13

Las tardes del viernes todas las sucursales del First Mercantile American trabajan tres horas más.

Así, ese viernes, en la sucursal principal del centro, las partes exteriores a la calle habían sido cerradas con llave por una guardia de seguridad a las 6 de la tarde. Algunos clientes, que todavía estaban en el banco a la hora de cerrar, eran autorizados a salir por la misma guardia, uno a uno, por una única puerta de vidrio.

A las 6,05 exactamente una serie de agudos y perentorios golpes resonaron en la parte exterior de la puerta de vidrio. Cuando el guardia volvió la cabeza para contestar, observó una joven figura masculina, vestida con un sobretodo oscuro y aire de funcionario, llevando una pequeña maleta. Para llamar la atención adentro, la figura había golpeado con una moneda de cincuenta centavos, envuelta en un pañuelo.

Cuando el guardia se acercó el hombre de la maleta puso contra el vidrio un documento de identidad. El guardia lo inspeccionó, abrió la puerta, y el joven entró.

Después, antes de que el guardia pudiera cerrar la puerta, ocurrió una serie de hechos tan inesperada y notable como la treta de un mago. En lugar de un individuo con una maleta y credencial, aparecieron seis, con otra falange detrás. Rápidamente, como una inundación, se precipitaron en el banco.

Un hombre, mayor que los otros y que emanaba autoridad, anunció brevemente:

—Auditores de la Casa Central.

—Sí, señor —dijo el guardia; era un veterano en el banco y había visto esto antes, así que siguió controlando las demás credenciales. Había veinte, casi todos hombres, cuatro mujeres. Todos se dirigieron inmediatamente a diferentes puntos del banco.

El hombre más viejo, que había hecho el anuncio, se dirigió por la plataforma hacia el escritorio de Edwina. Al levantarse para saludarlo, ella contempló la continua afluencia al banco, con sorpresa que no ocultó.

—Míster Burnside, ¿están aquí todos los auditores?

—Así es, mistress D’Orsey —el jefe del departamento de auditores se quitó el sobretodo y lo colgó cerca de la plataforma.

En otras partes del banco los empleados tenían una expresión desconcertada, algunos rezongaban y hacían comentarios malhumorados.

Uno de ellos comentó:

—Caramba… ¡Precisamente ocurrírseles un viernes!… ¡Mierda, yo tenía una cena!… ¡Y hay quien dice que los auditores son humanos!

La mayoría comprendía lo que representaba una visita del grupo de auditores de la Casa Central. Los pagadores comprendieron que iba a haber un balance extra de sus cajas antes de que se fueran esa noche, y las reservas del tesoro también serían controladas. Los contadores deberían quedarse hasta que sus informes estuvieran listos y revisados. Los empleados principales tendrían suerte si podían quedar libres para la medianoche.

Los recién llegados, cortés y rápidamente, se habían apoderado de todas las agendas. A partir de ese momento todas las sumas o cambios iban a estar bajo su escrutinio:

Edwina dijo:

—Al pedir un examen de las cuentas de los empleados, no me esperaba esto.

Normalmente el control de auditores en una sucursal se hacía cada dieciocho meses o dos años, y hoy la cosa era doblemente inesperada, ya que una auditoría total en la sucursal principal había ocurrido solo hacía ocho meses.

Nosotros decidimos cómo, dónde y cuándo hay que hacerlo, mistress D’Orsey… —como siempre, Hal Burnside mantenía una fría lejanía, la marca de fábrica de un examinador bancario. Dentro de cada banco importante el departamento de auditores era independiente, era una unidad vigilante, con autoridad y prerrogativas, como la Inspección General en el ejército. Sus miembros nunca se intimidaban ante el rango, e incluso los gerentes principales podía ser candidatos a reprobación por irregularidades reveladas en una inspección profunda… y siempre había algunas.

—Estoy enterada de esto —reconoció Edwina—. Estoy solo sorprendida de que haya podido arreglar esto tan rápidamente.

