12. GOLPE DE FILO
EL día que me enfrenté a los dos infectados cometí muchos errores, fui un insensato y un temerario, pero sobre todo era un hombre mal informado: no sabía manejar una espada y desconocía el poder bloqueante del verdadero miedo. Ya en mi ático, metido en la bañera, cuando los vapores del alcohol se habían disipado completamente, lo vi claro.
Durante las dos semanas siguientes me dediqué a controlar el miedo y a practicar con la espada.
El miedo es necesario para la supervivencia, solo un idiota diría lo contrario. El que no tiene miedo no reconoce el peligro, y el peligro a menudo es mortal. La cuestión es aprender a controlarlo una vez estamos en su presencia, evitar que nos paralice. La visión de esos seres me bloqueó, sentí un miedo atroz que no me dejó actuar con coherencia y me empujó a tomar decisiones equivocadas. Tenía que poner remedio a eso.
No sé por qué me lo tomé tan a pecho, al fin y al cabo ya había pasado lo peor y el infectado que quedaba estaba encerrado en la pista de pádel. Además, lo más probable fuera que nunca saliera del edificio (¿adónde podría ir yo solo?), y que la desesperación o el hambre acabaran conmigo antes de que intentara ninguna aventura. Casi con toda seguridad jamás tendría que volver a enfrentarme a uno de esos seres. Fui, por tanto, poco práctico al plantearme un entrenamiento tan exigente, pero fue así como lo decidí. Algo que ahora agradezco.
Manuel tenía varios libros sobre espadas antiguas, sus tipos y sobre todo su manejo. Los leí todos. Anoté minuciosamente los golpes y el entrenamiento más adecuado para cada uno de ellos. No me fue difícil componer un plan de trabajo con dibujos donde representé los movimientos correctos, sus fases y número de repeticiones para fortalecer los músculos interesados en cada golpe. El enemigo no sería otro caballero con espada, por lo tanto me centré en los golpes de ataque y descarté los de defensa. Las técnicas de ataque son muchas, pero se dividen fundamentalmente en dos tipos: de corte (tajar o desgarrar) y de estocada (clavar). Las técnicas de corte son rápidas, tienen que practicarse mucho, requieren movimientos circulares de fuera hacia dentro, o de dentro hacia fuera, y hay que tener los músculos bien engrasados. El movimiento circular comienza en los brazos, pasa a los antebrazos, luego a las muñecas y finalmente acaba en el filo de la espada, normalmente entre el tercio medio y el primer tercio del filo, la parte más alejada de la empuñadura. No es igual que golpear un árbol con un hacha, hay que añadir al golpe el efecto de corte, golpear y cortar. Cuando practicas mucho lo entiendes, y yo practico mucho.
Todos los días me pongo la cota de malla, la Bastarda a la espalda y, durante tres o cuatro horas, practico y practico.
Utilizo un naranjo, de unos veinte centímetros de tronco, como sparring. Coloco marcas con cinta aislante a distintas alturas y ensayo la puntería del golpe. Una y otra vez el impacto en el lugar correcto, eso es fundamental. Al principio, después de un par de horas de golpear, los brazos me ardían, los músculos de los antebrazos se acalambraban, las manos perdían fuerza y apenas podía sujetar la espada. Pero poco a poco mi cuerpo se familiarizó con los movimientos, con el esfuerzo, con el peso y sus trayectorias, con el rebote del impacto en mis hombros y, al final, la espada fue como una prolongación de mi cuerpo, un miembro más.
Controlar el miedo fue otra cosa.
No lo leí en ningún sitio, se me ocurrió a mí solito. Todos los días, antes de mis entrenamientos con espada, tomo una silla plegable y me siento, media hora, a menos de un metro de la puerta de la pista de pádel, frente al jardinero infectado. Al principio fue muy duro, se me hacía insoportable su visión. Yo permanecía sentado mientras ese ser golpeaba, introducía los dedos y aplastaba la cara contra la tela metálica. Observaba sus ojos enrojecidos, no humanos, de animal rabioso, su boca babeante lanzando dentelladas en mi dirección, incansable. Necesité algunos días hasta que pude permanecer delante de él sin temblar.
