24. EL SOL SOLO SALE PARA LOS JUSTOS
LUNA quiso viajar con Eva en el blindado. Sacó de la caravana una bolsa con ropa, otra con la comida y la bebida que le quedaban y se colgó una mochila verde a la espalda. No dijo nada mientras lo hacía. Luego lo cargó todo en el BMR y se metió dentro. Eva sabría tratarla, sin duda.
Julián montó en el coche conmigo. A regañadientes obedeció a Eva cuando le sacó de su lado. Eran las doce de la noche cuando nos pusimos en marcha con una nueva compañera de viaje.
Los primeros kilómetros solo hubo silencio dentro del coche. Ninguno de los dos se decidía a hablar. Era un mutismo intencionado. Comenzaba a darle vueltas a las cosas que habían pasado esa noche cuando la radió sonó. Era Eva, claro.
—Chicos, ¿todo bien ahí atrás?
—Un poco aburrido —se precipitó a contestar Julián.
—Vaya —suspiró Eva—. Pues tengo una persona aquí conmigo que quiere deciros algo —“Aprieta aquí para hablar”, se oyó decir a Eva. Luego un ruido de trastear y finalmente una dulce voz de niña.
—Soy Luna, quería daros las gracias y disculparme por el susto que os di con la pistola.
Esta vez fui yo quien respondió, le quité el micrófono de la mano a Julián y hablé.
—No te preocupes, preciosa, ya se nos ha pasado, ¿qué tal vas ahí delante con Eva?
—De maravilla, es muy simpática y me está contando un montón de cosas de vuestras aventuras. Yo también le he contado un poco de las mías, pero son mucho más tristes y prefiero oírla a ella.
—Vaya, qué le estará contando Eva —musitó Julián mientras yo tapaba el micrófono con la mano para que no se oyera.
—Estupendo, me alegro que lo estés pasando bien. Pregúntale si queda mucho para llegar —continué.
Hubo un momento de silencio y volvió a hablar.
—Dice que un ratito, que ya os avisará cuando estemos cerca —contestó Luna—. Corto y cambio —terminó diciendo.
Volvió el silencio dentro del coche. Yo miraba a un lado y a otro por si nos encontrábamos con otro coche abandonado, pero de momento no había visto ninguno. Iba a poner música cuando Julián habló.
—Eva es increíble, ¿no te parece? —no contesté y él continuó—. Se ha hecho con la niña en quince minutos. Es una de esas mujeres que se cruzan en tu camino una vez en la vida —seguí sin hablar.
Julián quería decirme algo y yo estaba dispuesto a escuchar.
—Un veinte por ciento ángel y un ochenta por ciento demonio. Miras a esos ojos verdes, profundos e intensos y te quedas sin respiración. ¡Y ese cuerpazo...! ¿Y la has visto con el arma en la mano, y conduciendo ese monstruo? Es la cosa más sexy que he visto jamás. Sin hablar de su valor y su integridad como persona. Volvió a buscarme. Arriesgó su vida por una promesa. De lo que ya no queda, tío.
—Yo fui con ella, recuerda —intervine con voz neutra.
—Sí, tío, y te lo agradezco en el alma. Pero estoy seguro de que ella hubiera venido sola.
—Creo que sí —tuve que darle la razón.
—Voy a ir a por ella a saco. Te lo digo de corazón. Creo que tengo bastantes probabilidades y pienso jugar mis cartas lo mejor que pueda. Además le salvé la vida un par de veces y estoy seguro de que alguien como ella eso lo valorará mucho.
Estaba claro que Julián había querido decirme eso desde el principio y al final lo había hecho. Era un buen chico, valiente e íntegro. El mejor compañero para compartir un Apocalipsis, sin duda, y también un joven apasionado. Como yo permanecía callado, él continuó.
—¿Tú crees que volvimos al hospital a buscar medicamentos y material quirúrgico nada más?
—¿Qué quieres decir? —pregunté sorprendido.
