21. A LA ORDEN
EL teniente Aconda quedó en conectar a las nueve con el cabo Ortega y, desde las ocho, sentado en el sillón del antiguo director del hospital, contemplaba la radio con los pies sobre la mesa. De súbito saltó sobre el sillón, aguzó el oído y confirmó sus sospechas al abrir la ventana, eran disparos. Sonaban lejanos pero no había ninguna duda. Primero pensó en el cabo y sus hombres pero enseguida lo descartó, ese inútil no se limpiaría el culo sin que antes alguien le diera la orden y él aún no había confirmado la recogida.
Tomó los prismáticos y subió corriendo hasta la azotea. Demasiado oscuro, no veía nada. Los disparos cesaron y durante unos minutos tan solo escuchó su respiración alterada. Gente armada, pensó, en España pueden ser militares, policías o cazadores. Dudó en realizar algunos disparos al aire, al final no los hizo. No se fiaba. Él tenía asegurada la recogida y quizá era complicarse la vida. Allá se la compusieran ellos. Se disponía a bajar de nuevo cuando el sonido de un motor aproximándose lo detuvo en seco. Esperó hasta que vio un vehículo en dirección al hospital por el lado derecho, atravesando la zona descampada. Desapareció de su vista cuando llegó al muro. El motor se apagó. Con los prismáticos no distinguió el modelo bien, pero desde luego no era un vehículo militar y mucho menos un blindado.
No tardó en aparecer una figura sobre el muro. Estuvo unos segundos observando y luego se agachó. Era una chica, sin duda. Tras ella aparecieron dos personas más, dos hombres. El teniente observaba y en su mente se fue formando un presentimiento. Las tres figuras saltaron del muro al contenedor que estaba pegado al muro y de él al suelo, luego se dirigieron al parking.
El teniente retiró los prismáticos de los ojos y se restregó la cara con la mano. ¡Eran ellos! ¿Quién si no podría saber el lugar exacto donde estaba el contenedor salvo aquellos que lo pusieron allí para escapar hacía semanas? Muy alterado recorrió la terraza como un entrenador de fútbol viendo perder a su equipo cinco a cero. ¿Para qué habrían vuelto? Decidió que eso daba igual, esos cabrones estaban ahí y eso era lo importante, ahora podría ocuparse de ellos y no dejar flecos sueltos. Al asomarse otra vez los vio correr hacia el BMR y entrar en él a través de la escotilla superior. Mierda, se recriminó, parecían ir armados y además olvidó sacar las armas del blindado. Acabar con ellos no sería tan fácil. Apretó los dientes hasta casi romperlos, las sienes le iban a estallar y para colmo oyó el motor del blindado arrancar, ¡eso era, vienen a robar propiedad militar! El asunto era doblemente grave: por una parte estaba el robo del vehículo, por otra, cuando ese blincado se moviera de la puerta nada impediría a los cientos de infectados acceder al recinto del hospital. El motor se apagó y vio salir a dos del blindado, enfocó con los prismáticos, eran el chico y la chica, el tipo más mayor se quedó junto a la ametralladora en la torreta del BMR. Se sintió impotente y bajó corriendo dispuesto a conectar con el cuartel, aún no eran las nueve pero el asunto se había complicado y no podía esperar más.
—Teniente Aconda a cuartel general, respondan. Cuartel general respondan, es una emergencia —su voz delataba nerviosismo y el tic nervioso de su ojo, una patología. No contestó nadie.
El teniente lo siguió intentando hasta que, justo cuando daban las nueve en el reloj, una voz con acento meloso le contestó.
—El cabo Ortega al habla.
—Cabo, necesito que vengan a buscarme de inmediato. A mí y a mis hombres. Es una emergencia.
—Señor... creo que eso no va a ser posible.
—Es una orden directa, cabo —gritó el teniente. Las sienes le estallaban.
—Lo siento, señor, pero el motor del Pizarro aún no está operativo. Vamos a necesitar un poco más de tiempo. No quedan mecánicos, hacemos lo que podemos.
—¡Vengan con lo que tengan, un Uro o un par de Aníbal, pero vengan ya!
Hubo un silencio. El teniente apretaba el micrófono como si fuese a exprimirlo.
—Lo siento, señor, pero no sería seguro. No puedo poner en peligro a mis hombres ni a los suyos. Tendrá que esperar. Dentro de dos días a la misma hora podrá contactar de nuevo, espero tener solucionado el transporte entonces. Corto, nos queda poca batería.
—¡Cabo, cabo, escuche, es una orden, vengan de inmediato, cabo... esto le va a costar un consejo de guerra! —gritó pero ya no le escuchaba nadie.
