6. LUNA

LA casa estaba revuelta. Había bolsas y maletas por todas partes y sus padres corrían de un lado para otro gritándose mutuamente. Oscurecía y ya empezaba a verse con dificultad, la electricidad no funcionaba.

—¿Dónde has puesto las botellas de agua? —preguntó con urgencia su padre.

—En la bolsa azul —contestó su madre.

—¿Has metido la comida? —continuó su padre.

—Está todo preparado, solo queda coger ropa de abrigo.

—Bien, démonos prisa. Tengo la caravana aparcada en la puerta.

—¿Crees que será lo mejor?

—Hay que irse de Madrid, a donde sea. Alejarse de la infección —explicó su padre mientras iba cogiendo los bultos y los ponía en la puerta.

—¿Qué pasa, papá? Mamá no me ha explicado nada, solo que tenemos que marcharnos.

—Hija, ha pasado una cosa horrible y tenemos que irnos. Ya te lo explicaremos después. Ahora termina de preparar tus cosas.

Luna no replicó y fue a su cuarto. Su madre se había encargado de meter su ropa en una maleta, pero de las cosas importantes prefería ocuparse ella. Tomó su mochila verde, la abrió y comenzó a llenarla con los objetos que ya tenía, perfectamente colocados, sobre la cama: un diario, un cuaderno de notas, un bolígrafo multicolor, un libro electrónico cargado con cien libros, un pequeño estuche de maquillaje regalo de su último cumpleaños, una botellita de agua, unos guantes y una bufanda, un paquete de pañuelos de papel, una cajita con artículos de costura de emergencia, un cortaúñas, pastillas para el mareo, unos pequeños prismáticos, un cepillo de dientes con pasta para viajes y su teléfono móvil. Había decidido meter a última hora un sujetador que su madre le había regalado hacía poco y que iba a juego con unas braguitas azules con lunares blancos. Aún sus diminutos pechos no lo llenaban, pero le había insistido tanto a su madre que terminó comprándoselo.

—¡Luna, nos vamos ya! —oyó a su madre gritar.

No olvidó echar de comer a Florita, un pequeño galápago que tenía en un acuario. Lo había intentado pero no le dejaban llevarla. Sus padres le dijeron que no era necesario, que volverían en unos días.

—Adiós, Florita, me tengo que ir, pórtate bien —susurró Luna mientras tomaba un buen puñado de comida y la vertía en el agua. Se echó la mochila a la espalda y se disponía a salir cuando se detuvo en seco, se volvió, cogió el bote de comida y a Florita y se los metió en el bolsillo del abrigo.

Al padre de Luna le había supuesto varias subidas y bajadas de escaleras el conseguir tener cargado todo el equipaje en la autocaravana. Afortunadamente vivían en un segundo piso. No eran los únicos que se iban. La escalera era un trajín de vecinos saliendo con bolsas y maletas. La mayoría no sabía a dónde irían, los padres de Luna sí. Tenían una casita con terreno cerca de Cebreros, allí estarían bien hasta que todo pasara.

Eso pensaban.

Luna se subió a la parte trasera de la autocaravana mientras su padre se ponía al volante y su madre se sentaba a su lado. Pudo oír cómo su padre le contaba a su madre la odisea que había pasado desde que se fuera del trabajo. Había conseguido recoger la autocaravana y venir a buscarlas de milagro, le fue imposible cargar combustible porque las gasolineras estaban o bien cerradas o bien con colas kilométricas. Le quedaba un cuarto de depósito y confiaba en que fuese suficiente para llegar sin problemas.

Desde donde se había sentado Luna veía la cabina de conducción y, a través del parabrisas, Madrid iluminado exclusivamente por luces rojas de posición.

—Todo saldrá bien —susurró su padre y su cara se acercó a la de su madre. En el centro de la cabina Luna vio un beso apresurado que le recordó a otros tantos que había visto darse entre los protagonistas de las películas de desastres. No quiso pensar en ello y miró por la ventanilla, la oscuridad engullía poco a poco la ciudad por completo.

Luna era bajita para su edad, iba a cumplir doce años aunque aparentaba menos. No era débil, era fuerte y nervuda como su padre, pero al ser delgada y de piel muy blanca, proyectaba una imagen de fragilidad muy alejada de la realidad. Cuando volvió a pedir a su padre que le explicara lo que pasaba, este se excusó diciendo que no era el momento. Solo quería que la hicieran partícipe, que no la trataran como a una niña. Era lista como una ardilla, por eso no hizo falta que nadie le dijera que estaban huyendo de un desastre como nunca había vivido la humanidad, ya lo sabía. De su madre había heredado su pelo rubio, sus ojos azules y su piel nívea. El carácter reflexivo y su despierta inteligencia también provenían de ella.

—El tráfico es infernal —gruñó su padre.