—¿No viste su cara al ver la moto destrozada? Es verdad que las medicinas serán un seguro de vida, pero lo que de verdad buscaba era recuperar su Harley Davidson.
—¿Eso crees? —no había caído en eso.
—Claro —prosiguió—. Te imaginas recorrer con Eva la Ruta 66 a lomos de una Harley... ¡Guauuuu! ¡Brrrum, brrrum! —simuló el motor bronco de esas motos.
No dije nada tampoco en ese momento. Los años nos vuelven prudentes. Ese es el motivo de que el mejor soldado de vanguardia sea joven. Intenté poner música de nuevo para evitar continuar esa conversación pero Julián aún no había terminado.
—¿A ti qué te parece Eva? —me realizó, distraído, la pregunta que un hombre cobarde nunca habría hecho a su posible rival.
Reflexioné con la velocidad del rayo, intentando confeccionar la respuesta perfecta, esa que me dejara al margen de una liza entre machos alfa en la que no creía en absoluto.
Sentí que me enamoraba de Eva casi antes de conocerla, cuando solo era unos destellos de luz intermitentes. Luego, al materializarse, al tenerla frente a frente, no tuve ninguna duda. No podía estar más de acuerdo con lo que había dicho de ella Julián. Con la pasión de la juventud realizó un retrato perfecto. Eva era la persona que había esperado toda mi vida, aunque llegaba tarde, veinte años tarde. Yo me conservo bien para mi edad, pero no soy tonto. Una generación nos separaba. Además, en ningún momento aprecié en ella gesto alguno que delatara una atracción o interés especial por mí, y en detectar eso soy un experto. Estaba resignado a verla pasar por mi vida sin quedarse, a disfrutar de su compañía todo lo que pudiera, a sobrevivir en este maremágnum de desastres a su lado y nada más.
Julián era la mejor elección. Joven, guapo, ocurrente, divertido... Y lo más importante, arriesgaría su vida por ella sin dudarlo, ya lo había hecho. Por eso, cuando me preguntó, medí mucho las palabras para dejar claro que yo me retiraba de la partida antes de comenzarla.
—Un poco mandona. Hace años salí con una chica parecida y a la semana no pude soportarla más. Buena chica, sí, y todo lo que tú quieras, pero, ufff... —esperaba que mi interpretación hubiera sido creíble.
—¿Mandona? ¡Hay que ver con lo que os quedáis los abuelos! —parece que fui convincente, Julián se lo tragó.
Puse música al fin y durante algunos kilómetros digerí el sapo que me había comido. Estaba hecho y punto. No sería el primer hombre que sufriera por amor ni el último. De pronto recordé algo que llevaba retrasando ya mucho tiempo y bajé el volumen al mínimo.
—Una cosa, pimpollo, la próxima vez que me llames abuelo voy a coger esa espada que tienes detrás de ti, la misma con la que me has visto partir comilones por la mitad como si fuesen pepinos, y te voy a cortar las pelotas de un tajo. ¿Entendido? —lo dije con voz muy suave, al estilo de “El Padrino”. Tardó unos segundos en contestar.
—Claro, tío, no hay problema.
Volví a subir el volumen y Julián aguantó, sin rechistar, Los Grandes Éxitos de Frank Sinatra. Incluso tarareó Strangers in The Night acompañándola con golpecitos en el salpicadero. Él era un joven ilusionado y yo un maduro resignado, las cosas estaban en su sitio.
La radió crepitó.
—Chicos, os habla la copiloto Luna, estad atentos, en breves momentos vamos a parar, estamos a punto de llegar al castillo, ¡yuuupiii! Esperamos que el viaje haya sido de su agrado. Corto y cambio.
Era otra la voz de esa niña. Qué historia de dolor y supervivencia tan atroz habría detrás de ella y, sin embargo, unos minutos con Eva bastaron para devolverla al lugar de donde nunca debió salir, la insolente niñez.
Algunos metros más adelante se encendió el intermitente del blindado y el walkie volvió a sonar, esta vez era Eva.
