4. LAMIÉNDOSE LAS HERIDAS
LAS calles mojadas reflejaban destellos dorados producidos por la luz de vapor de sodio de las farolas. Era de noche. Había dejado de llover hacía una media hora pero aún caían gotas de los árboles y los aleros de los edificios, empujadas por una suave brisa intermitente. Hasta el interior del bar donde se habían refugiado llegaba, nítido, el rumor de catástrofe que se vivía en el exterior: carreras, acelerones de motores, gritos aislados...
—¿Has mirado en todos los canales?
—No hay más que estática —respondió Eva arrojando el mando a distancia sobre el sofá.
Huyeron del hospital, corrieron sin rumbo, uno detrás del otro. Iban tan asustados que no se percataron de lo que pasaba en la calle. Fue al detenerse para coger aliento, cuando fueron conscientes del caos que los rodeaba. La calle estaba llena de infectados que perseguían a los ciudadanos, estos corrían de un lado a otro con el terror reflejado en sus rostros. Aquí y allá vieron escenas brutales. Muy cerca de la esquina donde pararon dos infectados agachados devoraban a una mujer que aún se convulsionaba en el suelo. Cientos de coches habían salido al mismo tiempo y colapsaban las calles, sus conductores tocaban las bocinas desesperadamente en un intento absurdo por agilizar su huida, aunque lo único que conseguían era llamar la atención de los infectados, que los rodeaban y golpeaban sus cristales hasta romperlos, luego unas manos como garras se introducían por sus ventanillas para alcanzar la carne que tanto deseaban.
Enseguida se dieron cuenta de que necesitaban un sitio donde resguardarse. Julián se agarraba el brazo izquierdo, cojeaba y la sangre de su oreja le manchaba los pantalones. Una vez pasado el chute de adrenalina se sentían cansados y doloridos. No llegarían muy lejos así. Primero se metieron en un portal de una casa antigua y estuvieron escondidos bajo el hueco de la escalera hasta que anocheció. Se mantuvieron en silencio, helados de frío, acurrucados juntos. Cuando oscureció salieron de nuevo a la calle. Estaban hechos unos zorros, Julián tenía un dolor tremendo en el brazo, la oreja le palpitaba y su rodilla derecha se negaba a doblarse, necesitaba una cura urgente. La solución llegó cuando vieron un bar. El cierre no se encontraba bajado del todo. No se lo pensaron dos veces, lo levantaron y se metieron dentro, estaba totalmente a oscuras. Bajaron el cierre hasta abajo detrás de ellos, hizo un ruido tremendo, esperaron con la respiración contenida: si estaba lleno de infectados estaban listos, pensaron, no tardarían en comprobarlo si era así. Heridos y cansados, no tendrían fuerzas para luchar, serían presa fácil. Julián sacó el mechero y lo encendió. Lo movió delante de sus ojos, intentando adivinar una sombra, una silueta... temiendo descubrir unos ojos rojos sobre una boca babeante.
—¡Hola! ¿Hay alguien? —preguntó Eva de repente. Julián dio un brinco cuando escuchó su voz y la miró como se miraría a un mudo que de pronto recita del tirón un capítulo del Quijote.
No recibió respuesta.
Tampoco escucharon ruido alguno y eso los animó a que, caminando muy despacio, se acercaran al mostrador.
—¡Hola! —repitieron casi a la vez, un poco más alto.
Registraron todo el bar y no vieron a nadie, ni vivo, ni muerto..., ni no muerto. El bar no era muy grande pero tenía un cuarto en la parte trasera que debía usarse como oficina y sala de descanso, en el que encontraron: una estantería, una mesa con un portátil, una silla, una pequeña mesa redonda con otras dos sillas, un sillón de escai de tres plazas y una antigua televisión de tubo colocada sobre un soporte en la pared. Eva vio un par de grandes candados con las llaves puestas y lo primero que hizo fue salir y colocarlos en el cierre. No le fue fácil hacerlo desde dentro y a oscuras, pero después de varias intentonas encontró las argollas a tientas, y el clic que hicieron al cerrarse le sonaron a música celestial.
