómo no voy a enterarme? Esas pobres chicas están enterradas en mi cementerio —replicó.
—¿Su cementerio? ¿Trabaja usted aquí? —preguntó, recordando de repente que había visto a aquel hombre antes en algún sitio.
—Soy el enterrador —explicó con una mueca, supuso que harto de soportar las caras de espanto de todos a quienes revelaba su profesión. Sin embargo, Enzo no cambió su expresión ni un ápice. Claro, lo había visto en el entierro de Lorena, pensó. Dirigió sus pasos hasta un pequeño aparador en el que se encontraba una vieja vajilla que bien podría haber salido de algún anticuario. Sus ojos verdes se quedaron fijos en la fotografía que descansaba sobre la repisa. Una pareja de novios sonreía a la cámara con la felicidad reflejada en sus rostros. Reconoció a Julieta a pesar de su cabello distinto y del maquillaje de novia. Estaba radiante.
—Veo que aún conserva sus fotos. ¿Tiene más?
César lo miró como si estuviera loco.
—¿Para qué las quiere?
—Pueden ser importantes para mi investigación.
—Tengo una caja arriba. Espere aquí. —El hombre desapareció escaleras arriba y Enzo acabó de examinar la casa, aunque no encontró nada interesante. El enterrador apareció al cabo de poco tiempo con una vieja caja de zapatos entre las manos. Se la tendió con cara de fastidio.
—Se las devolveré pronto —le dijo Enzo para intentar calmarlo.
—No hace falta —replicó para su sorpresa—. De todas formas, tan solo me traen recuerdos dolorosos.
Enzo apretó los labios, sin saber cómo debía sentirse. Aquel hombre había llorado a su esposa durante décadas y ahora ella estaba tan viva y tan joven como el día de su boda.
—Si no le importa, querría hacerle algunas preguntas sobre lo que le sucedió a Julieta aquel verano.
El hombre no le sostuvo la mirada. Saltaba a la vista que se sentía incómodo con aquella conversación.
—Dígame lo que quiere saber de una vez —le cortó, molesto. Enzo estaba acostumbrado a los desplantes de los sospechosos y criminales a los que solía interrogar, así que no se amedrentó.
—¿Recuerda quién llevó el caso en el 88? —preguntó.
—Eh… —César dudó unos instantes—. Sí, hombre, aquel policía tan gordo, ¿cómo se llamaba? —murmuró pensativo. Finalmente chasqueó los dedos—. Sí, Castro se llamaba.
—¿Qué estaba haciendo usted la noche que murió Julieta?
César lo miró a los ojos esta vez y, por un instante, Enzo sintió una oscura frialdad en ellos.
—¿Piensa que la maté yo? —soltó con una risotada—. Ya se lo dije a aquel inspector. Estaba trabajando ese día.
—¿Aquí? ¿En el cementerio?
—No. Por aquel entonces, a parte de llevar el cementerio, también hacía algunas chapuzas en el balneario.
—¿Entonces estaba usted trabajando en la Fontaine cuando la asesinaron?
—Ya le he dicho que sí.
Otra vez el balneario estaba de por medio. Enzo miró fijamente a aquel hombre por unos segundos más y decidió que no podría sacarle más información de la que ya le había dado.
—Muchas gracias por su atención, señor Dábalos.
César ni siquiera se molestó en acompañarle a la salida. Se limitó a observar la figura alta y atlética del inspector alejarse en la oscuridad de la noche.
* * *
Julieta ya se había colocado aquel bonito pijama de algodón que había comprado de oferta en el pueblo, dispuesta a descansar después de un día de duro trabajo. Estar en el balneario la había ayudado a olvidar por un rato la nueva realidad que se abría ante ella y que tanto le había costado asimilar. Había vuelto a la vida después de treinta años muerta. Una vez lo había digerido, miles de preguntas sin respuesta se habían agolpado en su cabeza. ¿Cómo había muerto en el 88? ¿Por qué había vuelto precisamente ahora? ¿Por qué no podía recordar nada más que imágenes borrosas? ¿Estaría vivo su marido? ¿Sería aquel hombre con el que se había topado en la casita del cementerio?
Unos pasos firmes en el pasillo la sacaron de sus pensamientos. Salió de la cama de un salto. Llevaba toda la tarde pensando en volver a hablar con Enzo. Quizá él tuviera respuestas a algunas de sus preguntas. Necesitaba compartir con alguien todo lo que le estaba pasando o se volvería loca. Abrió la puerta y reconoció la figura del inspector bajo la luz tenue del pasillo de la posada. Enzo se volvió al escucharla tras él y la miró unos instantes, sin saber muy bien qué decirle. La chica bajó sus bonitos ojos hasta la vieja caja de cartón que él sostenía entre sus brazos, pero no preguntó.