Tembló de rabia y golpeó la mesa con la culata de la pistola, una marca profunda se dibujó en la madera de cerezo envejecido. No vendrían nunca. En un principio pensó que solo ponían excusas para ganar tiempo y ordenar un cuartel que probablemente habían tomado por su casa, ahora veía claro que fue una manera de engañarle sin comprometerse del todo, cubriéndose con una razón de peso ante posibles investigaciones.
Eso pensó el teniente y tenía razón. El cabo Ortega jamás tuvo la más mínima intención de salir de la seguridad del cuartel para ir a buscar a un puto teniente que le pondría a limpiar letrinas a la primera de cambio. Nunca se creyó que el teniente estuviera con diez soldados y sin transporte, eso era imposible. Ese teniente está más solo que la una, y así iba a continuar, pensó. Pero existía una probabilidad entre un millón de que las cosas se solucionaran, la situación volviera a ser la de antes y le pidieran responsabilidades. Por esa remota posibilidad ordenó a los dos soldados que estaban con él inutilizar los vehículos, pero no irreversiblemente, claro, para cubrirse las espaldas. Lo más probable sería que el jodido teniente muriera tarde o temprano de hambre o de sed, o de soledad, o devorado por los engendros aquellos. Mientras eso pasaba, continuaría dándole largas y si se ponía muy pesado averiaría la radio y punto.
Le había emplazado para dentro de dos días. Lo de la batería de la radio se le ocurrió en el último momento y estuvo muy bien. ¡Ahí se pudra ese huevón!, musitó con el puro entre los dientes.
El teniente se levantó, enfundó su pistola y cogió el subfusil que tenía sobre la mesa, comprobó el cargador y se guardó otro en el bolsillo de su tres cuartos. Había cambio de planes. Utilizaría a esos desgraciados para que lo sacaran de ahí.
Lo primero sería localizarlos sin que ellos le vieran, desarmarlos y enterarse de quién era el que sabía conducir el BMR, los otros serían prescindibles. Salió del despacho, situado en el último piso, y recorrió toda la planta, atento a cualquier ruido. No estaban allí, bajó a la segunda. ¿Qué podrían venir a buscar? ¿Comida, agua, o...? De pronto lo tuvo claro, venían a por drogas. Sin duda estarían en la farmacia del hospital. Estaba en la planta baja, junto a los ascensores, lo sabía perfectamente, fue lo primero que visitó cuando se quedó solo y necesitó sus ansiolíticos para conciliar el sueño. Aún así bajó con reservas, escuchando atentamente en cada planta. Iba a oscuras para no delatar su posición. Sería pan comido, pensaba, aunque iban armados nunca podrían compararse con un oficial español entrenado para el combate. Notó cristales clavándose en sus sienes y tuvo que pararse para aguantar el dolor metiéndose los nudillos en la boca para no gritar. Se tomó un par de pastillas y respiró hondo.
El dolor pasó y pudo pensar con claridad. Evaluar la situación. Recordó que uno se quedó en el blindado y los otros dos habían entrado. Los objetivos más vulnerables eran los que estaban dentro del hospital; no le esperaban, tenía a su favor el factor sorpresa. Los encañonaría y los desarmaría, luego obligaría a salir al otro. De una manera indirecta se enteraría de quién era el conductor, pensó. Casi con toda seguridad que el que estaba en el BMR fuese su hombre, no encajaba que unos simples enfermeros supieran manejar el blindado, pero no podía arriesgarse.
Llegó a la planta baja, la oscuridad era casi absoluta. Había recorrido ese hospital tantas veces que se lo conocía de memoria. Unas luces en movimiento delataron a los intrusos, se escondió tras una esquina y los vio salir, cargaban unas bolsas enormes. Pasaron cerca de él sin percatarse de su presencia y en la puerta soltaron las bolsas, él llevaba el arma colgada del hombro y ella las pistolas enfundadas. Recordaba sus nombres perfectamente, no tuvo que sacar las fichas que guardaba en el bolsillo superior del tres cuartos.
Salió de las sombras y se colocó detrás de ellos, un poco a la izquierda, fuera de la línea de tiro del blindado. La chica miró a la derecha, parecía que algo le llamaba la atención. Era el momento de actuar.
—Julián y Eva, quedaos donde estáis. Y no hagáis tonterías, os estoy apuntando —la voz salió como una lija cepillando una puerta.
Eva se giró sobresaltada, la luz de su frontal iluminó a un hombre vestido de uniforme que los apuntaba con un arma. Julián no supo dónde mirar y se quedó inmóvil, con la linterna alumbrando al suelo.