El jefe de auditores sonrió, con un poco de vanidad:

—Tenemos nuestros métodos y recursos.

Lo que no reveló es que había sido planeada una visita sorpresa de auditores para otra sucursal del FMA para esa noche. Tras la llamada de Edwina, hacía tres horas, el plan primitivo fue cancelado, se revisaron rápidamente los arreglos y empleados adicionales participaron en la presente expedición.

Estas tácticas de capa y espada no eran desusadas. Parte esencial de la función de auditoría era caer, irregularmente y sin prevenir, en cualquiera de las sucursales del banco. Se tomaban complicadas precauciones para conservar el secreto y cualquier miembro de la auditoría que las violara podía tener dificultades serias. Pero pocos lo hacían, ni siquiera por descuido.

Para la maniobra de hoy el grupo de auditores se había reunido hacía una hora en un hotel de la ciudad, aunque ni siquiera ese destino había sido revelado hasta último momento. Les dieron instrucciones, les comunicaron sus deberes y después, separadamente, en grupos de dos y de tres, habían marchado hacia la principal sucursal de FMA. Hasta el momento crucial habían esperado en los vestíbulos de edificios cercanos, habían caminado casualmente o se habían detenido a mirar escaparates. Después, tradicionalmente, el miembro más joven del grupo había llamado a la puerta del banco pidiendo que le abrieran. En cuanto lo logró, los otros, como un regimiento que se junta, se precipitaron tras él.

Ahora, dentro del banco, el grupo de auditores ocupaba posiciones claves.

Un estafador de banco convicto en 1970, que había logrado con éxito ocultar sus desfalcos durante veinte años, observó, cuando finalmente lo llevaban a la cárcel: «Los auditores venían y no hacían más que sacudir el aire durante cuarenta minutos. Si me hubieran dado la mitad de ese tiempo habría podido taparlo todo.»

El departamento de auditores del FMA y de otros tres grandes bancos norteamericanos, no procedía así. No habían pasado cinco minutos desde la inesperada llegada de los auditores, cuando ya todos estaban en posiciones asignadas de antemano, observándolo todo.

Resignados, los empleados regulares de la sucursal prosiguieron con su trabajo del día, dispuestos a ayudar a los auditores si era necesario.

Una vez iniciado el proceso iba a prolongarse la semana siguiente, y parte de la próxima. Pero el momento más crítico del examen tendría lugar en las próximas horas.

—Pongámonos a trabajar, mistress D’Orsey —dijo Burnside—. Empezaremos con las cuentas de depósito, el tiempo que tienen y cómo se hizo la solicitud —e inmediatamente abrió su maleta y la vació sobre el escritorio de Edwina.

A las 8 de la noche la sorpresa por la llegada del grupo de auditores se había amortiguado, se había realizado una notable cantidad de trabajo, y las filas de los empleados regulares empezaban a clarear. Todos los cajeros se habían ido; y también algunos contadores. El dinero había sido contado, la inspección de otros informes estaba muy avanzada. Los visitantes habían sido corteses y, en algunos casos, habían ayudado a señalar leves errores, lo que formaba parte, con frecuencia, de su tarea.

Entre los empleados principales que todavía quedaban estaban Edwina, Tottenhoe y Miles Eastin. Los dos hombres habían estado ocupados localizando informaciones y respondiendo a las preguntas. Ahora, de todos modos, Tottenhoe parecía cansado. Pero el joven Eastin, que había respondido alegre y servicialmente hasta ese momento a todas las demandas, estaba tan fresco y enérgico como cuando se había iniciado la noche. Fue Miles Eastin quien arregló para que trajeran emparedados y café para los auditores y los empleados.

De las varias fuerzas de trabajo de los auditores, un pequeño grupo se había concentrado en los ahorros y las cuentas corrientes y, de vez en cuando, alguno de ellos traía una nota escrita para el auditor principal, en el escritorio de Edwina. En todos los casos él echaba una mirada a la información, asentía, y añadía la nota a los otros papeles de su maleta.