De momento estaban a salvo.
—¿Y en la radio?
—Solo estática también, joder, ya te lo he dicho —le espetó Eva recostándose contra la pared.
Lo primero que había hecho Eva al sentir que se encontraban seguros allí, fue buscar algo con lo que curar la oreja de Julián. Comprimió la herida con un pañuelo hasta que dejó de sangrar, pero tenía que desinfectarla y vendarla adecuadamente. Halló un pequeño botiquín en la estantería con todo lo necesario para hacerlo. El hombro era otra cosa, parecía dislocado, y la rodilla estaba hinchada como un balón. Eva sabía lo que tenía que hacer para solucionar lo de su hombro, y Julián lo temía porque también lo sabía. El grito que soltó se hubiera oído en todo el barrio de no haberle metido un trapo en la boca mientras daba el tirón a su brazo. Después se encontró mejor. Le confeccionó un cabestrillo con un par de trapos de cocina y le dio un analgésico. Con la rodilla poco pudo hacer, le colocó una bolsa con hielos que sacó de una nevera bajo el mostrador y procuró que la pierna quedara bien estirada.
Julián estuvo un poco mareado al principio y Eva lo dejó descansar mientras ella salía al bar y buscaba algo para comer. Aquello era una mina y no se privó de nada. Cortó unas lonchas de jamón, lomo y queso, abrió un par de latas de atún y para empujarlo todo descorchó una botella de vino Ribera del Duero reserva.
Cenaron en la pequeña mesa, con la televisión encendida. Como había una estufa eléctrica, se quitaron la ropa mojada y la colocaron en una silla frente a ella, pronto estaría seca.
Tan solo un canal emitía, el hombre que hablaba no era un presentador habitual. Estuvieron de acuerdo en que probablemente sería algún técnico que los tenía bien puestos. Su discurso intentaba ser tranquilizador pero su cara decía lo contrario. Transmitía lo que otros compañeros le comunicaban a través de unidades móviles. Los teléfonos hacía horas que habían dejado de funcionar. El panorama que relataba era aterrador: inmensos atascos de salida de las ciudades, accidentes, infectados por todas partes y ausencia de información del gobierno. La policía no aparecía por ninguna parte, el ejército tampoco.
Era un sálvese quien pueda.
Las anteriores informaciones habían desatado la locura al asegurar que las grandes ciudades serían el principal foco de infección y a corto plazo los lugares más peligrosos para permanecer. Al recibir el email del Dr. Freeman las especulaciones se multiplicaron, hubo dudas, datos contradictorios. Hablaron expertos sobre virus, retrovirus, vectores de contagio... Luego, poco a poco, fueron desapareciendo las cadenas que emitían: la verdad se imponía. Normal, cuando ves a tu vecino del sexto comiéndose a tu vecina del segundo no hace falta que te digan nada para saber que la cosa está jodida.
Finalmente la televisión dejó de emitir a las 20:00 horas.
—¿Dónde vas?
—Voy a buscar velas, o una linterna —le respondió Eva—. ¿Cuánto crees que tardará la corriente eléctrica en cortarse?
—Supongo que no mucho —respondió Julián con la voz un poco amodorrada. Había cenado y bebido más de la cuenta y resbalaba dulcemente e inevitablemente hacia el sueño.
A las 21:15 horas se apagó la luz.