—Buenas noches, Enzo. ¿Te importa que hablemos un segundo? —preguntó con un hilo de voz. Aunque ahora compartieran un secreto, aquel hombre distante seguía imponiéndole respeto. Además, no estaba segura de que la hubiera creído. Entonces, se fijó en su cabello revuelto, en sus ojeras y en su camisa arrugada con un par de botones desabrochados—. Quizá ahora no es un buen momento —añadió, palpando su cansancio en el aire.
—Deja que me dé una ducha y vengo a verte —contestó con voz ronca. La joven asintió tímidamente y se metió de nuevo en la habitación. Se apoyó en la puerta y dio un largo suspiro. No estaba muy segura de cómo sentirse en presencia del inspector. Temía que ahora que sabía la verdad la tratara distinto. ¿Sentiría repulsión hacia ella? ¿La examinaría como si fuera un bicho raro?
No tuvo que esperarlo más que diez minutos, el tiempo justo para hacer la cama y adecentarse un poco. Cuando Enzo llamó a la puerta, Julieta le abrió con una pequeña sonrisa y le dejó pasar a su habitación, que era prácticamente idéntica a la suya. La joven se percató de que también se había puesto cómodo. Llevaba unos pantalones de deporte de color oscuro y una simple camiseta blanca, que dejaba al descubierto unos brazos firmes y seguros. Sostenía entre sus manos aquella vieja caja de zapatos con la que lo había visto entrar en la posada.
—Puedes sentarte, si quieres —ofreció la chica, señalando a la cama—. ¿Quieres tomar algo del minibar?
Enzo asintió con la cabeza y se aposentó a un lado de la cama, tratando de no invadir demasiado el espacio de la chica. No quería que se sintiera incómoda. Julieta le tendió un refresco y él levantó sus ojos verdes hasta ella. Brillaban más de lo normal y la chica se dio cuenta de que era por que no llevaba puestas aquellas gafas tras las que solía analizarla. Su cabello oscuro estaba todavía mojado después de la ducha.
—Creo que preferiría algo más fuerte —dijo él con voz grave.
Julieta trató de ocultar una sonrisa y volvió hasta el minibar. Sacó una pequeña botella de vodka y se la enseñó.
—¿Esto te iría bien, inspector? —preguntó.
—Justo lo que necesitaba —repuso él con una sonrisa ladeada.
Julieta se dio media vuelta para servir la bebida en un par de vasos y tratar de calmar su corazón, que latía más rápido de lo normal en presencia de aquel hombre. Cuando se calmó un poco, se acercó hasta él y le tendió la bebida. Sin querer, sus dedos se rozaron accidentalmente y Julieta contuvo la respiración.
—Gracias —dijo Enzo formalmente—. ¿De qué querías hablar?
—Tengo muchas preguntas, quizá tú puedas ayudarme —contestó Julieta, sentándose a su lado, aunque a una distancia prudencial.
—Adelante.
—¿Qué me pasó en el 88?
Enzo la miró unos segundos demasiado largos, sin saber cómo responderle a aquello. Se aclaró la garganta.
—Te asesinaron.
Julieta lo miró espantada con sus enormes ojos de color miel y la mano de Enzo se movió hacia la de ella casi sin querer. La joven notó los dedos cálidos del policía sobre la piel de su palma y exhaló el aire que había estado conteniendo.
—¿Quién? —preguntó con un hilo de voz.
—No debería estar hablando de esto contigo. Se supone que está bajo sumario —dijo dando un largo sorbo a su bebida antes de continuar—, aunque supongo que dadas las circunstancias, poco importa… Sospechamos que puede ser la misma persona que acabó con Lorena y Beatriz.
—¿La misma persona? ¿Por qué?
—Te encontraron igual que a ellas, Julieta.
La imagen del lecho de flores sobre el que había descubierto el cuerpo de Lorena se cruzó ante sus ojos y perdió el poco color que quedaba en sus mejillas.
—¿Igual? ¿Quieres decir en… en el bosque en una cama de… de flores? —logró preguntar con la voz entrecortada. Enzo asintió lentamente y apretó la mano que aún tenía sobre la de ella, en un vano intento de reconfortarla—. Pero han pasado más de treinta años…
—Lo sé, tampoco lo entendemos. Si es un asesino en serie, ¿por qué ha esperado tanto tiempo para volver a actuar?
Julieta se quedó con la vista fija en la pequeña ventana de su habitación, intentando olvidar los escalofríos que de repente poblaban su cuerpo.
