20. QUEDAMOS EN EL BAR

EL camino hasta el bar fue como bajar a los infiernos y encontrar fiesta de bienvenida.

Ir en coche no era como ir corriendo. Oyen el motor a cientos de metros y cuando llegas cerca de ellos ya están alerta. Hay que conducir muy atento. Tuve que quitar la música al poco de salir y concentrarme al máximo. Eva, plano en mano, me anticipaba la ruta con informaciones precisas, también ella estaba preocupada, sobre el regazo tenía la pistola. Las luces cortas iluminaban las calles y a los cientos de infectados cuyos rostros contraídos, deformes y con las bocas abiertas lanzando dentelladas, nos saludaban a su paso. La cuestión era evitar chocar con ellos, mi coche era grande y pesado pero el impacto contra un cuerpo de ochenta kilos podría ser fatal. En alguna ocasión tuve que frenar y a velocidad muy baja hacerme hueco entre un grupo que cerraba por completo el paso, en esos casos solo los empujaba. Recibimos golpes al pasar cerca de alguno, y llegaron a agarrarse a la malla metálica que cubría las ventanillas, yo entonces aceleraba un poco y, o bien se soltaban o arrancaba sus dedos, cosa que pasó en un par de ocasiones.

Estábamos cerca cuando Eva me indicó un cambio de dirección a la derecha para entrar en una calle estrella. Las luces iluminaron un grupo muy numeroso de comilones. Al sentir la luz algunos se giraron, pudimos ver que rodeaban un coche parado en mitad de la calle, alguien se movía en su interior. Imposible pasar, metí marcha atrás para salir y buscar una ruta alternativa.

—Para —me instó Eva—. He oído algo.

Paré y bajé un poco la ventanilla. Entonces lo escuché perfectamente. Unos gritos de socorro salían del coche. Alguien vivo nos pedía ayuda.

—Tenemos que ayudarlo —me urgió Eva, y pistola en mano comenzó a abrir la puerta.

—Espera, son demasiados, no podemos hacer nada por él.

Miré por el retrovisor, un grupo titubeante venía hacia nosotros.

—Tenemos que salir de aquí ya o nunca lo haremos.

—Pero es alguien vivo, no podemos dejarlo así —suplicó con la voz temblorosa de impotencia.

No contesté, no hacía falta. Metí la marcha atrás y pasé por encima de dos de ellos. Un sonido desagradable me indicó que una cabeza quedó reventada bajo las ruedas. Se habían acumulado muchos infectados y encimaban y golpeaban el coche ferozmente. Uno mordió la tela metálica de la ventanilla de mi lado y sus dientes saltaron como piñones. Eva estaba bloqueada.

—¿Por Dios, Eva, dime por dónde sigo? —grité para sacarla del trance. Funcionó.

—Continúa dos calles más y de nuevo a la izquierda.

Estuvimos a punto de quedar atrapados entre una cantidad considerable de comilones. Ni siquiera la tremenda potencia del coche podría con treinta o cuarenta de ellos. Patinaron las ruedas y gracias a la tracción total salí del nutrido grupo llevándome arrastras a dos o tres. Un frenazo en seco unos metros más adelante dejó un montón de dedos atrapados en el metal, nada más.

Tomé la segunda calle como me había indicado Eva y también encontré demasiados infectados. La situación se estaba complicando mucho. De nuevo dí marcha atrás y solicité nueva dirección.

—No sé, nos vamos a alejar mucho —respondió nerviosa con la cabeza inclinada sobre el plano.

Si esperaba demasiado sería nuestro fin. Tenía que hacer algo y rápido. A cien por hora mi mente tiró por la calle de en medio y resolví con una locura. Aceleré marcha atrás y cuando llegué a la altura de la calle donde aquel tipo pedía ayuda tiré del freno de mano, trompeé y me quedé de culo. Eva se bamboleó como una muñeca de trapo pero no dijo nada. Bajó la ventanilla y cogió la pistola. Yo también bajé la ventanilla y destrabé las puertas. Intuyó lo que iba a intentar. Aceleré y pasé tan cerca del coche que saltaron los retrovisores, pero conseguí llevarme por delante a los infectados de ese lado también.

—¡Sal, rápido, vamos! —grité como un loco pegando la cara a la tela metálica al pasar a su lado.

La horda que se nos venía encima era impresionante.

La puerta del coche se abrió y salió un chico joven a trompicones. Miré el retrovisor interior y lo vi correr, iluminado en rojo por las luces de freno.

