CAPÍTULO 14
14 de enero de 2019
El hospital psiquiátrico Santa Cecilia era un edificio antiguo de piedra oscura situado a las afueras de Lagarza. Por su gran tamaño probablemente servía como retiro para las personas con problemas psiquiátricos de todas las aldeas colindantes e incluso de la ciudad. Enzo tragó saliva y recorrió con la vista aquel lugar, que le parecía tan tétrico como había visto en las películas de miedo. Cruzó la puerta metálica, que estaba completamente abierta para dar la bienvenida a los visitantes. Paseó por un pequeño y cuidado jardín y vio a un par de internos con uniforme gris que se estaban encargando con cuidado de unos rosales. Parecían saludables e incluso le hicieron un gesto con la cabeza a modo de saludo. Enzo llegó por fin al edificio principal y abrió una pesada puerta de madera para entrar en una recepción mucho más blanca y moderna de lo que habría cabido esperar. Una chica joven levantó la vista del ordenador y lo miró con una sonrisa.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
Enzo sacó la placa de su bolsillo y se la mostró, sin dar más explicaciones. La sonrisa de la muchacha se desdibujó.
—¿Ha pasado algo? —preguntó con voz trémula. No era la primera vez que un interno peligroso se escapaba y las autoridades habían tenido que intervenir.
—No. Tan solo quiero hablar con Daniel Herrero.
—¿Con Daniel? —preguntó sorprendida, conociendo perfectamente a quién se refería.
—Eso he dicho.
—Daniel no está en condiciones de hablar con nadie.
—Si no le importa, eso lo decidiré yo.
La recepcionista frunció los labios y concluyó que aquel tipo era un engreído, pero se levantó de su sitio.
—Espere en la salita que encontrará a mano derecha. Una enfermera le acompañará hasta su habitación.
Enzo hizo lo que le había indicado la muchacha y caminó por el pasillo hasta una pequeña habitación con cuatro sillas de plástico que le recordó a la sala de espera de un dentista. No parecía que tuvieran muchos visitantes. Pronto vino una enfermera a buscarle.
—¿Ha venido a ver a Daniel?
—Sí.
—Sígame.
Enzo caminó tras aquella mujer entrada en años que avanzaba a paso rápido y decidido por los pasillos repletos de puertas cerradas. El inspector miró a un lado y otro analizando si aquello le recordaba más a un hospital o a una cárcel. De repente, la enfermera se detuvo ante una puerta igual de blanca que el resto de elementos que había visto allí. La abrió con una tarjeta y le cedió el paso.
—Tiene alucinaciones y paranoias. Si algo no va bien, hay un botón rojo junto a la puerta. Vendremos enseguida.
Enzo la miró con las cejas arqueadas. Se había enfrentado a asesinos y sospechosos violentos. No le daba miedo un pobre chico con problemas mentales, pero no se lo dijo y asintió. Escuchó la puerta cerrarse tras él y se volvió para analizar rápidamente aquel pequeño cuarto. Había una cama, un escritorio y una ventana que por lo menos dejaba ver algo del verde del jardín. Estaba todo inmaculado. Sentado en la cama se encontraba un hombre de unos cuarenta años, delgado y más bien pequeño. A Enzo le pareció que su rostro tenía un aire infantil, como si nunca hubiera dejado de ser aquel niño que había encontrado el peor de sus terrores en el bosque. Como si hasta aquel momento no hubiera detectado su presencia, Daniel volvió una mirada opaca y vacía hacia él. Enzo dudó unos segundos sobre cómo dirigirse a él.
—Buenos días, Daniel —dijo con una voz mucho más suave de la que empleaba habitualmente. El hombre ladeó la cabeza, como si le estuviera analizando, pero no contestó—. Me gustaría hablar contigo. ¿Te importa que me siente? —preguntó, cogiendo la silla del escritorio con movimientos lentos. No quería asustarlo. Daniel continuó mirándolo sin abrir la boca—. Me llamo Enzo y soy de la policía.
Como si hubiera pronunciado una palabra maldita, el hombre se encogió en la cama y se cubrió las rodillas con los brazos, temblando de miedo.
—No voy a hacerte daño —se apresuró en contestar Enzo al observar aquella reacción—. Estoy aquí para atrapar al asesino. ¿Sabes de qué te estoy hablando?
Daniel lo miró con los ojos muy abiertos y después los entrecerró con desconfianza, como si no terminara de creerse lo que estaba escuchando.
—Él no quiere… no quiere que te lo cuente —murmuró con una voz que le pareció demasiado aguda para pertenecer a un hombre. Enzo sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.