—Si descubre que estoy viva… —dejó la frase inacabada, incapaz de decir lo que pensaba en voz alta.
—No permitiré que te haga daño.
Julieta le dedicó una sonrisa triste.
—¿Entonces me crees?
Enzo fue el que sonrió entonces.
—No estaría aquí si no fuera así —respondió sinceramente—, aunque no logro entender cómo ha podido suceder algo así.
—¿No te doy miedo?
El inspector soltó una carcajada.
—¿Miedo? ¿Por qué?
—No sé, supongo que soy algo parecido a un zombi.
Enzo la estudió largamente y pensó que un muerto viviente jamás tendría un aspecto como el de ella. Era demasiado hermosa, demasiado frágil para darle miedo. Pero no se lo confesó.
—No me das miedo ninguno —terminó diciendo.
Julieta dio un pequeño sorbo al vodka antes de hacerle la siguiente pregunta.
—¿Qué sabes sobre mi pasado? Apenas logro recordar imágenes desordenadas que no tienen ningún sentido para mí.
El hombre se humedeció los labios antes de hablar y apartó la mano de la de Julieta. Tomó la caja de zapatos que había dejado sobre una de las mesillas de noche y se la tendió a la joven.
—No sé si servirá de mucho, pero en esta caja hay fotos. Quizá te ayuden a recordar.
—¿Fotos?, ¿de qué?
—De tu vida pasada.
—¿Cómo las has conseguido? —preguntó, tratando de frenar el impulso de abalanzarse sobre las instantáneas.
—Estabas casada con un tal César Dábalos. Él me las dio.
—César… —repitió en un susurro, tratando de saber si aquel nombre le resultaba familiar.
—¿Le recuerdas? —preguntó Enzo.
—Un poco. —Aquel sueño vívido en el que había visto a un hombre de ojos negros el día de su boda aún estaba grabado a fuego en su retina.
—¿Qué clase de relación teníais? —preguntó entonces, metiéndose de nuevo en el papel de investigador.
—No estoy muy segura —contestó sinceramente—. ¿Crees que él pudo matarme?
—No. Parece que tiene coartada —se apresuró en contestar. La chica asintió, aliviada.
—¿A qué me dedicaba antes de… antes de morir? —preguntó con curiosidad.
—Trabajabas en el balneario.
Julieta frunció el ceño.
—¿Yo también?
—Sí. Estoy convencido de que ese sitio tiene algo que ver con los asesinatos.
La joven lo miró con pánico en los ojos.
—Entonces el asesino podría andar cerca.
—Es muy probable —manifestó Enzo—. Quizá deberías alejarte de ese lugar —sugirió. No quería que le sucediera lo mismo que a la pobre Beatriz.
Julieta estudió su propuesta en silencio. Si el asesino estaba cerca del balneario podría reconocerla, igual que había hecho Enzo. Puede que alejarse de todo fuera la mejor solución para ella, tal y como apuntaba el inspector. Sin embargo, no era tan fácil dar con su verdadera identidad si no se era muy avispado. El cabello distinto y el hecho de que hubieran pasado treinta años sin que ella hubiera envejecido ni un ápice le daban cierta ventaja. Probablemente, el culpable de su muerte no la relacionaría tan rápidamente con la chica a la que había matado treinta años atrás. Su instinto de supervivencia le pedía a gritos que rechazara la idea que se estaba formando lentamente en su cabeza, pero por otro lado quería justicia para ella y las demás víctimas de aquel monstruo que parecía alimentarse de almas jóvenes e inocentes.
—Te ayudaré —murmuró casi imperceptiblemente—. Descubriré lo que está pasando en el balneario.
Julieta soltó el aire que había estado conteniendo y miró a Enzo a los ojos. No parecía satisfecho.
—Julieta, yo también quiero saber qué demonios está pasando en ese balneario, pero no tienes porqué ponerte en peligro de ese modo.
—No te estoy pidiendo permiso, Enzo. Sé lo que esto puede conllevar, pero cada minuto cuenta. Tenemos que atraparle antes de que vuelva a actuar. Siento que si he vuelto a este mundo tiene que ser por algo. Quizá esté aquí para ayudarte.
—¿Estás segura? —preguntó dudoso. La idea de que se pusiera en peligro le parecía terrible—. Puede ser muy peligroso —añadió, intentando disuadirla.
—Quiero saber quién fue el responsable de mi muerte —replicó la chica con seguridad.
—Está bien, no permitiré que te pase nada malo —contestó, en un vano intento de tranquilizarse a sí mismo.
Julieta sonrió con ironía.
—No puedes prometerme eso.