—¡Vamos, vamos! —nos desgañitamos al unísono Eva y yo. Pero fue en vano.

Llegué a ver su rostro de adolescente aterrorizado justo antes de que unas manos infectas lo atraparan. Desapareció bajo un montón de seres sedientos de sangre. La luz roja intensificó el color de la sangre. Aceleré para salir de esa ratonera con uno de esos seres sobre el capó, engarfiadas sus manos en el tela metálica que protegía el parabrisas.

—Maldita sea, maldita sea —Eva golpeó el salpicadero con el plano arrugado entre sus manos.

No había tiempo para lamentos.

—Joder, Eva, a dónde voy —grité.

Pareció entrar en razón y alisó el plano con manos temblorosas.

—Ahora a la derecha, todo recto y la tercera a la izquierda, hasta el fondo y de nuevo a la derecha y habremos llegado —me explicó atropelladamente Eva. Grabé el trayecto a fuego en mi cabeza.

El infectado continuaba agarrado al parabrisas y la visión de su horrible rostro me heló la sangre. Realizaba bruscos movimientos de volante pero no había manera de deshacernos de él. Eva se quitó el cinturón, abrió la puerta y, apoyada en el marco superior, sacó medio cuerpo y le disparó a la cabeza. Vi perfectamente sus ojos reventar a causa de la presión interior generada. Menos mal que había colocado la tela metálica para que no estorbara la acción de los limpiaparabrisas y pude conectarlos para que, con un poco de líquido, eliminaran los restos de babas, sangre y humor vítreo.

Eva volvió a entrar y cogió del asiento trasero dos botellas con gasolina.

—Ahora a la derecha. Detente frente al bar que verás a tu izquierda —me indicó con urgencia antes de sacar su torso a través de la ventanilla del techo.

No sé por qué razón estábamos encontrando tantos infectados. La calle del bar no fue una excepción. Cuando entré las luces iluminaron un panorama poco recomendable. Atropellé a unos cuantos a velocidad baja y frené en seco junto al cierre metálico del primer bar que identifiqué. Justo en ese momento una botella estallaba en llamas a la entrada de la calle, otra lo hizo segundos más tarde a unos diez metros por delante. Era el momento de salir.

Eva tenía razón, no pude conducir con la espada, por eso, a mi pesar, tuve que dejarla en el asiento trasero. No había tiempo para cogerla. Entre los dos fuegos debieron quedar unos diez o doce y venían a por nosotros ciegos de rabia. Introduje otro cartucho en la escopeta y quité el seguro. Eva comenzó a disparar primero. Con una pistola en cada mano, metódica, apuntaba a la cabeza y disparaba, alternando ambas manos, siempre al infectado más cercano primero. Mi primer disparo le quitó media cara a uno de esos seres pero no lo paró. Necesité meterle otra andanada de postas para que cayera. Comprobé que era mucho más difícil buscar el punto de mira para apuntar siendo de noche, el tiro tenía que ser intuitivo y yo no estaba acostumbrado a disparar así, bueno, ni así ni de ninguna forma. Enseguida eché en falta mi Bastarda. ¡Nunca más sin ella!

Los tres siguientes disparos destrozaron las cabezas de otros tres comilones. Para no fallar permitía que se acercaran mucho y eso fue un problema cuando uno de ellos vino directo a mí y al accionar el gatillo sonó un clic. Tenía el arma descargada.

Eva me había enseñado un truco para municionar rápidamente en caso de emergencia: llevar un cartucho en la mano izquierda (con la que accionaba la corredera de carga), para introducirlo por la ventana de admisión inferior y tener una nueva descarga lista en décimas de segundo. Y eso hice, pero no atiné al meter el cartucho y se escurrió de mi mano. El comilón se me echó encima con las manos por delante y la boca abierta mostrando la promesa de un mordisco fatal. Oía los disparos rítmicos de Eva como acompañamiento y los gruñidos de esa bestia como sintonía principal. No había otra, con un golpe brutal le introduje el cañón de la escopeta en la boca hasta que noté que se le clavaba en el cielo del paladar. El engendró agitó la cabeza violentamente sin dejar de avanzar, sentí sus garras presionando mis hombros, de no ser por la cota de malla sus uñas habrían desgarrado primero la ropa y luego mi carne. Busqué en el bolsillo de la chaqueta, metí un cartucho y disparé. Durante unos instantes continuó de pie, sin cabeza de nariz para arriba, luego cayó hacia atrás. Reculando hasta el coche recargué la escopeta sin dejar de buscar al próximo infectado que se me echaría encima. No quedaba ninguno en pie. Tampoco escuché disparos. Me giré y vi a Eva recargando las pistolas.