Eva miraba la llama de la vela y escuchaba la fuerte respiración de Julián, dormía profundamente. Los primeros pensamientos que tuvo, durante esa relativa calma, fueron para su padre. Cuando murió su madre, hacía un año, se fue a vivir con él. Tenía un hermano mayor pero estaba trabajando en Alemania, era ingeniero y ante la falta de perspectivas laborales en España, aceptó un trabajo en una fábrica de electrodomésticos en Dortmund y se largó. Notó a su padre muy afectado con la muerte de su madre, habían sido como culo y pañal toda su vida, y ahora lo veía perdido. Por eso renunció a su independencia, apaciguó su carácter indomable y se convirtió en una hija modelo, para que no estuviera solo. Decía que estaba bien, que no necesitaba su compañía, pero la cara de alegría que veía en él cada vez que llegaba a casa, no dejaba lugar a dudas. Trabajaba como jefe de sección en unos grandes almacenes y ese día libraba, lo recordaba porque le había mandado un mensaje al móvil diciéndole que prepararía paella y que la esperaría para comer. Por lo tanto estaría en casa, pensó Eva, en qué estado no lo sabía, pero la estadística le indicaba que probablemente ya no fuera su padre en ese momento. Aún así necesitaba comprobarlo, tendría que volver a casa.
Sentada sobre un cojín, en una esquina de aquel pequeño espacio, empezó a amodorrarse. La estufa eléctrica calentó el cuarto antes de apagarse definitivamente y la temperatura era muy agradable. Sus pensamientos comenzaron a dejar de tener coherencia y se durmió. Casi al instante se despertó sobresaltada, había tenido un sueño. Bueno, no llegó a ser un sueño, solo fue la imagen de una cara horrible con la boca llena de sangre que se le echaba encima. Se tocó la frente, no sudaba, no tenía fiebre. Se levantó, la llama de la vela se agitó un poco a consecuencia de la corriente de aire que había generado con su movimiento. Apoyó la mano en la frente de Julián: seca y fría, dormía como un bebé. Volvió a sentarse en el rincón, sobre el cojín. ¿Qué posibilidades había de que no estuviesen infectados? Muy pocas, pensó. Según el vector de contagio era casi imposible que no lo estuvieran. ¿Sería posible entonces que fueran inmunes al virus Fubarbundy? Eso era aún más difícil, lamentó con frialdad.
Tendrían que esperar un mes para estar totalmente seguros. Quizá no hubiera sido tan mala idea haberse hecho un análisis de sangre como propuso Julián. Bueno, ya no había solución, concluyó su mente disgregada.
Fueron sus últimos pensamientos, luego, poco a poco, se desconectó y se sumió en un sueño profundo, con ausencia de imágenes.
Despertó sobresaltada. La vela se había consumido y la oscuridad era total, ni una gota de luz entraba por el ventanuco del pequeño cuarto. Eva miró su reloj y comprobó que había dormido cuatro horas. Dolorida por la posición en que se había quedado, necesitó de un par de intentos para ponerse de pie. Reparó en que no oía la respiración de Julián. Se orientó. Con sigilo se acercó y, palpando, llegó hasta el sofá. Esperó encontrar la cabeza de Julián apoyada donde la había visto por última vez, pero no fue así. Tanteó por todo el sofá: vacío. Su vista se iba acostumbrando a la oscuridad y ya distinguía volúmenes. Llegó hasta la mesa donde cenaron y cogió la linterna anticuada que había encontrado en un cajón. Las pilas, casi gastadas, proyectaron una luz mortecina pero suficiente para confirmar que Julián no estaba.
Buscó pero no encontró nada con lo que poder aplastar un cráneo humano. No se atrevió a hablar. Salía del cuarto para comprobar si estaba en el bar, cuando se lo pensó mejor y cerró la puerta. Durante unos minutos permaneció con la espalda apoyada contra ella.
—¡Julián, Julián! —llamó cada vez más firme—. ¡Julián!
No estaba segura de que su voz pudiera oírse bien y temía gritar más. Volvió a abrir y proyectó la linterna hacia el estrecho pasillo que conducía hasta el bar. Su luz amarillenta se debilitaba por momentos y apenas llegaba a iluminar la pared del fondo, a unos cuatro metros.
