5. PAELLA PARA CENAR

EMPEZABA a llover de nuevo sobre un Madrid prácticamente a oscuras. Luces mortecinas se filtraban entra las cortinas de algunas ventanas. El faro de una moto, violentamente, despejaba la oscuridad por donde pasaba. Eva circulaba lo suficientemente rápido para no ser alcanzada por aquellas manos monstruosas, pero con la prudencia necesaria para no chocar o caer, y no era fácil. El viento en la cara y las gotas de lluvia le hacían sentir bien. Cualquiera abría recorrido el trayecto aterrado, con las manos agarrotadas en el manillar de la moto, con el corazón a mil. Eva sin embargo disfrutaba de un estado de semiinconsciencia que la mantenía impermeable al entorno.

Un infectado levantó la cabeza del cadáver que estaba devorando y alargó su mano en dirección a la moto que pasó junto a él, luego volvió a agacharse y arrancó otro trozo de carne de un mordisco.

Ya estaba cerca de su casa. Recorría una ciudad que dormía el sueño del desastre. Apenas algunos gritos lejanos hubiera oído de no ser por el ruido del motor. Ya no había coches circulando pero sí detenidos en cualquier sitio y de cualquier manera. También estrellados contra farolas u otros coches. La moto pasaba entre ellos y brazos crispados salían como saludándola. Fue un esquivar constante de infectados que deambulaban sin rumbo, miles de cuerpos que antes fueron hombres, mujeres... niños y que ahora eran otra cosa muy distinta, unos nuevos seres que empezaban a reclamar el mundo como suyo.

Unas pocas calles antes de llegar la densidad de cuerpos que intentaban atraparla se intensificó extraordinariamente. Eva vivía cerca de una salida a la M30 y la acumulación de vehículos detenidos obstruía totalmente la calzada. El mayor número de infectados también se debía a ello. Sin posibilidad de circular, los ciudadanos que intentaron huir fueron poco a poco enfermando y probablemente abandonados por sus familiares en las aceras cuando entraron en coma. Sabiendo en lo que se convertirían, no dudaron ni un segundo y los arrojaron lo más lejos posible. Padres, hijos y hermanos, tirados como basura, con la maldita esperanza de librarse del contagio. Lo que no sabían era que antes de oír hablar de la pandemia, mucho antes, ya estaban todos condenados.

Eva se subió a la acera y, maniobrando con pericia, esquivó cuerpos y cuerpos de infectados que, bajo la luz del faro de la moto, aparecían de repente como en un videojuego de pesadilla.

La lluvia se intensificó y volvió resbaladizos los adoquines.

Comenzaban a dolerle los antebrazos de la tensión y el esfuerzo de cambiar constantemente de dirección. También tuvo que utilizar sus piernas para mantener el equilibrio. Reconoció la tienda de material de construcción que estaba a dos calles de su casa. Eso le dio ánimos, y un poco de euforia hizo que acelerara en exceso. Vio un espacio entre los cuerpos de los infectados y aceleró un poco más. Lo había logrado, estaba en casa.

Pero calculó mal y pasó demasiado cerca de un infectado. Era un hombre en pijama, muy delgado y también muy viejo, con el pelo totalmente blanco vencido sobre sus ojos. Unas garras de acero se lanzaron sobre Eva, iban dirigidas a su cabeza. Gracias a los reflejos que aporta el estado de absoluta alerta, las esquivó de milagro. Sin embargo, con el brusco movimiento perdió el control y la rueda delantera osciló de un lado a otro. Botó sobre el sillín y estuvo a punto de salirse, pero los muchos años de experiencia con las motos, y su temple, lograron que no cayera. Casi había recobrado el control por completo cuando la rueda trasera patinó.

Imágenes caleidoscópicas inundaron sus ojos, fragmentos de ciudad que congelaba la luz del faro como fotografías siniestras: coches, asfalto, sus manos, sus piernas, farolas, edificios, rostros monstruosos. Eva giraba y resbalaba por el suelo agarrada a la moto. Oyó ruido de metal y de crujir de huesos. Fueron unos segundos, pero la eternidad para ella hubiera sido más corta.