—El candado, rápido —urgió sin mirarme apenas, rodeada de un montón de cuerpos a sus pies.

No había un candado, sino dos. La cizalla produjo un sonido a metal cortado muy agudo, clic, clic. Eva no dejaba de vigilar pistola en mano. A través de las llamas se veían infectados agitándose nerviosos, muy excitados al ver unas presas tan suculentas. Teníamos que darnos prisa.

Uno a cada lado levantamos el cierre de una vez por encima de nuestras cabezas y abrimos la puerta de cristal. Nos recibió un aire cargado, mezcla de lugar cerrado, comida podrida y suciedad. También detecté otro olor pero de momento me callé.

—Dos candados puestos. Lo que sea está dentro —musité encendiendo la linterna que llevaba en el cañón de la escopeta.

—Lo sé —musitó Eva encendiendo su frontal. Llevaba una pistola sujeta con ambas manos.

Los haces azulados de las linternas LED barrieron el interior del bar. Yo no sabía dónde dirigirme, me detuve y la dejé pasar delante, cubriendo la retaguardia. El único sonido que llegaba a mis oídos era el crepitar de las llamas a mi espalda y las pisadas contenidas de nuestros pies. El bar estaba bastante desastrado, con papeles, bolsas y latas tirados por el suelo, y cientos de colillas. El mostrador era un revoltijo de cacharros sucios de comida podrida, botellas vacías y vasos. Eva avanzaba en dirección a la parte trasera. De pronto el haz de su linterna alumbró el comienzo de un estrecho pasillo con la pintura descascarillada. Se detuvo allí, pegada a la pared. Yo me puse a su altura, sin dejar de vigilar la retaguardia, con la escopeta a punto.

—¡Julián, Julián! —gritó proyectando la voz con la mano izquierda que luego volvió a utilizar para dar mayor precisión a un posible disparo.

Unos ruidos de alguien trasteando sonaron al fondo. Eva se tensó y apretó las manos en torno a la culata de su pistola.

—Tranquila —susurré.

Unas pisadas se acercaban.

—Tranquila —volví a susurrar.

—Estoy tranquila, joder —contestó por fin. Pero sus manos decían lo contrario.

Una figura descalza, con el pelo revuelto y la piel de la cara macilenta apareció de pronto. Eva levantó un poco más la pistola, rectificando la trayectoria hasta la cabeza. Durante unos segundos un silencio sepulcral, nada más. Al final la figura levantó una mano con la palma hacia nosotros protegiéndose los ojos de la luz.

—¿Eres tú, “ojos verdes”?

Eva bajó la pistola.

—La misma. Siento el retraso —contestó. Noté un temblor en su voz.

—Menudo jaleo habéis montado, como para no despertarme —dijo Julián y movió sus manos en torno a su cabeza, hinchó los mofletes y comenzó a emitir sonidos que imitaban disparos.

—¡Qué cabrón! —soltó Eva sonriendo.

Enfundó la pistola y corrió por el pasillo hasta llegar junto a él y fundirse en un abrazo. La luz de mi linterna intensificó la carga melodramática. Miré hacia la puerta, el resplandor anaranjado había disminuido, las llamas se extinguían. Podíamos haber lanzado un par de botellas más de gasolina, pero más tiempo supondría también que se acumularan más infectados y tal vez no pudiéramos atravesarlos con el coche.

El abrazo continuaba.

—Tenemos que salir —hablé y moví un poco el haz de la linterna.

Eva se soltó lentamente, miró al tipo y, agarrando su cara con ambas manos, lo besó en ambas mejillas.

—Estás horrible... pero vivo —y volvió a besarlo.

Sí que estaba horrible, sí. Eva me había descrito a Julián con detalle, yo le insistí, y en mi mente tenía la imagen de un joven atractivo y desenvuelto, alto y bien formado, con una estética actual, un tipo que repartiría el bacalao en cualquier local de copas en el que entrara. La figura que apareció no encajaba para nada con esa imagen de mi cerebro.

Eva se giró y el haz de su frontal me deslumbró. Yo bajé la escopeta e iluminé el suelo.

—El fuego se apaga —comenté con voz serena, dejando trasmitir un cierto tono de urgencia.

—Me alegra ver que al final encontraras a tu padre —dijo Julián mirando a Eva.