—¡Mirad afuera o disparo! —ordenó en un tono tajante.
Obedecieron y se volvieron hacia el parking.
—Quiero que llaméis al tipo que está en el blindado, que venga aquí inmediatamente. Sin trucos. Si obedecéis nadie saldrá herido. Por cierto, Julián, ¿dónde te dí antes de que saltaras el muro?
Eva tensó los puños de impotencia, estaban en manos de un loco y dependían de Carlos para salir del atolladero.
—Me diste en la punta del capullo y rebotó —contestó Julián zumbón.
—Muy gracioso. Vamos, Eva, llámale ya.
... . .
Esos chicos tardaban mucho y me estaba quedando frío. Un pequeño copo de nieve calló en mi mano y se deshizo casi al instante, luego llegó otro y luego otro más. Comenzaba a nevar. Decidí ponerme a cubierto, llevaban más de quince minutos dentro y no sabía cuánto tardarían todavía. ¡Menos mal que Eva dijo que había que darse prisa! Me metí en el asiento trasero de un viejo Opel Corsa que tenía la puerta abierta. Desde allí veía perfectamente la entrada y no me helaría. Iba a cerrar la puerta del coche cuando distinguí unas luces, eran ellos. Cargaban unas bolsas y las soltaron en la puerta. Salí para ayudarles, Eva detectó movimiento y me miró, durante unos segundos quedé iluminado.
Lo que pasó después me dejó más helado de lo que ya estaba. Me encaminaba hacia ellos cuando, con un gesto brusco de la mano, Eva me indicó que me detuviera. Luego observé cómo se giraba bruscamente y, por un instante, la luz de su frontal iluminó a un hombre que los apuntaba con un arma.
Reculé poco a poco y confié en que la oscuridad me absorbiera hasta hacerme desaparecer. Volví al interior del coche y me oculté detrás del asiento delantero. Ahora yo los veía pero ellos a mí no. Estaban paralizados y miraban al parking. ¿Qué debía hacer yo ahora?
Bajé la ventanilla manual y agucé el oído. Hablaban pero no distinguía qué decían. De pronto Eva comenzó a gritar abocinando con las manos.
—¡Alfonso, Alfonso, ven a echar una mano con esto!
Mi cabeza iba a mil. Trataba de entender y de actuar: no conseguía ninguno de los objetivos. Los gritos de Eva resonaron en el silencio de la ciudad y fueron respondidos por miles de gargantas nauseabundas.
—¡Alfonso, Alfonso, ven rápido, necesitamos ayuda con esto!
Me eché el subfusil a la cara y observé a través de la mira. A Eva y a Julián los distinguía perfectamente, estarían a unos quince metros, pero al tipo armado no. Lo busqué en el lugar donde lo vi cuando quedó iluminado, pero tan solo distinguí oscuridad. Eva, muy lista, intentaba avisarme de que algo no iba bien al llamarme con otro nombre. No sabía que yo había visto al hombre que los amenazaba.
Tenía que actuar rápido, antes de que sospechara algo raro y pusiera las cosas más difíciles, aprovechar la ventaja de que me creyera en el blindado. Si me veía los mataría allí mismo o los ocultaría en el interior, de donde no los podría sacar nunca.
Tomé una decisión mientras Eva volvía a repetir una llamada que en realidad era un mensaje de socorro.
—¡Alfonso, rápido, necesitamos ayuda ya!
Saqué el reposacabezas y apoyé el arma en el asiento delantero. Quité el seguro y tiré de la palanca que colocaba una bala en la recámara lista para dispararse. Apunté al centro de la zona oscura donde creía que estaría ese cabrón y confié en que no se hubiera movido, si lo había hecho estábamos listos. El espacio era muy crítico, Eva quedaba a un lado y Julián a otro, tenía que meter la bala por un hueco inferior a un metro y esperar que tocara chicha y, además, apuntando a través de un parabrisas con un mes de mugre acumulada. Tenía la boca seca.
El puntito rojo de la mira temblaba demasiado. Cerré los ojos, los volví a abrir. Respiré hondo, contuve el aliento y no tiré del gatillo, dejé que el ruido me sorprendiera.
... .
El disparo dejó un agujerito en el parabrisas, rozó el brazo derecho de Julián, reventó la mano derecha del teniente y salió por su codo antes de quedar incrustada en la pared.
El teniente Aconda sintió un dolor espantoso y soltó el arma. Gritó como un niño, nunca lo habían herido, jamás había entrado en combate.