A las 9 menos diez recibió lo que parecía una nota más larga, sujeta a otros varios papeles. Burnside los estudió cuidadosamente, después anunció:

—Creo, mistress D’Orsey, que usted y yo podemos tomarnos un descanso. Saldremos para cenar y tomar café.

Unos minutos después escoltó a Edwina hacia la puerta de la calle por la que los auditores habían entrado, hacía casi tres horas.

Ya fuera del edificio, el jefe de auditores se disculpó:

—Le pido perdón, pero ha habido un poco de teatro en esta salida. Mucho me temo que la cena, si es que llegamos a hacerla, tendrá que esperar.

Como Edwina pareció intrigada, él añadió:

—Usted y yo vamos a una reunión, pero no quería que se supiera.

Burnside dirigió la marcha y doblaron a la derecha, caminaron media manzana desde el banco, todavía brillantemente iluminado, después siguieron por la acera para volver a la Plaza Rosselli y la Torre del FMA. La noche era fría y Edwina se arrebujaba en su abrigo, mientras pensaba que ir por el túnel hubiera sido más breve y más caliente. ¿Por qué todo este misterio?

Dentro del edificio principal del banco, Hal Burnside firmó un libro de visitantes nocturnos, tras lo cual un guardia le acompañó en un ascensor hasta el piso once. Un cartel y una flecha indicaban: «Departamento de Seguridad». Nolan Wainwright y los dos hombres del FBI que habían participado en el caso de la pérdida de caja, les esperaban.

Casi inmediatamente se les unió otro miembro del grupo de auditores, alguien que evidentemente había seguido a Edwina y a Burnside desde el banco.

Las presentaciones fueron rápidas. El último en llegar fue un joven llamado Gayne, con ojos fríos y alerta detrás de unas gafas de aro pesado, que le daban aire severo. Era Gayne quien había enviado las diversas notas y documentos a Burnside cuando estaba en el escritorio de Edwina.

Por sugerencia de Nolan Wainwright pasaron a una sala de conferencias y se sentaron alrededor de una mesa circular.

Hal Burnside dijo a los agentes del FBI:

—Espero que lo que hemos descubierto justifique haberles llamado, señores, a esta hora de la noche.

La reunión, comprendió Edwina, había sido planeada hacía horas. Preguntó:

—¿Entonces, han descubierto algo?

—Desgraciadamente mucho más de lo esperado, mistress D’Orsey.

Tras una señal de asentimiento de Burnside, el auditor asistente, Gayne, empezó a tender los papeles.

—Como resultado de su sugerencia —dijo Burnside con tono de conferenciante— se ha realizado un examen de las cuentas personales del banco; ahorros y cuentas corrientes; me refiero a las cuentas de todos los empleados de la sucursal principal. Lo que buscábamos era la prueba de alguna dificultad financiera personal importante. La hemos encontrado de manera concluyente.

Parece un profesor pomposo, pensó Edwina. Pero siguió escuchando con atención.

—Tal vez deba explicar —dijo el auditor jefe a los dos hombres del FBI— que la mayoría de los empleados del banco tienen sus cuentas en la sucursal en la que trabajan. En primer lugar porque las cuentas son «libres»… es decir, sin cargos de servicio. Otro motivo… el más importante… es que los empleados reciben una pequeña ventaja en el interés de los préstamos, generalmente uno por ciento por debajo de la prima.

Innes, el agente más importante del FBI, asintió.

—Sí, sí, ya lo sabemos.

—Comprenderá usted también que una empleada o empleado que haya aprovechado este crédito especial bancario… que haya pedido prestado hasta el límite, de hecho… y después pide otras sumas de otra fuente, por ejemplo, a alguna compañía financiera, donde los intereses son notablemente más altos que en nuestro banco, se ha colocado en una difícil situación financiera.

Innes, con muestras de impaciencia, dijo:

—Naturalmente.

—Y parece que tenemos un empleado de banco a quien ha sucedido exactamente eso… —hizo un gesto hacia el asistente Gayne, que entregó varios cheques cancelados que, hasta ahora, había tenido boca abajo.