—¡Julián! ¿Estás ahí? —preguntó dirigiendo la voz hacia el pasillo, esperando que tuviera la suficiente fuerza como para doblar la esquina y llegar a los oídos de Julián, pero no lo bastante como para traspasar las puertas del bar y llegar hasta la calle.
De pronto una figura asomó por detrás de la esquina. La luz macilenta iluminó el rostro de Julián. Tenía los ojos entornados y el pelo revuelto. Cuando terminó de doblar la esquina se detuvo y levantó la mano que tenía libre para taparse la cara. Cojeaba ostensiblemente y llevaba algo en la mano.
—Hola, “ojos verdes” —dijo Julián finalmente. Eva soltó de golpe todo el aire que tenía retenido en los pulmones desde no sabía cuánto tiempo—. ¿Te apetece tomar algo? —y levantó un tetrabrik de leche.
Las farolas estaban apagadas y también los semáforos, el corte de fluido eléctrico había sido general. Sonaban lejanas alarmas de locales y coches alimentadas por baterías que pronto se agotarían. Eva miró a través de la vidriera del local, la reja no era muy tupida y dejaba ver la calle. La luna estaba llena y la oscuridad no era total. El bar daba a una calle estrecha de un solo carril, podía ver el edificio de enfrente. En la ventana del primer piso distinguió una luz tenue y amarillenta, proveniente de alguna vela o candil. Inclinándose un poco más alcanzó a ver otra luz en el tercer piso, esta se movía y era más blanca, probablemente sería una linterna. No vio pasar ningún coche.
Del lado derecho apareció un infectado, lo distinguió por su andar impreciso y su cabeza bamboleante. Eva se echó para atrás y se quedó a unos dos metros de la puerta. El infectado se detuvo justo enfrente, se giró y miró en su dirección. Eva confió en que, al existir más luz en la calle que en el interior del bar, no la viera. Durante unos instantes el infectado movió su cabeza de arriba a abajo, como olfateando, luego golpeó el cierre y continuó su marcha hasta desaparecer de su vista. El estruendo metálico tardó un poco más en desaparecer del todo.
—¿Crees que pueden olernos? —preguntó Julián desde el otro lado de la barra.
—Ni puta idea.
De pronto un motor sonó en el exterior, parecía proceder de una moto. Eva miró hacia la izquierda y vio aparecer una luz de un único faro. Distinguió una persona con un casco que circulaba por la acera, sorteando farolas, papeleras e infectados. Se detuvo delante de un portal sin bajarse y sin dejar de acelerar. Eva entendía de motos y enseguida supo que se trataba de una Yamaha de 250cc, ya con unos añitos. La conocía bien porque tuvo una de segunda mano. Eso fue antes de comprarse la Harley Davidson Night V-Rod Special, la niña de sus ojos. Tuvo un leve pensamiento hacia ella, le costó los ahorros de tres años y ahora se pudriría en el aparcamiento del hospital. Del portal salió una figura cargada con una mochila a la espalda, una bolsa en una mano y en la otra el casco. Parecía una chica joven por sus movimientos y su larga melena suelta. El conductor agitó las manos y gritó algo que Eva no logró oír, por sus movimientos era un hombre. La chica se subió a la parte trasera pero con las prisas se le cayó el casco. Acomodó la bolsa entre su pecho y la espalda del conductor y apenas llegaba para agarrarse.
—¿Qué pasa? —preguntó Julián.
—Una moto. Una pareja... —susurró Eva.
La moto arrancó con un acelerón y se bajó del bordillo. Diez o doce infectados ya los estaban encimando, no corrían aunque caminaban muy rápido, era como si no tuvieran buena coordinación. Eva lo había visto muchas veces en personas afectadas de alguna lesión cerebral.