—Vamos a parar en el aparcamiento que hay junto a la carretera. No veo de momento movimiento de bichos pero cuando detengamos los motores y apaguemos las luces estad atentos, si la situación se pone fea salimos zumbando. ¿Recibido? Corto y cambio.
—Recibido, te seguimos —respondí.
Aparcamos los vehículos uno al lado del otro. Apagué el motor y las luces, y bajé las ventanillas para escuchar atentamente. Aguzamos los oídos, no movimos un músculo a la espera de escuchar pasos, arrastrar de pies infectos, gruñidos o lamentos guturales salidos de gargantas atrofiadas. Esperamos cinco minutos, diez, quince. Una luz desde lo alto del blindado se encendió. Era un foco potente, tipo los que usaban los patrulla de la policía para revisar zonas oscuras. Barrió los alrededores describiendo un círculo, luego se apagó.
—No veo nada, chicos, ¿vosotros? Corto y cambio —era Eva de nuevo.
—Nada tampoco. Corto y cambio —contestó Julián.
—Bien, vamos a salir, pero armas a punto y mil ojos, ¿OK? Corto y cambio.
Lo primero que hice al salir del coche fue ponerme la chaqueta de abrigo sobre la cota de malla y la espada a la espalda. También agarré la linterna, el subfusil y dos cargadores, que metí en los bolsillos laterales de los pantalones. Julián salió antes que yo, con la escopeta en la mano, y se dirigió sin esperarme al blindado.
Una suave brisa traía a tierra el olor indefinido del embalse de Santillana. La luz de la luna rielaba sobre la superficie del agua. La sensación fue relajante, algo que no podía permitirme. El portón trasero del blindado tardó un poco más en abrirse, cuando lo hizo salió Eva con unas toallas seguida de Luna, que llevaba una bolsa de mano.
—Vamos a dar un baño a esta princesita, vosotros vigilad. No tardaremos —fue lo único que dijo Eva. Seguida de Luna se dirigieron al pantano que quedaba a unos cincuenta o sesenta metros.
—Tiene el olfato muy fino —comentó resignado Julián.
Parecía raro que no hubiera comilones a la vista. El pueblo de Manzanares estaba al lado y vivían permanentemente más de siete mil almas, ¿dónde estaban todos? La gente de Madrid salió corriendo huyendo de la ciudad, pero los habitantes de los pueblos, ¿a dónde irían, se tirarían al monte?
—La idea del castillo es cojonuda, ¿a quién se le ocurrió? —Julián me sacó de mis pensamientos.
—A Eva.
—Claro, por supuesto.
La vista se me fue al castillo. Lo imaginé quinientos años atrás. Intenté meterme en la piel del Duque del Infantado cuando lo vio terminado y contempló estas imponentes murallas recortadas sobre el cielo. Seguro que se estremeció igual que lo hago yo ahora, al ver esas torres bajo un firmamento cuajado de estrellas y una bóveda celeste cruzada por una pálida Vía Láctea. Iluminado con antorchas, en todo su esplendor, debió ser una visión hermosa y mágica.
En ese momento sería una locura intentar entrar, demasiado grande y repleto de oscuros pasillos, un dédalo de recovecos peligrosos. Lo comunicaría al grupo en cuanto volviera Eva con la niña, el asalto al castillo convendría hacerlo a la luz del día. Los infectados estarían activos pero al menos no nos saldrían de detrás de un tapiz para arrancarnos la garganta sin que los viéramos venir. Confiaba en mi asertividad para convencerlos.
Unas luces moviéndose en nuestra dirección. Volvían las chicas.
—Dormimos un poco dentro del BMR y al amanecer entramos al castillo. A oscuras sería muy peligroso. Carlos, trae unas mantas del coche, estamos a cero grados aquí —concluyó Eva. Y desapareció, seguida de Luna, por el portón trasero del blindado
—Estupendo, un cigarrito y a dormir un rato —dijo Julián sin dirigirse a nadie en concreto.