Al final fui capaz de levantarme y acercarme más a él, mantener la cara a un palmo de la suya, sentir su aliento putrefacto, ver con claridad la textura grisácea de su piel y sus venas hinchadas. Cuando lo hago ahora, y miro sus ojos a pocos centímetros, noto el volumen inmenso del miedo crecer en mi interior, pero además compruebo, con orgullo, cómo unos misteriosos mecanismos que he entrenado se activan para controlar esa masa informe capaz de paralizar un cuerpo y hacer reventar un corazón. Es una satisfacción enorme haberlo logrado.
No se debe vencer al miedo, basta con engañarlo.
Hace más de quince días que empecé mi entrenamiento. Ahora manejo la espada de cojones y me puedo cagar en los muertos de ese puto espectro mirándole directamente a los ojos.
Estoy preparado para terminar lo que empecé.
El día está cubierto, con nubes grisáceas que amenazan lluvia. Me he levantado con la moral alta y, después de desayunar, he hecho un poco de ejercicio en la terraza, estiramientos, calentamiento y algunas flexiones. El panorama en la calle es el mismo de siempre, quizá menos comilones. Parece que se estén yendo, han arrasado con todo lo verde que estaba a su alcance y seguramente busquen nuevos recursos en otro lugar. El coche de policía sigue accidentado en mitad de la calle, por supuesto, y los pocos restos de los dos policías también. Las manchas de sangre se han diluido con la lluvia, y son los trozos de ropa y correajes lo único que distingo con los prismáticos. No han dejado ni un hueso. Ahora lo miro y no siento nada, me he acostumbrado.
He pintado un rato y después me he relajado leyendo una guía didáctica bastante detallada, que ilustré hace más de dos años sobre el castillo de Manzanares el Real, para alumnos de secundaria. Los dibujos me llevaron bastante trabajo, tuve que documentarme con detalle sobre la época y el castillo. Visto ahora con perspectiva tengo que decir que me quedaron muy bien. Nunca leí el texto con atención, me preocupé que encajara con los dibujos y poco más. No lo hice por falta de interés, ni desgana, probablemente coincidió con algún otro trabajo o exposición y quedó olvidado. Siempre leo los libros que ilustro, esta guía fue una excepción, seguro. Por eso la elegí.
Una hora más tarde sabía un poco más de los Mendoza: Don Pedro González de Mendoza (1340-1385), a quien Juan I donó las tierras del "Real de Manzanares". Fue mayordomo y hombre de confianza de este rey. Se cree que murió en la batalla de Aljubarrota al ceder su caballo al monarca para que huyese tras la victoria portuguesa, pobre idiota. Don Diego Hurtado de Mendoza (1365-1404), hijo del anterior y el que disfrutó la herencia, fue el que construyó el primer castillo de Manzanares (El Castillo Viejo). Y finalmente Don Iñigo López de Mendoza (1398-1458), hijo a su vez del anterior. Llegó a Conde del Real de Manzanares y primer Marqués de Santillana con el Rey Juan II. Vivió en el Castillo Viejo y comenzó a pensar en la construcción del segundo castillo. Antes no había aeropuertos y en algo había que gastar nuestros dineros.
La verdad es que la guía me estaba entreteniendo bastante. Se completaba con una descripción muy detallada del castillo y del entorno. Me hubiera quedado tranquilamente ahí sentado (la amenaza de lluvia ya era una realidad y me resguardé en la terraza cubierta), pero tenía tomada una decisión y no debía retrasar más el momento.
Entré y me vestí convenientemente: elegí unos pantalones negros con bolsillos a los lados, una camiseta térmica de manga larga y encima un forro polar gris muy grueso y me calcé unas botas de montaña de media caña, muy cómodas, que llevaba siempre para andar por el monte. El conjunto lo completaban la cota de malla, que gracias al forro polar no resultaba incómoda, la Bastarda a la espalda y unos guantes de piel negra sin dedos que uso para levantar pesas. Me eché al bolsillo las llaves y el cenicero para atrancar la puerta del portal.