... .
La detonación del disparo dentro del coche casi me reventó los tímpanos. Me sorprendió el agujero perfecto que dejó la bala en el cristal y el poco retroceso del arma en comparación con la escopeta. Fue un alivio inmenso ver cómo Eva y Julián corrían para ponerse a cubierto detrás de un coche, parecía que había acertado. Salí con precaución y esperé agazapado. No hubo disparos de respuesta. Eva me distinguió, corrió agachada y se colocó a mi lado.
—¿Tú no tenías que estar en el blindado? —me recriminó sin dejar de mirar la puerta.
—Me aburría.
—¿Cómo has sabido dónde disparar? —me preguntó con una expresión en su rostro que delataba incredulidad.
—Durante un segundo lo iluminó tu frontal.
No contestó. Permaneció con la boca abierta, con la respiración acelerada. La nevada se intensificó y comenzó a acumularse en su negro pelo.
—Está herido —musitó.
—Tenemos que irnos —le urgí.
Ella no contestó, se tomó unos segundos.
—Hay que recoger las bolsas con las medicinas.
—No habrá nada que curar si estamos muertos. Vámonos —le supliqué.
—No, las necesitaremos. Cúbreme —y sin darme tiempo a responder salió corriendo en zig zag, disparando con ambas pistolas hacia el interior del hospital.
Noté rabia en su voz, Eva no quería las medicinas, de pronto entendí aquellas palabras que me dijo en la terraza de casa: ella deseaba empezar a hacer bien las cosas.
Corrí tras ella y, por el rabillo del ojo, observé a Julián hacer lo mismo. Agotamos los cargadores en el interior antes de iluminarlo con las linternas. El hall estaba vacío y las paredes acribilladas. En el lugar donde había estado aquel tipo encontramos un arma en el suelo y una mancha de sangre que desaparecía escaleras arriba. Eva enfundó las pistolas y cogió el subfusil caído, comprobó el cargador y se dirigió a las escaleras. Julián la detuvo.
—¿A dónde crees que vas?
—Ese cabrón aún está vivo.
—No vas a subir y buscarlo por todo el hospital. Olvídate, es muy peligroso —sentenció Julián arrebatándole el arma de las manos. Se dolió y en ese momento nos dimos cuenta de la sangre de su brazo. No nos dejó tiempo a hablar—. Siempre me disparan en este puto hospital.
—Lo siento, tío —me disculpé. Eva le palpó suavemente.
—Tu disparo estuvo bien, abuelo, pero no fue perfecto.
—Es solo un rasguño —concluyó Eva y sacó su pistola.
—Eva, déjalo, por favor, no vale la pena —dije cogiéndole la cara para que me mirara a los ojos.
Pareció reflexionar, a la luz de la linterna distinguí claramente cómo se tensaban sus mandíbulas. Eva odiaba a ese tipo de una manera objetiva. Para ella sobraba en este nuevo mundo. Me prometí que nunca le contaría lo que había visto en la parte trasera del hospital.
—Yo me quedo vigilando, vosotros llevad los medicamentos al blindado. Ah, y dejad una granada preparada, tengo una idea —resolví. Julián me hizo un gesto de asentimiento y arrastró a Eva hacia las bolsas.
—Atento a las ventanas y la terraza, no quiero más cicatrices —me instó Julián mientras se alejaba con Eva.
Julián volvió a recoger las dos últimas bolsas sin parar de mirar hacia arriba. Teníamos las linternas apagadas y apenas distinguía su cara. Sacó una cosa del bolsillo y me la dio.
—Toma, es un walkie de los que usan los de emergencias. Se puede recargar en el mechero del coche y tiene un alcance de cinco kilómetros —me explicó rápidamente—. Pulsa aquí para hablar.
—Estupendo. Iré a por el coche. Vosotros abrid camino con el blindado, yo os seguiré.
—Ok —respondió lacónico, parecía impaciente y se tocaba el brazo herido.
—Antes de salir dile a Eva que tire una granada cerca de la puerta del hospital —noté que giraba la cara, no entendía. Se lo aclaré—. El ruido se oirá a kilómetros y atraerá a miles de infectados. Ese hijo de la gran puta lo va a tener jodido para salir de aquí de una pieza.
—Cojonudo, abuelo —dijo por fin y se largó corriendo.
Yo también corrí. Salté el muro y me metí en el coche a través del techo, un par de infectados rondaba el coche, el resto estaría en la puerta, seguro. Aún no tenía la sensación de que todo estuviera controlado. Arranqué el coche y entonces escuché dos disparos y una detonación brutal.