Les cerraron el paso y el conductor giró bruscamente el manillar noventa grados, entonces tuvo mala suerte, aceleró cuando la rueda pisaba la pintura del paso de peatones que, con la calle aún mojada, hizo que la moto patinara y se fuera al suelo. En cuestión de segundos los infectados se echaron encima de ellos, primero diez o doce, enseguida se juntaron muchos más. Al principio el motor, todavía en marcha, ocultó los gritos, luego, cuando se ahogó y se detuvo, resonaron los alaridos por toda la calle. Hasta que se apagaron de golpe.
Al final solo quedó el sonido que hace una manada de hienas devorando una cebra.
—No lo han logrado, ¿verdad? —preguntó Julián. Eva no contestó.
Julián mojaba una magdalena en el vaso de leche. Estaba sentado en un taburete alto y apoyado en el mostrador. Eva lo observaba y se asombró con lo rápido que se acostumbra la vista a la falta de luz, una mínima cantidad de fotones es suficiente para que el cerebro registre imágenes y complete las formas de aquellos objetos que los ojos no pueden ver en su totalidad. No pronunciaron una sola palabra hasta que Julián terminó de beberse la leche. Luego, mirando a la calle, vigilando que no hubiera ningún infectado cerca, encendió un cigarro.
—¿No vas a comer nada?
—No tengo hambre —respondió Eva.
—Ya.
Julián intuía que la visión que ella acababa de tener no era de las que se olvida fácilmente.
—Tuvimos mucha suerte de poder huir y encontrar este sitio.
—La suerte no tuvo nada que ver —dijo Julián mientras hacía dibujos imaginarios con el dedo sobre el mostrador—. Si no hubiera sido por ese trueno que sonó como mil pares de cojones ahora estaría criando malvas. ¡Fue el poder de la naturaleza! —concluyó imitando un trueno con los carrillos hinchados.
—Fue gracias a ti, y lo sabes, desde el principio tomaste las decisiones correctas, elegiste bien en todo momento. Yo sola no lo hubiera logrado.
—Nah —dijo Julián.
—¿Cómo sabias que funcionaría el numerito del contenedor?
—Saber, saber, no lo sabía, pero teniendo en cuenta que eran hombres y además soldados la cosa tenía muchas posibilidades —respondió Julián.
—Pero tú corriste muchos más riesgos empujando el contenedor, lo podría haber hecho yo también, soy fuerte como una mula.
—No lo dudo, pero tienes que reconocer que mis pechos no hubieran causado el mismo efecto en la tropa —dijo Julián mientras daba una última calada a su cigarro antes de tirarlo al suelo.
—Gracias de todas formas, me has salvado la vida dos veces en un día.
Unos instantes de silencio, luego Eva recordó algo que había querido decirle y vio la ocasión.
—Quería disculparme por lo que te dije en la terraza del hospital.
—¿En la terraza, a qué te refieres? —preguntó Julián con sinceridad.
—Cuando te llamé irresponsable por tomar drogas en el trabajo.
—Ah, eso, no te preocupes. Eran solo unos porritos los que me fumaba de vez en cuanto con mi colega del laboratorio. Exageré un poquito para impresionarte, a las chicas les gustan los chicos malos —dijo Julián y se encendió otro cigarro.
—A mí me gustan los chicos buenos... y valientes —concluyó y palmeó el hombro de Julián. Al instante se arrepintió.
Julián dio un respingo, se le estaban pasando los efectos del analgésico y tenía unos dolores tremendos en el hombro y en la pierna, dolores que habían hecho que se olvidara de su oreja. Cuando Eva lo golpeó, aunque fue suavemente, le pareció que le clavaban mil agujas en el brazo.
—Lo siento, lo siento. ¿Te he hecho daño?
—Ya te digo.
Eva miró su reloj. Eran las 6:15 de la mañana. Masticaba con desgana unos cacahuetes. Observó a Julián mientras tarareaba una canción incompresible.
—Debo ir a mi casa —dijo de pronto Eva—. Tengo que ver si mi padre está bien.
—Ya, y luego nos vamos los tres de cañas.