No dije nada. Me acerqué un rato al embalse y me empapé de los sonidos sutiles de la naturaleza en ausencia del hombre. Cuando estuve un poco más calmado volví escuchando el crujir de mis botas sobre la nieve. Julián continuaba fumando, supuse que su segundo o tercer cigarro. Cogí las mantas y fui directo al blindado. Luna estaba en la cabina de conducción, leía con un frontal puesto. Eva esperaba sentada en los bancos de la zona de carga. Dejé las mantas en el suelo y miré en dirección a Luna.
—Dice que no le apetece dormir, va a leer tu guía del castillo —dijo Eva adivinando mi pregunta.
—Eva, una cosa. Somos un equipo, estaría bien escuchar las opiniones de todos —no veía sus ojos pero distinguí perfectamente la intensidad de su mirada.
No contestó inmediatamente, luego disparó.
—¿No estás de acuerdo en que es mejor entrar al castillo de día?
—Absolutamente.
—¿Entonces?
No respondí. Es algo que me pasa. Cuando creo que me puedo pasar de frenada prefiero no coger el coche. Volví junto a Julián justo en el instante en que tiraba la colilla, con dos dedos, a varios metros de distancia.
—Bueno, a la piltra. Hoy ha sido un día intenso. He pasado de creer que moriría en un bar mugriento a pasar un día de campo con la reina del baile —dijo con su desparpajo habitual.
Seguí sin hablar. Me quité la espada y la dejé en el asiento trasero, el subfusil en el del acompañante. Julián me miraba sin entender.
—¿No vienes al blindado? —me preguntó finalmente al ver que abría la puerta del conductor y me metía con la manta.
—No hay mucho sitio, dormiré mejor aquí.
—Tú sabrás, tío, pero no es lo mismo esa rejita tuya de las ventanillas que una pulgada de acero —dijo apoyado en el marco de la puerta.
—Estaré bien.
—Vale, pero toca el claxon si tienes problemas, ¿OK? —concluyó dándome una palmada en el hombro.
No era el momento de poner música. La hubiera escuchado sin duda. Estaba demasiado contrariado como para dormir. El interior del coche aún conservaba el calor de la calefacción, se estaba bien. Lo inteligente sería intentar descansar unas horas, mañana podríamos tener un día muy duro. Me arropé con la manta y me obligué a cerrar los ojos. No llevaba ni un minuto intentando dormir cuando una luz traspasó mis párpados cerrados. Abrí los ojos, era un reflejo en el retrovisor interior. Giré la cabeza. La luz venía del puesto de la ametralladora del blindado. Supe quién era al instante. Los destellos se encendían y se apagaban con un ritmo y una cadencia determinada.
Repitiéndose, una y otra vez, decían: “lo siento”.
No contesté. No recuerdo cuándo me dormí. Debió de ser inmediatamente. Soñé que estaba en casa, viendo un partido de la selección de fútbol, y llamaba para pedir una pizza de champiñones, jamón york y doble de queso. Minutos más tarde me la traía a casa una chica con un casco rojo montada en una Harley Davidson. Sabía que era una chica por sus curvas sugerentes pero la visera del casco era oscura y no podía ver sus ojos. Le quise dar propina y se negó a aceptarla. El gol celebrado en el televisor coincidió con unos golpes. Me desperté sobresaltado y eché mano al arma. Distinguí unas figuras a contraluz, junto al coche, una de ellas golpeaba la ventanilla con la culata de una pistola.
Eran Julián y Eva.
Tenía el corazón a mil, odio despertarme de golpe y si además pienso que voy a ser devorado por una horda de engendros mutantes más aún, claro.
—Vamos, dormilón, el desayuno está preparado —oí decir a Julián. Después se alejaron juntos.
Me desperecé y fui consciente de lo incómodo que es dormir en un coche, me dolía todo el cuerpo. Salí por la puerta como quien sale de un útero con ocho kilos de peso.