—Como observarán ustedes, estos cheques son para tres compañías financieras. Casualmente hemos estado ya en contacto con dos de las compañías y, pese a los pagos que pueden ustedes ver, ambas cuentas están seriamente en falta. Es razonable pensar que, mañana, la tercera compañía nos contará la misma historia.

Gayne interrumpió:

—Y estos cheques son solo para este mes. Mañana examinaremos los microfilms de varios meses atrás.

—Hay otro factor importante —prosiguió el auditor jefe—. El individuo en cuestión no podía haber hecho esos pagos —hizo un gesto hacia los cheques cancelados— tomando como base el salario de un banco, cuya cantidad conocemos. Por consiguiente en las últimas horas hemos buscado evidencia de robo en el banco, y la hemos encontrado.

Nuevamente el ayudante, Gayne, empezó a colocar papeles sobre la mesa de conferencias.

… evidencia de robo en el banco… y la hemos encontrado. Edwina, que ya apenas escuchaba, tenía los ojos clavados en la firma de cada uno de los cheques cancelados… una firma que veía todos los días, que le era conocida, audaz y clara. El verla aquí, en este momento y circunstancia, la dejaba atónita y la entristecía.

Era la firma de Eastin, del joven Miles, con quien ella simpatizaba tanto, que era tan eficiente como contador ayudante, tan útil y tan incansable, incluso esta noche, y a quien justamente esta semana ella había decidido ascender cuando Tottenhoe se retirara.

El jefe de auditores se acercó ahora.

—Lo que nuestro sigiloso ladrón ha estado haciendo es ordeñar cuentas dormidas. En cuanto descubrimos un patrón fraudulento esta noche, fue fácil descubrir los otros.

Siempre con sus aires de conferenciante, y para beneficio de los hombres del FBI, definió una cuenta dormida. Era una cuenta —ahorros o cuenta corriente, explicó Burnside— que tenía poca o ninguna actividad. Todos los bancos tienen clientes que, por diversos motivos, dejan sin tocar las cuentas por largos períodos, a veces años enteros, con sumas sorprendentemente grandes en ellas. Un interés modesto se acumulaba en las cuentas de ahorros, naturalmente, y mucha gente sin duda había pensado en esto, aunque otros —increíble pero verdad— abandonaban sus cuentas enteramente.

Cuando se observaba que una cuenta corriente estaba inactiva, sin depósitos ni retiros, los bancos cesaban de enviar por correo el estado de cuenta mensual y lo sustituían por uno anual. Incluso estos informes eran devueltos a veces con el sello: «Se ha mudado… dirección desconocida».

Se tomaban precauciones normales para impedir el uso fraudulento de cuentas dormidas, prosiguió el auditor jefe. Los informes de la cuenta eran separados; entonces, si súbitamente ocurría alguna transacción, era analizada por el contador, para asegurarse de que fuera legítima. Normalmente tales precauciones eran efectivas. Como ayudante de contador Miles Eastin tenía autoridad para examinar y aprobar las transacciones con cuentas dormidas. Había usado esta autoridad para cubrir su deshonestidad… el hecho era que había estado robando de esas cuentas.

—Eastin ha sido bastante hábil, y ha seleccionado las cuentas menos aptas para provocar trastornos. Tenemos aquí una serie de retiros de depósitos falsificados, aunque no tan bien como parece, porque hay obvias huellas de su letra, tras lo cual las cantidades fueron transferidas a lo que parece ser una cuenta suya fingida, bajo un nombre falso. También aquí la caligrafía es similar, aunque naturalmente se necesita que la examinen expertos para que sea una evidencia.

Uno a uno examinaron los papeles de retiro de dinero, comparando la escritura con la de los cheques que habían visto antes. Aunque había habido tentativa de disfraz, el parecido era indudable.

El segundo agente del FBI, Dalrymple, había estado escribiendo notas cuidadosas.

Levantando la vista preguntó:

—¿Hay una cifra total del dinero involucrado?

