2. LA INFECCIÓN

ERAN cerca de las diez de la noche cuando Rajiv aparcó el taxi y se dirigió a su casa. Se había hecho taxista independiente hacía tan solo un par de meses y acababa de comprar un flamante Nissan NV200, los japoneses se llevaron el gato al agua y los Nissan serían los nuevos taxis de New York durante los próximos diez años. Ya le había hecho un montón de kilómetros, trabajaba duro, no dejó de hacerlo desde que llegó a EE.UU., entonces estaba soltero pero ya pensaba en el futuro. Ahora, con una mujer y dos hijos, las obligaciones aumentaban aún más.

La noche estaba fresca pero agradable, y como vivía en una casita unifamiliar aparcó en la rampa del garaje y no se puso la chaqueta a pesar de que llevaba todo el día con escalofríos. A las seis de la mañana ya estaría otra vez conduciendo, por eso dejaba que su hijo metiera su viejo Honda Civic en el aparcamiento. Sabal tenía veinte años y estudiaba para ingeniero aeronáutico, era inteligente y estudioso, y buen hijo, Rajiv estaba muy orgulloso de él. Bueno, también de la pequeña, la alegría de la casa. Taj tenía seis años, era menuda y nerviosa, tenía unos enormes ojos negros igual que el carbón y era despierta como un ratón. Su madre, Reena, la peinaba siempre con dos coletitas tiesas atadas con lacitos de colores y le ponía alegres vestidos cuando no llevaba el uniforme del colegio. Era el juguete de la casa.

Rajiv y Reena habían tomado el nombramiento de sus hijos muy seriamente, igual que en su día hicieron sus padres con los suyos, como en general hacen todos los hindúes. Sabal significa “con fuerza”. Estuvieron de acuerdo desde el principio los dos al elegirlo, sin duda tendría que tener fuerza para poder abrirse camino en un mundo de blancos y competir en el futuro en un entorno laboral muy competitivo. Rajiv se esforzaba cada día para poder darle los estudios necesarios y Sabal tendría que aprovechar esa oportunidad que él no tuvo. No sería fácil pero estaría a su lado para ayudarlo siempre. Taj lo eligió su mujer y significa “corona o joya”. Él hubiera preferido ponerle otro nombre, alguno que siempre la dirigiera por un camino recto de moralidad, pero su mujer fue inflexible, cuando la tuvo en sus brazos al nacer miró a Rajiv y le dijo: “solo puede llamarse Taj”.

Cada vez que abría la puerta de su casa y sentía ese calor de hogar daba gracias a su Dios por todo lo que había conseguido. Dejó las llaves en el mueble de la entrada y colgó la chaqueta en el perchero. Antes de que se volviera ya tenía a Taj abrazada a su cintura. Había ido corriendo por el pasillo nada más oír abrir la puerta y ni siquiera soltó el lápiz de color y la hoja donde dibujaba un elefante rosa. Adoraba a su padre. Rajiv la cogió en brazos y le besó ambas mejillas lentamente, para luego hacerlo más fuerte, produciendo una pedorreta que a ella le encantaba y le hacía reír sin parar. Reena estaba en el salón, leyendo junto a una lámpara de pantalla que proyectaba una luz cálida, se quitó las gafas y lo miró, “¿todo bien, cariño?”, preguntó sin levantarse, pero con una media sonrisa que no podía ocultar lo feliz que se sentía de verlo de nuevo en casa, de tener por fin a toda la familia junta. “Sí”, le contestó Rajiv, mientras giraba con Taj en brazos. Aunque se sentía un poco mareado, a Taj le gustaba jugar con él y haría cualquier cosa por oír su risa.

—Te he dejado un poco de pilaff en la cocina —dijo Reena. El pilaff era el plato favorito de su marido y ella lo preparaba de una manera soberbia, con un arroz condimentado exquisito y frutos secos que elegía con esmero.

Rajiv dejó finalmente a Taj en el suelo y se sentó en el sofá junto a su mujer. Estaba sudoroso y tenía palpitaciones, pero no quería preocuparla, seguramente había cogido frío, “es algo normal, estás con la calefacción en el coche y sales sin abrigarte a meter o sacar las maletas del cliente y coges frío”, pensó, convenciéndose a sí mismo. Se bebería un vaso de leche caliente con un antigripal y se metería en la cama, nada como dormir ocho horas para quedarse como nuevo, eso haría. Por eso no dijo nada a su mujer, aunque esta ya miraba las perlas de sudor que se formaban en su frente.

—¿Dónde está Sabal, ha salido? —preguntó distraído mientras hojeaba el periódico, sobreponiéndose al malestar que empezaba a sentir.

—En su cuarto —respondió Reena—. El lunes tiene un examen. Lleva todo el día estudiando el pobre.

—Sí, eso está bien, pero es viernes y también debería salir a divertirse con los amigos, no me digas que no hay tiempo para todo —dijo Rajiv.