En un momento dado, cuerpo y máquina se separaron y tomaron trayectorias distintas. La moto impactó primero con un árbol para terminar estrellándose después contra un coche. Eva salió despedida a metro y medio del suelo hasta que chocó contra un infectado, derribándolo igual que si fuera un bolo. Durante una fracción de segundo ambos cuerpos estuvieron muy juntos, tanto que Eva pudo oler el aliento pestilente del engendro, luego se separaron. Quedó tumbada en el suelo como una muñeca rota. Estaba magullada y sentía dolor en todo su cuerpo, especialmente en la cabeza, y se encontraba desorientada pero sabía que no podía perder ni un segundo. Se levantó como un rayo y corrió sin pensar en su cuerpo, solo corrió, y mientras lo hacía buscó las llaves del portal en el bolsillo de su vaquero. El estruendo del accidente había convocando a un número muy elevado de infectados que gruñían buscando su cena.

La luna iluminaba la calle pero hubiera encontrado su casa a oscuras totalmente. Tanteó en la cerradura y sus manos nerviosas buscaron la llave adecuada. No quería mirar atrás, para qué. Metió la llave en la cerradura, la giró y entró. Cerró la pesada puerta de metal tras ella, con un portazo tan violento que rompió el cristal de una hoja. Luego, con la espalda apoyada, fue resbalando poco a poco hasta quedar sentada en el suelo. Su cuerpo notaba los golpes del gran número de infectados y sus escalofriantes gruñidos. Su cuerpo maltrecho se negó a moverse, necesitaba descansar.

Perdió la noción del tiempo que pasó allí sentada. No era consciente de si había dormido o no, ni siquiera estaba segura de estar viva o muerta. Punzadas de dolor por todo el cuerpo le trajeron de nuevo a la realidad. Se tocó la cabeza y notó algo denso y pegajoso en sus dedos, supo que era sangre sin verla, en el interior del portal la oscuridad era absoluta. Intentó levantarse pero no pudo. Se acurrucó en el suelo y se sumergió en un sueño inquieto, en el que ojos y bocas de colmillos afilados le cantaban una nana para que se durmiera.

La despertaron los golpes. Temblaba de frío sobre el suelo del portal, en una esquina. Tardó unos instantes en recordar, en tomar consciencia de lo que había pasado, los gruñidos de los infectados le ayudaron a hacerlo. Se levantó trabajosamente y miró hacia la calle, a través de los barrotes y el cristal roto de la puerta. Estaba amaneciendo y había dejado de llover. El cielo lucía de un azul intenso con tonos violetas. Lo vio a través de las caras contraídas de un montón de infectados que golpeaban sin parar, chirriando los dientes y lanzando espumarajos amarillentos por sus bocas.

Se olvidó por un momento de todo lo que había pasado y pensó en lo realmente importante: estaba en su casa, había conseguido llegar arriesgando su vida y la de Julián para comprobar cómo estaba su padre, y eso era lo que tenía que hacer. Subió de dos en dos las escaleras, su cuerpo se quejaba a cada paso pero arrinconó las quejas. Observó puertas abiertas y sangre por las paredes y el suelo. No vio cuerpos ni infectados, pero sí los oyó. Los escuchó gruñir y masticar dentro de algún piso, no miró y pasó de largo, ligera, sin hacer ruido. Casi resbaló al pisar un charco de sangre a medio coagular en el descansillo del tercero. Debió vivirse un infierno en aquel edificio, el mismo que se vivió en todos los de la ciudad, en todos los del mundo. En cada rincón del planeta se libró una batalla y la humanidad había perdido la guerra. Eso pensaba Eva cuando por fin llegó al 4º B, su casa. La puerta del 4º A estaba abierta y alcanzó a ver el salón, pudo distinguir maletas por el suelo y ropa caída. Sintió curiosidad y se inclinó para ver un poco más. Un ruido de pies arrastrándose en el interior hizo que se olvidara, metiera la llave en la cerradura y abriera.

En ese momento fue consciente de lo que estaba haciendo. Quedó paralizada en el umbral. El salón quedada a su derecha y no lo veía, de frente tenía un estrecho pasillo que desembocaba en una habitación. Era su casa, pero su casa del nuevo mundo, y eso cambiaba mucho las cosas. Tal vez ya no encontrara a su padre dentro, leyendo en el salón, sentado en su sillón favorito. Lo más probable fuera que descubriese a un ser de tez cenicienta, ojos rojos y mandíbulas abiertas que le recordara levemente a él, solo eso.