—¿Él? ¿Quién es él?
—El demonio gordo y malvado.
—¿De qué demonio hablas, Daniel? —preguntó, convenciéndose cada vez más de que aquel pobre hombre no estaba en sus cabales.
—El otro.
—Perdona, no te estoy entendiendo.
—El que es como usted…
—¿Cómo yo? ¿Te refieres a otro policía?
Daniel asintió rápida y repetidamente, como si Enzo hubiera acertado una adivinanza.
—¿Hay otro policía que no quiere que hables conmigo? —El hombre asintió de nuevo, esta vez mucho más lento y dudoso—. ¿Cómo se llama ese demonio, Daniel? —preguntó, entrando en su mundo.
—No puedo decírtelo. Si lo hago… me hará daño.
—Te prometo que si me dices quién es no dejaré que vuelva a acercarse a ti.
Daniel lo miró otra vez y empezó a balancearse adelante y atrás, negando con la cabeza.
—Las flores… están por todas partes.
—¿Flores? —El inspector repitió sus palabras, desconcertado ante el súbito cambio de tema.
—Las flores de almendro… Ella era tan guapa, tan guapa…
Enzo contuvo la respiración, sabiendo que se refería al cuerpo de Julieta y a su rostro angelical.
—¿Dónde viste todas esas flores?
—En el bosque. Estaban en los árboles y en el suelo y sobre ella. En todas partes —murmuró con una cantinela.
Enzo abrió la boca, comprendiendo que aquel pobre demente le estaba dando una pista. Las flores de almendro no estaban solo en los tres lugares que Mateo había encontrado, sino también en la zona del bosque, cerca de donde habían encontrado el cuerpo de Julieta. Era más que probable que el asesino las hubiera recogido allí en vez de en los lugares públicos que Mateo le había comentado.
—¿Recuerdas algo más de aquel día?
—Ella… ella me miraba. Tenía los ojos abiertos, pero la princesa no veía… no veía nada.
Enzo contuvo la respiración. Le costaba escuchar cómo habían encontrado a Julieta y comprobó sorprendido que le dolía el pecho al imaginarla así. Tan desamparada, tan sola, tan muerta.
—¿Y el demonio te dijo que no contaras nada? —insistió, tratando de averiguar quién estaba coaccionando a Daniel. El pobre hombre asintió de nuevo con la cabeza y empezó a gimotear. Enzo se levantó para acercarse y tratar de consolarlo, pero al verlo, Daniel empezó a gritar como un histérico. Eran gritos de puro terror.
—¡No! ¡No me pegues! ¡No he dicho nada! —gritó a pleno pulmón. Enzo retrocedió varios pasos, hasta quedar casi arrinconado en la otra punta de la habitación. La puerta se abrió de repente y la enfermera apareció rápidamente a su lado.
—¡El demonio! ¡El demonio! —repitió nervioso.
—Shhh, ya está, pequeño —dijo la enfermera, acercándose al hombre con cuidado y acunándolo como si fuera realmente un niño. Él pareció calmarse y la mujer le dirigió una fugaz mirada a Enzo, dándole a entender que debía abandonar la estancia. El inspector salió al pasillo atropelladamente y soltó el aire que había estado conteniendo. Al cabo de unos minutos, la enfermera salió del cuarto.
—Lo siento —se disculpó Enzo—. No le he hecho nada —se apresuró en decir en su defensa.
—Ya lo sé. Seguramente se ha acercado a él demasiado bruscamente. Siempre reacciona así.
—¿Por qué?
—Por si no se ha dado cuenta, inspector, esto es un psiquiátrico. Aquí no hay motivos, simplemente, viven en mundos distintos, en otras realidades que pueden ser mucho más aterradoras que las nuestras.
—Me gustaría que me hablara sobre el expediente de Daniel.
—Eso es confidencial.
—Puedo pedírselo al juez, si lo prefiere. El proceso será lento y quizá el asesino que anda suelto vuelva a actuar. ¿Realmente es eso lo que quiere? —respondió con sequedad. La mujer bajó la mirada y decidió que no quería cargar con esa responsabilidad.
—Daniel entró aquí siendo tan solo un niño. Tenía nueve años.
—¿Qué le pasó?
—Supongo que ya lo sabe, pero él fue quien encontró a la primera de las víctimas. Nunca se repuso de aquello. Hablaba de ella como si se tratara de una princesa, de su Blancanieves. Decía que la veía por las noches junto a su cama, pidiéndole ayuda. Los médicos le diagnosticaron esquizofrenia temprana, disparada debido a un shock postraumático del que jamás logró salir del todo.
—¿Y el demonio? Ha mencionado uno.