Gayne contestó:

—Hasta ahora hemos andado cerca de los ocho mil dólares. Pero mañana tendremos acceso a informes más antiguos, por medio del microfilm y la computadora, lo que puede revelar más.

Burnside añadió:

—Cuando nos encaremos con Eastin con lo que ya sabemos, tal vez él decida facilitar las cosas reconociendo el resto. Suele ser común cuando se coge a los estafadores.

Está disfrutando con esto, pensó Edwina; realmente disfruta. Sintió un irracional deseo de defender a Miles Eastin, después preguntó:

—¿Tiene usted idea de cuánto tiempo hace que está ocurriendo esto?

—Por lo que hemos descubierto hasta ahora —informó Gayne— se diría que un año, quizás más.

Edwina se volvió y se encaró con Hal Burnside.

—Entonces a usted se le escapó totalmente en la última inspección. ¿El examen de cuentas dormidas no forma parte de su trabajo? —lo dijo con voz serena pero enérgica.

Fue como pinchar una burbuja. El jefe de auditores se puso colorado al reconocer:

—Sí, así es, en efecto. Pero incluso a nosotros se nos escapan a veces las cosas, cuando el ladrón ha sabido cubrir bien las huellas.

—Evidentemente. Aunque, usted ha dicho hace un momento que la escritura lo delataba.

Burnside dijo, con tono agrio:

—Bueno, le hemos descubierto ahora.

Ella recordó:

—Después de llamarles yo.

Innes, el agente del FBI, quebró el silencio que se había producido.

—Nada de esto nos hace adelantar mucho en lo que se refiere al dinero que faltó el viernes.

—Fuera del hecho de que convierte a Eastin en el primer sospechoso —dijo Burnside. Pareció aliviado de volver a dirigir la conversación—. Y quizá también lo confiese.

—No lo hará —gruñó Nolan Wainwright—. Ese gato es demasiado hábil.

Además, ¿por qué va a hacerlo? Todavía ignoramos cómo lo hizo.

Hasta ese momento el jefe de Seguridad del banco había dicho muy poco, aunque había mostrado sorpresa; después su cara se había endurecido a medida que los auditores sacaban la serie de documentos como prueba de culpabilidad. Edwina se preguntó si Wainwright recordaba cómo ambos habían presionado a la cajera, Juanita Núñez, sin creer en la inocencia que proclamaba la muchacha. Incluso ahora, pensó Edwina, existía la posibilidad de que la Núñez estuviera confabulada con Eastin, pero parecía poco probable.

Hal Burnside se puso de pie y cerró su portafolio.

—Ha llegado el momento de que se retiren los auditores y la ley se encargue del asunto.

—Necesitamos esos papeles y una declaración firmada —dijo Innes.

—Míster Gayne quedará aquí, a la disposición de ustedes.

—Otra pregunta. ¿Cree usted que Eastin tiene idea de que ha sido descubierto?

—Lo dudo. —Burnside miró hacia su ayudante, que movió la cabeza.

—Estoy seguro de que no lo sabe. Tuvimos cuidado de no mostrar lo que estábamos buscando y, para protegernos, preguntamos por muchas cosas que no necesitábamos.

—Yo tampoco lo creo —dijo Edwina. Recordó con tristeza cuán atareado y alegre había parecido Miles Eastin poco antes de que ella dejara la sucursal con Burnside. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué, por qué?

Innes asintió, aprobando.

—Entonces dejemos las cosas así. Interrogaremos a Eastin en cuanto hayamos terminado aquí, pero no hay que prevenirle. ¿Está todavía en el banco?

—Sí —dijo Edwina—. Se quedará por lo menos hasta que regresemos; normalmente es uno de los últimos en irse.

Nolan Wainwright interrumpió, con voz desusadamente dura:

Corrija esas instrucciones. Que se demore aquí hasta lo más tarde que sea posible. Después dejen que vuelva a su casa, en la creencia de que no ha sido descubierto.