Estaba muy orgulloso de su hijo y nada podía hacerle más feliz que verle acabar su carrera y trabajar de ingeniero. Se esforzaba cada día para que así fuera trabajando doce horas diarias. Pero tampoco quería que su hijo dejara de disfrutar de esos años jóvenes, esos que nunca vuelven, esos que él perdió al volante de un taxi.

—Él sale con los amigos, no te preocupes, incluso llama algunas veces a una chica que dice que es solo una amiga, pero no sé, no sé. Sabal es muy responsable, ya lo sabes, solo eso —dijo Reena mientras le palmeaba la espalda y subía disimuladamente la mano hasta su cuello. Luego, ya sin disimulo, le puso la mano en la frente.

—¡Pero, Rajiv, si estás ardiendo!

—No es nada, puede que haya cogido frío y tenga un poco de fiebre, nada más que eso, no te preocupes.

Era fiebre, en efecto, pero no como consecuencia de un enfriamiento. Él no podía imaginar que, hacía ahora treinta días, había sido infectado con el virus más terrorífico conocido. Tampoco tenía cómo saber que, en ese momento, mil millones de personas más en todo el planeta estaban contagiados también, experimentando esos mismos síntomas, propagando la infección a todos aquellos que se encontraran cerca. Y nunca sabrá que, tan solo unos días más tarde, esos mil millones de personas dejarán de ser quienes son para convertirse en monstruos.

Reena apoyó el libro que estaba leyendo sobre la mesita baja y fue a su habitación a buscar el termómetro. Su marido raramente enfermaba, no recordaba cuándo había sido la última vez que estuvo en cama y jamás había pisado un hospital. Por eso caminó preocupada y rebuscó nerviosa entre los cajones. ¿Dónde habría puesto el termómetro? La última vez lo había usado con Taj, la vio un poco apagada una tarde de hacía una semana y le extrañó, su hija era un cascabel a todas horas. Ya recordaba, lo había dejado en el armarito del baño. Salió de la habitación sin apagar la luz y entró en el cuarto de baño con una sensación de angustia en el estómago. Allí estaba, junto a los botes de champú y los cepillos de dientes.

Cuando volvió al salón Rajiv continuaba sentado en el mismo lugar en el que lo dejó, pero ahora tenía la cabeza vencida sobre el pecho y los brazos lacios caídos a los costados.

—¡Rajiv, Rajiv! —llamó con tono nervioso a su marido mientras palmeaba su cara, apretaba sus manos y lo besaba en el cuello, escondiendo su cara ya llena de lágrimas.

—¿Qué le pasa a papá? —preguntó Taj muy seria de pie en medio del salón.

—Nada, hija, que se ha quedado dormido —mintió Reena con cierto temblor de voz, sabiendo que algo iba muy mal—. ¡Sabal, Sabal! —llamó a su hijo mientras se precipitaba por el salón en dirección a su habitación.

Cuando abrió la puerta lo halló con la cabeza y los brazos apoyados sobre la mesa de estudio, con la luz del flexo iluminando su brillante pelo negro. Cogió su cabeza entre las manos, lo besó en la cara, en los ojos, pero no reaccionó. El efecto de la adrenalina hizo que Reena no se percatase del aumento de sudoración y la visión borrosa que estaba experimentando. Tampoco se fijó en el temblor de sus manos mientras marcaba el teléfono de Urgencias.

Taj lloraba junto a su padre en el salón, le tocaba el pelo, acariciaba su cara y cogía el dedo gordo de su mano derecha.

—Papá, despierta, papá, ¿qué te pasa? —sollozaba con un ataque de hipo—. Despierta, papito.

Y papá despertó, pero ya no era él. Levantó lentamente la cabeza que tenía vencida sobre el pecho y miró a Taj con ojos de animal hambriento.

Después de llamar a Urgencias, Reena se desplomó en la cama de su hijo, tenía palpitaciones y la cabeza parecía que le fuese a estallar. No pudo explicar qué les había pasado a su hijo y a su marido, no encontraba una razón lógica. No reaccionaban a ningún estímulo y apenas parecían respirar. Así se lo explicó a la mujer que atendió su llamada de emergencia médica, esta le indicó entonces que se tranquilizara, que ya estaba una ambulancia en camino.

Y sí, pareció tranquilizarse un poco, pero esa especie de descargas eléctricas que notaba en su cerebro... nunca había sentido nada igual. Se acordó de que su pequeña Taj llevaba sola en el salón un buen rato, que estaría asustada y probablemente llorando abrazada a su querido padre. Quiso levantarse pero su cuerpo no respondió, solo podía quedarse donde estaba, sentada en la cama. De pronto cayó hacia un lado y quedó tumbada. En ese momento su cerebro se estaba sumergiendo en un abismo muy profundo y muy oscuro.