—No es mi padre —respondió sin esperar a que yo dijera nada.

—No soy su padre. ¿Nos vamos o qué? —espeté.

—Ya te explicaré, Julián, coge tus cosas, hay que salir pitando. Y no olvides las llaves del hospital —continuó Eva.

Volví a la puerta del bar y observé atentamente nuestro parapeto de llamas. El fuego apenas llegaba a la rodilla de los infectados. Había más en el lado de la calle por donde habíamos entrado pero era el más indicado para salir de nuevo utilizando la trasera del coche para abrirnos camino.

—Os espero en el coche —grité desde la puerta.

—¿Quién es el abuelo? —le oí susurrar a Julián—. ¿Y de qué cojones va vestido? —continuó preguntando en voz baja.

—Un amigo al que le debo la vida, y tú también —musitó Eva. Aún así la escuché perfectamente y salí a la calle con una estúpida sonrisa en la cara.

El motor estaba en marcha, coloqué el coche en mitad de la calle y esperé. Alternaba la mirada entre la puerta del bar y ambos lados de la calle. Un infectado se acercó demasiado a las llamas y su pantalón comenzó a arder, en pocos segundos el fuego no los detendría. ¿Por qué tardaban tanto? Bajé del coche y entré de nuevo en el bar.

—¿Qué cojones pasa? ¿Por qué tardáis...? —me detuve a mitad de la frase.

—Julián tenía preparado el equipaje. ¿Nos ayudas? —dijo Eva un poco molesta. Mientras acarreaba unas bolsas.

Miré fuera y distinguí a un infectado atravesar el fuego, detrás pasó otro. Sus ropas se incendiaron pero ellos continuaron ajenos a ello. Se estaban poniendo muy nerviosos.

—¡Están pasando. Cargad vosotros, yo los detendré! —abrí el portón trasero, cogí la Bastarda y solté la escopeta en el asiento.

Los infectados que avanzaban eran dos ancianos, una mujer y un hombre, delgados como palillos aunque igualmente letales. Envueltos en llamas eran una visión espeluznante. El primer golpe se lo di al anciano, de izquierda a derecha y de abajo a arriba. La espada entró por la axila derecha y salió salpicando sangre por su hombro izquierdo. A ella la decapité sin más.

—Listos —oí a mi espalda.

Me dirigí al coche. Eva estaba al volante. Julián aún no había entrado del todo, me observaba perplejo con medio cuerpo fuera. Crucé una mirada fugaz con él y entramos casi al tiempo.

—Conduzco yo. Poneos los cinturones. Próximo destino el hospital —concluyó. Aceleró con determinación y la cabeza girada hacia atrás.

El coche atravesó unas llamas a punto de apagarse y empujó violentamente al grupo de infectados del otro lado, el portón trasero crujió. Había muchos. Escuché patinar las ruedas perdiendo tracción, el coche botó al aplastar algunos cuerpos. Por un momento pensé que no lo conseguiríamos. Salimos de culo a la calle más ancha, Eva enderezó el coche y respiramos un poco.

—¡Guauu, menuda salida! —escuché decir a Julián.

Eva conducía mejor que yo sin duda. Se hizo al coche al instante. Aceleraba cuando podía y frenaba in extremis. Si no veía sitio para pasar entre los infectados, entraba ladeada para golpearles con la trasera y así proteger el motor. En pocos minutos dejamos las calles, circulamos por una zona despejada de edificios y llegamos a un solar. Una masa oscura se recortó contra el cielo estrellado, habíamos llegado al hospital. Paró el coche junto a un muro y me miró.

—Al entrar al bar estabas muy tranquilo —me dijo.

Supe por dónde iba aunque esperé que completara con una pregunta.

—¿Se puede saber por qué? —lo hizo.

—Olí a humo de tabaco.

—¿Y?

—Los muertos no fuman.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Bueno, los infectados no estoy seguro.

—¡Cabronazo! —espetó Eva y me golpeó el hombro con un manotazo delicioso.

Julián soltó una corta carcajada.

—Saltamos más o menos aquí, ¿no? —dijo Eva dirigiéndose a él.

—Más o menos.

—¿Qué tal la pierna y el hombro?

—Estoy como una rosa.

—Perfecto, entonces todos fuera —concluyó Eva.

Figuras tambaleantes se dirigían hacia nosotros a cierta distancia, eran pocos. Eva salió por el techo y desde allí se subió al muro.

—Me equivoqué en dos metros —dijo desde arriba y me guió con la mano para que adelantara un poco el coche.