—Lo digo en serio, Julián. Nunca podría perdonarme no haberlo intentado. No vivo muy lejos de aquí —continuó Eva y se acercó a la puerta, se recostó contra la pared y miró la calle en general, luego centró la vista en la izquierda—. Con esa moto sería fácil.
—Sí, claro, pregúntales a esa pareja. Ah, lo siento, que no te van a poder contestar... ¡Porque están repartidos en la puta tripa de una treintena de engendros come-humanos!
—¿Tú no quieres saber si tu familia está bien? Y esa novia tuya, ¿no desearías estar con ella en estos momentos?
—No tengo hermanos y mis padres viven en Londres. En cuanto a la novia... bueno, es una “follamiga” nada más, exageré un poco, ya sabes..., —confesó Julián dejando la frase inacabada.
—Un poco de carga melodramática para impresionar a una chica.
—Más o menos —dijo Julián.
—Ya.
Julián se bajó del taburete apoyándose en la barra y caminó cojeando hasta Eva, que no dejaba de mirar hacia fuera.
—Es posible hacerlo, Julián, la moto tendrá las llaves puestas, solo está calada. Ahora hay menos infectados, ellos son lentos, es posible si lo hacemos rápido...
Calló y miró a Julián que aún no había llegado a su lado. Vio su brazo en cabestrillo, su cabeza vendada y su cojera. Julián no dijo nada cuando llegó a su lado, su imagen se explicó por sí sola.
—Tengo que saber si mi padre está bien, tengo que saberlo —repitió con un hilo de voz.
Antes de que Eva se volviera a mirar la calle, Julián distinguió el brillo de un par de lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
—Yo te ayudaré.
La idea de Julián era sencilla: él distraía a los infectados mientras ella corría hacia la moto y salía zumbando. Tardó un minuto en contársela y media hora en convencerla.
Eva se había puesto una chaqueta acolchada que había encontrado en el almacén, sucia y rota, pero que la protegería del frío, y Julián llevaba en las manos una cacerola y un cucharón metálico. Ya habían quitado los candados y esperaban junto a la puerta. Eva miró en dirección a la moto, luego a Julián.
—¿Estás seguro?
—Sabes perfectamente que conmigo sería imposible. ¡Mira cómo estoy! Y también sabes que sin una distracción, tú tampoco lo lograrías. Tienes que llegar hasta la moto, levantar los más de cien kilos que debe pesar, arrancarla y salir pitando. Hazme caso, es la única forma —explicó Julián esperando zanjar un asunto que llevaba tiempo intentando hacer—. Bueno, ha llegado el momento.
—Ya sabes lo que te he dicho, en cuanto los veas venir hacia ti, corre todo lo que puedas y vuelve a entrar. El candado está preparado, con que pongas uno será suficiente. Luego te quitas de su vista, no esperes a que yo me vaya —le dijo Eva casi susurrando.
—Vale, vale.
—¡No! ¡Vale no! ¡Mírame! —le increpó Eva, esta vez un poco más alto y cogiéndolo de la barbilla para que la mirara fijamente—. Haces exactamente lo que hemos acordado. ¿OK?
—Saldré, haré sonar un poco la zambomba y me vuelvo a casa, entendido.
—Sin mirar atrás.
—Sin mirar atrás —repitió Julián un poco zumbón.
—Luego te lo tomas con tranquilidad, descansas, te recuperas, te pones en forma y esperas a que vuelva a buscarte. Aquí tienes comida y bebida, y un sitio donde dormir resguardado del frío. Ah, y una máquina de tabaco entera para ti. Tómatelo como unas vacaciones.
—Claro, estaré bien.
—No te muevas de aquí, de acuerdo. Cuando compruebe cómo está mi padre volveré a por ti, te lo prometo. Julián, no te dejaré.