Los otros miraron al jefe de Seguridad del banco, intrigados y sorprendidos. Especialmente los ojos de los dos hombres del FBI buscaron la cara de Wainwright. Un mensaje pareció cruzarse entre ellos.

Innes vaciló, después concedió:

—Bien. Hagámoslo de ese modo.

Unos minutos después Edwina y Burnside tomaban el ascensor.

Innes, después de que los demás se hubieran ido, dijo cortésmente al auditor que se había quedado:

—Antes de recibir su declaración le agradecería que nos dejara solos unos momentos.

—¡Cómo no! —y Gayne salió de la sala de conferencias.

El segundo agente del FBI cerró su libreta y guardó el lápiz.

Innes miró a Wainwright.

—¿Tiene usted alguna idea?

—La tengo… —Wainwright vaciló, luchando mentalmente entre lo que debía elegir y su conciencia. La experiencia le decía que en la acusación contra Eastin había fallos que debían ser llenados. Sin embargo, para llenarlos, la ley tendría que doblarse de una manera que iba contra sus propias convicciones. Preguntó al hombre del FBI:

—¿Está seguro de qué quiere saber?

Los dos se miraron. Hacía años que se conocían y se tenían mutuo respeto.

—Conseguir pruebas hoy en día es una cosa delicada —dijo Innes—. No podemos tomarnos algunas de las libertades que nos tomábamos y, si lo hacemos, la cosa puede volverse contra nosotros.

Hubo un silencio, después el segundo agente dijo:

—Diga solo lo que usted cree que debe decirnos.

Wainwright cruzó los dedos y miró atentamente a los dos. Su cuerpo transmitía tensión, al igual que su voz un poco antes.

—Bueno, tenemos bastante como para clavar a Eastin con una acusación de robo. Digamos que la suma robada es más o menos de ocho mil dólares. ¿Cuánto creen ustedes que le impondrá un juez?

—Como primer delito tendrá una sentencia en suspenso —dijo Innes—. El tribunal no se preocupará por el dinero perdido. Suponen que el banco tiene cantidades y que, de todos modos, está asegurado.

—¡Basta! —los dedos de Wainwright se apretaron visiblemente—. Pero si podemos demostrar que se apoderó del otro dinero… de los seis mil dólares que faltaron el miércoles; si demostramos que procuró echar la culpa a la muchacha, y que casi lo logró…

Innes gruñó, comprendiendo.

—Si usted puede probar eso, cualquier juez razonable lo mandará directamente a la cárcel. Pero, ¿puede probarlo?

—Lo intentaré. Personalmente quiero que ese hijo de puta esté entre rejas.

—Comprendo lo que usted quiere decir —dijo pensativo el hombre del FBI—, a mí también me gustaría.

—En ese caso hagan lo que yo digo. No busquen a Eastin esta noche. Denme tiempo hasta mañana.

—No estoy seguro —murmuró Innes—, no estoy seguro de poder hacerlo.

Los tres esperaron, conscientes del conocimiento, del deber, de un tironeo y retortijón dentro de sí mismos. Los otros dos adivinaban en términos generales lo que Wainwright tenía en la mente. Pero: ¿cuándo y en qué medida el fin justificaba los medios? Y también estaba la cuestión: ¿cuánta libertad puede permitirse hoy en día un funcionario de la ley y seguir adelante?

Sin embargo, los hombres del FBI trabajaban en el caso y compartían el punto de vista de Wainwright en cuanto a los objetivos.

—Si esperamos hasta mañana —dijo con cautela el segundo agente— no quiero que Eastin se escape. Eso podría acarrear molestias para todos.

—Y yo tampoco quiero una patata machacada —dijo Innes.

—No escapará. No lo machacaremos. Lo garantizo.

Innes miró hacia su colega, que se encogió de hombros.

—Bien entonces —dijo Innes—. Hasta mañana. Pero comprenda una cosa, Nolan… esta conversación… no existe —se dirigió a la puerta de la sala de conferencias y la abrió—. Puede usted venir, míster Gayne. Míster Wainwright ya se retira y nosotros recibiremos su declaración.