Quedé fascinado con el amanecer sobre el embalse rodeado de nieve. La luz anaranjada y violácea de un sol naciente se reflejaba en el agua en una imagen de estampa. De inmediato tomé conciencia de dónde y en qué situación estaba y cogí el subfusil, giré en redondo y miré a todos lados. Solo vi nieve, un castillo y unos amigos llamándome para desayunar. ¿Estaba soñando? Me quedé unos minutos más disfrutando del momento mágico de aquel amanecer. Me coloqué la Bastarda a la espalda y fui con ellos.
Habían encendido fuego y calentaban leche en un cazo. Luna estaba de pie, junto a Eva, y Julián abría un bote de Cola Cao con el mango de una cuchara. El castillo recibía las primeras luces azafranadas del día y la piedra de granito, sacada de La Pedriza, se incendiaba poco a poco.
—La puerta está cerrada —dijo de pronto Eva—. Me acerqué con Julián y todo parece tranquilo pero está cerrado. Tendré que escalar la muralla.
Bebí a sorbos cortos un Cola Cao caliente que me sentó de maravilla. Observé por primera vez con detenimiento el parking donde estábamos. Había algunos coches aparcados, y todos con las puertas cerradas.
—¿Y esto? —dije señalando con la taza al aparcamiento.
—Es raro, sí.
Continué de pie, con la taza en la mano, contemplando al sol evolucionar en el horizonte.
—Me ha gustado mucho tu guía —era Luna la que hablaba. Había llegado a mi lado sin que me diera cuenta. Eva y Julián descargaban cosas del coche, probablemente el equipo de escalada.
—Yo solo hice los dibujos.
—Ya lo sé, me lo dijo Eva, están muy bien.
—Gracias.
Permanecimos en silencio. Eva había hecho un buen trabajo con ella, con ropa limpia, aseada y peinada era una muñeca de porcelana. Me incomodaba un poco estando tan cerca. No sé hablar con los niños, por eso cerré la boca y seguí contemplando el amanecer.
—El sol solo sale para los justos —dijo de pronto.
—¿Cómo dices?
—Que el sol solo sale para los justos. Era algo que decía mi papá todas las mañanas cuando me levantaba para llevarme al colegio.
Reflexioné sobre la frase unos momentos y luego decidí hablar con la niña como haría con un adulto. O sea, de la única forma que sabía.
—No ibais mucho a misa, ¿verdad? Tu familia me refiero.
—No. ¿Por qué lo dices?
—Un buen cristiano diría que el sol sale para todos.
Permaneció callada. Me giré para mirarla. La observé con detalle. La luz iluminaba su melena rubia y sus inteligentes ojos azules. Era menuda pero preciosa. Chascó la boca y dijo.
—A veces ser un buen cristiano obliga a decir estupideces.
Me sacó una sonrisa.
—Eva me ha contado por qué vas vestido así, con esa espada. Me ha hablado mucho de ti. ¿Siempre has sido tan valiente? —me preguntó sin mirarme.
—No sabemos de lo que somos capaces hasta que de verdad nos encontramos al límite.
—Mi padre fue un cobarde.
—No digas eso.
—Me dejó sola.
—Gracias a él ahora estás con nosotros. ¿Qué otra cosa podía hacer? —Julián me contó, en cuatro palabras, lo que le dijo Eva sobre el drama de la niña, el padre matando a la madre y luego suicidándose—. Yo creo que te quería demasiado para negarte una oportunidad. La opción de la vida siempre es la más valiente. Llevarte con él hubiera sido lo más fácil —resolví finalmente. Miré su rostro de muñequita delicada y distinguí el brillo de dos lágrimas resbalar por él.
—¿Puedo darte un beso? —dijo sorbiendo mocos a duras penas.
—Claro —respondí sorprendido. Y me agaché para que aquella niña de juguete me pudiera besar. No recordaba la última vez que me había besado un niño. De verdad, como hizo Luna, nunca.
—Gracias.
—Gracias, ¿por qué?
—Por no hablarme como a una niña pequeña —musitó y se fue para desaparecer en el interior del blindado, imagino que para poder llorar a gusto.