—Oh, sí. A parte de la princesa siempre habla de un demonio.
—¿Cree que se refiere al asesino?
—No lo sé. Es difícil comprender qué es lo que está pasando por su mente. Al otro policía también lo acusaba de ser un demonio.
—¿Otro policía?
—Sí, aquel regordete. El que llevó el caso en el 88. Me parece que se llamaba Cortés o algo así.
—Castro —corrigió Enzo.
—Eso.
Enzo asintió lentamente. «Un demonio gordo y malvado, el que es como usted», había dicho Daniel. Entonces lo vio claro. Se estaba refiriendo a Castro. Quizá fueran tan solo los desvaríos de un loco, pero el inspector sintió que aquel miedo tenía algo de real. Daniel no se había inventado nada. Probablemente aquel policía corrupto que había elaborado unos informes vagos e imprecisos en el 88 había amenazado a aquel pobre niño indefenso y con problemas psiquiátricos para que no contara nada. Enzo lamentó que Castro ya estuviera muerto. Si no hubiera sido por eso, se habría asegurado de ir a buscarle y pedirle unas cuantas explicaciones.
* * *
Julieta se escondió tras el muro de la calle y entornó los ojos para observar mejor a través de las cristaleras. La redacción de aquel pequeño periódico estaba prácticamente vacía. Tan solo se encontraban cuatro personas trabajando en él. Dos mujeres y dos hombres. Por lo que Enzo le había dicho, su hija era una periodista local, así que estaba segura de que tenía que ser una de ellas. Se fijó en la mujer que estaba más cerca del ventanal. Debía de rondar los sesenta años, así que la descartó rápidamente. Su hija tenía treinta y un años. Desvió la vista hacia la otra mujer más joven que estaba concentrada en su pantalla, unos cuantos metros más allá. Tenía el cabello castaño recogido en una coleta tirante y unos grandes ojos de color avellana tras unas gafas de pasta. Julieta tragó saliva al reconocer su propia mirada en ella. Estaba segura. Aquella tenía que ser Raquel. Estuvo a punto de marcharse por donde había venido. Ya la había visto, había comprobado que estaba bien, que tenía un trabajo que parecía absorber toda su atención y que le gustaba. Sin embargo, cuando estaba dando media vuelta, la asaltó un terrible pensamiento. Annie Willson también era periodista. También había investigado al asesino de Blancanieves. Y también había terminado muerta en el bosque. Sintió que las piernas no la sostenían lo suficiente y tuvo que apoyarse en el muro. Respiró profundamente un par de veces, intentando calmarse. ¿Y si Raquel estaba en peligro? Volvió a mirar hacia la redacción y, como si su hija se hubiera sentido observada, levantó la vista del ordenador y miró hacia la calle. Julieta se escondió de nuevo tras la pared. Tenía que advertirla del peligro que corría. ¿Pero cómo hacerlo sin revelarle la verdad? Después de unos cuantos minutos de debate interno, decidió salir de su escondite. Caminó decidida hasta la puerta de cristal y los cuatro trabajadores la miraron incluso antes de que apretara al timbre. Esbozó una sonrisa tensa y esperó a que la mujer mayor le abriera la puerta. Hacía demasiada calor dentro de aquel pequeño despacho y tuvo que quitarse la chaqueta para no empezar a sudar. Quizá fueran los nervios.
—¿Qué deseas? —preguntó la mujer. Julieta no pudo evitar dirigir una mirada hacia su hija, que había vuelto a concentrarse en su trabajo.
—Venía a hablar con Raquel. —Entonces, la aludida levantó la cabeza y la miró con una mezcla de curiosidad y sorpresa.
—¿Conmigo?
—Sí.
La mujer volvió a su puesto de trabajo y fue Raquel quien ahora se levantó de su asiento para acercarse a Julieta. La joven sintió que le sudaban las palmas de las manos y, cuando Raquel le tendió la mano a modo de saludo, tuvo que secárselas disimuladamente en la chaqueta antes de darle un apretón.
—Soy Elena Guzmán. —Deseó presentarse con su auténtico nombre y contarle que era su madre, pero sabía que jamás podría contarle la verdad. No sin que la encerraran en un manicomio.
—Encantada. Mi nombre es Raquel Montes. —Su mano era cálida y segura—. ¿Qué necesitas de mí?
—Eh… —Julieta dudó unos instantes. ¿Estaba preparada realmente para llevar a cabo el plan que había ideado durante aquellos días? Mentirle ahora le parecía más complicado de lo que había creído—. Quería hablar sobre el asesino de Blancanieves. —Decidió que decir parte de la verdad no le haría daño a nadie y serviría para despertar el interés de Raquel y pasar unos minutos más con ella. Los ojos de Raquel se abrieron aún más y asintió con seriedad.