Estuvo unos segundos mirando, finalmente se puso en cuclillas, levantó el pulgar y nos indicó que subiéramos. Yo salí por la puerta. Me coloqué bien la espada y le quité la escopeta de las manos a Julián.

—Vale, vale —dijo levantando las manos.

Los tres estábamos sobre el muro. Abajo había un contenedor. Eva miraba en todas direcciones pero no terminaba de bajar.

—Aquí pasa algo raro —sacó la pistola y saltó sobre el contenedor—.Tened los ojos bien abiertos, vamos.

Recorrimos el parking con sigilo, con las armas dispuestas. No lo recordaba así, las personas dotan a los sitios de personalidad y allí no había nadie, ni muerta ni viva. Eva se paró y habló bajito dirigiéndose más a Julián que a mí.

—Hay algo que no me cuadra. Esos militares hicieron una carnicería aquí mismo, yo lo vi, y ahora solo quedan restos de sangre y poco más.

—Es raro, sí—musitó Julián.

—Además está el tema de los vehículos militares. Recuerdo perfectamente cuántos eran y aquí siguen todos: el blindado, el camión y los dos 4 × 4.

—Es probable que los militares sigan dentro y hayan limpiado esto para evitar la peste de los cuerpos en descomposición —dije, algo que con toda seguridad ellos pensaban ya.

Durante unos instantes no supimos qué hacer. Permanecimos quietos, mirándonos, esperando la decisión del más templado.

—¿Qué cojones le ha pasado a mi moto? —fue Eva la que habló, pero no por temple, sino por indignación.

Corrió hasta quedar junto a una moto negra y cromada con la rueda trasera reventada y un agujero en el depósito del tamaño de un pomelo. Golpeó el sillín y resolvió.

—Bueno, podemos volver por donde hemos venido o aprovechar y llevarnos esa maravilla de blindado lleno de medicamentos y material quirúrgico.

Yo llevaba pensando en la pesadilla que sería el viaje en coche hasta Manzanares el Real desde que salimos de casa, y la propuesta de Eva me sonó a música celestial. Julián también estuvo de acuerdo. Lo primero que hicimos fue entrar en el blindado. Eva abrió la escotilla superior y enfocó el interior con la linterna en una mano y la pistola en la otra, “vacío”, dijo y bajó, nosotros la seguimos. Me sorprendió lo austero y espacioso del interior, olía a metal y gasoil. Vimos las caras nauseabundas de los infectados a través de las troneras laterales. En la parte delantera estaba el puesto del conductor y del tirador y en la trasera tenía asientos espartanos para ocho soldados más.

—Mirad a ver qué encontráis, yo voy a intentar arrancar el BMR —nos indicó Eva y comenzó a pulsar botones en la cabina. Era acojonante pensar que sabía conducir un monstruo de esos.

Y sí que encontramos cosas: cuatro latas de combustible de veinticinco litros, una caja con raciones militares, dos metralletas, munición, una caja de granadas, una baraja y una botella de ron debajo de un petate con ropa militar. El rugido bronco del potente motor diesel nos sorprendió.

—Funciona, ¡genial! —gritó Eva. Dio unos cuantos acelerones y volvió a apagar el motor—. No llamemos más la atención. ¿Y bien, qué habéis encontrado vosotros?

Me quitó la metralleta de las manos antes de que pudiera decir nada. Evolucionó sobre el arma como un fanático haría con el cubo de Rubik.

—¡Vaya, un subfusil HK G36! Ya os enseñaré a manejarlo, de momento pásame un par de cargadores, tenemos cosas que hacer y rápido —concluyó y continuó dando órdenes—. Julián y yo iremos a la farmacia a coger todo lo que podamos, pasaremos de la comida y del agua, este sitio no es seguro y cuanto antes salgamos pitando, mejor. Os digo lo que yo pienso. Creo que al menos un militar está vivo, escondido en algún lugar del hospital, y lo más probable sea que nos haya oído llegar. Posiblemente siga aquí porque no sabe conducir el blindado, no es fácil, chicos —puso la voz en falsete. Nos tenía con la boca abierta—. Sea quien sea quiero que recordéis lo que hizo, que lleva casi un mes solo y que si hubiera sido legal nos habría salido a recibir —como no decíamos nada concluyó ella—. Quiero decir que es peligroso.

Nada que decir. Julián y yo asentimos y reconocimos su mando al unísono, ahora esperábamos órdenes.