Julián no respondió. Volvió a mirar, comprobó toda la calle, se dirigió a Eva y la acarició distraído la mejilla. Luego se agachó un poco en el lado derecho, apoyó la cacerola y el cucharón en el suelo, junto a él, y espero a que Eva agarrara el cierre con ambas manos por su lado izquierdo.
—¿Preparada? —Eva asintió con un movimiento de cabeza—. ¡Ahora! —gritó Julián.
Y con un tirón brusco, empujaron al mismo tiempo.
El ruido que produjo el cierre hizo que los infectados giraran sus cabezas. No había muchos, cuatro cerca y algunos más, alejados. Julián sujetó la cacerola como pudo con la mano que llevaba en cabestrillo, y con el cazó comenzó a golpearla. Poco a poco se fueron activando y comenzaron a andar en dirección al bar. Eva permanecía agachada, esperando el momento. El plan era esperar que estuvieran cerca de la puerta, en ese momento saldría corriendo entre ellos y llegaría a la moto, que estaba a unos veinte metros, Julián entonces bajaría el cierre. Confiaban que estuvieran entretenidos el tiempo suficiente para permitirla huir.
Los cuatro infectados llegaron a dos metros de ellos, Eva salió disparada y pasó como un rayo entre una mujer y un hombre de mediana edad. Julián seguía golpeando la cacerola, ahora con mayor intensidad, pero enseguida se dio cuenta de que la cosa no funcionaría. Era evidente que a los infectados les atraía más la carne que el ruido, porque se volvieron y siguieron a Eva. También se sumaron a ellos los que estaban más alejados.
No tendría tiempo para levantar la moto y arrancarla, se le echarían encima antes, eso estaba claro, pensó Julián. Sin tiempo para reflexionar, soltó la cacerola y el cucharón y salió del bar. Bloqueando en su cabeza el dolor que procedía de su rodilla, se encaramó a un coche abandonado en mitad de la calle con las puertas abiertas, y trepó como pudo hasta el techo.
—¡Eh, venid por mí, hijos de puta, venid si tenéis pelotas! —gritó y saltó, agitando el único brazo útil que tenía.
Eso sí surtió efecto, y los infectados dejaron de seguir a Eva y se dirigieron a la presa que tenían más cerca. Julián continuó gritando y saltando mientras veía cómo se le venían encima. En segundos estuvo rodeado por aquellos seres que lanzaban las manos para agarrar sus piernas. Los gruñidos eran escalofriantes.
Eva no se percató de lo que había hecho Julián, en ese momento estaba levantando la moto del suelo e intentando no mirar los restos humanos que estaban a su lado. Le pareció que pesaba una tonelada. Logró ponerla en un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre la horizontal pero aún le quedaba otro tanto para enderezarla del todo. Supo que con la fuerza de sus brazos no lo conseguiría, por eso metió el hombro y empujó, y empujó, aguantando el dolor que sentía mientras se le clavaba el chasis. Con un último esfuerzo la levantó. Sintió un mareo debido al agotamiento pero no había lugar para el descanso.
La llave estaba puesta, la giró...
...y no pasó nada.
Julián se desplazaba de un sitio a otro sobre la superficie del techo, evitando que esas manos lo agarraran. Si lo lograban estaría perdido. Quizá lo estuviera ya, pero no pensaba en ello, miraba a Eva esperando oír el motor de la moto, nada más.
“Tranquila”, se dijo, “tiene que arrancar”. Entonces vio a un par de infectados que doblaban la esquina y se dirigían directos a ella, venían de la calle principal. ¿Cuántos podrían venir detrás?, pensó. Volvió a intentarlo sin éxito, el motor producía una especie de tos asmática y nada más. En ese momento miró atrás, con un rápido vistazo quería comprobar si tenía posibilidades de volver a entrar en el bar. Si no había muchos engendros y Julián podía levantar con un brazo el cierre, quizá...