—Mejor vayamos a un despacho, estaremos más tranquilas —concluyó, como si ni siquiera se fiara de sus propios compañeros. Las dos entraron en una salita con una mesa y un par de sillas. No había nada más, ni siquiera un archivador o un armario. A Julieta le pareció más una sala de interrogatorios como las que debía haber en la comisaría de Enzo que una estancia de una redacción periodística. Se sentó frente a su hija y unió las manos en su falda nerviosamente.
—Me resultas familiar. ¿Nos hemos visto antes? —preguntó Raquel, arrugando los ojos.
—No creo —se apresuró en contestar Julieta—. Soy nueva en el pueblo.
—Claro —contestó Raquel, desestimando aquel pensamiento—. ¿Y qué te trae hasta aquí?
—Soy la hija de Julieta Abellán —mintió con todo el aplomo del que fue capaz. Había dado con aquella idea la noche anterior, mientras su mente bullía en busca de un modo de acercarse a Raquel. Aquella noticia tuvo el efecto esperado y la periodista abrió la boca sorprendida.
—He estudiado a todas las víctimas del caso. No sabía que Julieta tuviera una hija.
—Nunca se publicó en ningún sitio, supongo que fue el modo de protegerme.
—Pero te hubiera visto por el pueblo —murmuró, desconfiada. Aunque aquella chica le parecía algo más joven que ella, si era la hija de Julieta, debía de tener su misma edad. Tendrían que haber coincidido en el colegio y estaba segura de que no había sido así—. Que yo recuerde, César siempre estuvo solo —añadió—. No tenía hijos. ¿Por qué no te apellidas cómo él? —Las preguntas se agolpaban en su boca, sin que Julieta tuviera tiempo de responderlas.
—Mi padre me dio en adopción —soltó, acercándose más a la verdad de lo que le hubiera gustado. Raquel encontró en aquella confesión todas las respuestas. Por eso aquella chica no había crecido en el pueblo, por eso no la conocía y por eso jamás la había visto junto al enterrador.
—¿Cómo pudo hacer eso? —exclamó Raquel, indignada—. Disculpa —se apresuró en contestar, viendo que se había precipitado juzgando a César y quizá hiriendo a aquella joven que había venido a verla.
—Yo tampoco lo comprendo —contestó Julieta dedicándole una sonrisa triste.
—Quizá por eso me resultes familiar. Te pareces mucho a ella, a Julieta. La he visto en fotos.
—Mis padres me contaron la verdad sobre mis orígenes hace apenas unas semanas. Estoy aquí porque quiero saber más sobre ella.
—Supongo que sabes lo que le pasó.
—Sí. Lo leí en unos periódicos viejos. Vi que el artículo lo escribió una tal Annie Willson. Cuando indagué un poco más, resultó ser la segunda víctima. Era periodista, como tú. —Una sombra de miedo cruzó por el rostro de Raquel y la mujer se limitó a asentir—. ¿No tienes miedo? —preguntó Julieta. Su intención era asustar a Raquel, alejarla de aquel caso para que no llamara la atención del asesino.
—No —dijo, con la voz demasiado temblorosa para estar diciendo la verdad.
—Deberías ir con cuidado —repuso con preocupación—. Ese asesino es peligroso.
—Ningún criminal va a impedir que cuente la verdad —soltó con convicción.
—Tan solo te pido que tengas cuidado…
—Eso es asunto mío —espetó, tensa.
—Perdona —se apresuró en disculparse al darse cuenta de que se había propasado. Ella sabía que Raquel era su hija, pero la periodista tan solo la veía como a una desconocida. No tenía sentido una actitud tan protectora—, es solo que yo sí que tengo miedo.
—¿Sabe la policía que estás en el pueblo? Quizá deberían ponerte algún tipo de protección —sugirió Raquel.
—Sí, lo saben.
—¿Entonces sueles hablar con el inspector que lleva el caso? —inquirió Raquel, viendo aquello como una oportunidad de obtener información exclusiva. Julieta se percató enseguida del brillo centelleante en sus ojos y sonrió. Realmente su hija sentía pasión por su trabajo.
—Sí, pero no me cuenta nada sobre los asesinatos —contestó esquivando el tema para proteger a Enzo.
—Ya, ese inspector estirado no suelta prenda —comentó, recordando la tensa conversación en el cementerio—, pero quizá desde dentro puedas ayudarme a conseguir más información. Puede que entre las dos logremos averiguar quién las mató.