De esa guisa salí a la terraza y una cortina de lluvia me recibió. El agua y el aire en el rostro me revitalizó y, lejos de sentir que la tormenta que tenía encima sería un hándicap, la sentí como una señal que aportaría tintes melodramáticos a mi gesta. Un último vistazo al espejo del recibidor me devolvió la imagen de un guerrero moderno, con anacronismos en su vestimenta pero auténtico en el fondo. Un cruzado en los tiempos de Facebook y Twitter, un soldado medieval en una época en la que se mataba a miles de personas apretando un botón, o al menos así había sido hasta hacía poco.
Siempre entrenaba con la cota de malla puesta y me había acostumbrado a ella de tal forma que casi no notaba su peso. Bajé las escaleras y llegué al portal. Atranqué la puerta para asegurarme una huida rápida en caso de que las cosas no salieran bien. En el fondo sabía que si el miedo me atenazaba o mi golpe no era lo suficientemente preciso no tendría muchas posibilidades de salir airoso. El rumano era enorme, si lograba agarrarme no podría deshacerme de él como hice con el conserje. Si no lo despachaba a la primera y ese engendro me cogía estaba listo.
Caminé despacio hasta la pista de pádel. Lo encontré a unos tres metros de la puerta, con la cabeza dirigida hacia arriba, recibiendo el agua de lluvia en su boca abierta. No me oyó llegar. Lo observé unos instantes. Había adelgazado en estas tres semanas y el mono blanco (que a estas alturas era más bien gris) le quedaba holgado, pero no dejaba de ser alucinante que no hubiera muerto de hambre, ¿cuánto podría aguantar sin comer? Ya no lo sabría.
Metí la llave, abrí la cerradura y llamé su atención como había hecho cada día. Su respuesta fue la misma de siempre: me miró con sus ojos de animal hambriento y brutal, abrió la boca y, lanzando dentelladas, se abalanzó contra la puerta. Era un misterio la manera en que responderían mi cabeza y mis entrañas, hasta ahora él había permanecido a un lado de la verja y yo al otro, pero en breve compartiríamos espacio y entonces vería.
Esperé a que se apretujase contra la puerta, ver su cara deformada por la ira chocar contra los hierros, que todo su cuerpo pugnara por traspasar la barrera que nos separaba, para accionar el picaporte y dar, al mismo tiempo, una tremenda patada contra la puerta.
El empellón desplazó al comilón y lo hizo trastabillar unos metros mientras la puerta quedaba abierta.
Ya no había vuelta atrás.
Los segundos que tardó en recobrar la estabilidad los aproveché para correr y ponerme en posición. No había plan, solo un sencillo esquema: yo esperaba para matarlo en la explanada adoquinada del jardín y él venía a por mí para sacarme las tripas y comérselas. Así de simple, matar o morir bajo la lluvia.
Ya estaba en posición cuando lo vi salir de la pista de pádel. Llovía mucho, con relámpagos y truenos que se mezclaban con el ulular del viento y el retumbar de los latidos de mi corazón. Estaba empapado, el agua resbalaba por mi frente, discurría por mi cara molestando a mis ojos y terminaba en mi barba.
Él y yo. Una tormenta de mil demonios encima de nosotros y la vida en juego. Me encantó la imagen y eso me tranquilizó. ¿Se puede tener una observación de carácter estético si el miedo te está dejando las pelotas del tamaño de un cacahuete? Comprobé que sí.
El comilón me vio, gruñó y se lanzó al ataque.
La Bastarda continuaba a mi espalda, metida en su funda.
Las piernas ligeramente separadas, los brazos a los lados, la mirada fija en el enemigo que avanza. Esperé a que estuviera a menos de cuatro metros para desenfundar.
El cielo estaba tan oscuro como la ceniza. No recordaba haber visto llover más en mi vida. En esas circunstancias los colores se diluyen y las imágenes se ven en blanco y negro. Un rayo dibujó un arabesco inmenso en el cielo e iluminó la escena unos segundos, el trueno que lo siguió casi al instante fue brutal y retumbó en el silencio de la ciudad muerta. Con la Bastarda agarrada con ambas manos armé el golpe, igual que si fuese a batear. Di un paso atrás con la pierna derecha y llevé los brazos sobre el hombro del mismo lado, la mano izquierda más cerca del pomo, la derecha de la guarda y la espada desnuda cruzada sobre mi espalda, esperando el golpe de filo. Respiré hondo y miré de frente la cara del espectro a través de miles de gotas de lluvia. Cargó con las manos por delante, sin importarle el filo de mi espada, sin titubeos, igual que una locomotora, y eso fue lo más aterrador: su determinación inhumana.