Lo que vio la dejó paralizada. Julián estaba encima de un coche (a unos cuatro metros de la entrada del bar, que continuaba con el cierre subido un metro más o menos), y un grupo de infectados lo rodeaban y trataban de atraparlo. Julián realizaba una especie de baile a la pata coja para evitar que cogieran sus piernas. Hubiera sido una visión cómica en otras circunstancias, en esas parecía lo que era, la danza de la muerte.
Pensó que si soltaba la moto ahora y corría hacia el bar, aprovechando que los infectados estaban distraídos, podría entrar y bajar el cierre, pero entonces Julián... Había otra posibilidad, pero pasaba porque la moto arrancara. Volvió a girar la llave, un ronroneo y poco más. Si no tomaba una decisión rápida los dos serían devorados.
Tres espectros más aparecieron por la esquina, se movían más rápido a medida que veían presas a la vista. Un intento más, giró la llave... y volvió a escuchar el sonido del fracaso. ¡Maldita sea!, gritó Eva, ¡maldita sea! Y unas lágrimas de impotencia llenaron sus ojos.
Julián había asumido que nunca volvería a entrar en el bar. Ahora solo le preocupaba no escuchar el motor de la moto. Eva estaba montada, eso lo veía, pero no arrancaba. ¿Qué demonios hacía? De pronto lo supo: la moto no funcionaba.
—¡Eva, si no arranca, corre, corre y vuelve al bar. Deja la moto y vuelve, correee...! —su voz se quebró cuando un infectado logró agarrar su tobillo.
Hasta los oídos de Eva llegó la voz de Julián. Estaría a unos quince metros, pero a ella le sonó como si le viniera del más allá. Iba a bajarse de la moto cuando se dijo: “una vez más”, y volvió a girar la llave: “¡arranca, hija de puta, arranca!”, pero solo escuchó el mismo sonido ahogado, como si no tuviera...
—¡Joder, claro, la gasolina! —gritó dándose una palmada en la cabeza.
Recordó la llave de paso de la gasolina. Palpó buscándola entre el chasis hasta encontrarla: estaba cerrada, había esperanza. Un infectado, especialmente activo, estaba a menos de tres metros. Abrió la llave de la gasolina y volvió a probar. El motor sonó bronco, maravilloso.
Eva abrió gas y giró la moto en un palmo de terreno, el humo del tubo de escape inundó la cara del infectado que ya alargaba sus manos para cogerla. Vio a Julián tironear de su pierna presa. Estaba perdido si no actuaba con contundencia. El infectado que lo agarraba era su primer objetivo y se lanzó como un rayo contra él. Le propinó una tremenda patada a la altura de la cadera, y fue tan violento el impacto que derribó a un par de infectados más. Eva casi perdió el control de la moto pero pudo hacerse con ella, era una excelente conductora. Se paró a unos diez metros del coche y volvió a girar la moto haciendo derrapar la rueda trasera. Se le pasó por la cabeza intentar parar y recoger a Julián, pero sabía que era una locura, no tendrían tiempo suficiente y quedarían rodeados.
—¡Corre, Julián, entra en el bar ahora, vamos, ahora! —gritó la única opción factible. Y se le crispó la garganta del volumen con el que lo dijo.
Julián aún no creía lo que había visto, pero no era tiempo de pensar. Se dejó caer de culo, resbalando por el parabrisas, y aterrizó en el suelo. Manos espectrales se lanzaron hacia él, abriéndose y cerrándose. La adrenalina le dio alas y, medio corriendo medio gateando, pasó por debajo del cierre. La última gota de energía que le quedaba la usó para alargar su mano y, con un golpe brusco, bajar el cierre. Cerró el candado y expulsó el aire contenido en sus pulmones hacía un millón de años.
Caído en el suelo, junto a la puerta, miró entre los rostros monstruosamente contraídos de los espectros y buscó a Eva. Oyó el motor de la moto y por fin la vio pasar como un rayo, con el pulgar de su mano izquierda levantado.
—Hasta nunca, “ojos verdes”, que tengas suerte.