Los padres de Luna llevaban un rato sin decir palabra. El padre trataba de controlar los nervios y apretaba el volante con mucha fuerza, se notaba en los tendones tensos de sus antebrazos. Había sido deportista de élite, campeón de España de los cuatrocientos metros tres años seguidos, pero una lesión en una rodilla lo despertó de sus sueños de éxito y lo devolvió a la realidad de la vida anónima, aunque aún conservaba la capacidad de control de la mente sobre el cuerpo de sus tiempos de deportista. Terminó trabajando en el negocio familiar, una pequeña joyería del centro que en los últimos tiempos, con la crisis, había ido de maravilla gracias a la subida del precio del oro. La madre era profesora de literatura en un instituto, había publicado dos libros de cuentos infantiles y uno de poemas, y estaba decidida a escribir una novela, por pura necesidad interior, sabía que nunca podría vivir de la literatura. Amaba los libros y había transmitido a Luna esa pasión por la lectura. Sus padres se conocieron en la universidad y ya nunca se separaron. Eran un matrimonio casi perfecto, unos padres comprensivos y cariñosos que adoraban a su única hija. Los tres juntos componían una familia feliz.

—¡Vamos, vamos! —su padre proyectó la voz hacia el parabrisas, quería atravesarlo y llegar a todos y cada uno de los conductores que lo precedían, que eran muchos, muchísimos.

—Tranquilo, tranquilo, esto era de imaginar —musitó su madre mientras le acariciaba el brazo, tenso como una cuerda de violín.

—Mientras el motor está en marcha consume combustible, y no nos sobra —contestó golpeando el volante.

El viaje a Cebreros, situado a noventa kilómetros de Madrid, no les llevaba más de hora y media realizarlo un fin de semana cualquiera, pero hacía tres horas que salieron de casa y aún se encontraban en el Km 9 de la M-501, a la altura de Villaviciosa de Odón.

Luna observaba a sus padres desde atrás, sentada en la zona de comer con la mesa delante, a oscuras y con la pequeña Florita moviendo las patas entre sus manos. Intentaba no recordar las imágenes que había visto mientras salían de la ciudad: cómo la gente bajaba de los coches y dejaba tirados en mitad de la calle a sus familiares, temerosos de que los infectaran; los coches estrellados, con el conductor en su interior agitando los brazos y lanzando dentelladas al aire, o parados, con el interior cubierto de sangre producto de una carnicería; las escenas de barbarie, como aquellos dos hombres peleando, golpeándose hasta la muerte por una moto; los infectados, los cientos de infectados, con su andar vacilante y su horrible rostro contraído, aporreando los coches, rompiendo los cristales e introduciendo los brazos para agarrar a los pasajeros; los gritos desgarradores, los mismos que aún creía escuchar. Por eso se tapó los oídos, pero fue inútil, seguían allí.

Miró a sus padres, fijó la mirada solo en ellos. Y se agarró a su visión para que su mundo de felicidad no se le fuera a la mierda totalmente.

Tres horas más tarde se encendió un testigo en el panel de control.

—Joder, estamos en la reserva y aún nos quedan muchos kilómetros, y a este paso...

—Llegaremos, ya verás como sí. Y baja un poco la calefacción, estoy sudando —susurró su madre con un leve temblor en la voz.

—No la tengo encendida —contestó su padre y miró la ventanilla a medio bajar de la puerta de su mujer.

Llevaban más de una hora sin moverse ni un centímetro. Aprovechando que estaban cerca de un desvío a una comarcal, el padre de Luna sacó el vehículo del carril, le pidió a su hija que le acercara su abrigo acolchado y bajó de la autocaravana.

—Voy a ver qué demonios pasa. No se os ocurra bajar, ¿de acuerdo?

—Ten cuidado —musitó su madre con un hilo de voz.

Luna no dijo nada, seguía sentada en la semioscuridad del interior de la autocaravana. No se le había pasado por alto el hecho de que su padre, antes de bajar, abriera la guantera y cogiera el revólver. Se enteró de que lo había comprado oyendo una conversación a medias entre sus padres. A ella nunca se lo habían enseñado, su padre no lo llevaba a casa, lo tenía en la joyería, en el cajón de su despacho. Lo vio una vez allí por casualidad, jamás en casa, aunque lo buscó, por curiosidad, para saber cómo era una pistola.

De pronto su madre pareció recordar a su hija, se giró en el asiento y dirigió la voz al interior del vehículo.

—¿Estás bien, hija?

—Claro, mamá, se está haciendo un poco pesado el viaje pero estoy de fábula —contestó con voz cantarina después de un breve silencio de reflexión—. ¿Y tú, mamá, qué tal estás tú?

—Bien, hija, bien, un poco cansada. Ya verás, pronto estaremos en casa y veremos un rato la tele. Papá vendrá pronto y nos iremos.

—Claro, mamá.

A las dos horas la puerta de la caravana se abrió de golpe y entró su padre. Venía empapado y nervioso, con el pelo revuelto. Se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, la pistola la dejó sobre el salpicadero.

En la distancia parecían truenos, o fuegos artificiales de alguna fiesta lejana. Solo alguien que lo hubiese vivido sabría que en realidad se trataba de ráfagas de ametralladora.

—¿Qué pasa, papá?