Miró a su espalda y vio aparecer una figura en el salón de la casa de enfrente. En la distancia creyó distinguir una mujer. No miró más, se giró, entró en su casa y cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás. Se quedó de pie, sin mover un músculo, intentando escuchar, aguzando el oído al máximo, pero no escuchó nada, silencio.

La luz ya inundaba violentamente Madrid y se derramaba por todos y cada uno de los miles, cientos de miles de edificios, y por cada una de sus millones de ventanas. También iluminó, por supuesto, las ventanas de la casa de Eva, y fue esa misma luz la que ayudó a reflejar su imagen en el espejo del mueble recibidor de la entrada.

Eva se observó como si mirara a otra persona, y esa objetividad fue la que le dio una visión real de lo que veía, y no le gustó. La chaqueta estaba húmeda y rasgada. Los pantalones vaqueros tenían un desgarrón en la rodilla y una mancha de sangre, y estaban tan sucios que parecían negros. Pero lo peor con diferencia era su cara. Su bonito pelo negro era un revoltijo, apelmazado de polvo y sangre. En su mejilla derecha había un rasponazo y tenía una brecha muy fea en la barbilla. La sangre se había secado durante el tiempo que estuvo dormida y había formado una costra en su cuello. Se miró las manos, también cubiertas de rasponazos y de sangre, y las levantó hasta tocarse la cara. Era ella, claro, pero la expresión era distinta. Se acercó un poco para ver mejor sus ojos. Sí, sin duda eran los suyos, pero algo en su interior había cambiado. Esos pensamientos ocupaban su cabeza cuando sin querer tropezó con el paragüero metálico y este cayó produciendo un estruendo que sacó a Eva de su trance a la fuerza.

—¿Eres tú, hija?

A Eva se le iluminó la cara y de golpe olvidó todo lo que había pasado hasta ese momento. Era su padre, sonaba débil, pero era su padre, seguía vivo, seguía siendo él. La voz venía del salón. Corrió deseando abrazarlo y llenarlo de besos.

Lo encontró sentado en su sillón favorito, con la cabeza vencida sobre el pecho, delante de la televisión y con el mando a distancia en la mano. Una manta de lana gorda cubría sus piernas, temblaba ostensiblemente.

—Papá, papá —musitó mientras cogía la cabeza de su padre entre las manos y lo besaba en ambas mejillas.

—Hija, ¿dónde has estado? Estaba muy preocupado. Te he esperado despierto toda la noche.

—Estoy bien, papá. Ya estoy aquí, contigo.

—Pero todas esas cosas que han dicho por televisión, el virus, los muertos vivientes, Eva, ¿dime, qué pasa?

—Papá... —susurró mientras levantaba su cabeza y miraba sus ojos enrojecidos, la baba seca en su barbilla, la fiebre que perlaba su frente y llegaba hasta sus manos, abrasadora—. Todo está bien papá, no tienes que preocuparte de nada.

—Me duele mucho la cabeza, se me nubla la vista, no te veo bien, hija.

—Estoy bien, papá, pero tú tienes que acostarte y descansar. Vamos, te acompañaré a tu cuarto.

—Sí, hija, será lo mejor, no me encuentro bien. Luego me cuentas, luego.

—Vale, después te lo cuento todo, papá —musitó Eva sin dejar de acariciar la cara de su padre.

Apoyado en ella, caminó hasta su cuarto. Eva bajó la persiana y dejó la habitación en penumbras, descalzó a su padre y lo ayudó a meterse en la cama.

—Te echaré otra manta.

Eva lo arropó y besó su frente aguantándose el llanto. Después se alejó cojeando.

—Hija.

—Dime papá —respondió Eva desde el umbral de la puerta.

—Tienes paella en la cocina, me quedó muy buena, pero estará helada —consiguió articular a duras penas.

—No te preocupes, papá, ya la caliento. Tengo un hambre canina.

Antes de cerrar la puerta de la habitación fue al salón, sacó la caja de las herramientas del mueble mural, cogió un destornillador, volvió a la habitación y desmontó el pomo.

La puerta era maciza, resistiría.

Eva regresó al salón, se derrumbó en el sillón, enterró la cara entre sus manos y lloró hasta que se quedó sin lágrimas.