Julieta no quería por nada del mundo entorpecer el caso de Enzo ni poner en peligro la investigación, pero vio aquello como una buena ocasión para estar cerca de su hija, así que asintió lentamente. Se juró a sí misma no darle información importante, tan solo pequeños detalles que no la llevaran a ningún sitio pero que le permitieran tenerla cerca. Si sabía en qué andaba metida Raquel, además, podría protegerla del asesino.
* * *
Enzo estaba inquieto. No había vuelto a ver a Julieta desde su extraña cita del sábado y no sabía cómo debía comportarse con ella. La había besado sin pensar, dejándose llevar como si todavía fuera un adolescente descerebrado. Se sentía avergonzado por no haberse controlado. Era muy poco profesional por su parte. Su única intención había sido pasar el día con ella para mostrarle el mundo que la rodeaba y que parecía desconocer por completo. Sin embargo, no había podido evitar sentirse atraído por ella de un modo que no era capaz de explicar.
Miró su lujoso reloj de pulsera y comprobó que tan solo eran las ocho. Todavía quedaba una hora para que Julieta terminara su jornada laboral. Bajó del coche y decidió esperarla dando un paseo a pesar del frío. Caminar le ayudaba a aclarar sus ideas y tenía mucho en lo que pensar. Lo que Daniel le había dicho aquella mañana no paraba de darle vueltas en la cabeza. En el bosque había flores de almendro. Pero ¿dónde? Avanzó por el sendero que lo alejaba del balneario y lo acercaba hasta la zona del cementerio. Había algo en aquel lugar que lo inquietaba, como si ocultara secretos bajo aquella tierra podrida. Cruzó la verja a pesar de que César estaba a punto de cerrar. No le importó que el marido de Julieta pudiera verle. De hecho, casi deseaba encontrarse con él, con ese cobarde que la había olvidado para poco después abandonar a su hija. A medida que pasaban los minutos, las horas y los días la aversión que sentía por aquel hombre crecía de manera casi proporcional a la que lo hacían sus sentimientos por Julieta, los cuales se esforzaba en negarse a sí mismo constantemente. Paseó entre las tumbas y empezó a leer los nombres, pero no con la curiosidad morbosa de descubrir quién descansaba allí, sino buscando a alguien. Por fin, la encontró. Contuvo la respiración y se acercó lentamente. Allí estaba. La tumba de Julieta. Se arrodilló frente a ella y no pudo evitar acariciar la piedra. Aquel había sido su lugar de descanso durante treinta años. Frunció el ceño al comprobar que la tierra estaba algo revuelta, parecía que la hubieran quitado y vuelto a poner recientemente. Se agachó y la tocó. Estaba húmeda, como si alguna filtración subterránea estuviera mojándola más abajo. Volvió a ponerse en pie, pensativo. Aquella tierra no debía estar tan fresca. Algo no cuadraba. Por primera vez, se preguntó cómo habría terminado Julieta enterrada en el bosque. Si aquella había sido su tumba durante tanto tiempo, ¿quién se había molestado en desenterrarla de su legítimo lugar para esconder su cuerpo en el bosque? ¿Habría sido el asesino? ¿Por qué? No entendía qué sentido tenía aquel traslado. Resopló y supo que algo importante se le estaba escapando. Miró a ambos lados y comprobó que estaba completamente solo. Entonces, sus piernas se movieron casi automáticamente, como si supieran adónde iban antes que él y se dirigió hacia la parte vieja del cementerio, que nadie visitaba ya. Se encontró frente a otra tumba, pero a diferencia de la de Julieta, esta era muy antigua. Mucho más. Enzo llevaba años sin visitarla, sabiendo que volver a aquel lugar le hacía revivir sus propios orígenes, algo que no le gustaba en absoluto. Resopló, tratando de calmarse y volvió a mirar la tumba. Pudo distinguir con algo de dificultad el año 1787 grabado en la lápida. Se trataba de una piedra triste y gris, con algunos restos de líquenes que quizá alguien había tratado de retirar algunos siglos atrás para cubrirla con flores, ahora convertidas en polvo. Se arrodilló y comprobó que el nombre se había desdibujado completamente debido a la erosión del viento y la mala calidad del grabado. Sonrió con tristeza. Oficialmente, el mundo le había olvidado. Nadie podía recordarle después de tanto tiempo. Todos los que algún día lo conocieron habían muerto siglos atrás y ahora ya ni siquiera quedaban restos de su verdadero nombre, del nombre con el que había nacido hacía más de doscientos cincuenta años y que ahora tan solo él conocía. Enzo Pedemonte.