—Nada, hija, un accidente. A unos dos kilómetros, un camión volcado —su voz urgente trató de ser sincera.

Arrancó el motor, dio un volantazo brusco y aceleró llevándose por delante el parachoques trasero del utilitario que lo precedía. La autocaravana fue dando bandazos mientras se saltaba una mediana, arrancaba una señal de tráfico y se adentraba en una carretera comarcal, oscura como boca de lobo, en aquella noche sin luna. Lo despidieron bocinazos y gritos, y distinguió por el retrovisor cómo el conductor con el que había chocado corría hacia él. Pronto fue una mota en el espejo. Bajó un poco la velocidad y entonces miró a su mujer, parecía dormida. Le tocó la frente, luego la cara, de nuevo la frente. Luna también le vio dar un golpe en el salpicadero, luego otro y otro, y volver a acelerar y encarar la comarcal con determinación suicida.

El padre de Luna no había contado la verdad, por supuesto. Cuando llegó al principio de la infinita cola de coches, una barricada con militares armados, un vehículo blindado y ametralladoras sobre trípodes bloqueaban la carretera. Un nutrido grupo de gente, iluminados por unos grandes focos montados tras las barricadas, increpaba a cierta distancia a los militares. Había comenzado a llover con fuerza, y el estruendo de las gotas sobre los coches se unió al griterío general componiendo un ruido ensordecedor. Una voz proveniente de un megáfono se elevó sobre él.

—¡Vuelvan a sus vehículos y permanezcan dentro. Vuelvan a sus vehículos inmediatamente!

El padre de Luna contó unos diez o doce militares entre los que estaban de pie, en el vehículo blindado y apostados en las ametralladoras, todos con mono verde de plástico y máscara antigás. Una línea roja, pintada apresuradamente en el asfalto, mantenía a los civiles a una distancia de unos quince metros de la barricada. Poco a poco se fue acumulando más gente, los del fondo empujaban a los de delante y los primeros gritaban cada vez más. Palabras sueltas, frases inconexas, todas ellas producto de la desesperación, era lo que captaba el padre de Luna.

De pronto una consigna los unió a todos.

—¡Todos juntos, a todos no nos podrán parar!

—¡Sí, sí, vamos! —repitieron cientos de voces.

El padre de Luna observó todo desde una esquina, junto a una furgoneta amarilla de mensajería. Cómo una columna de ciudadanos, empapados por la lluvia, se separaba del grupo y traspasaba la línea roja y cómo, poco a poco, se les iban sumando más hombres, mujeres y niños. También escuchó de nuevo sonar la voz del megáfono, esta vez más amenazadora.

—¡Vuelvan inmediatamente detrás de la línea roja y métanse en sus vehículos!

La luz de los focos recortaba las siluetas de la gente. Su andar, vacilante en un principio, fue cogiendo brío, y más de doscientas personas traspasaron la línea roja.

—¡Si no retroceden abriremos fuego, último aviso!

Cuando se abre una lata agitada ya es imposible conseguir que el contenido vertido vuelva a su interior.

No hubo más avisos.

El primer disparo le voló media cabeza a un hombre menudo que caminaba en el centro del nutrido grupo, salpicando de sangre, sesos y trozos de cráneo a los que se encontraban cerca. Las ametralladoras calibre .50 fueron las siguientes en hablar. El padre de Luna tuvo los reflejos suficientes para tirarse al suelo y, a resguardo de la furgoneta, evitar las ráfagas mortales. Arrastrándose entre los coches se alejó de la masacre.

Corrió y corrió hasta que sintió que le estallaba el pecho. Luego se apoyó en un coche y lloró lágrimas de impotencia.

La primera etapa del loco y desesperado plan de los gobiernos mundiales para contener la pandemia, pasaba por la necesidad de mantener a las personas en sus casas. Las grandes ciudades se daban por perdidas y se acordó evitar la salida masiva por carretera a toda costa. Ese fue el mensaje oficial también en España. Todas las cadenas de televisión retransmitieron el mensaje de “tranquilidad” del presidente del gobierno, la recomendación de quedarse en sus casas y no salir de ellas para nada, de no desplazarse para evitar infectarse. No se dijo que en realidad era para no infectar a más gente, claro.

El problema surgió cuando otro mensaje, difundido por científicos y seudocientíficos, periodistas, tertulianos y hasta famosillos colaboradores de tres al cuarto, decía justo lo contrario: salir por patas. Tampoco ayudó la filtración de que todo estaba grabado y hacía días que el gobierno en pleno había abandonado la ciudad con destino desconocido, y que de la Familia Real ni siquiera se hablara.

El ciudadano de a pie, maltratado por muchos años de mentiras, incompetencias, corrupciones y abusos políticos, estuvo dispuesto a creer a cualquiera antes que a ellos, y huyó en desbandada.

La segunda etapa habría consistido en reducir las ciudades a cenizas. Por suerte o por desgracia pronto no quedó nadie para encender la mecha, y el destino de la humanidad dejó de estar en sus manos.