PRÓLOGO

1 de agosto de 1988

En Lagarza nunca pasaba nada. Era un pueblo pequeño y aburrido. Aquel agosto estaba haciendo un calor insólito y a mediodía parecía un auténtico poblado fantasma. Nadie era tan osado como para salir a la calle en las horas de sol intenso. A las tres de la tarde tan solo rompían el silencio las chicharras y el rechinar de las ruedas de las bicicletas de un grupo de cuatro niños. Dos eran algo mayores, quizá llegaran a los once o doce años, mientras que los otros dos debían de rondar los ocho. Probablemente se tratara de sus hermanos menores. Pedaleaban con alegría por las calles vacías, disfrutando de aquel verano que se les antojaba interminable. Sus bicicletas de colores se dirigieron hacia el pequeño bosque que se encontraba junto al cementerio. Ninguno de ellos se atrevería a reconocer jamás que aquel lugar les ponía los pelos de punta y, a pesar del miedo, solían aventurarse entre los árboles a menudo. Era su manera de demostrar que no eran tan niños. Nadie sabía en realidad lo que se escondía en aquel bosque y las leyendas que circulaban sobre él eran innumerables. Sin embargo, en Lagarza nunca pasaba nada. O eso era lo que ellos se repetían cada vez que se adentraban en la espesura.

—¿Creéis que hay fantasmas? —preguntó el más pequeño de todos, mirando de reojo el cementerio con el que colindaba el bosque. Los demás lo miraron con una sonrisa burlona en la cara.

—Claro que no, Daniel —contestó con seguridad el que debía de ser su hermano mayor—. No digas tonterías.

El pequeño se sintió estúpido y bajó la mirada avergonzado. Los niños reemprendieron su marcha y Daniel pedaleó tras ellos con esfuerzo. Sus piernas eran más cortas y sus pulmones no tenían tanto fuelle. Sentía que prácticamente iba tras ellos a la carrera. Cuando vio que sus siluetas se alejaban, trató de mantenerse calmado. Sin embargo, cuando escuchó un crujido de ramas a su derecha, sintió que se le paraba el corazón.

—¿Habéis oído eso? —preguntó en un susurro. Ninguno de sus amigos pareció escucharle. Daniel sintió el irrefrenable impulso de salir corriendo tras ellos, pero se detuvo. La curiosidad era superior al miedo. Apoyó la bicicleta contra un árbol y caminó hacia el lugar de donde había procedido el ruido. Le temblaban las piernas, pero se repetía una y otra vez que él era valiente. Una vocecilla en su interior le pedía a gritos que se alejara de allí. Podía tratarse de un animal peligroso. Sus padres siempre les prohibían entrar en el bosque, decían que allí vivían jabalíes. ¿Y si se encontraba con una familia entera de animales salvajes? O peor. ¿Y si era el alma infeliz de uno de los muertos que reposaban en aquel cementerio? Sin embargo, no se topó con ninguna de las hipótesis que su mente infantil había barajado. Lo que se encontró frente a sus ojos fue algo mucho más aterrador. Tanto, que abrió y cerró la boca varias veces antes de que de su garganta pudiera salir un grito de puro terror. Tan desgarrador, que su hermano acudió a su lado en menos de lo que pudo contar. El chico mayor no emitió ningún sonido. Tan solo pudo observar aquella horrenda escena con los ojos abiertos como platos, sabiendo que esa imagen lo perseguiría el resto de su vida. Junto al árbol que tenían frente a ellos descansaba el cuerpo inerte de una joven sobre un colchón de flores. En sus delicadas manos, cuidadosamente unidas sobre el pecho, sostenía un ramo de flores. Aunque no vieron ni una gota de sangre, en ningún momento lo dudaron. Estaba muerta. Su tez blanquecina y su aspecto rígido no podían significar otra cosa. Daniel observó en silencio sepulcral sus labios pintados de color carmín, el cabello cuidadosamente peinado y el vestido que parecía recién salido de la tintorería. Le recordó a una de aquellas princesas de cuento, dormidas para siempre por culpa de una maldición. Sin embargo, no fue la extraña composición de todos aquellos elementos lo que atormentaría al pequeño Daniel en sus pesadillas, sino aquella mirada vacía de vida, que parecía haber buscado ayuda desesperadamente en sus últimos momentos. En Lagarza había pasado algo. Algo oscuro.