Si hubiese podido levantarse e ir a buscar a su hija, como hubiera querido hacer antes de que su cerebro se desconectase de su cuerpo y le impidiese caminar los pocos pasos que la separaban del salón, si ese maldito virus no estuviera tomando el control de su cuerpo y de su mente, la ultima imagen que hubieran percibido sus ojos y registrado su cerebro humano le habría helado la sangre.

Sin duda fue mejor así, no ver cómo Rajiv, el que fuera un marido ejemplar y un padre amoroso que se desvivía por sus hijos, se abalanzaba sobre su querida hija con la boca abierta, escupiendo saliva, y le arrancaba de un mordisco su delicada traquea entre gruñidos de satisfacción.

A los veinte minutos una ambulancia llegó a la casa. A pesar de que Mickey, un joven médico que llevaba trabajando en el turno de noche dos meses, tocara el timbre durante cinco minutos nadie abrió. Tampoco escuchó nada dentro. Confirmaron la dirección llamando a la central y al final determinaron que probablemente habría sido una broma de mal gusto. Aún así quisieron asegurarse y llamaron a la policía. Les extrañó que no hubiera nadie en casa, había un coche en el garaje y un taxi nuevo en la rampa, y a través de las cortinas de las ventanas se filtraba luz. Keith, su auxiliar, propuso mirar en la parte de atrás mientras esperaban al coche patrulla. Dejarían a Sandy, la conductora, esperando en la puerta.

La parte trasera de la casa tenía una diminuta parcela rodeada por una valla de madera pintada de blanco, con una pequeña puerta abierta. Al mirarla con más detalle vieron que el cerrojo había saltado, parecía forzado. También la puerta de acceso a la casa tenía roto el cristal y la malla antimosquitos colgaba por el suelo. Mickey y Keith se miraron, con el testigo de “alerta, aquí pasa algo raro” encendido.

—¿Qué hacemos, Mickey, esperamos a la policía? Esto huele a robo con violencia.

—Sí, tiene toda la pinta de ser eso, pero por otra parte quizá haya alguien herido que necesite nuestra ayuda. Déjame pensar un momento.

Keith, que era ya veterano, detectaba los problemas a kilómetros. Por su parte Mickey deseaba dejar pronto el trabajo en urgencias y empezar a trabajar en un hospital con un buen horario y un salario decente, y la verdad es que no quería correr riesgos innecesarios. Al final decidieron volver a la ambulancia y esperar a la policía.

El coche patrulla llegó a los cinco minutos, lo que tardó Sandy en fumarse un Camel mentolado que tiró con disimulo por la ventanilla cuando vio por el retrovisor las luces rojas y azules. Ella no entró en la casa, se quedó sentada al volante porque no se encontraba muy bien, les dijo que tenía escalofríos, que pondría la calefacción y los esperaría en la ambulancia. “Este puto cigarro me ha debido de sentar mal con el estómago vacío”, pensó. Les pediría a los chicos algo para la acidez cuando volvieran, y también para la cabeza, empezaba a sentir unos pinchazos muy extraños.

Del coche patrulla se bajó un agente de mediana edad, con algo de barriga y una calva incipiente. Se colocó la porra en el cinto y se puso la gorra.

—Bueno, chicos, ya está aquí la caballería. Quién me va a explicar por qué habéis llamado —su aspecto era el de policía de la vieja escuela, su dialéctica también.

Fue Mickey quien lo hizo, estaba nervioso, relató la secuencia con detalle: la llamada a Urgencias de la mujer de la casa explicando que tenía a su marido y a su hijo inconscientes, que nadie contestaba a la puerta cuando llegaron, y por último, y donde hizo más hincapié, lo que habían encontrado en el jardín.

—Vale, vale, vayamos a echar un vistazo —concluyó el policía y se encaminó a la parte trasera de la casa seguido de Mickey y Keith.

—Hola, hola. ¿Hay alguien en casa? —preguntó levantando bastante la voz y golpeando con la linterna en el marco de la puerta—. Seguramente han entrado a robar y de paso han llamado para gastarnos una broma, esos cabrones deben estar escondidos por aquí cerca partiéndose el culo de nosotros.

Esas palabras del policía habrían tranquilizado a Mickey y a Keith de no ser porque, cuando abrió la puerta, con cuidado de no cortarse con los cristales que aún quedaban sujetos al marco, sacó su arma, quitó el seguro y metió una bala en la recámara.

Instantes después saldría de la casa dando traspiés y se apoyaría en un coche para vomitar.

En el interior no encontraron ningún enfermo, de hecho no encontraron a nadie... vivo, solo un pequeño cuerpo destrozado al que le faltaban todas las partes blandas. La cabeza la hallaron detrás del sofá, pero no era más que un cráneo descarnado del que prendían lo que parecían dos coletas atadas con lazos de color rosa.

El veterano policía siguió agachado, con el estómago en la garganta, y no se percató del ruido de cristales rotos y gritos que venían de alguna casa cercana.

Rajiv y su familia estaban de caza, necesitaban comer, aún tenían mucha hambre.