Eva se había quedado parada, con la cuerda a medio enrollar entre sus brazos, mirándome. ¿Cuánto tiempo llevaba haciéndolo?
El castillo estaba rodeado por un pequeño terreno, limitado con un muro de piedra de metro y medio con arbustos por detrás. Armados hasta los dientes saltamos una verja que daba acceso y subimos la suave cuesta que llegaba hasta la fortaleza. Eva llevaba las cuerdas en la mano y, colgando de su cintura, un montón de cachivaches de escalada que tintineaban al andar. No me hacía ninguna gracia que entrara sola. Era imposible prever lo que se encontraría al otro lado de los muros. “Mira bien antes de bajar”, le repitió mil veces Julián junto al coche. Yo no le dije nada pero sufría por dentro. Luna llevaba una mochila a la espalda y se había metido el revólver en el bolsillo de su parca morada con capucha amarilla. Caminaba delante, con Julián y Eva, yo iba un poco más retrasado, intentando ajustarme bien las correas de la espada y el chaleco con cargadores para el subfusil. A mitad de trayecto Eva me esperó.
—Anoche me disculpé —susurró.
—Lo sé.
—¿Por qué no contestaste?
No quise decirle la verdad. Cómo podría confesarle que echaba de menos nuestras charlas, que nunca fui tan feliz como hablando con ella a través de destellos, que estaba dolido por mi conversación con Julián, que, en definitiva, empezaba a tratar de olvidarla.
—Hubiera hablado contigo toda la noche, pero había que dormir. Acepto tus disculpas —le respondí, en tono de broma, con una verdad a medias.
—Hay cosas que no cambian, ¿verdad?
—Verdad —dije sin estar muy seguro de a qué se refería.
Quise cambiar de tema. No meterme en un jardín del que no sabría salir.
—Esa niña, con una pistola... —dejé la frase inacabada.
—La maneja mejor que yo. Luna es increíble, pero eso seguro que ya lo sabes.
Continuamos andando sin que contestara. Subimos una larga rampa escalonada hasta la puerta y miramos los muros defensivos exteriores rematados con almenas y saeteras que se alzaban hasta unos cinco metros de altura.
El cielo tornó del ámbar al azul intenso. La ausencia de aire presagiaba un día hermoso de invierno. Eva no perdió el tiempo, se colocó el casco, cogió un martillo y clavos de escalada y se dirigió al muro. Julián no dejaba de mirar a todos lados con la escopeta entre las manos. Luna observaba a Eva, yo también. Todo era calma y silencio hasta que comenzó a golpear con el martillo sobre la roca de granito.
—¡Que alguien me ayude! —nos instó.
Me acerqué yo. Trepó poniendo un pie en el primer clavo y el otro sobre mi hombro y comenzó a golpear de nuevo más arriba. A partir de ahí tendría que continuar sola, nosotros sujetaríamos la cuerda. Los grandes bloques de piedra dejaban huecos entre ellos y no le sería difícil buscar donde asirse.
—¡Eh, los de abajo!
De pronto una voz gritando nos dejó paralizados. Luna fue la primera que lo vio.
—Arriba, en la muralla —dijo señalando con el dedo.
Entre dos almenas se asomaba un hombre de barba blanca.
—Esperen que ya les abro —gritó finalmente al vernos mirar hacia arriba.
Eva bajó y se quedó junto a nosotros. Apretábamos nuestras armas con el dedo cerca del gatillo, mirando fijamente la puerta. Hasta Luna sacó el revólver del bolsillo y lo dejó colgando de su mano derecha. La puerta crujió y lentamente se fue abriendo.
Una figura menuda, cubierta con un raído abrigo oscuro, apareció ante nosotros. Sonaron las armas al disponerlas para disparar. Aquel anciano ni se inmutó. Terminó de empujar las puertas y se plantó delante de nosotros.
—Bienvenidos al Castillo de los Mendoza —dijo abriendo los brazos.