—Carlos, tú te quedarás aquí dentro, desde la torreta ves todo el hospital y nos podrás cubrir cuando volvamos cargados. Julián, ¿sabes disparar?

—Afirmativo, cazaba patos con mi tío.

—Toma —me quitó la escopeta de las manos y se la dio—. Y pásale la canana.

—Vaya, al final va a ser para mí —dijo con cachondeo dirigiéndome una mirada burlona.

Como me quedé con cara de pasmo, Eva me hizo salir a la torreta y me colocó frente a la ametralladora gigante.

—Esta es una Browning M2 calibre .50. Está cargada, solo tienes que tirar de aquí y comenzar a disparar, pero ojo, los agujeros de mi moto los hizo ella —asentí con la misma cara que pone un niño el primer día que monta en bicicleta sin “ruedines”.

Cientos de infectados se agolpaban al costado del blindado, eran demasiado torpes para trepar pero no quisimos tentar a la suerte y volvimos dentro.

—Además tienes esto —y me entregó la otra metralleta, subfusil lo llamó ella—. Recuerda el manejo de la pistola, esto es parecido, tiras de esta palanca y listo, además tiene mira, es preciso a doscientos metros. Bueno, andando.

No dejaba lugar a réplica, hablaba y actuaba como si lo hubiese hecho toda la vida. ¡Por Dios, era del Cuerpo de Enfermería del Ejército! ¿Cuánto podría haber dado de sí entrenada en cuerpos de élite?

—Una cosa, Julián, y no te ofendas, en cuanto puedas date un agua, apestas —lo dijo Eva, y yo asentí llevándome dos dedos a la nariz.

Salieron, atravesaron el parking y entraron en el hospital. En ese momento el frontal de Eva se encendió, así como la linterna de Julián. Pasados unos segundos dejé de verlos. Subido en la torreta, detrás de ese monstruo de metal que disparaba proyectiles del tamaño de plátanos, me sentí inútil. Nunca sería capaz de apretar el gatillo para cubrirlos, demasiado brutal. Aparte estaba el tema de los infectados. Si no me veían se calmaban un poco, pero cuando estaba a la vista era insoportable. Incluso tuve que sacar la Bastarda para partir el cráneo de un infectado que había trepado y amenazaba con alcanzarme. Preferí bajar del blindado con el subfusil y vigilar sentado dentro de un coche del parking. Quizá a Eva no le pareciera bien pero, qué cojones, no estaba en la mili. Trasteé con el arma y no me pareció muy complicada: tenía seguro, cargador, gatillo y, lo que más me gustó, mira telescópica. A través del parabrisas del coche observé todo el edificio, busqué un posible enemigo. Me sentí extrañamente poderoso, ahí metido, en la oscuridad del coche, viendo sin ser visto.

Bueno, poderoso y también un poco tenso; quería que terminaran pronto y salir zumbando de ahí. Necesitaba unas horas de relax sin estar en estado de alerta permanente. Tenía los nervios desechos y el estómago vacío. Lo tenía decidido, en cuanto saliéramos de Madrid, en el primer lugar despejado que encontráramos, haríamos una parada para cenar y poder tomar tranquilos unas cervezas.

La espada me incomodaba y sentí claustrofobia. A los diez minutos salí del coche. Agachado, rectando entre los coches, jugué a los comandos. Me di cuenta de algo que había pasado por alto la profesional de Eva: asegurar el perímetro. Entre las sombras, moviéndome como un cazador nocturno, llegué hasta el edificio y, pegado a él, lo fui bordeando. Al llegar a la parte trasera se me cayó el alma a los pies. Encendí la linterna para confirmar mis sospechas. La luz iluminó una pila de más de dos metros de altura conteniendo cientos de cuerpos calcinados. Una matanza en toda regla. Recordé la pregunta de Eva. “¿Cuántos hijos de la gran puta habrán sobrevivido?”. Yo le contesté que esperaba que pocos. Hay que joderse.

Pasé junto a la escalera antiincendios que Eva me describió, la que llevaba a la terraza. Estuve tentado de subir y buscar por mi cuenta al cabrón que había ordenado esa masacre, si es que aún seguía allí. Fue un impulso irracional, ¿a dónde iba a ir yo solo? En lugar de eso me senté en la esquina, con la espalda apoyada contra la pared y me encendí un cigarro. ¡Qué demonios! Aquí no quedaba nadie. Esto estaba vacío del todo. Eso es lo que pensé y comencé a tararear una canción de Radio Futura.