Permanecí quieto, esperando que estuviera a la distancia adecuada, con el corazón a mil, dudando si el miedo agarrotaría mis músculos, si el terror me paralizaría en el último momento y fuera incapaz de descargar el golpe con la precisión y la contundencia necesarias. La distancia se redujo muy rápido. La densa película de agua me dejó entrever sus ojos rojos, su boca abierta... Había llegado el momento. La hora de la verdad. La orden se formó en mi cerebro, millones de sinapsis conectaron neuronas y enviaron información a los tendones que transmitieron la tensión a los músculos de mis piernas, de mi cuerpo, de mis brazos. El puto miedo se esfumó o quedó arrinconado.
La Bastarda salió precisa, con una trayectoria descendente en un ángulo de diez grados sobre la horizontal. El no muerto, o lo que cojones fuese aquel ser, estaba a un metro cuando el tercio medio de la espada impactó en su cuello, luego completó su movimiento circular de fuera a dentro con ejecución perfecta...
...y la cabeza cayó al suelo.
Su cuerpo quedó inmóvil unos segundos, de pie, frente a mí, luego se desplomó con un sonido sordo sobre las baldosas mojadas. Apenas sangró. La tormenta amainaba. Aflojé la presión sobre la empuñadura.
Había vencido.
Arrastré el cadáver (que pesaba una barbaridad) hasta la piscina y lo arrojé dentro, junto al conserje. El agua verdosa pronto se lo tragó y quedó como una sombra en el fondo. Los ojos y la boca aún se movían cuando tiré su cabeza. Me quedé unos minutos paseando por las zonas comunes con la extraña sensación de un recuerdo muy antiguo, el de contemplar un castillo arrebatado al enemigo. Ya todo el edificio era mío.
Ahora solo me quedaba conquistar el resto del mundo.
Subí empapado y helado de frío. Frío que hasta que entré en casa no había notado. Me puse ropa seca y me tumbé en el sofá hasta la hora de la cena. No dormí, permanecí así un par de horas metabolizando lo ocurrido. Ya estaba hecho y había comprobado algo muy importante: aquellos seres eran aterradores pero morían como nosotros, y ahora también sabía que su visión no me paralizaría en un futuro en el que quizá tuviera que volver a verme cara a cara con ellos.
Después de la tormenta la noche quedó muy agradable. El cielo se despejó de nubes y un coral de infinitas estrellas brilló sobre mi cabeza. Me senté en la terraza con una copa en la mano. Las volutas del humo del cigarro ascendían hacia el cielo en una noche sin aire. Me permití encender una vela que coloqué en medio de la mesa. Observando su luz macilenta y acogedora pensé, por un momento, que todo había sido un mal sueño, que todo seguía igual, que el mundo era el mismo de siempre y que mi vida también. Imaginé que esperaba a una chica encantadora para tomar una buena cena, reír y compartir intimidades cogidos de la mano, mirarnos a los ojos con complicidad, acariciarnos, besarnos y luego, agarrados de la cintura, retirarnos a mi habitación para follar como leones. ¡Hay que ver lo que puede conseguir una puta vela!
Un gato chilló en la distancia y los gruñidos brutales de los comilones excitados por la carne de felino me devolvieron bruscamente a la realidad. No me iban a amargar la noche, esa noche era mía. Me sentía más vivo que nunca, capaz de todo, quién sabe... hasta de salir de casa, dejar el edificio y buscar otro lugar.
En muchas ocasiones creí que terminaría arrojándome por la terraza, pensé que ese sería mi fin, morir reventado contra el suelo. Ahora esa idea me parece cobarde y la descarto por completo.
Si tenía que morir lo haría luchando.
Dormí como un bebé. Antes me regalé una cena extraordinaria compuesta por una lata de chipirones, otra de atún, una manzana y mandarinas en almíbar que me encantan. Me tomé un par de cervezas y un copazo de coñac para rematar la faena.